Las calles de
al-Andalus (primera parte)
Publicado por LUIS MOLINAel19 MARZO, 2020
En ausencia de tráfico
rodado, las calles estrechas y tortuosas de las ciudades musulmanas tienen
muchas cosas a su favor: proporcionan sombra, aminoran el viento, permiten una
densidad mayor de habitabilidad y que una ciudad grande sea accesible a los
peatones, facilitan las relaciones sociales y son fácilmente defendibles
MARIBEL FIERRO Y LUIS MOLINA
CCHS Y EEA (CSIC)
CCHS Y EEA (CSIC)
Las vías dentro de las ciudades
En el urbanismo de al-Andalus no sólo hubo una acción directa del Islam
sobre el mundo tardo-antiguo y cristiano sino también una acción inversa con la
conquista cristiana. Muchas ciudades andalusíes sufrieron profundas
modificaciones tras la conquista cristiana (por ejemplo, ensanche de las calles
y supresión de adarves), por lo que es muy difícil reconstruir su topografía
anterior sobre todo si no se ha podido excavar en las mejores condiciones.
El urbanismo de las ciudades islámicas del área mediterránea no sólo se vio
afectado por las creencias y la cultura de la nueva religión, sino también por
el complejo proceso de evolución urbana del mundo tardo-antiguo. Frente a
quienes tienden ver una cierta continuidad entre ese mundo tardo-antiguo y los
primeros siglos islámicos, Manuel Acién considera que las ciudades andalusíes
que se configuran históricamente entre los siglos IX y XI, no tienen nada que
ver con sus antecesoras, aunque estén en el mismo espacio físico, y que de
hecho se pueden considerar todas ellas como de nueva fundación, porque la
ciudad islámica exige la desaparición de la ciudad antigua, lo cual quedaría
confirmado por el registro arqueológico. Naturalmente, Acién no niega la
pervivencia de hechos físicos —como restos de edificios, trazas, viarios o
parcelarios— y no sólo físicos, ya que un elemento tan vinculado a la ciudad
como son los obispos también va a pervivir bajo gobierno musulmán. Pero todos
ellos terminarán por desaparecer, al igual que la ciudad antigua, en cuanto a
su función. Es posible, pues, conocer o restituir en la actualidad los
parcelarios y viarios de la ciudad antigua que pueden haberse conservado (como
en el caso de Mérida), pero ello no implica que sus funciones fuesen las
mismas.
Aparte de reutilizar ciudades preexistentes, los musulmanes fundaron nuevas
urbes por necesidades militares, administrativas, socio-económicas o como
expresión material del poder de los gobernantes. Al no hallarse condicionadas
por un urbanismo previo, estas ciudades —como Murcia, Úbeda, Badajoz y Palma de
Mallorca, así como las ciudades palatinas (Madīnat al-zahrā’ y Madīnat
al-zāhira), ciudades fronterizas (Talavera de la Reina, Medinaceli, Madrid) y
ciudades portuarias (Almería, Tarifa)— son especialmente relevantes para
comprender mejor la relación entre Islam y ciudad. En general, la intervención
de los gobernantes en la planificación urbana se limitaba a la configuración de
su trazado que incluía calles principales, mezquita, murallas y la alcazaba,
donde residía el poder; a veces, se ha podido detectar también la planificación
de la red de saneamiento. En Cercadilla (Córdoba), se han excavado unos
extensos arrabales en los que se han descubierto numerosas viviendas alineadas
en calles rectas y amplias, orientadas de norte a sur, para facilitar la
evacuación de las aguas residuales que a ellas vertían las atarjeas de las
casas.
Cuando el poder político no intervenía de forma directa en la ordenación
del espacio, eran los vecinos quienes ejercían el papel de agente ordenador,
bien mediante mediaciones y arbitrajes a nivel de barrio o calle, bien mediante
el recurso al derecho islámico (fiqh), que propiciaba el entendimiento y
que no penalizaba la invasión del espacio público, siempre que no se causara un
perjuicio grave al bien común o no se produjera un daño a otro. El espacio
público era considerado como una copropiedad de la comunidad y su utilización
estaba determinada por el uso así como por el equilibrio entre la molestia
causada a los usuarios y la pérdida de beneficio de los vecinos. Podemos
reconstruir estas realidades gracias a los textos legales islámicos, siendo de
especial interés los dictámenes jurídicos o fetuas que surgen fundamentalmente
con ocasión de litigios provocados por apropiación del espacio público o
privado en calles o adarves, por problemas de saneamiento en relación con la
evacuación de aguas pluviales o fecales o por falta de limpieza, entre otros
motivos.
En las ciudades islámicas no se desarrolló una maquinaria administrativa
extensa con instituciones municipales comparables a las que se desarrollaron en
el Occidente cristiano a partir del siglo XI. Sí existió un armazón
administrativa que iba desde la autoridad política o sus representantes a los
cargos de tipo jurídico tales como el cadí o juez, el ṣāḥib
al-madīna o zalmedina, el inspector del mercado o ṣāḥib al-sūq,
también llamado muḥtasib (encargado de la moralidad pública y
en general de lo que hace posible la vida en común). Había un margen amplio
para la iniciativa de los habitantes de la ciudad actuando —individualmente o
como grupo— en pro de un bien común, en cuya creación y mantenimiento toman
parte, sobre todo a nivel de barrio. El barrio generalmente se estructuraba
alrededor de su mezquita, espacio de sociabilidad comunitaria y lugar de
encuentro donde se discutían asuntos que afectaban a los vecinos. Las
relaciones entre vecinos, surgidas de la densidad del tejido urbano, se
gobiernan por reglas tácitas que tienden al mínimo perjuicio y al respeto
dentro de la vida en común, siendo esto lo que permite el funcionamiento de la
ciudad. Cuando no se respetan las reglas y se produce una ruptura del consenso
vecinal, interviene el muḥtasib e incluso el cadí para
restablecer el orden urbano y asegurar el buen funcionamiento del sistema. Los
casos más frecuentes en los que se producían conflictos eran los relacionados
con la invasión de lo privado en el espacio público. Antes de ver algunos de
esos casos, es necesario tratar del supuesto ‘desorden urbano’ del mundo
islámico.
El supuesto ‘desorden
urbano’ del mundo islámico
En la literatura sobre la ciudad islámica se insiste en un supuesto
‘desorden urbano’ que tendría su expresión en la planta laberíntica de sus
calles y en la influencia del Islam en ese desorden así como en su
inmutabilidad.
Para Bulliet, sin embargo, las calles estrechas, la invasión de las
edificaciones sobre las vías públicas, y en general el aspecto laberíntico de
las ciudades islámicas —rasgos todos ellos descritos a menudo como algo
negativo frente a lo positivo conformado por la ciudad romana con su planta
rectilínea— han de ser atribuidos no tanto al derecho islámico o a la ausencia
de instituciones municipales, sino al hecho de que formaban parte de
sociedades sin tráfico rodado. Bulliet pone de relieve que las calles estrechas
y tortuosas tienen muchas cosas a su favor: siguen la disposición del suelo, en
países calurosos proporcionan sombra, aminoran el viento, permiten una densidad
mayor de habitabilidad lo que a su vez hace que una ciudad grande sea accesible
a los peatones, facilitan las relaciones sociales y son fácilmente defendibles.
Explica Bulliet que si hay tráfico rodado, las calles deben ser llanas, sin
escaleras o desniveles grandes y, si es posible, debe estar pavimentadas;
además hay que mantenerlas en ese estado para que la circulación no se
interrumpa. Tienen que tener la anchura adecuada para que, idealmente, puedan
pasar dos vehículos al mismo tiempo; las esquinas no pueden ser demasiado
agudas o estrechas para las maniobras; los callejones sin salida deben ser
evitados. Que los edificios o los comerciantes con sus mercancías ocupen la vía
pública debe ser evitado a toda costa. Y hay que contar con que los vehículos
son ruidosos y peligrosos (recordemos el accidente del hijo de Ibn Waḍḍāḥ).
A medida que fueron desapareciendo los vehículos, las ciudades de Oriente
Medio y el Norte de África gradualmente desarrollaron tipos y disposiciones de
calles que se adaptaban mejor a las necesidades humanas. Una vez que sólo había
que atender a peatones y animales de carga, la calle podía transformarse
en un mercado abierto o en un callejón sin salida que daba acceso a los que
residían en las casas allí situadas. Dada la ausencia de una sanción ideológica
respecto a anchuras constantes y vueltas en ángulo recto, con poca legislación
– sigue diciendo Bulliet – se podían mantener calles viables. Pero esto no
quiere decir que hubiese una sanción ideológica para el desorden, ya que —tal y
como ha puesto de relieve Acién— en las ciudades de nueva fundación se daba una
planificación específica a pesar de que, al no haber transporte rodado, la
necesidad de esa planificación era escasa. La llegada del Islam además no
destruyó los viarios previos de ciudades como Antioquía y Herat en las que
todavía se preservan largas vías derechas que se remontan a la época
pre-islámica. Pero el Islam —surgido en una región donde no se usaba la rueda—
prosperó en un mundo, el tardo-antiguo, en el que el uso de la rueda estaba en
retroceso y por ello no incorporó una postura ideológica favorable al tráfico
vehicular. La evolución de un diseño geométrico a otro orgánico tuvo lugar de
forma natural en esas sociedades. Cuando el Islam se expandió por el Yemen,
Indonesia o la India, donde el transporte se hacía de otra manera, se
encuentran otras plantas de ciudades.
Las calles y el derecho
islámico
Si seguimos a Bulliet en dar prevalencia al factor de la desaparición del
tráfico rodado, entonces el derecho islámico no habría hecho otra cosa que
adaptarse a ese contexto más que determinarlo. Predomina, sin embargo, la
visión de que fue el derecho islámico el que determinó el viario de la ciudad
islámica. Para Robert Brunschvig, autor de un estudio fundacional sobre la
relación entre derecho y el urbanismo en el Islam publicado en 1947, no sólo la
ciudad está regida por la ley islámica, sino que dicha ley marca su evolución.
Una evolución estrechamente vinculada al derecho de finā’, es
decir, el derecho que tiene el propietario o habitante de una casa al uso de un
espacio alrededor de la misma tanto a lo ancho como a lo alto (es
un derecho de usufructo, ya que esos espacios —los afniya— pertenecen
al conjunto de los musulmanes como es también el caso de los bienes habices).
El fināʾ (o ḥarīm) mide aproximadamente 1-1.5
metros de ancho y va alrededor de todos los muros exteriores de un edificio y
también se extiende verticalmente a lo largo de esos muros.
Según el jurista granadino ʽAbd al-Malik ibn Ḥabīb (m. 853), los dueños de
las casas tienen el uso (intifā’) de sus afniya en tres
circunstancias: para tener reuniones (maŷālis), para servirse de ellos
como establos donde dejar a sus bestias de monta y carga, y para instalar
banquetas; además pueden usarlas los vendedores ambulantes, pero el fina’ no
puede ser ocupado por una construcción o rodeado por algo que lo encierre.
Según el segundo califa ortodoxo ʽUmar, el propietario puede disponer
del finā’ de su casa, lo cual para algunos significa que puede
apropiarse de él, por ejemplo, mediante una construcción, construcción que
dependerá en su tamaño del ancho de la fachada de cada vecino. Pero el fundador
de la escuela malikí —Malik ibn Anas (m. 795)— habría dicho que no le gustaba
que se hiciesen construcciones, aunque no las prohibió. Uno de sus discípulos
sí lo hizo, diciendo que cualquier construcción en la vía pública está
prohibida incluso si la calle es tan ancha como el desierto. Posteriormente
prevalece la idea de que se pueden hacer construcciones siempre que se deje
espacio suficiente para los transeúntes, tanto los que van a pie como los
montados. El propietario o inquilino de un edificio tiene el derecho de usar
el fināʾ para fines temporales, siempre y cuando no entorpezca
el tráfico de la calle. Es además responsable de mantener su parte del fināʾ limpia
y libre de todo tipo de obstrucciones y de acumulación de agua o nieve.
El fināʾ vertical permite proyecciones hacia fuera de los
pisos superiores en forma de balcones y pasadizos, justificándose porque lo que
se utiliza es un espacio ‘muerto’ que no daña el tráfico en la parte de abajo.
Hemos visto que se establece una conexión entre lo que se puede hacer con
el finā’ de uno y las molestias que ese uso puede causar a
terceros. Un alfaquí qayrawaní del siglo XI lo expresó así: si lo que se
construye no hace daño a nadie está permitido; si perjudica a alguien, está
prohibido. Al-Māzarī (m. 1141), por su parte, se regía por el dicho ‘de
dos males el menor’. Detrás de esas posturas están el principio general
de lā ḍarar wa-lā ḍirār («no se debe causar daño
ni perjuicio»): todo perjuicio debe ser suprimido siempre que ello no cree un
perjuicio mayor que el primero (ḍirār es perjuicio desproporcionado
o ejercicio malintencionado por alguien de su derecho). La preeminencia
absoluta acordada al derecho de uso a su vez implica que la ḥiŷāza (posesión
a largo plazo) se convierte en derecho de propiedad privada.
De esta orientación jurídica tenemos evidencia muy temprana en al-Andalus,
en concreto, gracias al tratado sobre construcciones y vías urbanas compuesto
por el jurista Ibn al-Imām de Tudela (m. 996). Las cuestiones legales relativas
al viario se tratan sobre todo en los capítulos sobre los daños, es decir,
junto con problemas de vecindad y perjuicio a los derechos de particulares
—árboles, vigas, derecho de paso, molestias diversas—. Como ya señaló
Brunschvig, esto significa que las cuestiones del viario se ven más como
problemas de la esfera privada que no del derecho público. Esta estrecha
vinculación de la materia con litigios y sentencias judiciales es recogida por
Ibn Jaldūn (m. 1406) quien indica que el derecho de paso es una de las causas
de conflictos entre las gentes que les incita a iniciar procesos ante el juez.
NOTA:
Esta panorámica —que está basada en los estudios citados en la
Bibliografía, donde se encuentran las referencias de los ejemplos dados— se
presentó en 2017 en el VIII Taller Toletum ¿Conectando ciudades? Vías de
comunicación en la Península Ibérica, Universidad de Hamburgo: https://www.toletum-network.com/es/2017/10/toletum-viii-staedte-verbinden-kommunikationswege-auf-der-iberischen-halbinsel/.
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