LA MATERIA MÉDICA DEL
DIOSCÓRIDES Y EL ESPLENDOR DE LA ALQUIMIA ANDALUSÍ
Fue a partir de su
llegada a la España andalusí, cuando podemos afirmar sin ningún género de duda
que la medicina helénica comenzaría a implantarse de modo mayoritario
Autor: Ángel Alcalá
Malavé - Fuente: Webislam
Pocos libros han
causado tanto impacto y tan benéfico influjo como esta Materia Médica escrita en el s. I d.C por
un médico viajero de la época de Nerón, que con el transcurrir del inagotable
río del Tiempo, terminaría por ser la obra médica más traducida del mundo. Un
libro monumental que en ese entonces ya recogía más de 600 variedades de
plantas medicinales, 90 minerales y unos 30 de procedencia animal, y que para
el común de los mortales respondía a ese modo de curar mediante lo símil que
había tipificado Hipócrates cinco siglos antes, recogiendo la antorcha de la
más sagrada de las tradiciones egipcias: la Tradición hermética. Para que todo
hombre pudiera hacer un buen uso del magnífico tratado, y de entre ellos,
pudieran sacarle aún más provecho aquellos que practicaran esa hermana menor de
la alquimia que fue la así llamada alquimia verde o alquimia vegetal. Esa gran
desconocida que, con sus labios humildes y discretos iba siempre de la mano de
su poderosa y fascinante alquimia mineral, hasta el punto de que los propios
eruditos terminarían perdiendo su huella hasta difuminarse calladamente en el
estruendoso mar de la Historia.
Sin embargo, fue
a partir de su llegada a la España andalusí, cuando podemos afirmar sin ningún
género de duda que la medicina helénica comenzaría a implantarse de modo
mayoritario, desplazando a la así llamada medicina monástica cristiana. Y con
ella, y de modo invisible –con su boca herméticamente sellada-, se fue
propagando la terapéutica alquímica madre de la que hoy día conocemos con el
nombre de Homeopatía. Todos los debates que ésta aún arrastra consigo –aun no
representando ni la punta del iceberg de lo que es la gnosis hermética, con el
pitagorismo camuflado en el número de la dilución, y la emanación neoplatónica
en el principio de lo símil (“el astro cura al astro”, dirá más tarde Paracelso
bebiendo de esos pechos)- ya se produjeron entonces en al-Ándalus. Como por
ejemplo, el famoso debate sobre la elección del remedio simple o compuesto, que
tanta tinta hizo y hace derramar a los partidarios del hoy llamado “remedio
único” propuesto por los unicistas de J.T. Kent. Porque hoy como ayer, el
vademécum homeopático de rigor sigue ofreciendo mayoritariamente toda una gama
de productos procedentes del mundo vegetal, mineral y animal. Porque hoy como
ayer, las mismas leyes que rigen a estos mundos y al ser humano, siguen
interactuando entre todos ellos, y también en las mentes y en las emociones de
los hombres hasta llegar a coagular la enfermedad, con el tesoro de lecciones
para el crecimiento del alma que encierra ésta consigo.
Pero comencemos
hablando del Dioscórides.
El monje
Nicolás y el califa Abderrahmán III
En el año 949, el
emperador de Bizancio, Constantino Porfirogéneta –literalmente, nacido de la púrpura- entró en
negociaciones con al-Ándalus para recuperar de manos musulmanas la isla de
Creta que perdió en tiempos del emir cordobés Abderrahmán II (822-852), pues en
efecto, un grupo de aventureros andalusíes fue picoteando toda la costa
africana hasta conquistar la preciosa isla mediterránea y establecerse en ella.
(¿Acaso para repetir otro ciclo histórico inaugurado por sus paisanos de la
actual provincia de Huelva, allá por los lejanos siglos de la protohistoria,
cuando al entender del investigador Manuel Laza Palacios un pueblo denominado
Curetes fue bordeando las costas africanas hasta aposentarse en la isla minoica
-que desde entonces rindió culto al toro-, perdiendo por el camino la letra u,
lamida por la sedienta lengua del mar?). Dejemos a los tartésicos con sus
misterios y regresemos a los no menos misteriosos laberintos de la alquimia
andalusí.
Cuenta Ibn Yulyul
en su Libro de las generaciones de médicos
y sabios, -donde en el propio título ya distingue entre tibb y hukama-
tan imprescindible para conocer el estado de la medicina durante el siglo X en
el que vivió, y también del precedente –donde sólo menciona a seis médicos,
para que nos hagamos cargo del pobre estado en el que se hallaba la ciencia
médica- que el tratado del Dioscórides había sido traducido “en Bagdad en la
época abbasí, bajo el reinado de Ya`far al-Mutawakkil (232 H. /847 - 247 H.
/861) por Esteban, hijo de Basilio, del griego al árabe. Esta versión fue
corregida por el traductor Hunayn b. Ishaq (m. 264 H./877), que la arregló y la
hizo manejable…”. Sí, pero al parecer, no lo suficiente como para comprender
todas las plantas allí citadas, ni el nombre que recibían en cada lugar del
mundo, así como el uso y la traducción correctos de todas ellas.
De modo que ese
ejemplar llegó a al-Ándalus sin que se le pudiera extraer todo el jugo de su
vientre. Y allí quedó, en la biblioteca privada del califa. Y como quiera que
Abderrahmán III era consciente de que bajo el árbol de la Sabiduría que había
implantado en su reino era imprescindible que se cultivaran con el máximo esplendor
todas las ramas de las ciencias, solicitó al emperador bizantino un traductor
del griego, cosa que no había hallado en todo su reino, y en el año 951 por fin
presentó sus respetos al todopoderoso Omeya el sabio monje cristiano. Nicolás
era su nombre, y vivió hasta los primeros años de reinado del culto, sensible y
erudito califa Alhakem II, seguramente satisfecho de comprobar cómo su labor no
había sido sembrada en tierra baldía, sino al contrario, en una tierra que
entonces y por encima de todo había decidido cultivar todas las ramas de la
sabiduría. Apenas unas decenas de años después de su muerte, la alquimia
vegetal ya se había implantado en todos los reinos de taifas, tras la llegada
de la fitna, la consecuente
descomposición de la unidad procurada por el califato, y la huida de los sabios
a aquellas cortes que mejor aprovecharan y pagaran las mieles de su saber. El
cántaro se había roto debido a las consecuencias de la política de fanatismo y
oscurantismo impuesta por Almanzor –pues en honor a la verdad, no hemos de
cegarnos a la hora de enjuiciar a nuestros antepasados, independientemente de
la religión que practicaran-, mas las aguas de su inmenso saber,
afortunadamente, fueron a irrigar jardines más propicios.
Antecedentes
médicos
¿En qué estado se
encontraba la medicina en al-Ándalus en el momento de su llegada? Aún muy
dependiente de la tradición monástica cristiana, hasta el punto de que el
propio Ibn Yulyul cuenta cómo Abderrahmán III, preso de una otitis a la que no
sanaban ninguno de sus galenos ni hakim,
tuvo que recurrir al cadí de Badajoz Yahyá b. Ishaq, a la sazón médico sabio “y
de experta mano” –dice el susodicho-, cosa que logró con sangre de palomo
recién matado, siguiendo los consejos de un monasterio cristiano. También
circulaban los remedios de la así llamada Medicina del Profeta, basados en toda
una recopilación de hádices donde se daba cuenta de las enfermedades y plantas
muchas veces propias de la región arábiga, y en no pocas ocasiones compartidas
con el resto de los pueblos musulmanes o del mundo en general.
Y en la España
andalusí, hasta ese momento, se habían escrito pocos tratados médicos, de los
que sólo dos obras con impronta alquímica han llegado a la posteridad, pues Ibn
Yulyul menciona una serie de títulos adscritos a los tabib o hakim
de los que habla, que lamentablemente serían sepultados por la ominosa sombra
del olvido, como el Kitab al-askal
de Muhammad b. Tamlij. Y en ambas ya se hallan huellas de la terapéutica
alquímica, pero en modo alguno sin llegar a la profundidad que no mucho más
tarde presentaría el célebre Tasrif
de Abulcasis, que muy pronto sería traducido al latín y permanecería en boga en
todas las universidades europeas hasta bien entrado el siglo XVII, superando
incluso a Galeno en las descripciones anatómicas, y por supuesto, en el
instrumental médico aconsejado por el propio genio. Por cierto, su Liber servitoris, que no es sino la maqala 28 del citado ensayo pese a ser
traducido aparte, sería hoy tomado como un completo manual de homeopatía, con
descripción de una variada gama de remedios de origen vegetal, mineral y
animal.
En efecto, Ibn
Habib ya había dado a conocer a principios del siglo IX su Compendio de Medicina, donde ya aparecen
descritos los cuatro humores hipocráticos –bilis amarilla, bilis negra, sangre
y flema, correspondiente a los cuatro elementos-, y muy variados consejos
médicos y hádices de eso que se ha dado en llamar Medicina del Profeta, como
por ejemplo, el uso que recomendaba de la planta llamada ajenuz (nigella sativa), tan presente en los
mercados de los países árabes, y curiosamente, hoy tan estudiada por los
actuales oncólogos norteamericanos. Y Said Ibn Abd Rabbihi, el sobrino del
célebre poeta panegirista del califa Abderrahmán III y autor del monumental Collar Único –donde dedica un tomo a la
medicina, más bien superficial- ya había compuesto hacia el año 930 su muy
curiosa Uryuza fi`l tibb o
poema sobre medicina, donde también vierte sabios consejos sobre la forma de
atender las enfermedades más comunes, a la par que derrama briznas herméticas
de polvo de estrellas sobre “el secreto de los filósofos”, pero sin abrir las
puertas más de la cuenta, y protegiendo el nombre de su maestro bajo el
consabido epígrafe de “al hakim al mukkadar”. Al tiempo que recomendaba tratar
las enfermedades mediante el opuesto, no mediante el símil.
Es decir,
empleaba el modo de diagnóstico hoy llamado homeopático mediante la así llamada
personalización del remedio –terreno, circunstancia del paciente, su medio
ambiente, época del año…-, mas a la hora de abordar la terapéutica se inclinaba
por aquello por lo que desde Galeno se distinguió al médico –tabib, quien cura con lo opuesto- del
filósofo alquimista, el hakim:
aquel que curaba mediante los símiles. Pero, eso sí, aplicando en la
realización de su remedio todos los pasos de la obra alquímica vegetal ¿Qué
cabe deducir de ello? Que había recibido en ese punto una mala enseñanza de su
maestro, que con toda seguridad no habría sido Ibn Masarra, quien reservaría
ese preciado tesoro hermético tan sólo a sus fieles seguidores, y de entre
ellos, a aquellos que fueran señalados por el cielo por la pureza de sus
intenciones y su deseo de servir al prójimo sin buscar la gloria personal, sino
la del Creador. Ya estudiamos esa escuela en nuestro ensayo sobre la alquimia
andalusí, y no hemos de repetirla ahora.
A lo largo de la
historia médica andalusí, este hecho no sería único, pues vemos como otros hakim, como por ejemplo alguien de la
alltura de Abú Salt de Denia- también recomendaba en su respectivo Tratado de los simples abordar la
terapéutica siguiendo el criterio de curación por lo opuesto, que no por lo
símil. Sin embargo, no veremos jamás a un
tabib curar por el criterio de lo símil: aquello por lo que se
distinguió siempre el alquimista vegetal.
Escuelas
de alquimia
Sea como fuere,
el caso es que en torno a la traducción y estudio del Dioscórides, se agrupó un selecto número
de sabios, de los que el propio Yulyul nos da sus nombres y referencias:
Muhammad al-Sayyar (el herbolario), “otro llamado al-Basbasi, y Abú Utman
al-Yazzar, apodado el ibicenco; el médico Muhammad b. Said. Abderrahman b.
Isaac b. al-Haytam y Abú Abd Allah al-Saqilli (el siciliano), que hablaba
griego y conocía las propiedades de las drogas”. Suponemos que hablaría el
típico griego comercial que entonces parloteaban no pocos espíritus abiertos
nacidos en el mar mediterráneo, pero no el griego clásico en el que fue escrito
el Dioscórides.
Ibn Yulyul hace
especial hincapié en que desde el principio Hasday b. Saprut –que en el texto
llama “Basrut”, a la sazón médico privado del califa, y embajador de éste para
con los reinos cristianos- entabló amistad especial con el monje griego, para
satisfacer las demandas de Abderrahmán III. Hasta que al fin, logró recuperar
la fórmula de la famosa tríaca, con sus más de sesenta componentes, entre ellos
el opio y el veneno de víbora, pues dicho remedio servía para combatir la
posibilidad de envenenamiento tan común a todos los gobernantes que en el mundo
han sido. Y aquí vemos cómo el criterio elegido fue, precisamente, el de
curación por lo símil, pues evidentemente dicho veneno se aplicaría en una
dosis que hoy llamaríamos “infinitesimal”, merced a las diluciones, eso que
entonces se denominaba elixir…(Por cierto, Averroes se opondría al uso y abuso de
dicha tríaca, pues también él escribió sus tratados médicos recomendando la
curación por lo símil, como todo alquimista vegetal que se precie).
Prosigue Ibn
Yulyul: “Gracias a las investigaciones hechas por este grupo de médicos acerca
de los nombres de los simples del libro de Dioscórides, llegaron a conocerse en
Córdoba, y en todo al-Ándalus, las verdaderas propiedades de las plantas,
desapareciendo las dudas que tenían, excepción hecha de un pequeño número, tal
vez diez, lo cual carece de importancia”.
He aquí que el
propio Yulyul reconoce haber entablado amistad con ese grupo de sabios, de
quienes aprendería, así como el gran Abul Qasim Jalaf Ibn al-Abbas al Zarawi
(Abulcasis), quien termina de escribir su célebre Tasrif (cuyo nombre completo se traduciría como El saber médico, puesto a disposición del que no ha
podido reunirlo) hacia el año 1.000, donde describe unas 325
enfermedades con sus respectivos síntomas y tratamientos. Y Maslama al-Mayriti,
que ya habría aprendido la alquimia mineral y vegetal antes que el sabio médico
cordobés, funda su Escuela de Astronomía y Matemáticas, nombre científico -en
medio de una época difícil como los años de Almanzor y sus descendientes- con
el que disfrazaba la enseñanza de la alquimia mineral y vegetal. Allí enseñó a
una nutrido grupo de discípulos, del que nos da cuenta el cadí Said al-Andalusí
en su impagable Historia de la Filosofía y
de las Ciencias o Libro de las
Categorías de las Naciones: Ibn al Samh, Ibn Al-Saffar, Ibn Jaldún,
el propio al-Zarawi y un despierto al-Kirmani que, tras su viaje a Oriente, y
tras contemplar las ruinas en que había dejado la maldita guerra civil aquella
joya del mundo que un día fue la capital cordobesa, busca refugio en la
zaragozana corte tuyibí, donde lleva consigo ese tesoro trufado de conocimiento
alquímico que es la famosa Epístola de los
Hermanos de la Pureza, un libro trascendental para comprender la
intrahistoria andalusí, y que lamentablemente aún no ha sido dado a conocer en
castellano, aunque ha merecido la atención de dos sabios estudiosos: Joaquín
Lomba Fuentes, e Ibrahim Albert Reyna, en un muy serio, profundo y riguroso
estudio antropológico.
De allí beberá el
sabio Avempace y tantos otros, como posiblemente Ibn Said al Batalyyusi en su
visita a la capital zaragozana. La alquimia vegetal ya se había extendido por
toda la España andalusí, de ahí que los historiadores de la medicina Guillén
Robles o Lafuente Alcántara o el propio Laín Entralgo, registren un
numerosísimo aumento de médicos en sus respectivas historias. Pero esos médicos
andalusíes, en su inmensa mayor parte, no curaban siguiendo el criterio de lo
opuesto –que es el que a la postre triunfó en Europa-, sino el de lo símil.
La prueba nos la
ofrecen numerosos libros, pero bástenos con uno: la “Recopilación de observaciones y experiencias”
del muy célebre Ibn Zuhr, el Avenzoar latinizado. Ahí, en el prólogo que dedica
a su amado hijo, este magnífico galeno que nunca quiso salir ni cuestionarse la
validez de sus parámetros afirma: “Acuérdate, ¡y que Dios te bendiga y te dé
salud! de que la mayor parte de los médicos de nuestro tiempo no dirigen su
medicamento en sentido contrario a aquél hacia el que tiende su temperamento
–el humor hipocrático-, de modo que empleando calmantes suscitan una afección
contraria a la que tenía el paciente”. Encerrado en los muros de su soberbia, y
de su indudable conocimiento práctico, no se enteró Ibn Zuhr que lo que los hakim practicaban era eso que hoy se
denomina el drenaje: la limpieza de las toxinas del cuerpo, siguiendo una vez
más los cánones mitológicos –el mito se imita- al imitar los así llamados
trabajos de Hércules: el primero de ellos fue limpiar los establos de Augías.
Es decir, el drenaje.
En 1363, Guy de
Chauliac compone su Chirurgia Magna,
base de la cirugía europea durante los siguientes siglos, donde unos cien
autores se reparten unas 3.000 citas entre sus páginas. La inmensa mayor parte
de ellos serían árabes, y de entre ellos, andalusíes como Abulcasis o el gran
Ibn Wafid, que había rescatado de la antigüedad la aplicación de la alquimia a
la agricultura. ¿Acaso no fueron llamados labradores celestes los alquimistas?
Se adelantaría en cinco siglos a los jardines botánicos renacentistas, por el
simple hecho de que en la España andalusí ya se había dado ese re-nacimiento, y
a través de nuestras puertas había sido trasvasado a la oscura Europa del
medioevo.
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