ABD AL-RAḤMĀN III
‘Abd
al-Raḥmān III. al-Nāṣir
li-Dīn Allāh: Abu
l-Mutarrif ‘Abd al-Rahman b. Muhammad b. ‘Abd Allah b. Muhammad b. ‘Abd al-Rahman (II) b. al-Hakam (I) b. Hisam (I) b. ‘Abd al-Rahman (I). Córdoba, 891 – Madinat
al-Zahra’ (Córdoba), 15.X.961. Primer califa y octavo emir de los omeyas
andalusíes.
Era hijo de Muhammad, hijo del emir omeya ‘Abd Allah (r. 888-912). Este Muhammad murió veinte días después de nacer
‘Abd al-Rahman, asesinado por su hermano Mutarrif. La madre de ‘Abd al-Rahman fue Muzna, una esclava concubina de origen cristiano. Según
algunas fuentes, la abuela de ‘Abd al-Rahman por parte paterna era Oneca o Iñiga, hija de Fortún Garcés.
‘Abd al-Rahman tenía la piel blanca, los ojos de color
azul oscuro, un rostro atractivo, era corpulento y tenía las piernas cortas. Se
teñía de negro la barba.
Las fuentes cronísticas (escritas durante o
con posterioridad a su reinado) insisten en que su abuelo mostró siempre
especial predilección por él. ‘Abd al-Rahman tenía tan sólo diecinueve años cuando fue nombrado emir el 16
de octubre del año 912. En presencia de sus parientes y sus más fieles
cortesanos, recibió en el alcázar el juramento de fidelidad. El pueblo de
Córdoba se sumó al juramento en la mezquita aljama. ¿Por qué se eligió emir a
‘Abd al-Rahman a pesar de su juventud, de que su
nombramiento venía a romper la práctica de sucesión padre-hijo seguida hasta
aquel momento por la dinastía omeya? La razón parece haber sido la necesidad de
presentar al sucesor del emir ‘Abd Allah como un nuevo ‘Abd al-Rahman I, el
fundador de la dinastía en al-Andalus, el cual había sido nieto, y no hijo, de
califa. A partir de éste y otros paralelismos establecidos entre ‘Abd al-Rahman I y ‘Abd al-Rahman III se buscó transmitir un poderoso mensaje: el nuevo ‘Abd
al-Rahman refundaría la dinastía omeya en un momento
en que ésta se veía obligada a enfrentarse con una amenazadora situación, tanto
interna como externa, que ponía en peligro su supervivencia.
El mayor peligro procedía de los rebeldes
árabes, beréberes y muladíes que habían logrado hacerse con el control de
amplias zonas. Las tensiones entre las elites locales y el gobierno central
eran endémicas en las regiones fronterizas, donde los omeyas a menudo se
limitaban a reconocer la autonomía de los gobernantes locales, entregándoles
nombramientos oficiales a cambio del pago de tributo. En el resto del
territorio, los árabes y los beréberes habían mostrado su desafección con
anterioridad. Fue la aparición de rebeldes muladíes la que constituyó una novedad
en la segunda mitad del siglo IX (hay quien ve en ellos la pervivencia de
señores feudales de la época visigoda y hay quien interpreta su actuación como
mimética de los rebeldes tribales árabes y beréberes, dentro de una lucha más
general por parte de los conversos por alcanzar la igualdad social y política
con los árabes). El más famoso de los rebeldes muladíes es Ibn Hafsun,
quien a partir del año 878 puso a menudo en graves aprietos a los omeyas.
Las primeras medidas tomadas por ‘Abd al-Rahman III al subir al Trono estuvieron dirigidas a recuperar el
terreno perdido en al-Andalus. Primero actuó contra los rebeldes beréberes al
norte de la capital y luego contra los distritos de Cabra y Écija. En abril de
913, mandó él mismo una expedición contra Jaén y Granada, conquistando
numerosas fortalezas y nombrando gobernadores leales. Parte de la región en la
que tuvo lugar esta campaña había estado bajo el control de Ibn Hafsun,
quien intentó un contraataque que no tuvo éxito. ‘Abd al-Rahman III volvió a Córdoba el 18 de julio de 913. La campaña había
sido un éxito, pero el emir todavía no podía ejercer un control completo del
área conquistada por medio de sus hombres, ya que a algunos de los señores
rebeldes que lo acompañaron a Córdoba se les permitió volver a sus antiguas
fortalezas.
Las disensiones internas que estallaron
entre miembros de la familia árabe que se había hecho con el poder en Sevilla
sirvieron para que el chambelán Badr se hiciera con la ciudad en diciembre de
913. En la primavera de 914, el Emir dirigió su segunda campaña, esta vez
contra las fortalezas de Ibn Hafsun en el distrito de Málaga. En
Algeciras, los barcos de Ibn Hafsun que le aprovisionaban desde el Norte
de África fueron destruidos. En 915 tuvo lugar una nueva campaña en el distrito
de Málaga. En ese año comenzó una hambruna, los precios aumentaron y hubo una
gran mortandad. Fue por entonces cuando Ibn Hafsun se sometió al Emir,
prestándole obediencia hasta su muerte en el año 918. Ya en 917, los ejércitos
del Emir se habían aventurado por los distritos levantinos (Tudmir y Valencia)
y occidentales, donde Niebla fue conquistada. La muerte de Ibn Hafsun hizo
estallar querellas entre sus hijos. En mayo de 919, el Emir dirigió la campaña
de Belda en Málaga. Los musulmanes de esa fortaleza se rindieron y se unieron
al emir, pero los cristianos siguieron luchando hasta la muerte, reuniéndose
más de cien cabezas cortadas que fueron desplegadas frente a las murallas de
Bobastro. Esta fortaleza, las más emblemática para los Hafsuníes, estaba
en manos de Ya,far b. ‘Umar b. Hafsun, quien había apostatado
convirtiéndose al cristianismo. Cuando aceptó pagar tributo al emir, éste
regresó a Córdoba en junio de 919. La lucha contra otros rebeldes continuó en
los distritos de Priego, Granada y Málaga. La ciudad marítima de Pechina
(Almería) se integró en el estado omeya. En 923, el Emir atacó Bobastro, donde
ahora gobernaba Sulayman b. ‘Umar ibn Hafsun. Algunos de sus
habitantes, incluido el obispo Ibn Maqsim, estaban a favor de llegar a un
acuerdo, pero Sulayman dio muerte a quienes así pensaban. Durante esta campaña,
el ejército omeya destruyó muchas fortalezas. La siguiente campaña tuvo lugar
en 925 y en ella se puso fin a la rebelión en los distritos de Jaén y Granada.
En 926 Sulayman ibn ‘Umar b. Hafsun fue asesinado, sucediéndole su
hermano Hafs. El emir dirigió personalmente la última campaña contra
Bobastro en mayo de 927. Mientras sitiaba la fortaleza, fueron conquistados los
castillos cercanos de Olías, Santopitar, Comares y Jotrón, habitados
exclusivamaente por cristianos. Tras haber eliminado toda posibilidad de ayuda
militar o refugio, el emir intensificó el asedio contra Bobastro. Tras su
regreso a Córdoba en agosto 927, se le informó de la caída de Bobastro el 17 de
enero de 928.
Hasta el año 920, ‘Abd al-Rahman III no dirigió personalmente ninguna campaña militar en las
zonas fronterizas, donde muchos señores actuaban de manera independiente,
aliándose entre ellos e incluso con los cristianos. En la Frontera Superior el
poder estaba en manos de dos linajes, los muladíes Banu Qasī y los árabes
Tuyibíes. El área de Santaver, en la Frontera Media, estaba bajo el control de
los beréberes Banu Dī l-Nun. Toledo, la antigua capital visigoda, era una
ciudad famosa por su constante estado de rebelión. Por lo que se refiere a la
Frontera Inferior, en 913, Ordoño II había lanzado una campaña contra
Extremadura, llegando a atacar Évora y poniendo así de manifiesto las escasas
defensas de la zona, que no habían mejorado cuando dos años después hizo otra
incursión en la zona sin encontrar demasiada resistencia. La primera campaña en
las regiones fronterizas organizada por el emir tuvo lugar en el año 916. En
junio de 918, Ordoño II y Sancho, rey de Pamplona, actuaron juntos contra los
musulmanes, atacando la fortaleza de Valtierra. Estas ofensivas cristianas
aprovechaban la debilidad omeya del momento, pero el conflicto entre
los Hafsuníes hizo posible que el Emir organizase expediciones de verano
contra los cristianos en los años 918 y 919. Finalmente, en 920, el Emir en
persona dirigió la expedición contra Muez. Cruzó hacia territorio enemigo por
la frontera central, uniéndosele el señor de Toledo a quien recompensó
reconociéndole su señorío. Los señores de la zona de Guadalajara, los beréberes
Banu Salim, fueron destituidos. El Emir se encaminó luego a la fortaleza
de Medinaceli, dirigiéndose hacia la región de al-Qila, (los Castillos),
Álava y Navarra. Uno de sus comandantes militares se dirigió a Osma, atacándola
por sorpresa y destruyéndola, marchando luego a San Esteban de Gormaz y Clunia
(esta campaña de 920 hizo que los musulmanes se sorprendiesen por el dinamismo
económico de la zona, que deja entrever la creciente importancia, desde el
punto de vista militar y político, del Condado de Castilla). Por su parte, el
Emir se dirigió a Tudela y luego a Calahorra. El ejército musulmán cruzó el río
Ebro y luchó contra las tropas de Ordoño y Sancho, derrotándolas el 25 de julio
de 920. El 29de julio, el castillo de Muez fue conquistado. En el año 923, el Emir
se vio obligado a intervenir nuevamente en la frontera. Tras la batalla
victoriosa de Viguera, el rey de Navarra, Sancho I Garcés, capturó a miembros
de los Banu Qasi y de los Banu Di l-Nun, leales a los
omeyas, y les dio muerte. ‘Abd al-Rahman III tomó medidas inmediatamente, siendo una de ellas su
intervención personal en la campaña del año 924, conocida como campaña de
Pamplona, porque la capital del reino de Navarra fue saqueada. Atravesando
Tudmir y Valencia, obtuvo la sumisión de los señores rebeldes de esa zona. Al
llegar a la Frontera Superior, se le unieron los Tuyibíes, cuyo gobierno local
había reconocido formalmente. Entre 924 y 928, el Emir se concentró sobre todo,
como hemos visto, en la lucha contra los Hafsuníes, pero organizó una
campaña en la Frontera Media en 926, que tuvo como resultado el cobro de
impuestos en el área de Santaver. Tras la conquista de Bobastro, los
territorios en manos de los beréberes a lo largo del Guadiana y en Mérida
pasaron a estar bajo control omeya.
El viernes 16de enero de 929 ‘Abd al-Rahman III se proclamó Príncipe de los Creyentes y adoptó el título
califal de al-Nasir li-din Allah (el que trae la victoria a la
religión de Dios). Hasta ese momento, los emires omeyas de al-Andalus no se
habían atrevido ni a proclamarse califas como sus antepasados de Damasco ni a
acuñar oro. Si ‘Abd al-Rahman III se decidió a dar el paso que no habían dado los anteriores
emires fue por varias razones. La derrota de los Hafsuníes y el control de
la mayor parte del territorio andalusí eran un triunfo similar al logrado por
‘Abd al-Rahman I, pero al descendiente de éste le era
ahora más factible reclamar el derecho al califato, dado que los abbasíes se
habían debilitado notablemente y dado que había aparecido un segundo califato en
el Norte de África, el de los fatimíes. Desde la década de 890 y hasta 928,
hubo una crisis monetaria en al-Andalus, reflejo de la crisis política y fiscal
del emirato omeya. Poco antes de su proclamación como califa, en noviembre de
928 ‘Abd al-Rahman III fundó una ceca en Córdoba donde empezó a acuñarse por
primera vez en oro en su nombre. Esta medida acrecentó la necesidad de
controlar las rutas comerciales norteafricanas que traían el oro desde el
África Occidental a través de Siyilmasa.
Los años 928-929 vieron la extensión del
califato por la parte occidental de al-Andalus, con la conquista de Mérida,
Santarén, Beja y Badajoz. Hacia 930, había gobernadores omeyas en Calatrava,
Talamanca, Madrid y Talavera. El califa envió un ejército contra Toledo en mayo
de 930. A pesar de las penalidades sufridas durante un asedio que duró hasta el
año 932, los toledanos lograron obtener condiciones favorables a la hora de
rendirse. A continuación, el califa se concentró en la Frontera Superior. Entre
924 y 933, los Banu Qasi se vieron debilitados frente a los árabes
Tuyībíes, quienes por su parte se mostraban cada vez más independientes del
gobierno central. En el año 934, ‘Abd al-Rahman III decidió mandar una expedición contra los cristianos,
conocida como la campaña de Osma, pero los señores de Zaragoza, Huesca y
Barbastro rehusaron unirse a ella. Al-Nasir atacó a los rebeldes y el señor de
Zaragoza, Muhammad b. Hasim, tuvo que someterse, uniéndose a la expedición y
cediendo algunos de sus castillos al califa. El ejército musulmán atacó
entonces a Ramiro II, causando grandes daños en su territorio. Como Muhammad b.
Hasim volvió a rebelarse, en 935 el califa firmó un tratado con el Rey de León
para asegurarse de que Zaragoza no obtendría ayuda de los cristianos y asedió
la ciudad. Pero poco después Ramiro II rompió el tratado con el Califa, el
Conde de Barcelona lanzó un ataque a lo largo de la frontera, los Banū ī
l-Nūn se rebelaron y los señores de Calatayud y Daroca se unieron al señor de
Zaragoza contra el califa. Toda esta agitación en la Frontera Superior parece
haber ido unida a las pretensiones políticas de un miembro de la familia Omeya,
Ahmad b. Ishaq al-Qurasī (ejecutado en 936). El califa decidió dirigir en
persona la campaña contra Zaragoza, conquistando Calatayud y Daroca, y dando
muerte a sus señores Tuyībíes. El asedio de Zaragoza duró ocho meses durante
los años 936-937, cuando una nueva sequía estaba devastando la Península. El 21
de noviembre de 937 ‘Abd al-Rahman III entró en Zaragoza tras haberse firmado un documento de
sumisión que se ha conservado.
En el año 939, el Califa se
dirigió contra Simancas, en la zona de expansión cristiana en el valle del
Duero, tras reunir un poderoso ejército. En Toledo se le unieron tropas de los
Banu Dī l-Nun, del señor de Huesca Furtun b. Muhammad (quien traicionaría
al Califa) y de los señores Tuyībíes de la Frontera Superior. En agosto, un
encuentro cerca de Simancas entre musulmanes y cristianos fue seguido de una
emboscada cristiana que puso en grave aprieto a las tropas musulmanas (la vida
del mismo califa se vio en peligro). Se añadió a ello la actuación traicionera
de parte de las tropas de la frontera, determinada por el resentimiento causado
por la política califal (intentos por reducir su autonomía, por hacerles pagar
impuestos y por obligarles a participar en las campañas califales). Los
miembros del ejército califal también tenían sus agravios, como el hecho de que
el mando había sido dado a un advenedizo, Nayda b. Husayn, hermano de una
esposa del Califa. La derrota en Simancas tuvo serias consecuencias: capturado
por los cristianos, el señor de Zaragoza pasó dos años cautivo en territorio
leonés; Furtun b. Muhammad y otros diez traidores fueron crucificados en
Córdoba; el Califa nunca más salió en expedición (se concentró a partir de
entonces en la construcción de una ciudad palatina, Madīnat al-Zahra’) y sus
limitaciones para imponer un control firme en las regiones fronterizas quedaron
de manifiesto. Desde el año 939 en adelante, la actividad militar en la
Frontera Superior fue dejada en manos de los señores locales, cuyo derecho a
gobernar en esas tierras era renovado anualmente por el califa, quien les
enviaba presentes y les recibía con gran fastuosidad en sus visitas a Córdoba.
La ausencia de rebeliones graves durante el resto del reinado de al-Nasir
indica que el Califa y esos linajes locales acabaron por establecer un
equilibrio aceptable entre el control central y la autonomía local. Tras un
período en que los cristianos habían tenido la iniciativa, su expansión fue
detenida después de 930, siendo ello posible por los conflictos internos de los
reinos cristianos, por un lado, y por otro por el aumento de la intervención
militar musulmana una vez pacificado el interior. Medinaceli se transformó en el
nuevo centro para la actividad militar de los musulmanes, siendo fortificada en
946 por Galib, liberto del Califa. Pero las campañas organizadas casi cada año
no desembocaron en ningún cambio significativo en la frontera, ya que su
objetivo era sólo el debilitamiento del enemigo y la obtención de cautivos y
botín. Esta incapacidad para recuperar el territorio perdido se vio influida
por la apertura de una segunda frontera en territorio norteafricano. Las
relaciones diplomáticas con los reinos cristianos estaban directamente
relacionadas con la actividad militar. Tras una primera solicitad de ayuda en
934, Toda, reina de Navarra, volvió en 958 a ponerse en contacto con el califa:
su nieto, el rey de León Sancho el Craso (r. 956-966), había sido destronado en
957 por algunos miembros de su nobleza; él y su abuela viajaron a Córdoba en
acto de sumisión y poco después Sancho volvió a reinar. La estancia cordobesa
sirvió también para que Sancho fuese curado de su obesidad por un médico judío,
Ḥasday b. hapruð, que estaba al servicio del califa y al que encontramos
en varias misiones diplomáticas en los reinos cristianos como emisario del
califa. También se establecieron relaciones diplomáticas con el Imperio
Germánico y el Imperio Bizantino. En 953, Otón I envió un emisario a Córdoba,
el monje Juan de Gorze, para protestar por los daños causados por los piratas
musulmanes, especialmente los de Fraxinetum. Juan de Gorze esperó tres años en
Córdoba hasta que fue recibido por el califa después de que un cristiano cordobés,
Recemundo, enviado a la corte de Otón I, regresó con cartas más aceptables que
las traídas la primera vez. En 948-9 (o tal vez en 945-6), un embajada
bizantina llegó a al-Andalus. La misiva del emperador iba acompañada por dos
preciosos libros. Uno era el tratado farmacológico de Dioscórides en griego. El
Califa pidió un traductor al emperador y tres años después el monje Nicolás
llegó a al-Andalus y se puso a trabajar con un equipo del que formaba parte
Ḥasday b. hapruð. El otro regalo era el texto latino de la historia de
Orosio que se habría traducido entonces al árabe. Una embajada cordobesa, de la
que formó parte Recemundo, fue enviada a su vez a Constantinopla.
En el año 955, el puerto de Almería fue
atacado por los fatimíes, quienes constituían la más grave amenaza exterior
para los omeyas. Los fatimíes lograron hacerse con el poder en el actual Túnez,
donde se proclamaron califas en el año 910, iniciando una decidida política de
expansión hacia el Magreb (actual Argelia y Marruecos). En previsión del
conflicto, ‘Abd al-Rahman III promovió el desarrollo de una flota y del puerto de
Algeciras. Durante las décadas de 920 y 930, el ejército omeya capturó en la
costa norteafricana varios puertos (Ceuta entre ellos), todos ellos vitales
para la exportación de productos andalusíes y para el comercio trans-sahariano
de oro y esclavos. Pero los fatimíes lograron conquistar Fez en 935 y durante
un tiempo se vieron fortalecidos por el apoyo de los gobernantes idrisíes
locales. La política omeya, por su parte, no se limitó a la conquista militar,
sino que también consistió en permitir que gobernantes locales (idrisíes y
beréberes) mantuvieran sus privilegios siempre y cuando reconociesen la
soberanía de ‘Abd al-Rahman III. A esos gobernantes se les entregaban ricas vestiduras
oficiales y grandes sumas de dinero, al tiempo que se les dirigía una cuidada
propaganda religiosa y política, en la que el Califa omeya era presentado como
renovador de la religión y enemigo de las innovaciones heréticas y se mencionaban
sus planes para reconquistar la herencia de sus antepasados, los califas omeyas
de Damasco, a quienes los beréberes debían su conversión al Islam. ‘Abd al-Rahman III prestó su apoyo al más formidable enemigo de los fatimíes,
el beréber jariyí Abu Yazīd (“el Hombre del Asno”), quien conquistó Túnez
y Qayrawan en el año 944, pero sin lograr derrotar por completo a los fatimíes.
Una delegación suya llegó a Córdoba para obtener ayuda, pero cuando la flota
omeya llegó a la costa norteafricana en 946, Abu Yazīd ya había sido
vencido y muerto. Hacia la década de 950, la batalla del Magreb parecía
favorable a los omeyas. En 955, tras el ataque fatimí contra Almería, una
poderosa flota andalusí, mandada por el liberto Galib, atacó la costa tunecina.
Poco después, entre los años 958-960, el Califa fatimí consiguió recuperar gran
parte de lo perdido en el Magreb. No será hasta la época de al-Hakam II cuando
los omeyas pudieron volver a combatir con éxito a los fatimíes, especialmente
una vez que estos se trasladaron a Egipto.
‘Abd al-Rahman III tuvo varias esposas, algunas árabes, otras de origen
humilde, como en el caso de la hermana del ya mencionado Nayda b. Husayn,
y otras de origen esclavo, como la cristiana Maryan (que fue madre de al-Hakam
II). Tuvo además innumerables concubinas, de dos de las cuales hablan las
fuentes por haberlas hecho matar ‘Abd al-Rahman III. De todas esas mujeres le nacieron en total dieciséis hijas
y dieciocho o diecinueve hijos, de los cuales tan sólo sobrevivieron once o
doce. ‘Abd al-Rahman III no permitió que sus descendientes varones viviesen en el
palacio real, con la excepción de al-Hakam, el heredero del Trono, cuya vida
privada y pública estaban sometidas a un estricto control. La razón de esta
conducta tal vez fuera el hecho de que ‘Abd al-Rahman III había tenido que hacer frente a un intento de conspiración
por parte de uno de sus hijos, ‘Abd Allah, al que se dice que ejecutó
personalmente el día de la Fiesta del Sacrificio en 950 o 951. Anteriormente,
en 921 y en 936 ‘Abd al-Rahman III también tuvo que hacer frente a la conspiración de algunos
parientes suyos.
Un tupido entramado de tradición, lealtad,
servicio y recompensas mantenía unidos al Califa y a sus elites, constituidas
por familias de clientes omeyas. Un rasgo distintivo de la forma de gobierno de
‘Abd al-Rahman III fue la gran movilidad en los puestos
oficiales. En algunos casos, el cese era debido a la conducta deshonesta del
personaje en cuestión, pero en la mayoría de los casos parece haberse debido al
deseo de asegurarse de que nadie permanecía en un puesto el tiempo suficiente
para causar problemas. La movilidad cumplía también la función de garantizar
que todos los hombres del califa recibían su parte de los recursos
administrados por el estado. Por lo que se refiere al ejército, después de
Simancas, el Califa buscó aumentar el número de soldados profesionales con
hombres de distinta procedencia, entre ellos beréberes norteafricanos, mientras
que la guardia personal del califa estaba formada por esclavos. La poderosa flota
permitió desarrollar una política marítima en el Mediterráneo y contribuyó a la
integración de las Islas Baleares en el estado omeya a partir de 930. Las
familias de clientes omeyas, además de desempeñar funciones militares, ocuparon
también los puestos relacionados con la cancillería y la administración de las
finanzas públicas. La extensa burocracia omeya fue sometida en 955 a una
reforma administrativa, que tuvo lugar en el mismo año en que los fatimíes
atacaron Almería: si el ataque fue visto como el preludio de una invasión, el
califa pudo haber querido fortalecer el control del territorio bajo su mando.
El visirato era sobre todo un título honorífico. Entre 934 y 942 hubo un mínimo
de nueve visires por año. En 939, ‘Abd al-Malik b. Suhayd fue nombrado
para el “doble visirato”, un título honorífico especial que obtuvo tras ofrecer
costosos regalos al Califa, pero que también le permitió ganar vastas sumas de
dinero. El chambelán (hayib) era el jefe de la Casa real, actuando como
representante del califa en actividades políticas, diplomáticas y militares. El
primer chambelán de ‘Abd al-Rahman III fue su cliente Badr, al que sucedió un miembro de la
influyente familia de los Banu Hudayr. A la muerte de éste en 932, ya no
hubo más nombramientos para el puesto, tal vez por temor a las consecuencias de
tener cerca a alguien que podía actuar casi como el Califa mismo y que podía
llegar a querer suplantarle (lo que hará Almanzor con el nieto de ‘Abd al-Rahman III). Los eunucos desempeñaban un importante papel en el
servicio personal del califa, aunque también podían desempeñar funciones
militares y diplomáticas. La época de ‘Abd al-Rahman III vio un aumento considerable de los Saqaliba, término
que en principio se aplicaba a esclavos de origen eslavo, pero que designaba en
general a los esclavos de raza blanca.
La derrota militar de los líderes muladíes y
de sus seguidores cristianos coincidió con el aumento de la conversión al
Islam. La conversión traía consigo recompensas sociales, como muestra el caso de
Yahyà b. Ishaq. Éste era el hijo de un doctor cristiano cordobés y sirvió a
‘Abd al-Rahman III en distintos cargos (jefe de la
policía inferior, visir, comandante militar), pero especialmente como emisario
ante los señores rebeldes como Ibn Hafsun. El proceso de conversión estaba
estrechamente unido a la fuerte arabización de la población andalusí, incluida
la comunidad cristiana, que por estas fechas empieza a traducir obras de la
tradición cristiana al árabe.
La poesía cortesana describe a ‘Abd al-Rahman III como gobernante justo, generoso, valeroso, noble,
inteligente, con grandes dotes militares y defensor de la ortodoxia. Su carrera
política le muestra como un maestro en el arte de manejar el palo y la
zanahoria. La sumisión de los señores rebeldes adoptaba dos formas: o bien se
les obligaba a abandonar sus dominios para asentarse en Córdoba donde eran
enrolados en el ejército califal o bien se quedaban en sus tierras gobernando
en nombre del Califa, quien les otorgaba un documento de reconocimiento oficial
(tasyil). La renovación del tasyil a sucesivas
generaciones era una manera de preservar tanto las prerrogativas del califa
como la de los señores. La sumisión de los rebeldes generalmente tenían lugar
después de una calculada violencia. Innumerables cabezas de rebeldes
musulmanes, de seguidores de los fatimíes y de infieles fueron enviadas a
Córdoba desde otras regiones de al-Andalus y desde el Norte de África para ser
colgados de la Bab al-Sudda del alcázar califal. También se enviaba a
prisioneros de guerra a la capital para ser ejecutados públicamente. A veces el
castigo pretendía ser especialmente ejemplar como sucedió con la crucifixión de
los cuerpos exhumados de Ibn Hafsun y sus dos hijos. El jurista cordobés
Ibn Hazm se mostró muy crítico con al-Nasir por su recurso a actos de
violencia ilegítima.
En 951, ‘Abd al-Rahman III ordenó la construcción de un nuevo alminar en la mezquita
aljama. El aumento de los ingresos del fisco hizo posible éstas y otras obras
de mejora urbana. Pero la obra edificia más importante acometida por el Califa
fue la construcción de Madinat al-Zahra’, comenzada hacia 940, tras la derrota
de Simancas. Madinat al-Zahra’ acabó siendo una ciudad auto-suficiente con
mezquitas, baños, mercado y su propia administración urbana. Construida en la
ladera de una montaña situada a ocho kilómetros al oeste de Córdoba, fue
nivelada en tres terrazas. En la superior se situó el área residencial. El
nivel medio estaba ocupado por edificios oficiales y dos grandes jardines. El
así llamado Salón de ‘Abd al-Rahman III, construido entre 953 y 957, miraba hacia el Jardín
Superior. Las fuentes abundan en descripciones sobre la magnificencia, belleza
y riqueza de los palacios y jardines de Madīnat al-Zahra’. Una de las más
famosas es la del Salón, del que se dice que tenía un tejado de oro y plata
sostenido por paredes de grueso mármol de distintos colores, con un gran
estanque de mercurio en el centro que, al reflejar los rayos de sol, llenaba el
Salón de relámpagos de luz. Madinat al-Zahra’ debe ser vista como el
contrapunto arquitectónico de la adopción del título califal. El propio nombre
árabe de la ciudad, en el que aparece el término al-Zahra’, usado para designar
a Fátima (la hija del Profeta de la que se decían descendientes los califas fatimíes),
era una forma de contrarrestar las pretensiones de legitimidad del califato
rival. La forma Madīnat al-Zahra’, además de como “la ciudad de al-Zahra,”,
también podía entenderse como “la ciudad resplandeciente”. En un momento de la
construcción de esta ciudad, ‘Abd al-Rahman III quiso hacer de ella una representación del Paraíso en la
tierra. Ese momento se localiza cuando en 946-947 los fatimíes lograron
derrotar al “Hombre del Asno”, al que describieron como el Anticristo cuya
derrota indicaba la verdad y la legitimidad del vencedor. El Hombre del Asno
había buscado el apoyo del Califa omeya. Por tanto, su derrota, al conceder al
Califa fatimí una nueva dimensión mesiánica, debía ser contrarrestada por el
Califa omeya para demostrar a sus seguidores que la verdad y la salvación
estaban de su lado, no en el lado del rival fatimí. La remodelación de Madīnat
al-Zahra’ que tuvo lugar en esa época (incluido el traslado de la ceca en el
año 947 y la construcción del Salón entre 953-957 con su característica
decoración a base de motivos vegetales y florales) buscaba establecer una
semejanza con el Paraíso, concebido en el Islam como un jardín con palacios. La
cerámica en “verde y manganeso” producida en Madīnat al-Zahra’, decorada con
motivos verdes y negros sobre una superficie blanca y enviada al resto del
territorio, contenía también una referencia al Paraíso. El mensaje que ‘Abd
al-Rahman III habría querido comunicar con la
formulación paradisíaca de su ciudad palatina habría sido que el califa asegura
la salvación en el otro mundo y que por tanto vivir bajo su gobierno es como si
el Paraíso ya existiese en este mundo, en la ciudad por él construida. Pero el
Paraíso no duró mucho: a comienzos del s. XI, Madīnat al-Zahra’ había sido
saqueada varias veces y destruida casi por completo en las guerras civiles que
acabaron con el califato omeya.
El príncipe heredero al-Hakam promocionó el
estudio de la historia, haciendo de ella un poderoso instrumento de
legitimación califal. Otras disciplinas tuvieron un gran desarrollo,
especialmente los diccionarios biográficos de gentes dedicadas al mundo del
saber en sus distintas facetas, así como las obras de “bellas letras” que
servían sobre todo para la educación de las elites empleadas en la cancillería.
La imitación y recepción de la cultura cortesana abbasí produjo lo que se suele
denominar la “orientalización” de al-Andalus. El peligro fatimí requería ser
combatido no sólo con armas, sino también con palabras. Hubo una intensa
polémica entre fatimíes y omeyas, relativa a sus respectivos méritos para el
califato. Al mismo tiempo, ‘Abd al-Rahman III reforzó el carácter ortodoxo (sunní) de al-Andalus,
continuando el apoyo de sus antepasados a la escuela jurídica malikí. También
permitió un cierto pluralismo sunní, que se refleja por ejemplo en su elección
de los jueces de Córdoba. Uno de los más importantes fue Mundir b. Sa,īd
al-Ballutī, que era seguidor de la escuela jurídica zahirí (literalista). Este
beréber llegó a censurar al califa por haber dejado de asistir a la oración del
viernes en la mezquita aljama al estar ocupado con la construcción de Madīnat
al-Zahra’. Esta crítica, paradójicamente, no sólo no puso en peligro la
legitimidad de al-Nasir, sino que la aumentó: sólo un califa piadoso, devoto y
ortodoxo permitiría que un sabio religioso le censurase y el hecho de que uno
así lo hiciese probaba que al-Nasir era piadoso, devoto y ortodoxo. Esto último
lo demostró también persiguiendo a los masarríes, seguidores de las doctrinas
místico-filosóficas de Ibn Masarra y considerados herejes.
Cuando ‘Abd al-Rahman III murió el 15de octubre de 961 a la edad de setenta años, el
mundo en el que vivía era muy diferente de aquél en el que había nacido. Los
rebeldes que casi habían acabado con el gobierno de su abuelo habían desaparecido.
Aunque los musulmanes no lograron expandirse territorialmente en la Península
durante el califato, las fronteras eran seguras y dentro de ellas se dio un
gran impulso a la urbanización, facilitando la penetración de los agentes
estatales militares y fiscales y la extensión del mundo del saber religioso. La
heterogeneidad étnica y cultural de la población se vio afectada también,
emergiendo una identidad andalusí común, de la que la columna vertebral era el
malikismo. La desconfianza de ‘Abd al-Rahman III hacia el ejército árabe tradicional le llevó a importar
soldados beréberes desde la otra orilla, soldados cuyo número fue en aumento
bajo sus sucesores. A esta política se achacó luego la ruina del califato y la
desaparición de la familia Omeya. Pero, a pesar de esta nota negativa, la época
de ‘Abd al-Rahman III pronto adquirió tintes legendarios como una época de unidad
política, de fiscalidad justa y de esplendor cultural.
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Maribel Fierro
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