LOS ‘ABBÂDÍES, REYES DE SEVILLA
El desmembramiento del
califato cordobés y la fragmentación política del país en beneficio de los reyes de taifas (mulûk at-tawâif) -época
de aventureros y de indudable esplendor cultural a pesar de las divisiones-,
fueron aprovechados por el cadi (juez) de Sevilla Abû l-Qâsim Muhammad ibn
‘Abbâd para proclamarse en 1023 como máxima autoridad en la ciudad. Era hijo de
un ilustre jurista andaluz, Ismâ‘îl ibn ‘Abbâd. Cuando se arrogó el poder,
comenzó por reconocer la soberanía del rey hammûdi Yahyâ ibn ‘Ali
de Málaga, pero pronto desechó esta marca de sujeción, que de todas maneras era
meramente nominal. Hay poca información sobre su reino, que estuvo consagrado
sobre todo a dirimir diferencias con la dinastía de los ÿahwaríes de Córdoba y
otros pequeños señores del sur de Andalucía. Murió el año 1042.
Su hijo, Abû ‘Amr ‘Abbâd ibn
Muhammad, fue, en el curso de su reinado de casi treinta años (1042-1069),
quien agrandó considerablemente el territorio del principado de Sevilla,
convirtiéndose en el campeón de la causa andaluza contra la influencia de los
bereberes cuyo número había aumentado considerablemente en la época de al-Mansûr
(Almanzor) y sus descendientes, quienes se habían apoyado en los africanos para
sus campañas contra los cristianos y para mantenerse en el poder en Córdoba
antes de la disolución del califato.
Cuando sucedió a su padre, el
nuevo rey de Sevilla, que contaba entonces veintiséis años, tomó el título honorífico (láqab) de al-Mu‘tadid billâh, bajo el que es más conocido.
Dotado de auténticas cualidades políticas, al-Mu‘tadid se propuso
reunificar al-Ándalus. Desde su advenimiento, al-Mu‘tadid continuó la
lucha empezada por su padre contra la pequeña dinastía bereber de Carmona. Al
mismo tiempo, se preocupó por extender su reino hacia el oeste, entre Sevilla y
el océano Atlántico: con este objetivo desafió y atacó a los señores de Mértola
y Niebla. Ante los éxitos del rey de Sevilla, los otros mulûk at-tawâif
formaron contra él una especie de liga enla que entraron los príncipes de
Badajoz, Algeciras, Granada y Málaga. Se inició así una guerra entre la
dinastía ‘abbâdí de Sevilla y la dinastía aftasí de Badajoz, que duró
varios años a pesar de los intentos de mediación del príncipe ÿahwarí de
Córdoba. Manteniendo su hostigamiento sobre las fronteras de Badajoz, al-Mu‘tadid
desafió al señor de Huelva, de Saltes, de Silves y de Santa María del Algarbe,
y acabó anexionándose sus principados.
Para justificar sus
agresiones, al-Mu‘tadid afirmó estar defendiendo la causa del califa
omeya Hishâm II, al que pretendía haber encontrado tras su oscura desaparición
años antes. Pretendía restituir a ese seudo-Hishâm el califato cordobés,
reunificado y pacificado. Para no atraerse la ira del rey sevillano, la mayor
parte los jefes bereberes establecidos en las montañas del sur de Andalucía
consintieron esa puesta en escena de un pretendido omeya y prestaron homenaje
tanto al rey ‘abbâdí como al emir sacado a la luz por las necesidades de la
causa de al-Mu‘tadid, pero al mismo tiempo cuidadosamente secuestrado
por él. Pero la aceptación formal del príncipe omeya no bastaba a al-Mu‘tadid,
que reunió en su palacio de Sevilla a los jefes bereberes y los hizo morir
asfixiados en las termas cuyas oberturas hizo tapar. Así fue como se apropió de
Arcos, Morón y Ronda.
Eso fue bastante para desatar
el furor del más poderoso príncipe bereber de al-Ándalus, el zirí Bâdis ibn Habûs,
rey de Granada, y que parecía el único capaz de hacer frente a al-Mu‘tadid.
Abierta la guerra, la fortuna continuó favoreciendo al sevillano, que conquistó
Algeciras a los hammûdíes de Málaga. Intentó apropiarse Córdoba y envió
con ese objetivo una expedición confiada a su hijo Ismâ‘îl: éste quiso
aprovecharse de la circunstancia para rebelarse y crear en su provecho un reino
del que Algeciras sería la capital. Ese proyecto temerario le costó la vida. Y
ese fue el comienzo de la carrera política de otro de los hijos de al-Mu‘tadid,
Muhammad al-Mu‘tamid, que lo sucedería a su muerte: bajo las órdenes de su
padre fue a prestar ayuda a los malagueños contra el rey de Granada, pero Bâdis
derrotó al ejército sevillano y al-Mu‘tamid tuvo que refugiarse en Ronda desde
la que solicitó y obtuvo el perdón de su padre. Hacía ya tiempo, el rey de
Sevilla había repudiado la fábula del seudo-Hishâm, de la que ya no tenía
necesidad: él era el rey más poderoso e incontestable de Andalucía. No tenía
más enemigos que los reyezuelos que impedían la reunificación de al-Ándalus,
que. si bien eran musulmanes como él, estaban tan alejados de su ideal como los
cristianos del norte de la Península.
Cuando el poderoso soberano
de Sevilla murió el año 1069, su hijo Muhammad ibn ‘Abbâd, más conocido bajo el
láqab honorífico de al-Mu‘tamid billâh tomó posesión de un reino
considerablemente engrandecido y que englobaba la mayor parte del sudoeste de
la Península ibérica.
En el segundo año de su
reino, al-Mu‘tamid pudo anexionar a su reino el principado de Córdoba sobre la
que habían reinado los ÿahwaríes. Ello supuso un agravio para el rey de Toledo,
al-Ma’mûn. Un joven príncipe, hijo de al-Mu‘tamid, fue nombrado gobernador de la
antigua capital de los omeyas. Pero, a instigación del rey de Toledo, un
aventurero, de nombre Ibn ‘Ukkâsha, pudo, en el 1075, apoderarse por sorpresa
de Córdoba, donde dio muerte al príncipe ‘abbâdí y a su general Muhammad ibn
Martîn. Al-Ma’mûn tomó posesión de la ciudad, en la que murió seis meses
después. A la vez herido en su amor de padre y en su orgullo de soberano,
durante tres años al-Mu‘tamid desplegó vanos esfuerzos por recuperar Córdoba.
Lo logró en 1078, dando muerte a Ibn ‘Ukkâsha y consiguió que toda la parte del
reino de Toledo situada entre el Guadalquivir y el Guadiana pasara a formar
parte del reino de Sevilla. Pero hizo falta toda la habilidad de su visir Ibn
‘Ammâr (el Abenamar de las crónicas
cristianas) para que una expedición de Alfonso VI de Castilla contra Sevilla
acabase pacíficamente mediante la aceptación del pago de un doble tributo.
Los príncipes cristianos
supieron sacar provecho de las luchas sangrantes que dividían a los musulmanes
en tâifas -pequeños reinos independientes en continua pugna-, y la
ofensiva contra Andalucía avanzó tras el retroceso que le había impuesto el
califato omeya y la dictadura de al-Mansûr y sus descendientes (los
‘âmiríes). A mediados del siglo XI, muchas de las pequeñas dinastías que
reinaban en al-Ándalus -enfrascadas en rivalidades- se vieron obligadas a a
buscar, mediante el pago de pesados tributos, la neutralidad temporal de sus
vecinos cristianos, que, paradójicamente, eran la verdadera amenaza para su
supervivencia. Los cristianos supieron aprovechar la debilidad política de los
musulmanes y sacarle beneficio económico a la vez que progresaban hacia el sur.
Poco tiempo antes de la sonada conquista de Toledo por Alfonso VI, en el 1085,
al-Mu‘tamid comenzó a debatirse en las peores dificultades. Bajo los consejos
imprudentes de su visir Ibn ‘Ammâr, al-Mu‘tamid intentó anexionar a su reino,
después de Córdoba, también Murcia donde reinaba Muhammad ibn Ahmad ibn Tâhir.
En 1078, Ibn ‘Ammâr se presentó ante el conde de Barcelona -Ramón Berenguer II-
y le pidió su ayuda para conquistar Murcia mediante el pago de diez mil dinares; a la espera del pago de esta suma,
un hijo de al-Mu‘tamid, ar-Rashîd, serviría de rehén. Después de movidas peripecias que acabaron con el
pago de una suma tres veces más importante, Ibn ‘Ammâr retomó su proyecto de
conquista de Murcia y lo consiguió pronto gracias a la ayuda del señor del
castillo de Bilÿ (la actual Vilches), Ibn Rashîq. Pero una vez en Murcia, Ibn
‘Ammâr, de personalidad excéntrica, no tardó en hacerse intolerable para el rey
de Sevilla. Tuvo que huir de Murcia, y se refugió sucesivamente en León,
Zaragoza y Lérida. De vuelta a Zaragoza, intentó ayudar al príncipe de la
ciudad, al-Mûtamin ibn Hûd en su expedición contra Segura, pero finalmente fue
hecho prisionero y entregado a al-Mu‘tamid, quien, a pesar de los lazos de
amistad que durante mucho tiempo los habían unido, lo mató con sus propias
manos.
Mientras tanto, Alfonso VI ya
no ocultaba su intención de conquistar Toledo, que había comenzado a bloquear
desde el año 1080. Por desacuerdos en torno al tributo que debía pagar
anualmente al-Mu‘tamid, Alfonso VI hizo una
incursión contra el reino de Sevilla, destruyó las florecientes aldeas del
Aljarafe y avanzó, por el distrito de Sidona hasta Tarifa, donde se glorificó
de haber alcanzado el límite de al-Andalus.
La conquista final de Toledo
por Alfonso VI fue un duro
golpe para el Islam en Andalucía, ya que habría las puertas para un avance
efectivo de los cristianos hacia el sur de la península. El rey de Castilla no
tardó en exigir a al-Mu‘tamid la devolución de las posesiones que habían
formado parte del reino de Toledo: una parte de las provincias de la actual
Ciudad Real y Cuenca. Simultáneamente, aumentaba su presión sobre los demás
reinos musulmanes de al-Ándalus. En todas partes, el pueblo andalusí exigía a
sus príncipes que demandaran la ayuda del sultán almorávide Yûsuf ibn Tâshfîn
que, en una progresión irresistible, se había ido adueñando del Magreb
reunificándolo y fortaleciéndolo. Se decidió enviarle una embajada compuesta
por delegados de Sevilla, Badajoz, Córdoba y Granada. Yûsuf ibn Tâshfîn decidió
ayudar a los andaluces y atravesó el Estrecho de Gibraltar. Inflingió a los
ejércitos cristianos aliados contra él una gran derrota en octubre de 1086 en
Zallâqa, no lejos de Badajoz. Requerido en África, Yûsuf volvió a su poderoso
reino. Los príncipes andaluces, que seguían envueltos en sus querellas, no
supieron sacar provecho a la victoria del almorávide. Su incapacidad aumentó su
desprestigio.
Tras la partida de Yûsuf ibn
Tâshfîn, las tropas cristianas comenzaron de nuevo a hostigar las fronteras de
al-Ándalus, y los alfaquíes presionaron de nuevo para que se volviera a
requerir el auxilio de los almorávides. Al-Mu‘tamid en persona se dirigió a
Marrakech para pedir a Yûsuf que acudiera en ayuda de los musulmanes en
Andalucía. El sultán almorávide cruzó por segunda vez el Estrecho en primavera
del 1088 y comenzó el asedio de Aledo. Constató que la situación en Andalucía
era irresoluble debido al egoísmo y avidez de sus príncipes. Estimulado por el
sentimiento popular y los consejos de los alfaquíes, decidió reunificar
al-Ándalus bajo su autoridad. En poco tiempo, consiguió decisivas y fáciles
victorias en Tarifa, Córdoba, Carmona y Sevilla, que permitieron acabar con los
reinos de taifas. Al-Mu‘tamid, hecho prisionero con sus mujeres e hijos, fue
enviado primero a Tánger, después a Meknés y, por último, a Agmât, no lejos de
Marrakech, donde llevó una existencia miserable durante varios años hasta que
murió a la edad de cincuenta y cinco años, en el 1095. Con él acabó de la
dinastía ‘abbâdí, que puede ser considerada, a pesar de las circunstancias de
la época, como la más brillante del periodo de taifas y bajo la que las artes y
las letras brillaron con un esplendor incluso superior a la de la Andalucía del
siglo XI.
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