martes, 10 de julio de 2012

Historia de los musulmanes en al-Ándalus. La materia médica del Dioscórides y el esplendor de la alquimia andalusí


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LA MATERIA MÉDICA DEL DIOSCÓRIDES Y EL ESPLENDOR DE LA ALQUIMIA ANDALUSÍ





Fue a partir de su llegada a la España andalusí, cuando podemos afirmar sin ningún género de duda que la medicina helénica comenzaría a implantarse de modo mayoritario

Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Webislam



Pedanio Dioscórides Anazarbeo y un manuscrito extraído de la versión árabe de la obra “De Materia Médica”

anio Dioscórides Anazarbeo y un manuscrito extraído de la versión árabe de la obra “De Materia Médica”

Pocos libros han causado tanto impacto y tan benéfico influjo como esta Materia Médica escrita en el s. I d.C por un médico viajero de la época de Nerón, que con el transcurrir del inagotable río del Tiempo, terminaría por ser la obra médica más traducida del mundo. Un libro monumental que en ese entonces ya recogía más de 600 variedades de plantas medicinales, 90 minerales y unos 30 de procedencia animal, y que para el común de los mortales respondía a ese modo de curar mediante lo símil que había tipificado Hipócrates cinco siglos antes, recogiendo la antorcha de la más sagrada de las tradiciones egipcias: la Tradición hermética. Para que todo hombre pudiera hacer un buen uso del magnífico tratado, y de entre ellos, pudieran sacarle aún más provecho aquellos que practicaran esa hermana menor de la alquimia que fue la así llamada alquimia verde o alquimia vegetal. Esa gran desconocida que, con sus labios humildes y discretos iba siempre de la mano de su poderosa y fascinante alquimia mineral, hasta el punto de que los propios eruditos terminarían perdiendo su huella hasta difuminarse calladamente en el estruendoso mar de la Historia.

Sin embargo, fue a partir de su llegada a la España andalusí, cuando podemos afirmar sin ningún género de duda que la medicina helénica comenzaría a implantarse de modo mayoritario, desplazando a la así llamada medicina monástica cristiana. Y con ella, y de modo invisible –con su boca herméticamente sellada-, se fue propagando la terapéutica alquímica madre de la que hoy día conocemos con el nombre de Homeopatía. Todos los debates que ésta aún arrastra consigo –aun no representando ni la punta del iceberg de lo que es la gnosis hermética, con el pitagorismo camuflado en el número de la dilución, y la emanación neoplatónica en el principio de lo símil (“el astro cura al astro”, dirá más tarde Paracelso bebiendo de esos pechos)- ya se produjeron entonces en al-Ándalus. Como por ejemplo, el famoso debate sobre la elección del remedio simple o compuesto, que tanta tinta hizo y hace derramar a los partidarios del hoy llamado “remedio único” propuesto por los unicistas de J.T. Kent. Porque hoy como ayer, el vademécum homeopático de rigor sigue ofreciendo mayoritariamente toda una gama de productos procedentes del mundo vegetal, mineral y animal. Porque hoy como ayer, las mismas leyes que rigen a estos mundos y al ser humano, siguen interactuando entre todos ellos, y también en las mentes y en las emociones de los hombres hasta llegar a coagular la enfermedad, con el tesoro de lecciones para el crecimiento del alma que encierra ésta consigo.

Pero comencemos hablando del Dioscórides.

El monje Nicolás y el califa Abderrahmán III

En el año 949, el emperador de Bizancio, Constantino Porfirogéneta –literalmente, nacido de la púrpura- entró en negociaciones con al-Ándalus para recuperar de manos musulmanas la isla de Creta que perdió en tiempos del emir cordobés Abderrahmán II (822-852), pues en efecto, un grupo de aventureros andalusíes fue picoteando toda la costa africana hasta conquistar la preciosa isla mediterránea y establecerse en ella. (¿Acaso para repetir otro ciclo histórico inaugurado por sus paisanos de la actual provincia de Huelva, allá por los lejanos siglos de la protohistoria, cuando al entender del investigador Manuel Laza Palacios un pueblo denominado Curetes fue bordeando las costas africanas hasta aposentarse en la isla minoica -que desde entonces rindió culto al toro-, perdiendo por el camino la letra u, lamida por la sedienta lengua del mar?). Dejemos a los tartésicos con sus misterios y regresemos a los no menos misteriosos laberintos de la alquimia andalusí.

Cuenta Ibn Yulyul en su Libro de las generaciones de médicos y sabios, -donde en el propio título ya distingue entre tibb y hukama- tan imprescindible para conocer el estado de la medicina durante el siglo X en el que vivió, y también del precedente –donde sólo menciona a seis médicos, para que nos hagamos cargo del pobre estado en el que se hallaba la ciencia médica- que el tratado del Dioscórides había sido traducido “en Bagdad en la época abbasí, bajo el reinado de Ya`far al-Mutawakkil (232 H. /847 - 247 H. /861) por Esteban, hijo de Basilio, del griego al árabe. Esta versión fue corregida por el traductor Hunayn b. Ishaq (m. 264 H./877), que la arregló y la hizo manejable…”. Sí, pero al parecer, no lo suficiente como para comprender todas las plantas allí citadas, ni el nombre que recibían en cada lugar del mundo, así como el uso y la traducción correctos de todas ellas.

De modo que ese ejemplar llegó a al-Ándalus sin que se le pudiera extraer todo el jugo de su vientre. Y allí quedó, en la biblioteca privada del califa. Y como quiera que Abderrahmán III era consciente de que bajo el árbol de la Sabiduría que había implantado en su reino era imprescindible que se cultivaran con el máximo esplendor todas las ramas de las ciencias, solicitó al emperador bizantino un traductor del griego, cosa que no había hallado en todo su reino, y en el año 951 por fin presentó sus respetos al todopoderoso Omeya el sabio monje cristiano. Nicolás era su nombre, y vivió hasta los primeros años de reinado del culto, sensible y erudito califa Alhakem II, seguramente satisfecho de comprobar cómo su labor no había sido sembrada en tierra baldía, sino al contrario, en una tierra que entonces y por encima de todo había decidido cultivar todas las ramas de la sabiduría. Apenas unas decenas de años después de su muerte, la alquimia vegetal ya se había implantado en todos los reinos de taifas, tras la llegada de la fitna, la consecuente descomposición de la unidad procurada por el califato, y la huida de los sabios a aquellas cortes que mejor aprovecharan y pagaran las mieles de su saber. El cántaro se había roto debido a las consecuencias de la política de fanatismo y oscurantismo impuesta por Almanzor –pues en honor a la verdad, no hemos de cegarnos a la hora de enjuiciar a nuestros antepasados, independientemente de la religión que practicaran-, mas las aguas de su inmenso saber, afortunadamente, fueron a irrigar jardines más propicios.

Antecedentes médicos

¿En qué estado se encontraba la medicina en al-Ándalus en el momento de su llegada? Aún muy dependiente de la tradición monástica cristiana, hasta el punto de que el propio Ibn Yulyul cuenta cómo Abderrahmán III, preso de una otitis a la que no sanaban ninguno de sus galenos ni hakim, tuvo que recurrir al cadí de Badajoz Yahyá b. Ishaq, a la sazón médico sabio “y de experta mano” –dice el susodicho-, cosa que logró con sangre de palomo recién matado, siguiendo los consejos de un monasterio cristiano. También circulaban los remedios de la así llamada Medicina del Profeta, basados en toda una recopilación de hádices donde se daba cuenta de las enfermedades y plantas muchas veces propias de la región arábiga, y en no pocas ocasiones compartidas con el resto de los pueblos musulmanes o del mundo en general.

Y en la España andalusí, hasta ese momento, se habían escrito pocos tratados médicos, de los que sólo dos obras con impronta alquímica han llegado a la posteridad, pues Ibn Yulyul menciona una serie de títulos adscritos a los tabib o hakim de los que habla, que lamentablemente serían sepultados por la ominosa sombra del olvido, como el Kitab al-askal de Muhammad b. Tamlij. Y en ambas ya se hallan huellas de la terapéutica alquímica, pero en modo alguno sin llegar a la profundidad que no mucho más tarde presentaría el célebre Tasrif de Abulcasis, que muy pronto sería traducido al latín y permanecería en boga en todas las universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII, superando incluso a Galeno en las descripciones anatómicas, y por supuesto, en el instrumental médico aconsejado por el propio genio. Por cierto, su Liber servitoris, que no es sino la maqala 28 del citado ensayo pese a ser traducido aparte, sería hoy tomado como un completo manual de homeopatía, con descripción de una variada gama de remedios de origen vegetal, mineral y animal.

En efecto, Ibn Habib ya había dado a conocer a principios del siglo IX su Compendio de Medicina, donde ya aparecen descritos los cuatro humores hipocráticos –bilis amarilla, bilis negra, sangre y flema, correspondiente a los cuatro elementos-, y muy variados consejos médicos y hádices de eso que se ha dado en llamar Medicina del Profeta, como por ejemplo, el uso que recomendaba de la planta llamada ajenuz (nigella sativa), tan presente en los mercados de los países árabes, y curiosamente, hoy tan estudiada por los actuales oncólogos norteamericanos. Y Said Ibn Abd Rabbihi, el sobrino del célebre poeta panegirista del califa Abderrahmán III y autor del monumental Collar Único –donde dedica un tomo a la medicina, más bien superficial- ya había compuesto hacia el año 930 su muy curiosa Uryuza fi`l tibb o poema sobre medicina, donde también vierte sabios consejos sobre la forma de atender las enfermedades más comunes, a la par que derrama briznas herméticas de polvo de estrellas sobre “el secreto de los filósofos”, pero sin abrir las puertas más de la cuenta, y protegiendo el nombre de su maestro bajo el consabido epígrafe de “al hakim al mukkadar”. Al tiempo que recomendaba tratar las enfermedades mediante el opuesto, no mediante el símil.

Es decir, empleaba el modo de diagnóstico hoy llamado homeopático mediante la así llamada personalización del remedio –terreno, circunstancia del paciente, su medio ambiente, época del año…-, mas a la hora de abordar la terapéutica se inclinaba por aquello por lo que desde Galeno se distinguió al médico –tabib, quien cura con lo opuesto- del filósofo alquimista, el hakim: aquel que curaba mediante los símiles. Pero, eso sí, aplicando en la realización de su remedio todos los pasos de la obra alquímica vegetal ¿Qué cabe deducir de ello? Que había recibido en ese punto una mala enseñanza de su maestro, que con toda seguridad no habría sido Ibn Masarra, quien reservaría ese preciado tesoro hermético tan sólo a sus fieles seguidores, y de entre ellos, a aquellos que fueran señalados por el cielo por la pureza de sus intenciones y su deseo de servir al prójimo sin buscar la gloria personal, sino la del Creador. Ya estudiamos esa escuela en nuestro ensayo sobre la alquimia andalusí, y no hemos de repetirla ahora.

A lo largo de la historia médica andalusí, este hecho no sería único, pues vemos como otros hakim, como por ejemplo alguien de la alltura de Abú Salt de Denia- también recomendaba en su respectivo Tratado de los simples abordar la terapéutica siguiendo el criterio de curación por lo opuesto, que no por lo símil. Sin embargo, no veremos jamás a un tabib curar por el criterio de lo símil: aquello por lo que se distinguió siempre el alquimista vegetal.

Escuelas de alquimia

Sea como fuere, el caso es que en torno a la traducción y estudio del Dioscórides, se agrupó un selecto número de sabios, de los que el propio Yulyul nos da sus nombres y referencias: Muhammad al-Sayyar (el herbolario), “otro llamado al-Basbasi, y Abú Utman al-Yazzar, apodado el ibicenco; el médico Muhammad b. Said. Abderrahman b. Isaac b. al-Haytam y Abú Abd Allah al-Saqilli (el siciliano), que hablaba griego y conocía las propiedades de las drogas”. Suponemos que hablaría el típico griego comercial que entonces parloteaban no pocos espíritus abiertos nacidos en el mar mediterráneo, pero no el griego clásico en el que fue escrito el Dioscórides.

Ibn Yulyul hace especial hincapié en que desde el principio Hasday b. Saprut –que en el texto llama “Basrut”, a la sazón médico privado del califa, y embajador de éste para con los reinos cristianos- entabló amistad especial con el monje griego, para satisfacer las demandas de Abderrahmán III. Hasta que al fin, logró recuperar la fórmula de la famosa tríaca, con sus más de sesenta componentes, entre ellos el opio y el veneno de víbora, pues dicho remedio servía para combatir la posibilidad de envenenamiento tan común a todos los gobernantes que en el mundo han sido. Y aquí vemos cómo el criterio elegido fue, precisamente, el de curación por lo símil, pues evidentemente dicho veneno se aplicaría en una dosis que hoy llamaríamos “infinitesimal”, merced a las diluciones, eso que entonces se denominaba elixir…(Por cierto, Averroes se opondría al uso y abuso de dicha tríaca, pues también él escribió sus tratados médicos recomendando la curación por lo símil, como todo alquimista vegetal que se precie).

Prosigue Ibn Yulyul: “Gracias a las investigaciones hechas por este grupo de médicos acerca de los nombres de los simples del libro de Dioscórides, llegaron a conocerse en Córdoba, y en todo al-Ándalus, las verdaderas propiedades de las plantas, desapareciendo las dudas que tenían, excepción hecha de un pequeño número, tal vez diez, lo cual carece de importancia”.

He aquí que el propio Yulyul reconoce haber entablado amistad con ese grupo de sabios, de quienes aprendería, así como el gran Abul Qasim Jalaf Ibn al-Abbas al Zarawi (Abulcasis), quien termina de escribir su célebre Tasrif (cuyo nombre completo se traduciría como El saber médico, puesto a disposición del que no ha podido reunirlo) hacia el año 1.000, donde describe unas 325 enfermedades con sus respectivos síntomas y tratamientos. Y Maslama al-Mayriti, que ya habría aprendido la alquimia mineral y vegetal antes que el sabio médico cordobés, funda su Escuela de Astronomía y Matemáticas, nombre científico -en medio de una época difícil como los años de Almanzor y sus descendientes- con el que disfrazaba la enseñanza de la alquimia mineral y vegetal. Allí enseñó a una nutrido grupo de discípulos, del que nos da cuenta el cadí Said al-Andalusí en su impagable Historia de la Filosofía y de las Ciencias o Libro de las Categorías de las Naciones: Ibn al Samh, Ibn Al-Saffar, Ibn Jaldún, el propio al-Zarawi y un despierto al-Kirmani que, tras su viaje a Oriente, y tras contemplar las ruinas en que había dejado la maldita guerra civil aquella joya del mundo que un día fue la capital cordobesa, busca refugio en la zaragozana corte tuyibí, donde lleva consigo ese tesoro trufado de conocimiento alquímico que es la famosa Epístola de los Hermanos de la Pureza, un libro trascendental para comprender la intrahistoria andalusí, y que lamentablemente aún no ha sido dado a conocer en castellano, aunque ha merecido la atención de dos sabios estudiosos: Joaquín Lomba Fuentes, e Ibrahim Albert Reyna, en un muy serio, profundo y riguroso estudio antropológico.

De allí beberá el sabio Avempace y tantos otros, como posiblemente Ibn Said al Batalyyusi en su visita a la capital zaragozana. La alquimia vegetal ya se había extendido por toda la España andalusí, de ahí que los historiadores de la medicina Guillén Robles o Lafuente Alcántara o el propio Laín Entralgo, registren un numerosísimo aumento de médicos en sus respectivas historias. Pero esos médicos andalusíes, en su inmensa mayor parte, no curaban siguiendo el criterio de lo opuesto –que es el que a la postre triunfó en Europa-, sino el de lo símil.

La prueba nos la ofrecen numerosos libros, pero bástenos con uno: la “Recopilación de observaciones y experiencias” del muy célebre Ibn Zuhr, el Avenzoar latinizado. Ahí, en el prólogo que dedica a su amado hijo, este magnífico galeno que nunca quiso salir ni cuestionarse la validez de sus parámetros afirma: “Acuérdate, ¡y que Dios te bendiga y te dé salud! de que la mayor parte de los médicos de nuestro tiempo no dirigen su medicamento en sentido contrario a aquél hacia el que tiende su temperamento –el humor hipocrático-, de modo que empleando calmantes suscitan una afección contraria a la que tenía el paciente”. Encerrado en los muros de su soberbia, y de su indudable conocimiento práctico, no se enteró Ibn Zuhr que lo que los hakim practicaban era eso que hoy se denomina el drenaje: la limpieza de las toxinas del cuerpo, siguiendo una vez más los cánones mitológicos –el mito se imita- al imitar los así llamados trabajos de Hércules: el primero de ellos fue limpiar los establos de Augías. Es decir, el drenaje.

En 1363, Guy de Chauliac compone su Chirurgia Magna, base de la cirugía europea durante los siguientes siglos, donde unos cien autores se reparten unas 3.000 citas entre sus páginas. La inmensa mayor parte de ellos serían árabes, y de entre ellos, andalusíes como Abulcasis o el gran Ibn Wafid, que había rescatado de la antigüedad la aplicación de la alquimia a la agricultura. ¿Acaso no fueron llamados labradores celestes los alquimistas? Se adelantaría en cinco siglos a los jardines botánicos renacentistas, por el simple hecho de que en la España andalusí ya se había dado ese re-nacimiento, y a través de nuestras puertas había sido trasvasado a la oscura Europa del medioevo.


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