Huertos de al-Andalus.
El desarrollo de la agricultura doméstica
El legado cultural de al-Andalus es, sin
duda, una constante en los pueblos y ciudades que integran las Rutas de El
legado andalusí. En la Ruta del Califato, concretamente, alcazabas, recintos
amurallados o ingenios hidráulicos forman parte de un importante patrimonio que
atestigua la herencia musulmana entre Córdoba y Granada.
La presencia de huertos y jardines que jalonan el curso de los riachuelos y
coronan las cumbres de las antiguas medinas, es la que aún podrá transportar al
viajero en el tiempo para recrear la estampa romántica que describiese
Washington lrving: “[…] bellos jardines colgantes, bosquecillos de naranjos,
limoneros y granados, elevados cedros y altivas palmeras, mezclábanse con las
firmes y almenadas murallas y torres, que permitían adivinar la opulencia y el
lujo que reinaban dentro”.
Muy similar debió ser la imagen percibida por los monarcas castellanos
cuando el estandarte de la cruz acababa coronando los más elevados baluartes de
las poblaciones andalusíes. El paisaje urbano entremezclaba el adobe de los
tapiales con la exuberancia de los espacios ajardinados cuyos máximos
exponentes comenzaron en la almunia de la Arruzafa y terminaron en la Alhambra.
Las innovaciones en la actividad agrícola, unida a los grandes avances en
botánica que se experimentaron durante esta época, acabarían finalmente en una
transformación artística de la propia naturaleza.
En este sentido, la
diferenciación entre huerto y jardín durante el periodo islámico sería
prácticamente inapreciable. Sería ya a partir de la Baja Edad Media y de forma
más sistemática a medida que se consolidaba el avance cristiano, cuando ambas
definiciones acabarían refiriéndose en la práctica a conceptos distintos. El
protagonismo que los espacios ajardinados tuvieron en los palacios de
al-Andalus se irá diluyendo en beneficio de los cultivos hortofrutícolas donde
primará más el sentido de autoabastecimiento que el puramente estético. El
aprovechamiento de los recursos hídricos configuró los espacios periurbanos
andalusíes dando lugar a las características vegas en las que una continua sucesión
de huertas presentaba un espacio agrícola caracterizado por su diversidad y
riqueza.
Vista desde los huertos
del Generalife, con la Alhambra al fondo.
El clima mediterráneo marcaría en buena medida el tipo de plantaciones que
habrían de darse en los medios rurales propiciando, gracias a una intensa
actividad comercial, el contacto entre las zonas de producción de las
grandes villae y la ciudad o civitas. Organizado en varios sectores, el espacio
agrario aparecía diferenciado según el grado de aprovechamiento humano del que
fuera objeto. De este modo encontraríamos el huerto (hortus) o
el monte (silva) y entre ambos la tierra cultivada (ager) y la inculta próxima a ella (saltus).
Vista aérea de Moclín (Granada). Localidad de la Ruta del Califato.
Una de las grandes
aportaciones de la cultura islámica a la agricultura en al-Andalus fue la
organización espacial del territorio. Sin embargo, aunque los árabes fueron los
principales agentes en este proceso de evolución en los cultivos, sería conveniente
remontarnos hasta la época romana para conocer el origen del sistema agrario
que durante siglos se dio en la península.
Tal y como se ha indicado con anterioridad, la agricultura romana ya se
encontraba plenamente adaptada al ecosistema mediterráneo, por lo que los
cultivos que se llevaban a cabo en la zona que nos ocupa procederían de la
domesticación de especies autóctonas y de otras aclimatadas al territorio desde
hacía mucho tiempo. La necesidad de aprovechar las estaciones más húmedas
marcaba tanto el tipo de plantación como las fechas en las que habría de
llevarse a cabo. Será ese el motivo de aparición en la Bética de la
característica trilogía mediterránea (cereal, olivo y vid) que desde la
antigüedad tuvieron grandes centros productores en los pueblos que hoy integran
la Ruta del Califato. Los silos romanos de Espejo, las villae de Cabra, Alcaudete o las situadas en la
propia vega de Granada y la numismática descubierta en los términos de Castro
del Río, Baena o Alcalá la Real, por citar algunos ejemplos, demuestran la
existencia de unos cultivos de secano procedentes del monte mediterráneo a cuya
climatología se encontraban perfectamente adaptados.
Los cítricos fueron otras de las muchas aportaciones
que los árabes introdujeron en la agricultura de al-Andalus, que ya reflejaban
los tratados agrícolas de época andalusí.
La irrigación artificial de los campos se llevaba a cabo de forma muy
ocasional y a menudo se circunscribía tan sólo al ámbito de los huertos, cuya
ubicación, ya desde época romana, habría de situarse próxima a las viviendas
tal y como aparece indicado en los escritos de Columela: “Los huertos de
frutales y hortalizas que estén cerrados con un seto, cerca del caserío,
en un lugar donde pueda desembocar toda la porquería del corral y de los baños,
como también el alpechín que resulta de exprimir las aceitunas, pues con
semejantes residuos se fertiliza también la hortaliza y el árbol”. Este sistema
agrario no implicaba, por tanto, una modificación notable del entorno, ya que
al depender directamente de la pluviosidad, las zonas de cultivo no se veían
condicionadas por la existencia de recursos hídricos permanentes.
Los jardines, por su
parte, estaban también muy relacionados con esas grandes villae, aunque su presencia no se daba tan solo en las
fincas de recreo de las zonas agrarias. En el ámbito urbano se han constatado
igualmente en importantes testimonios tales como los aparecidos recientemente
en unas excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Córdoba. En este caso no
sólo se ha podido apreciar la exquisitez en el diseño del jardín, sino también
la importancia que se le dio al agua como elemento ornamental que abastecía
surtidores y fuentes. Aun así, la presencia de zonas ajardinadas en la Ruta del
Califato no tendrá una verdadera significación hasta la configuración de
al-Andalus. Durante este periodo se dará, sobre todo, una mayor proliferación
de las producciones hortofrutícolas, que junto con las provenientes del resto
de cultivos desarrollados en las zonas rurales, servirán para el abastecimiento
de la civitas y para el importante comercio que se desarrollaría
por todo el imperio hasta el siglo V.
En las cercanías de casi todos los núcleos de población de al-Andalus, el
paisaje aparecía moteado con fincas de cultivo o recreo, de mayor o menor
dimensión, donde las cosechas eran utilizadas en el consumo doméstico,
tradición que perdura hasta nuestros días en muchos lugares de nuestra
geografía.
La caída del mundo
romano se traduciría en un decrecimiento en importancia de la ciudad como
centro de control administrativo y en una mayor ruralización social que llevó
añadida, en la mayoría de los casos, una economía de subsistencia en la que el
comercio reduciría de manera sensible su radio de acción y el cultivo del
huerto familiar se iría extendiendo paulatinamente. El proceso de involución
desarrollado durante la Alta Edad Media conllevará un cierto retroceso en la
agricultura, utilizándose un sistema de explotación extensivo que habrá de
perdurar hasta la aparición de una clase social dominante a la que acabarán
vinculándose los derechos sobre las tierras incultas y los hombres libres. En
este momento tendrá lugar una expansión agrícola cuya principal característica
será la de introducir un sistema de explotación más intensivo que el anterior,
aunque continuasen siendo predominantes los cultivos de secano.
La interacción cultural que se dio en al-Andalus propició la llegada de
nuevos cultivos y especies que, aunque no eran propias del bosque mediterráneo,
acabarían aclimatándose. El arroz, la naranja agria, el limón y la lima, la
caña de azúcar, la berenjena, el plátano y el árbol del mango, entre otros,
procedían de orígenes tan lejanos como Birmania, el sureste asiático o el
archipiélago malayo.
La llegada de los
árabes a la Península Ibérica supondrá una aportación innovadora a la
agricultura existente hasta ese momento. Las diferentes conquistas que a lo
largo de la historia habían protagonizado hicieron que, pese a haber tenido un
origen como pastores nómadas, terminaran asimilando las costumbres y economía
de los pueblos sedentarios de tradición agrícola con los que entraban en
contacto. También de distintas zonas del continente africano acabarían
domesticándose cultivos como el mijo, el panizo y la judía de vara, que
llegarían a la India durante el segundo y el primer milenio a.C. y desde allí hacia
el imperio sasánida entre los siglos V y VII de nuestra era. El periplo de
estas especies supuso que algunas zonas conquistadas por los árabes conociesen
ya determinados cultivos que, más tarde serían también experimentados en las
tierras andalusíes. La agricultura de secano imperante hasta el momento acabará
modificándose para acoger árboles y plantas procedentes de climas tropicales y
semitropicales caracterizados, entre otras cuestiones, por la abundancia de
unas lluvias estivales inexistentes en el clima mediterráneo.
La irrigación se va a hacer imprescindible para desarrollar determinados
cultivos, y a partir de ese momento, comenzarán a aparecer con profusión
referencias como las de los inventarios de recursos hídricos o kurals en las que se describen los distintos
sistemas hidráulicos de Córdoba, entre los que destacaban sus aceñas sobre el
río.
Las distintas obras escritas por los geógrafos árabes nos dan una visión
más o menos exacta de las transformaciones que desde su llegada se llevaron a cabo
en la agricultura peninsular. Mientras Ibn al-Faqih afirmaba en el siglo IX que
el territorio hispánico era pobre en palmeras de dátiles, pero muy abundante en
“aceite, algodón y lino”, las descripciones que algún tiempo después se hagan
de la cora de Ilbira ya incluirán cítricos y caña de
azúcar. El desarrollo del regadío habría de permitir una agricultura intensiva
con abundancia de cosechas, cuyas referencias aparecerán de continuo en
tratados como los de al-Razi, reflejando fielmente el paisaje agrario de la
zona que nos ocupa:
E la su
tierra es abondosa de muy buenas aguas e ríos e de arboles muy espesos, e los
mas son naranjales, avellanares e granados dulces, e maduran mas ayna que las
que son agras. E ay munchas cañas de que fazen el açucar.
Otros geógrafos testimoniaban igualmente
los distintos cultivos que se daban en la Ruta del Califato durante la etapa
andalusí. Sería el caso de la descripción que Ibn Galib hace sobre el castillo
de Baena, del que indica está “situado sobre una colina cuya tierra es de buena
calidad, plantada con árboles, viñedos y toda clase de árboles frutales”.
José Manuel Cano de Mauvesin Fabergè
Historiador
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