AL – ANDALUS
MAGIA Y SEDUCCIÓN CULINARIA
Autor/autores: Inés Eléxpuru, Margarita Serrano
Año de la publicación: 1991
Ciudad de publicación: Madrid
Editorial: Editorial al-Fadila (FUNCI)
Número de páginas: 81
ISBN: 84-86714-04-4
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Manual sobre la cocina en Al-Andalus, los principales productos, la
agricultura, la filosofía de la alimentación y la dietética de la época.
Contiene recetas.
CAPÍTULO 1 : LA “REVOLUCIÓN VERDE”
Cuando los musulmanes llegaron a la Hispania romanogoda, se encontraron con
un panorama alimentario poco reconfortante. La tierra era pobre en recursos, y
por tanto, la alimentación, escasa y poco variada; se basaba casi
exclusivamente en el consumo de cereales y en la vid. Lo mismo sucedía en el
resto de Europa, donde el cultivo de frutas y hortalizas era prácticamente
inexistente. A esto añadiremos que a lo largo de la Edad Media, Europa conoció
épocas de escasez extrema, y, como consecuencia, era frecuente la carencia de
ciertos alimentos básicos.
Basándose en esta situación, la política de los dirigentes Omeyas de
al-Andalus, fue la de impulsar todo lo relacionado con el desarrollo agrícola.
Para ello, en primer lugar, se recopilaron y tradujeron numerosos textos
antiguos sobre agricultura –la mayoría de procedencia orienta–, y se perfeccionaron
y aumentaron los sistemas de regadío de origen romano existentes en suelo
peninsular, tanto en lo concerniente a las técnicas de extracción, como de
conducción del agua.
Pronto se aclimataron e introdujeron nuevas especies vegetales, provenientes
de lugares tan lejanos como China, India y Oriente Medio, y se fomentó el
cultivo a gran escala de productos ya existentes en Europa.
La producción agraria llegó a ser tan elevada, que surgieron excedentes
alimentarios, que al ser vendidos, favorecieron el que otras personas de la
comunidad se especializaran en determinados oficios, dando lugar a una economía
y a una cultura urbana muy desarrolladas. Lo que sucedió fue, en definitiva, lo
que los especialistas han dado en llamar una auténtica “revolución verde”.
Más tarde, en el s. X, surgió “la escuela agronómica andalusí”, que habría
de conocer un gran auge durante los siglos XI-XII, en los que se escribieron
numerosos tratados de agricultura. También se plasmaron las costumbres
comerciales agrarias en los tratados de “hisba” (de usos y costumbres). Se
crearon así mismo los primeros jardines botánicos, entre los que destacaron los
de las taifas de Sevilla, Toledo y Almería, en el s. XI.
A menudo estos jardines tenían un fin puramente farmacológico y terapéutico,
y se creaban junto a los propios hospitales. Se investigaron y empezaron a
poner en práctica nuevos métodos de cultivo, y se experimentó con éxito la
ciencia de los injertos.
Durante el mandato del califa Abderrahmán III, Córdoba conocería una de las
épocas más prósperas de su existencia, transformándose en un auténtico foco de
actividad artística, intelectual y científica, que le permitiría competir con
ciudades tan brillantes en aquel entonces, como Bagdad, Damasco o
Constantinopla.
La política unificadora y universalista del califa Abderrahmán III, cuyo
nombre honorífico era al-Nasir-l-din Allah (el que combate victoriosamente por
la religión de Allah), atrajo a numerosas embajadas extranjeras, que acudían
hasta al-Andalus con el fin de pactar o negociar con él. Fue a través de una de
ellas, enviada por el emperador de Bizancio, cuando se introdujo en España un
tratado que habría de permitir una extraordinaria evolución botánica: el libro
de Dioscórides. Junto a él, envió el emperador a un monje llamado Nicolás, para
que ayudase en la labor de traducción, ya que el tratado estaba escrito en
griego antiguo. El emperador de Bizancio no podía haber hecho un mejor y más
útil presente al califa.
En dicho libro estaba recopilada la mayor parte de las plantas conocidas, y
junto a su descripción, aparecía una detallada enumeración de sus propiedades
farmacológicas y alimenticias. Este importante tratado contribuyó sobremanera a
incrementar los conocimientos de los inquietos científicos andalusíes, en el
campo de la agronomía y de la farmacología. Será posteriormente, a través de la
llamada “Escuela de traductores de Toledo”, fundada por Alfonso X en el s.
XIII, y de los traductores de Zaragoza, cuando la mayor porte de estos
conocimientos penetren en el resto de Europa.
Los nuevo ingenios hidráulicos
La descripción que hicieron viajeros y geógrafos árabes de al-Andalus, era
la de un país con abundantes tierras de secano en el interior, dedicadas
principalmente al pastoreo y al cultivo de cereales, que contrastaban con las
ricas ciudades. Éstas estaban situadas en su mayor porte en las riberas de los
ríos más caudalosos, rodeadas de abundantes vegas donde se cultivaba toda clase
de árboles frutales.
En torno a estos ríos se crearon nuevas canalizaciones de agua: acequias,
azudes y presas, cuya función era la de acumular el agua que luego habría de
ser repartida. Se construyeron, además, abundantes aljibes y “qanats”, que
consistían en un sistema de pozos conectados entre sí.
También se instalaron en las orillas de los ríos numerosos ingenios, como
son las norias (“nau ‘ra”), que tenían por objeto facilitar el reparto del
agua. Unas eran las llamadas de corriente, consistentes en una rueda hidráulica
elevadora, mientras que otras, llamadas actualmente “de tiro”, consistían en un
complejo mecanismo de ruedas accionadas mediante tracción animal. Este tipo de
ingenios se ha venido utilizando en España hasta hace pocas décadas.
En cuanto a las nuevas reglamentaciones e instituciones que surgieron en
torno a un reparto equitativo de las aguas, muchas de ellas (como el Tribunal
de las Aguas en Valencia, y las costumbres, sin reglamentar, de tandas y
turnos), todavía perduran en algunas regiones de España, especialmente en la
región levantino-murciana.
Las buenas mañas hortícolas de los andalusíes, no sólo fueron estimadas por
los musulmanes norteafricanos que les acogieron tras ser expulsados de España,
sino también por los propios cristianos, como así lo demuestra un refrán
popular que todavía se emplea entre nosotros: “¡Una huerta es un tesoro, si el
que la labra es un moro!”.
También eran famosos en al-Andalus, entre los poetas y geógrafos árabes,
los palacios “de recreo” (“al-Muniya”), que edificaba la nobleza en las afueras
de las ciudades, rodeados de hermosos jardines y vergeles. En ellos se
entremezclaban exóticas flores de ornamentación como el narciso, el alhelí, la
rosa y el jazmín, con plantas aromáticas como la albahaca y la melisa, y
árboles frutales de toda clase, que en época de floración esparcían un intenso
y dulce olor por todo el jardín. Desplegando impasibles toda su belleza, los
pavos reales se contoneaban alrededor de las albercas.
Entre las almunias más prestigiosas estaba la Almunia Real, que mandó
construir el rey de la taifa de Toledo, al-Ma’mun ibn Di-l-Nun. Enclavado junto
al Tajo, Ibn Bassan la describe con una gran alberca en cuyo centro estaba
situado un quiosco con vidrieras de colores. Este pabellón se llamaba “maylis
al-nau’ra” (salón de la Noria), tal vez porque en él había una rueda hidráulica
que elevaba el agua hasta la parte superior de la cúpula, y desde allí caía
resbalando, produciendo un gran efecto estético y una sensación de frescura.
No en vano, llegó a surgir en Valencia, en el s. XI, un nuevo género
literario que describía con júbilo los jardines y frutos de la época. Así narra
el poeta Ali ben Ahmad lo que presenciaba en los jardines de la almunia de
al-Mansur, en Valencia:
“Ven a escanciarme, mientras el jardín viste un alvexí de flores urdido por
la lluvia, –Ya la capa del sol está dorada y la tierra perla su paño verde de
rocío– En este pabellón como cielo al que sale la luna del rostro de quien
amo. Su arroyo es como la vía láctea, flanqueada por los comensales, astros
brillantes.”
La aclimatación e introducción de nuevas
especies vegetales
Sobre la base de los logros adquiridos con las nuevas técnicas agrícolas,
pronto se implantó en al-Andalus el cultivo de nuevas especies como la palmera
datilera y el plátano.
Otras especies como el olivo, ya existían en nuestro suelo, pero fueron los
hispanomusulmanes quienes fomentaron y organizaron su cultivo a gran escala.
Abu Zakariyya, que vivió en Sevilla en el s. XII, da buena fe de ello,
describiendo en su “Libro de la Agricultura” los hermosos olivares del Aljarafe
sevillano, y las distintas cualidades del aceite, valorado por su dulzura, su
aromático sabor y sus propiedades bromatológicas.
Más tarde, tras la expulsión de los judíos en 1492 y de los moriscos en
época de Felipe III, el uso del aceite, clara impronta de la cocina de estos
pueblos, desaparecerá prácticamente de la cocina española, siendo sustituido
por la indigesta manteca de cerdo, hasta hace bien poco. El resultado de estas
extensas plantaciones de olivos, lo podemos apreciar hoy en día en los campos de
Andalucía, surcados por cientos de miles de simétricas hileras verdes.
Los andalusíes introdujeron nuevos productos muy populares hoy, no sólo en
España, sino en toda Europa, como es la berenjena (“badinyana”), originaria de
la India y difundida por el Mediterráneo a través de Persia. Tan apreciada
llegó a ser en al-Andalus, que a los almuerzos de mucho bullicio y gentío, se
los llamaba ‘berenjenales”. Esta expresión es aún muy empleada en nuestro
lenguaje actual.
Entre las verduras más estimadas, constaban también las alcachofas
(“al-jarsuf”) y los espárragos, que tenían la propiedad de evitar los malos
olores de la carne. Las hortalizas más cultivadas eran, además, la calabaza,
los pepinos, las judías verdes, los ajos (que, por su mal olor, al igual que la
cebolla, no se debían de consumir crudos), la zanahoria, el nabo, los acelgas
(“as-silqa”), las espinacas (“isfanaj”), los puerros…, de tal suerte, que los
andalusíes podían tomar verduras frescas durante todo el año, lo que realmente
constituía una primicia.
Las frutas más consumidas eran la sandía, que provenía de Persia y del
Yemen; el melón, del Jorasán, y la granada, de Siria, convertida, en la
imaginación colectiva, en casi un símbolo de la España musulmana.
El higo, que llegó a ser reputado en al-Andalus hasta el punto de
exportarse a Oriente, se introdujo en la Península, procedente de
Constantinopla, en tiempos de Abderrahman II. Era muy estimada una variedad
llamada “boñigal”, o “doñegal”. Del mismo modo que fueron famosos los higos y
las uvas de Málaga, lo fueron también los plátanos de Almuñécar.
Los cítricos, como el limón (“laymun”), el toronjo y la naranja amarga
(“naranya”), fueron importados de Asia oriental. Eran utilizados para conservar
los alimentos, pero también se extraía de ellos y de sus flores, esencias para
la elaboración de los perfumes. Los naranjos, curiosamente, eran considerados
portadores de mal augurio. Badis, el rey zirí de Granada, prohibió su
plantación e hizo que fueran arrancados los ya existentes, ya que, al igual que
otros muchos reyes de taifas, les achacaba sus fracasos militares. Se
aclimataron también, procedentes de otros lugares, el membrillo el albaricoque,
y un sinfín de frutos más.
En cuanto a las especias, muy utilizadas en la cocina de al-Andalus, se introdujo
la canela, procedente de China, donde se conocía desde hacía ya miles de años.
También el azafrán (“zafaran”), el comino (“kammun”), la alcaravea
(“al-qarawiya”), el cilantro, la nuez moscada y el anís (“anysun”), entre
otros. Estas especias, además de utilizarse como condimento en la elaboración
de los platos, eran exportadas hacia Oriente, lo que favorecía sumamente el
desarrollo económico.
Los cereales, base de la alimentación de los andalusíes, eran utilizados en
forma, no sólo de pan, sino de gachas, sémolas y sopas. Se mejoraron las
especies ya existentes, y se introdujeron otras nuevas como las recogidas en el
tratado del geópono al-Tignari: “el trigo negro, el rojo a ‘ar-ruyun’, el
tunecino”. De hecho, existe una clase de trigo que no se consume habitualmente
en nuestro país y sólo se encuentra en las tiendas especializados en dietética,
llamado “trigo sarraceno”, que conserva íntegra su cáscara, y es de textura
agradable y cremosa.
Al parecer, contrariamente a la creencia generalizada mantenida hasta
ahora, las semillas de arroz (“arruz”) no fueron implantadas por los
hispanomusulmanes, sino que se cultivaba ya, aunque a pequeña escala, entre los
visigodos. Los andalusíes, sin embargo, extendieron su cultivo por ciertas
zonas como el Aljarafe y la Albufera valenciana, y lo emplearon en numerosos
guisos y postres.
Y por último, a ellos debemos la caña de azúcar, que vino a sustituir a la
miel en su función de edulcorante, aunque ésta continuó siendo siempre muy
valorada.
Filosofía de la cocina
Para el espíritu analítico de los doctos andalusíes –muy versados en las
ciencias especulativas–, también la cocina tenía su importancia conceptual,
científica, y su propia filosofía.
Desde esta perspectiva, los alimentos serán ante todo un medio para conservar
y recuperar la salud; toda una obligación para el musulmán, que consideraba la
higiene y el cuidado corporal como algo natural e imprescindible en la vida del
ser humano. Al respecto de una alimentación adecuada, el propio Profeta
Muhammad decía: “El estómago es la alberca del cuerpo a donde llegan numerosos
vasos sanguíneos; cuando el estómago está en buena forma, los vasos llevan
salud, y cuando está perturbado, llevan consigo la enfermedad”.
Los hispanomusulmanes se basaban, pues, en este concepto y en la ciencia
greco-latina, que preconizaba a su vez que para evitar y combatir las
enfermedades, era necesario adoptar el régimen alimenticio a las posibilidades
físicas y psíquicas de cada individuo. Esta ciencia, basada en la teoría de los
cuatro “humores” corporales, consideraba, para una correcta nutrición, el
temperamento, la complexión y edad de la persona, así como el clima y la
estación del año.
Por ello, califas, visires y hombres honorables que podían permitírselo,
tenían a su disposición médicos que poseían amplios conocimientos culinarios,
y, también, cocineros que tenían conocimientos médicos. Esto era realmente una
ciencia de vanguardia, si consideramos la escasa información que poseen hoy
estos profesionales sobre ambos campos a la vez.
Basándose en estas premisas, se escribieron numerosos tratados
médico-dietéticos que incluían, por lo demás, toda clase de atractivas y
apetitosas recetas. Aquí podemos comprobar, una vez más, que el espíritu
práctico y riguroso de los hispanomusulmanes no estaba reñido con el concepto
lúdico que tenían de la vida, y que, en aquél entonces, no sucedía como ahora,
en que la palabra “dieta” se asocia con “enfermedad”, y parece ser contraria al
puro placer culinario.
En estos libros, como el “Tratado sobre los alimentos” de al-Arbuli –autor
que vivió en el reino nazarí durante el s.XV–, la primera parte está dedicada
al análisis de las propiedades curativas y bromatológicas de los alimentos,
señalando las diferentes cualidades de cada producto y sus posibles efectos
negativos si son consumidos inadecuadamente. También se explica la forma de
corregir estos efectos en su elaboración. Después consta un amplio repertorio
de recetas.
En cuanto a las personas más indicadas para la elaboración de la comida,
Ibn al-Jatib exponía en su “Libro de Higiene”:
“…si experimentan cólera, temor o adulación, no deben desempeñar este Arte,
sino solamente, aquellos otros sobre los que esté fuera de duda la sospecha y
tengan depositada la confianza de las gentes nobles, las esposas virtuosas, los
maestros y los más dignos de la religión y de la piedad….”
Además de tener en cuenta estos aspectos, como norma de salud y para
reservar la longevidad –cosa que los hispanomusulmanes consiguieron, pues era
proverbial su fuerza física y los largos años de vida que alcanzaban–, se
recomendaba comer alimentos apetitosos, pero en poca cantidad. En este sentido,
el propio Profeta decía:
“No mortifiquéis el corazón con un exceso de comida y de bebida, porque el
corazón es como una planta, que se muere por exceso de agua”.
No le faltaba razón, pues hoy en día la medicina tradicional, así como las
alternativas, han comprobado el perjuicio tan grande que produce en el
organismo una sobrealimentación –el mal occidental de nuestra época–,
sobrecargándolo y atrofiándolo a menudo en sus diversas funciones.
Por ello, era costumbre entonces hacer tan sólo dos comidas al día. La
comida principal se realizaba al atardecer, especialmente durante los días
calurosos. De hecho, este sano hábito se mantiene en casi todos los países
europeos, excepto, paradójicamente, en España, dónde los fuertes e
interminables almuerzos, con sobremesa incluida, nos restan a veces fuerza para
seguir trabajando, obligándonos a hacer la siesta. ¡Esa envidiada costumbre
española que se ha convertido casi en una institución!
Magia y seducción culinarias
Como antes mencionábamos, los andalusíes opinaban que “La nutrición y
digestión contribuyen a dar el equilibrio a los humores de que está compuesto
el hombre, pero esto sólo es posible si reina el agrado, el deleite y el
apetito, en el acto de comer”. En relación a ese deseo de hacer apetecibles las
comidas, surgió el gusto por las especias y por los condimentos que contribuyen
a dar sabor a los alimentos.
Era tan grande su afán por hacer las cosas atractivas, tanto a la vista,
como al oído y al paladar, que los andalusíes seguían a “pie juntillas” ese
precepto de Galeno que asegura que:
“Es preferible un enfermo que desea cualquier cosa, que un hombre sano que
no desea nada.”
Esta filosofía un tanto hedonista, contrastaba grandemente con la rudeza y
la falta de refinamiento de las anteriores poblaciones hispanogodas, y del
“modus vivendi” existente hasta entonces, tanto en España como en el resto de
Europa. Como consecuencia de esta manera de concebir la vida, se produjo una
serie de importantes transformaciones, tanto en las costumbres cotidianas, como
en el arte, la estética, y, por supuesto, la gastronomía.
Varios hitos marcaron además el “arte de la buena mesa” andalusí. Uno de
ellos fue la llegada en el s. IX, en tiempos del emir Abderrahmán II, del
famoso músico y esteta kurdo llamado Ziryab, “pájaro negro cantor”, procedente
de Bagdad, de donde tuvo que huir, víctima de los celos de su maestro, un
reconocido músico de la época. Ziryab provocó una auténtica revolución no sólo
en el campo de la música, sino en el de la moda y la gastronomía.
A él debemos en Europa el hecho de que los platos se sirvan en la mesa con
un orden determinado, tal y como hoy lo conocemos –primero las sopas y caldos,
después los entremeses, pescados y carnes, y, finalmente, los postres–, y no
del modo caótico y desordenado en que se servían los manjares anteriormente.
Fue también él quien introdujo el uso de la cuchara y de las copas en la mesa,
así como numerosas recetas, algunas de las cuales son aún muy populares en
España.
Es fácil imaginar cuál sería el estupor que no causaría Ziryab cuando
desembarcó en al-Andalus, tocado con un sofisticado gorro de astracán calado
hasta las cejas, la barba teñida de alheña, mientras desprendía una intensa
fragancia de flores y resinas orientales.
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