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jueves, 12 de junio de 2025

HAFSA AL RAKUNIYA

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HAFSA AL RAKUNIYA


Jamás fue tan quejumbroso
el amor que es verdadero,
porque confía y desecha
los apocados recelos.


HAFSA BINT AL HAYY AL RAKUNIYYA hija de un noble de origen bereber, nació en Granada, en 1135 y allí pasó su infancia y juventud en un contexto de intensa agitación política, que asistió a la caída del Imperio Almorávide y la instauración del Califato Almohade. Alabada y respetada por su cultura e ingenio, al igual que por su belleza. Estas cualidades le permitieron ocupar pronto un lugar destacado en la corte almorávide de Granada, donde desarrolló una intensa actividad literaria y educativa y alcanzó rápidamente la fama.

Se trata de la poetisa arábigo-andaluza de la que se conserva un mayor volumen de su producción poética. En total, han llegado hasta nosotros diecisiete poemas, de gran calidad literaria. Fue capaz de expresar sus sentimientos reales en un leguaje llano, espontáneo y con gran belleza.

Sería en el ambiente cortesano de Granada donde conocería al poeta granadino Abu Yafar ibn Said, del ilustre linaje de los Banu Said, con el que inició una pública relación amorosa hacia el año 1154. La situación se complicó en el año 1156, cuando llegó a Granada el gobernador almohade, el príncipe Abu Said Utman, hijo del Califa Abd Al Mumin, quien se enamoró de la poetisa. En un principio, Hafsa rechazó al gobernador, pero finalmente se convirtió en su amante, quizá cansada de las veleidades amorosas de Abu Yafar o por presiones del príncipe hacia ella o su familia.

En 1158 fue enviada a Rabat en misión diplomática con un grupo de poetas y nobles granadinos ante el califa Abd Al Mumin, quien, fascinado, le concedió el feudo de Al Rakuna, cerca de Granada, epónimo del que procede el nombre con el que fue conocida.

La doble historia de amor, con el poeta granadino Abu Yafar y con el gobernador almohade de la ciudad continuó inspirando, a su vez, ingeniosos cruces de poemas amorosos, donde se asoman románticas alusiones a los celos, el secreto de los encuentros y el temor. Abu Yafar que había sido amigo y secretario del príncipe, hizo a éste objeto de sus sátiras acabó participando en una rebelión política contra el gobernador, razón por la que éste lo mandó encarcelar y finalmente crucificar en el año 1163, en Málaga.

Hafsa, sabiéndose responsable, se retiró de la corte, guardó luto a riesgo de ser encarcelada y abandonó la actividad poética, centrándose desde entonces en la enseñanza. Vivió de este modo durante una parte importante de su vida, hasta que, hacia el año 1184, aceptó la invitación del califa Al Mansur y se dirigió a Marrakech para dirigir la educación de las princesas almohades. Allí permaneció hasta 1191, año de su muerte.

Hafsa es la poetisa arábigo-andaluza de la que se conserva un mayor volumen de su producción poética, gracias, sobre todo, al interés de sus biógrafos y de la familia Banu Said. En total, han llegado hasta nuestros días diecisiete poemas, de gran calidad literaria. Heredera de la tradición poética árabe, sin embargo, Hafsa, al contrario de lo que es habitual en ésta, es capaz de expresar, con gran belleza, sus sentimientos reales en un leguaje llano y espontáneo. La mayoría de sus versos son de tipo amoroso, dirigidos a Abu Yafar, aunque hay algunos satíricos y de elogio a Abu Said, alcanzando la cima de su inspiración en aquéllos en los que se lamenta de la prisión y muerte de su amante. Muestra de las mujeres independientes y cultas de la época de esplendor de al-Andalus, Hafsa fue muy respetada, a pesar de sus aparentes libertades, en su época y por los biógrafos posteriores, que la consideraron como una gran poetisa. Ibn Al Jatib dijo de ella: «Fue única en su tiempo por su belleza, elegancia, cultura literaria y mordacidad».

POEMA A A ABU YAFAR


Tú, que presumes de arder
en más encendido afecto,
sabe que me desagradan
tu billete y tus lamentos.
Jamás fue tan quejumbroso
el amor que es verdadero,
porque confía y desecha
los apocados recelos.
Contigo está la victoria:
no imagines vencimientos.
Siempre las nubes esconden
fecunda lluvia en el seno.
Y siempre ofrece la Palma
fresca sombra y blando lecho.
No te quejes; que harto sabes
la causa de mi silencio.

 

IBN ZAYDUN

 

IBN ZAYDUN

Ibn Zaydūn: Abū-l-Walīd Amad b. ‘Abd Allāh b. Gālib b. Zaydūn. Córdoba, 395 H./1003 C. – Sevilla, 1 de raŷab de 463 H./4.IV.1071 C. Político, intelectual y poeta andalusí.

IntelectualPoeta, tisaPolítico, caVisir

Biografía

Además de contarse entre los personajes más destacados de la época taifa, Abū-l-Walīd Aḥmad b. ‘Abd Allāh b. Aḥmad b. Gālib b. Zaydūn es considerado una de las máximas cumbres de la literatura andalusí. Si el período taifa representa la edad de oro de dicha literatura, Ibn Zaydūn ocupa un lugar destacado en ese momento de esplendor, siendo considerado el mejor poeta del siglo XI.

Su trayectoria vital resulta rica y variada, en gran medida debido a sus circunstancias personales y a la época que le tocó vivir, marcada por el desarrollo de la crisis del califato cordobés (fitna) y el surgimiento de los reinos de taifa. La categoría del personaje nos permite disponer de un cúmulo de información suficiente para trazar los rasgos esenciales de su evolución personal y profesional, tanto en el ámbito político como literario.

Ibn Zaydūn nació en Córdoba en el año 394/1003 en el seno de una familia acomodada de la aristocracia árabe, ya que los Banū Zaydūn pertenecían a la tribu de Majzūm. La familia tenía notables antecedentes de dedicación al ámbito de la actividad intelectual y las letras. Su padre, Abū Bakr ‘Abd Allāh b. Aḥmad b. Gālib b. Zaydūn, le legó una importante fortuna, pero murió cuando él tenía solo once años, pasando entonces a cargo de su abuelo, uno de los juristas más relevantes de Córdoba.

Dentro de su biografía es posible distinguir dos grandes facetas, la política y la literaria, si bien ambas se combinan de forma muy estrecha, ya que buena parte de su producción poética guarda relación con su actividad de gobierno y sus peripecias con la dinastía cordobesa de los Banū Ŷahwar, a la que sirvió durante una parte importante de su vida, y después con los abadíes de Sevilla. De esta forma, los sesenta y ocho años de su vida pueden dividirse en tres grandes etapas. La primera es la de su juventud, antes de su entrada en política, que coincide con la proclamación de los Banū Ŷahwar en el año 422/1031. La segunda abarca los diez años transcurridos al servicio de la citada dinastía (422-432/1031-1040), que finalizó de forma poco amistosa. Finalmente, la tercera y más larga etapa de su vida la pasó junto a al-Mu‘tamid b. ‘Abbād de Sevilla, a quien sirvió durante veinte años, hasta su muerte (441-463/1049-1071).

La actuación política de Ibn Zaydūn debe ser calificada de relevante, ya que ocupó posiciones de privilegio e intervino en importantes situaciones y acontecimientos ocurridos en su época. Se le atribuye un papel importante en la llegada al poder de los Banū Ŷahwar, ocurrida en el año 422/1031, que puso fin al período de la fitna y supuso la definitiva abolición del califato omeya en al-Andalus. En efecto, al poco tiempo fue nombrado visir por Abū-l-Ḥazm b. Ŷahwar, quien lo tomó como su secretario y le otorgó la dignidad de “el de los dos ministerios” (ḏū-l-wizāratayn). Esta pronta acreditación de confianza en Ibn Zaydūn indica que, probablemente, ya existía una relación entre ambos y que nuestro personaje hubo de colaborar de forma activa en la elevación del nuevo soberano. Sea de ello lo que fuere, Ibn Zaydūn quedó convertido, desde el primer momento, en la mano derecha de Ibn Ŷahwar, adquiriendo, de esta forma, un protagonismo político que, a la larga, habría de marcar su trayectoria.


Fue durante esta época cuando entabló su relación con la célebre Wallāda, que tanta influencia hubo de tener en su producción poética y en su propia vida, siendo uno de los hechos decisivos que marcarían su juventud. Wallāda era hija del califa omeya al-Mustakfī, quien solo ejerció el poder durante diecisiete meses, entre los años 414-416/1024-1025, siendo destronado y asesinado. Gracias al prestigio social inherente a su condición de miembro de la dinastía titular de los derechos califales y la fortuna que heredó de su padre, Wallāda adquirió un enorme protagonismo en el panorama intelectual y literario de Córdoba, de tal manera que su palacio se convirtió en lugar habitual de reunión frecuentado por los principales escritores y poetas de la época, siendo ella misma, también, poetisa. Ibn Zaydūn y Wallāda mantuvieron una relación amorosa que acabó en ruptura, al parecer debido a la proclividad del poeta hacia cierta esclava de la propia princesa. No obstante, Ibn Zaydūn mantuvo hasta el final el recuerdo de esta relación, según queda de manifiesto en sus poemas.

Pese a los sólidos lazos iniciales que unían a Ibn Zaydūn con el soberano cordobés, las relaciones entre ambos empeoraron, al punto que el que fuera mano derecha de Abū-l-Ḥazm fue encarcelado durante largo tiempo. Las causas que motivaron la ruptura entre ambos y la prisión de Ibn Zaydūn han sido debatidas.  Algunos la atribuyen a la presencia de la propia Wallāda, perteneciente al linaje omeya, que aún contaba con muchos partidarios en Córdoba: la relación del visir ŷahwarí con el entorno omeya no sería bien vista por parte del nuevo soberano y habría podido motivar su caída en desgracia. De hecho, algunos cronistas consideran que el encarcelamiento de Ibn Zaydūn fue debido a su conspiración a favor del omeya Hišām b. al-Ḥakam. Sin embargo, el delito que se le imputó al encarcelarlo no fue de índole política, sino de carácter privado, pues se le acusaba de haber usurpado la tierra de uno de sus libertos al morir. Algunas fuentes señalan, incluso, que Ibn Ŷahwar designó a propósito como cadí a ‘Abd Allāh b. Aḥmad b. al-Makwī con el único propósito de que emitiera la sentencia condenatoria de Ibn Zaydūn, ya que era un personaje ignorante que se plegaría a los deseos del soberano. Ello alimenta la idea de quienes opinan que la condena de Ibn Zaydūn fue debida a una venganza personal promovida por otro célebre miembro de la corte ŷahwarí, el visir Ibn ‘Abdūs, rico prohombre y rival de Ibn Zaydūn en la conquista de Wallāda, a quien ella se unió cuando rompió con el poeta, lo que motivó la sátira feroz de Ibn Zaydūn contra su rival, lo cual, con toda probabilidad, hubo de granjearle su enemistad.

Desde la cárcel, donde pasó más de un año, hasta quinientos días, Ibn Zaydūn trató en vano de recuperar el favor de Abū-l-Ḥazm b. Ŷahwar y con ello su posición. Para tal fin procuró ganarse su perdón mediante escritos laudatorios en los que expresaba su fidelidad al soberano y elogiaba su conducta y sus condiciones. Entre ellos sobresale la célebre Risāla ŷiddiyya, considerada una obra maestra de la prosa árabe por su elocuencia y el empleo de proverbios y refranes. La carta llegó a su destino pero no logró su objetivo, ya que Ibn Ŷahwar no dio su perdón al antiguo visir.

Viendo que sus súplicas no iban a dar ningún resultado y ante la imposibilidad de ser excarcelado por la vía legal, Ibn Zaydūn optó por fugarse, escondiéndose en uno de los arrabales de Córdoba. Trató entonces, de recuperar a Wallāda, ya unida a Ibn ‘Abdūs, enviándole la famosa casida en la que llora su ausencia y le suplica poder visitarla, composición que ha sido considerada el más bello poema de amor andalusí y uno de los más célebres de toda la literatura árabe. Pero ni siquiera con su hermosa poesía pudo Ibn Zaydūn recuperar a su amada. Sin embargo, sí pudo recuperar su posición y ser rehabilitado a la muerte de Abū-l-Ḥazm, ya que su hijo y sucesor, Abū-l-Walīd, había sido su valedor durante la época de encarcelamiento.

Sin embargo, la posición de Ibn Zaydūn en la corte ŷawharí se vio pronto comprometida, significando el final de su relación con la dinastía cordobesa. La ruptura se produjo con motivo de un viaje a Málaga, donde el visir-poeta entabló relación con el soberano local, Idrīs al-Ḥammūdī, cultivando su amistad y permaneciendo junto a él largo tiempo. Los ḥammūdíes aspiraban al califato y a la reunificación de al-Andalus y de ahí que se despertasen las sospechas del soberano ŷahwarí.

Se inicia entonces la última etapa de su vida, que transcurre al servicio de los abadíes de Sevilla. Los motivos de su abandono de la dinastía ŷahwarí y de su marcha a Sevilla han sido también debatidos, habiéndose atribuido a diversos factores. Entre ellos pudo incidir el temor a volver a perder el favor del soberano cordobés, sobre todo tras su estancia en Málaga, aunque también pudo ser una maniobra para intentar lograr junto a los abadíes la ansiada reunificación de al-Andalus, al ser los soberanos de Sevilla los más fuertes de la época y los únicos, por lo tanto, que podrían estar en disposición de llevarla a cabo. Sea de ello lo que fuere, Ibn Zaydūn fue muy bien acogido por al-Mu‘taḍid, junto a quien ocupó los más altos cargos. A la muerte del soberano abadí en 461/1069, junto al que permaneció veinte años, Ibn Zaydūn fue acusado por otros cortesanos sevillanos, que deseaban librarse de su influencia, pero al-Mu‘tamid lo mantuvo en su puesto y siguió desempeñando un papel político de primer nivel.

El destino le deparó volver a Córdoba de mano de los abadíes poco antes de su muerte. En efecto, en el año 471/1078, al-Mu‘tamid logró apoderarse de Córdoba y el poeta-visir fue enviado a la antigua capital califal para hacer de mediador y encargarse de los asuntos. Estando en esta tesitura se produjo su muerte, que, sin embargo, acaeció en Sevilla. En efecto, en el año 462/1069, hubo un tumulto antijudío en Sevilla y el soberano abadí formó una comisión de notables para averiguar lo sucedido. Uno de ellos era Ibn Zaydūn, que salió e Córdoba estando ya enfermo, falleciendo al poco tiempo de llegar, el 1 de raŷab de 463/4 de abril de 1071, según la fecha que da en su biografía el autor oriental Ibn Jallikān. Su hijo, Abū Bakr, continuó al servicio de los abadíes hasta ser ejecutado, años más tarde, por los almorávides.

Junto a su faceta política, es preciso destacar su enorme talento como literato y como poeta, que se comenzó a gestar a partir de su propia juventud, gracias a la notable formación recibida. Hasta los once años se educó con su padre así como con otros maestros, entre ellos algunos tan importantes como el célebre poeta Ibn al-Labbāna, uno de los más destacados de la época, y Abū-l-‘Abbās b. Ṭakwān. Esta esmerada educación le permitió adquirir conocimientos en los más diversos campos, entre ellos exégesis canónica, tradición profética, filosofía, lengua, lexicografía y literatura.

Sin duda, Ibn Zaydūn ha trascendido, sobre todo, como poeta, si bien su prosa es también de una gran calidad. Dentro de su obra poética deben distinguirse los temas cortesanos y amorosos. Durante la época taifa, la poesía desempeñó un importante papel político, como instrumento de propaganda y de promoción del culto al gobernante. De esta forma y como casi todos los autores de la época taifa, Ibn Zaydūn se entregó de manera abierta a esta poesía cortesana, dedicada al elogio personal de los soberanos y a la alabanza de su gobierno. Nuestro personaje cultivó ampliamente este género, tanto respecto a los ŷahwaríes como para los abadíes. Son célebres, asimismo, sus poemas de amor, inspirados en la figura de Wallāda, cuyo recuerdo lo acompañó hasta el final, pues incluso en su edad madura continuó escribiendo composiciones. Junto a los mencionados, Ibn Zaydūn desarrolló otros géneros, tales como los panegíricos de los grandes personajes a los que trató, las violentas sátiras contra sus enemigos y los poemas de autoelogio en los que se vanagloria de su exquisito refinamiento, su elevada cultura y su sagaz inteligencia. Su poesía es de lenguaje sencillo y resulta fácil de entender, habiendo sido considerado como un poeta neoclásico, influido, sobre todo, por al-Mutanabbī.

Aparte de su dīwān poético, Ibn Zaydūn fue autor, como prosista, de una serie de epístolas u opúsculos, de las que las más célebres son la Risāla hazliyya, en la que desfogó su ira poniendo en boca de Wallāda una sátira de Ibn ‘Abdūs, y la llamada Risāla ŷiddiyya, dirigida a Abū-l-Ḥazm b. Ŷahwar desde la prisión, epístola redactada en momentos de desgracia y caracterizada por su tono grave y su densidad, plagada de citas eruditas. Entre su producción también cabe citar otra clase de obras no conservadas, por ejemplo de índole histórica, como El libro de la aclaración sobre los califas omeyas de al-Andalus, que compuso, al parecer, a imitación de una obra similar escrita por el autor oriental al-Mas‘ūdī.

Bibliografía

F. Pons Boigues, Ensayo bio-bibliográfico sobre los historiadores y geógrafos arábigo-españoles (obra premiada por la Biblioteca Nacional en el concurso público de 1893), Madrid, Est. Tip. de San Francisco de Sales, 1898, págs. 142-147

A. Cour, Un poète arabe d’Andalousie: Ibn Zaïdun, Constantina, M. Boet, 1920

G. Lecomte, “Ibn Zaydūn”, en Encyclopédie de l’Islam, vol. III, Leiden, E. J. Brill, 1965, págs. 998-999

K. Soufi, Los Banū Ŷahwar en Córdoba: 422-462/1031-1071, Córdoba, Real Academia-Instituto de Estudios Califales, 1968, págs. 126-159

H. Pérès, Esplendor de al-Andalus: la poesía andaluza en árabe clásico en el siglo XI: sus aspectos generales, sus principales temas y su valor documental, Madrid, Hiparión, 1983

M. Benaboud, Sevilla en el siglo XI. El reino Abbadí de Sevilla (1023-1091), pról. de M. González Jiménez, glosario por R. Valencia, Sevilla, Ayuntamiento, 1992

M.ª J. Viguera (coord. y pról.), Los reinos de taifas. Al-Andalus en el siglo XI, en J. M.ª Jover Zamora (dir.), Historia de España de Menéndez Pidal, vol. VIII-I, Madrid, Espasa Calpe, 1996

Autor/es

Alejandro García Sanjuán

 

martes, 27 de mayo de 2025

ABD ALLAH

 

'ABD ALLAH

‛Abd Allāh: Abū Muḥammad ‘Abd Allāh b. Muḥammad. Córdoba, rabī‛ II de 229 H. / I.844 C. – Córdoba, rabī‛ I 300 H. / 15.X.912 C. Séptimo emir omeya de Córdoba (independiente).

Emir omeya

Biografía

‛Abd Allāh era hijo del emir Muḥammad, fruto de su relación con la concubina ‛Aššār. Existen discrepancias en las fuentes respecto al momento de su nacimiento, pues Ibn ‛Iḏārī cita la fecha de rabī‛ II de 229 (enero 844), mientras que otras crónicas más tardías afirman que fue en 228/842-843. El emir ‛Abd Allāh es descrito por los cronistas árabes como un personaje piadoso, recto y justo, adaptado a los cánones del buen soberano musulmán.

Su acceso al poder se produjo en circunstancias algo especiales, debido a la muerte prematura e inesperada de su hermano, el emir al-Munḏir, en 275/888, poco más de un año después de su proclamación, cuando asediaba la fortaleza malagueña de Bobastro, sede de Ibn Ḥafṣūn, el más conspicuo rebelde contra la autoridad de los Omeya. El célebre polígrafo cordobés de época taifa, Ibn Ḥazm, formula de forma abierta la acusación de asesinato contra su hermano ‛Abd Allāh, quien, sostiene, acordó con el médico que lo atendía que pusiera veneno en el instrumental con el que había de sangrarlo para tratarle sus heridas. Tampoco se conoce la fecha exacta de su muerte, que algunas fuentes sitúan el 15 de ṣafar (29 de junio). En cualquier caso, ‛Abd Allāh no perdió ni un instante y, según la narración de Ibn Ḥayyān, exigió su inmediato reconocimiento como nuevo soberano a todas las autoridades presentes en el campamento, obteniéndola, al parecer, sin ninguna objeción ni resistencia por parte de nadie. Acto seguido, partió hacia Córdoba con el cadáver de su hermano, trasladado a lomos de camello. Tras los funerales del fallecido emir, que fue enterrado al lado de su padre, en el cementerio palatino de los Omeya, llamado al-Rawḍa y situado dentro del alcázar, se convocó una segunda ceremonia de proclamación, el día 17 de ṣafar (1 de julio), a la que, según el citado cronista, asistió buena parte del pueblo cordobés.

Se inicia a partir de ese momento la época de ‛Abd Allāh, que se inserta de lleno en el período conocido como la fitna, la primera gran crisis del poder omeya de Córdoba desde su instauración a mediados del siglo VIII con el triunfo de Abderramán I. Esta situación fue producto del surgimiento de numerosos focos de rebeldía contrarios a la dominación omeya, de los cuales el más importante fue, sin duda, el protagonizado por el citado ‛Umar b. Ḥafṣūn desde su fortaleza de Bobastro. De esta forma, los veinticinco años de gobierno del emir ‛Abd Allāh se caracterizan, sin lugar a dudas, por una gran inestabilidad política interna y por la ausencia de una autoridad fuerte de parte del soberano de Córdoba, a tal punto que, en esta época y en los momentos más graves de las revueltas, el poder efectivo del emir apenas superaba los límites del propio territorio cordobés, no habiendo, como afirma de manera expresiva un cronista anónimo tardío, ‘una sola ciudad que le obedeciera’. De esta forma, la actividad principal del emir se concentra en intentar conservar su escaso poder, más que en combatir realmente a los rebeldes. Una clara muestra de la desorganización que llegó a registrarse en la administración omeya durante la época de ‛Abd Allāh consiste en la interrupción de las emisiones monetarias a partir de 286/899 y durante casi treinta años, hasta 316/929, cuando la victoria de Abderramán III sobre los rebeldes quedó consagrada con la proclamación del califato. No obstante, pese a todo lo dicho, es cierto que nuestra perspectiva está muy condicionada por las fuentes, en especial por Ibn Ḥayyān, el mejor cronista andalusí, que se extiende en la descripción pormenorizada de los rebeldes, casi siempre cercanos a los territorios nucleares del emirato cordobés, mientras que dedica mucha menos atención a otras regiones que siguieron fieles a la obediencia omeya. Tal es, por ejemplo, el caso de la lejana Tortosa, en la que consta el nombramiento de gobernadores en los años 275/888-889, 278/891-892 y 280/893-894.

Los comienzos de la rebeldía se remontan al año 878-879, durante la época de Muḥammad I, y se registra en las regiones meridionales de Sidonia, Algeciras y Málaga. Esta situación de insurgencia generalizada contra los emires de Córdoba ha sido explicada en base a factores de diverso tipo. Para algunos autores, siguiendo las descripciones de las fuentes narrativas árabes, los motivos principales serían las rivalidades de tipo étnico que enfrentaban a la población indígena con los árabes. En cambio, otros investigadores minimizan o niegan la incidencia de los factores étnicos, que consideran un mero estereotipo acuñado por las propias fuentes, y explican los conflictos debido a problemas de índole social y económica, en particular la persistencia de señores de renta, de origen visigodo, que mantenían aún a mediados del s. IX sólidas bases de poder y se resistían a ser asimilados en el sistema tributario islámico. Los protagonistas de los diversos focos rebeldes son principalmente caudillos árabes o muladíes, mientras que, en cambio, los cristianos apenas aparecen mencionados, salvo en el caso de Ibn Ḥafṣūn, a pesar de que en esta época aún formaban una parte muy importante de la población. En efecto, algunos de los casos estudiados no confirman la caracterización étnica de las rivalidades y enfrentamientos que establecen las fuentes árabes. Tal es el caso de Pechina, donde a mediados del siglo IX los emires habían establecido una guarnición militar para prevenir posibles ataques vikingos. Junto a este centro militar árabe surgió un núcleo urbano integrado por elementos indígenas y de vocación marinera, dedicado al comercio y a la piratería. De esta forma, se desarrolló a finales del siglo IX la conocida como ‘república de los marinos’, una ciudad autónoma que se erigió en centro económico de gran relevancia.

El análisis de la terminología utilizada para designar a los rebeldes ofrece una variedad de grupos entre los cuales cabe destacar, al menos, los cuatro siguientes. Por un lado, los beréberes de las Marcas Inferior y Media, designados siempre por sus nombres tribales y encabezados por jefes que reciben la designación de ‘jeque’ (šayj). Otros son grupos de árabes que conforman linajes dirigidos por un miembro preeminente que recibe la denominación de ‘señor’ (ṣāḥib). El tercer elemento lo integran sociedades jerarquizadas con fuertes lazos de dependencia, tales como los Ḥafṣūníes o los Ŷillīqíes, asimismo bajo la dirección de caudillos designados como ‘señores’. Finalmente, hay también sociedades urbanas, que funcionan mediante asambleas o consejos, y a cuyo frente se encuentran un número variable de caudillos o arráeces. Los vínculos étnicos no resultan determinantes en la conformación de las alianzas existentes entre estos distintos grupos, ni tampoco los religiosos. Por otra parte, la conducta de todos ellos resulta bastante semejante y se basa en el saqueo y la depredación, aunque en algunos casos, como el de Ibn Ḥafṣūn y otros rebeldes, se da un paso más, imponiendo tributos a las poblaciones dominadas.

Resulta prácticamente imposible ofrecer una relación exhaustiva de las múltiples localidades, ciudades y núcleos fortificados, dominados por un jefe o señor local, así como de los ‘señoríos’ rurales autónomos que se mencionan en las fuentes y que conforman otras tantas células políticamente autónomas. Entre la multitud de situaciones de agitación y rebeldía que caracterizan esta época es preciso distinguir entre los poderes locales de escasa envergadura y aquellos otros de una dimensión más relevante, bien por tener como centro núcleos urbanos importantes o por haber logrado el dominio de extensos conjuntos territoriales. Entre los primeros podemos destacar el caso de Sevilla, que, a partir del año 889, fue el escenario de la disputa entre dos grandes linajes árabes yemeníes, los Banū Ḥaŷŷāŷ y los Banū Jaldūn. Las tensiones entre los distintos elementos implicados en aquel contexto condujeron en el año 891 a una gran matanza de muladíes efectuada por los árabes yemeníes, quienes a continuación se deshicieron del gobernador omeya de la ciudad y lograron controlar el poder. Poco más adelante, en 899, Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ eliminó a su hasta entonces aliado, Kurayb b. Jaldūn, y estableció una especie de principado que gobernó de forma independiente respecto a la soberanía de los Omeya.

El principal linaje muladí fue el de los Banū Qasī, de origen visigodo y sólidamente asentados en el alto valle del Ebro, territorio sobre el que desde comienzos del siglo IX ejercieron pleno control, si bien a partir de 890 irán progresivamente perdiendo poder a favor del linaje árabe de los Tuŷībíes, gobernadores de Zaragoza nombrados por ‛Abd Allāh. Pero, sin lugar a dudas, el papel protagonista durante esta época corresponde al ya citado Ibn Ḥafṣūn, el único rebelde que, por sí sólo, llegó a representar una amenaza real para la soberanía de los emires de Córdoba, no sólo desde el punto de vista político, sino también ideológico. En efecto, Ibn Ḥafṣūn buscó la asimilación con la figura de ‛Abderramán I, fundador de la dinastía omeya, en una actitud de reivindicación de la legitimidad de sus aspiraciones. No es casual que ciertos aspectos de su biografía coincidan con la del primer omeya, tales como las predicciones que aseguraban que llegaría a gobernar y el hecho de que ambos residiesen un período de tiempo en Tahert para luego pasar a la Península. La actividad de Ibn Ḥafṣūn comienza a registrarse desde el año 880, momento a partir del cual logra atraerse el apoyo de las poblaciones de las zonas rurales y montañosas de Málaga, predominantemente pobladas por cristianos y muladíes, quienes se adhirieron a él como forma de combatir la opresión de los árabes. El emir al-Munḏir estuvo, tal vez, en condiciones de acabar con este incipiente foco de rebeldía, pero, a su muerte, su poder se extendió de manera considerable.

En el momento del apogeo de su poder, Ibn Ḥafṣūn controlaba un extenso territorio con centro en la serranía de Málaga y que se extendía por parte de las actuales provincias de Málaga, Jaén y Córdoba, incluyendo el dominio de importantes núcleos urbanos de la campiña andaluza, como Écija y Poley (Aguilar de la Frontera), situados a apenas 50 km de distancia de la capital cordobesa. De hecho, una fuente magrebí anónima y tardía llega a señalar que Ibn Ḥafṣūn aparecía todos los días ante Córdoba sin que el emir, encerrado dentro de la capital, pudiera hacer nada para impedirlo. Su supremacía le granjeó el reconocimiento de otros rebeldes de zonas próximas, como Jaén e incluso Murcia, llegando a establecer alianzas con linajes árabes como los sevillanos Banū Ḥaŷŷāŷ. Asimismo, con el fin de consolidar su autoridad buscó la legitimación de diversos poderes islámicos extrapeninsulares, tales como el califato abasí de Bagdad (a través de los Aglabíes de Qayrawān, los Idrisíes de Fez y los propios Fatimíes). En realidad, parece claro que Ibn Ḥafṣūn no tenía un programa político muy definido, ni tampoco sus adscripciones religiosas eran muy estables: originario de una familia muladí, al parecer apostató de la fe islámica y volvió al cristianismo. No obstante, fue el más duradero de los insurgentes, ya que, aunque murió en 918, el núcleo de Bobastro no pudo ser sometido hasta 928, ya en época de ‛Abderramán III.

En realidad, aparte del ya citado caso de Ibn Ḥafṣūn, la mayoría de los poderes establecidos en los distintos núcleos y territorios no atacaron nunca de forma directa al emir de Córdoba ni cuestionaron su pertenencia a la comunidad musulmana. Al contrario, muchos de ellos, aunque ejercían el poder de manera independiente, buscaban el reconocimiento explícito de su legitimidad en la autoridad del soberano omeya. Uno de los casos mejor documentados a este respecto es el de Ibn Marwān al-Ŷilliqī de Badajoz, el cual, apoyándose en los muladíes de Mérida y del valle medio del Guadiana, logró gobernar sobre aquella zona de manera independiente, si bien ello no le impedía reconocer la soberanía del emir ‛Abd Allāh, a quien pidió el envío de personal cualificado para urbanizar la nueva ciudad según las pautas islámicas, procediendo a edificar mezquitas y baños. Por otro lado, pese al estado generalizado de anarquía política y atomización del poder, el emir ‛Abd Allāh siguió conservando cierta capacidad de actuación. De esta manera, en mayo de 891 pudo recuperar el control de Poley y Écija, lo cual le permitió salvar Córdoba, que ya no sería amenazada de forma tan directa, pese a que la revuelta de Ibn Ḥafṣūn aún subsistiría largo tiempo. Asimismo, en 283/896-97 encabezó otra campaña, esta vez sobre Murcia, acompañado por el caíd Ibn Abī ‛Abda. En otras ocasiones fueron sus hijos, principalmente Muṭarrif y Abān, los que encabezaron campañas militares destinadas a controlar a los rebeldes. Lo mismo indica la expedición llevada a cabo en 902 por un rico cordobés, ‛Iṣām al-Jawlānī, quien, a su costa, pero con la previa autorización del emir ‛Abd Allāh, organizó una expedición naval en nombre de los omeya con el fin de someter las islas Baleares a la soberanía cordobesa.

En el ámbito exterior, la época de ‛Abd Allāh, momento de máxima crisis política en al-Ándalus, coincide en la zona cristiana con el reinado de Alfonso III (866-910) como soberano del reino astur, que alcanza ahora su máximo apogeo, pues a la espectacular expansión exterior se añaden la culminación de la reorganización política y administrativa del reino así como los máximos logros alcanzados por el movimiento cultural iniciado en la capital ovetense por Alfonso II. Asimismo, en el ámbito musulmán es de enorme importancia en esta época la proclamación del califato chií fatimí en Ifrīqiya (Túnez) en el año 296/909. De esta forma, la decadencia política omeya se veía acentuada por el desarrollo de entidades situadas en ámbitos geográficos inmediatos y que suponían una indudable amenaza política, territorial e ideológica para el emirato cordobés.

La presencia de una dinastía chií que reivindicaba el califato en una posición geográficamente muy próxima a la península Ibérica constituía una clara amenaza a la legitimidad y soberanía de los emires cordobeses. De hecho, en el año 288/901 tuvo lugar un episodio que denotaba el peligro que implicaba la difusión de la propaganda fatimí. El escenario fue la zona de la Marca media, zona habitada predominantemente por beréberes, tradicionalmente muy sensibles a la propaganda religiosa. Allí encontraron apoyo las ideas de Abū ‛Alī al-Sarrāŷ, un agitador de inspiración fatimí que presentaba al omeya Ibn al-Qiṭṭ, descendiente de Hišām I, como el Mahdī, figura de resonancias mesiánicas que guardan una estrecha relación con la propaganda fatimí. Ambos recibieron el apoyo de grandes multitudes beréberes en su proyecto de ŷihād contra la ciudad cristiana de Zamora, pero Ibn al-Qiṭṭ fue abandonado por los jefes tribales en el momento decisivo, al parecer por miedo a que la victoria otorgase demasiado prestigio al omeya y mermase la propia autoridad de los jeques, siendo su cabeza colgada de las murallas de la ciudad que había querido conquistar.

Sin haber sido capaz de recuperar la estabilidad, el emir ‛Abd Allāh murió el 1 rabī‛ I 300/15.X.912, siendo sucedido por su nieto Abderramán, futuro primer califa de Córdoba. Esta peculiar sucesión presenta elementos de considerable interés que la convierten en un caso particular dentro de la tradición omeya cordobesa, primero por la eliminación violenta de los dos principales candidatos a la sucesión y, segundo, por la elección de su nieto como heredero pese a tener otros hijos que podrían haberle sucedido. En efecto, Muḥammad, hijo del emir ‛Abd Allāh y de Durr y padre de Abderramán, fue asesinado por su hermanastro Muṭarrif, nacido de la relación del emir con otra mujer, Gizlān. Las fuentes árabes atribuyen a la fuerte rivalidad entre ambos hermanastros el desencadenamiento de los acontecimientos que produjeron la muerte de Muḥammad, que era el primogénito de ‛Abd Allāh y había sido designado por el emir como su sucesor. Tras un enfrentamiento con uno de los caballeros de Muṭarrif, Muḥammad habría huido de Córdoba, refugiándose junto a Ibn Ḥafṣūn durante un tiempo. El emir le ofreció el perdón si regresaba y Muḥammad volvió a Córdoba, pero desde entonces Muṭarrif no dejó de instigar al emir en su contra, pretendiendo que seguía en contacto con Ibn Ḥafṣūn para atentar contra él. Muḥammad fue encarcelado en el año 277/891 por orden de su padre. Tras las pertinentes averiguaciones, decidió liberarlo, su hermanastro Muṭarrif lo mató. No está muy clara la actitud del emir en este contexto, pues Muṭarrif no recibió castigo alguno, al menos de forma inmediata. Sin embargo, cuatro años más tarde, en 282/895, el propio Muṭarrif fue ejecutado por orden del emir, al parecer debido a sus relaciones con los rebeldes sevillanos, aunque fue acusado además de otros delitos, tales como beber vino y de zandaqa, término que define al apóstata encubierto o al hereje. De esta forma, la crisis política y social que vivía el emirato omeya se reflejaba en la propia situación interna de la familia, envenenada por las rivalidades, las enemistades y las sospechas.

A pesar de haber eliminado a sus dos primogénitos, ‛Abd Allāh contaba con más hijos que podrían haber optado a su sucesión. En efecto, tuvo una abundante descendencia y ya antes de acceder al poder, a los cuarenta y cuatro años, había sido padre de siete hijos varones y ocho hembras, a los que se añadieron otros cuatro varones y cinco hembras más con posterioridad. Entre ellos estaban al-‛Āṣī y Abān, quienes contaban con una amplia experiencia militar, habiendo protagonizado ambos diversas campañas contra los rebeldes, pese a lo cual fueron soslayados a favor de la candidatura de su nieto, ‛Abderramán, hijo de Muḥammad. Ello representaba una novedad importante en la tradición dinástica omeya, donde los soberanos siempre se habían sucedido de padres a hijos y donde la tendencia dominante era favorable al primogénito, aunque no en todos los casos hubiese sucedido así. Lo cierto es que la elección de Abderramán como sucesor de ‛Abd Allāh se produjo, al parecer, por voluntad del propio emir, quien decidió que se instalase con él en el alcázar, mientras que, en cambio, sus hijos no vivían con él. Otros signos y actitudes del emir confirman esta decisión, tales como el hecho de que, en ciertas celebraciones y actos públicos, Abderramán se sentase en el trono junto al soberano para recibir los saludos del ejército y, sobre todo, que, según narran las fuentes, cuando se encontraba en su lecho de muerte, ‛Abd Allāh diese su anillo a su nieto, lo que se interpreta como una designación de sucesor.

Pese a que la designación de ‛Abderramán como heredero rompía con la tradición omeya de sucesión de padres a hijos con preferencia sobre el primogénito, esta decisión no parece haber despertado excesivas controversias, ni siquiera entre sus propios hijos, los principales perjudicados, los cuales no sólo no se opusieron, sino que apoyaron la decisión de su padre. Asimismo, las fuentes destacan el apoyo a esta decisión en los medios palatinos y de la administración, señalando que los altos funcionarios del Estado “tenían puestas en él sus esperanzas”. La razón de esta decisión se vincula al contexto político de la época y guarda estrechas conexiones con elementos de índole ideológico y simbólico. En efecto, en la figura del joven ‛Abderramán confluye la acumulación, casual, en unos casos, forzada, en otras, de una serie de elementos que lo asimilaban a su antecesor, ‘Abd al-Raḥmān I, el fundador de la dinastía omeya de Córdoba. En un contexto de profunda crisis política, el linaje omeya necesitaba de una figura que la fortaleciese y renovase las bases de su dominio sobre el territorio de al-Ándalus. ‛Abd Allāh había sido el séptimo emir omeya de Córdoba y, además, falleció en el año 300/912, de tal forma que ello suponía, no sólo el final de un ciclo de siete emires, sino además un cambio de siglo según el cómputo de la era islámica. Teniendo en cuenta la fuerte simbología del número siete en la tradición musulmana, es probable que se creyese en la necesidad de que un nuevo ‛Abderramán diese paso a un nuevo ciclo de poder y prosperidad para los omeyas. De ahí que la decisión de designar como sucesor al nieto de ‛Abd Allāh fuese tomada de forma consciente, con toda seguridad, en época del propio emir, considerando que era el más capacitado para sacar a la dinastía de la postración en la que había caído.

A lo largo de sus veinticinco años de gobierno, ‛Abd Allāh no sólo no había mejorado la situación de la dinastía omeya tal y como la heredó de su hermano y antecesor, sino que la había empeorado de manera considerable. A su muerte, en el año 300/912, cuando contaba ya con setenta y dos años, al-Ándalus era un mosaico de núcleos independientes que, a lo sumo, reconocían la soberanía nominal del emir. Fue labor de su sucesor, ‘Abd al-Raḥmān III, lograr la reunificación del dominio de al-Ándalus bajo la soberanía omeya.

Leer menos

Bibliografía

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M. Fierro, “Por qué ‛Abd al-Raḥmān III sucedió a su abuelo el emir ‛Abd Allāh”, en Al-Qanṭara, XXVI/2 (2005), págs. 357-369

E. Manzano Moreno, Conquistadores, emires y califas. Los omeyas y la formación de al-Andalus, Barcelona, Crítica, 2006.

Autor/es

Alejandro García Sanjuán

 

lunes, 19 de mayo de 2025

AL-MANSUR

 

AL-MANSUR

Al-Mansur: Abu Yusuf Ya‘qub b. Yusuf b. ‘Abd al-Mu’min. Alcazarquivir (Marruecos), 1160 – Marrakech (Marruecos), 22.I.1199 (580 H./1184 C.-595 H./1199 C.). Tercer califa almohade.

Califa almohadeMecenas

Biografía

La muerte del segundo califa almohade, Yusuf I, en Santarén el 29 de julio de 1184 fue mantenida en secreto durante un tiempo, aprovechado por el sayyid (príncipe almohade) Abu Zayd ‘Abd al-Rahman b. ‘Umar b. ‘Abd al-Mu’min para reunir a los hijos del Califa y a los principales jeques almohades y sugerir que fuese nombrado sucesor Abu Yusuf Ya‘qub, uno de los hijos de Yusuf I (su madre era una esclava donada al Califa por el ex-gobernante de Silves, el andalusí Sidray b. Wazir).

El nuevo Califa no hizo público el fallecimiento de su padre hasta haber llegado a Sevilla y haberse asegurado allí de que no habría oposición a su nombramiento, jurándosele fidelidad el 10 agosto de 1184. Abu Yusuf Ya‘qub tenía entonces veinticuatro años y medio. Era rechoncho, de color moreno, de cabeza grande y ojos negros. El 2 de septiembre dejó Sevilla, paró en Rabat donde adoptó oficialmente el título de “Emir de los Creyentes” y llegó a Marrakech hacia comienzos de octubre. Tomó una serie de medidas de reforma moral (prohibición de las bebidas alcohólicas y de los vestidos suntuarios, persecución de los músicos) y otras que servían para reforzar la imagen de que la doctrina almohade suponía el regreso a la edad de oro del Islam. En este sentido, está el intento del Califa por dirigir la oración en persona, actuar como juez en sesiones públicas y atender directamente las peticiones de sus súbditos, aunque lo poco práctico de este intento hizo que pronto se abandonase. También empezó entonces la construcción en Marrakech del suburbio de al-Saliha, al sur de las antiguas murallas almorávides, a donde el nuevo Califa planeaba trasladar su residencia, abandonando el palacio almorávide en el que se había instalado su abuelo ‘Abd al-Mu’min tras la conquista de la ciudad. Al-Mansur llevó a cabo una reforma numismática con la acuñación del doble dinar, que tal vez haya que poner en relación con la devaluación y eventual desaparición del dinar de Ibn Mardanis, del que existía una gran demanda en la Europa cristiana (el “morabetino”). Además, el doble dinar pudo haber sido introducido como reacción al intento por parte de Alfonso VIII de dominar el mercado del dinar de oro acuñando su propio morabetino en Toledo.

Pero al poco tuvo que salir en expedición militar hacia el Magreb central. Los almorávides Banu Ganiya, que se habían mantenido como gobernadores en Mallorca y que durante el gobierno de los califas anteriores habían mostrado cierta disposición a someterse a los almohades, decidieron, tras el desastre de Santarén, rechazar la autoridad almohade. Se pusieron en contacto con los partidarios de los Hammadíes, antiguos señores de Tremecén, derrocados por los almohades y que eran beréberes Sanhaya como los almorávides. Esta alianza llevó al desembarco de los Banu Ganiya en Bugía, ciudad que tomaron el 22 mayo de 1185, comenzando así un largo y destructivo enfrentamiento en el norte de Africa. ‘Alī b. Ganiya también se apoderó de Argel, Miliana, Asir y la Qal‘a de los Banu Hammad. Mientras tanto, ‘Alī b. Reverter (hijo del catalán Reverter que había sido uno de los principales comandantes militares de los almorávides), preso en Mallorca a donde había ido para exigir a los antiguos señores de su padre que se sometiese a los almohades (a quienes él servía), aprovechó la ausencia de ‘Alī b. Ganiya para, con la ayuda de los numerosos prisioneros cristianos, apoderarse de la alcazaba de Mallorca. Hizo prisioneros a varios miembros de los Banu Ganiya, por los que Ibn Reverter obtuvo un cuantioso rescate y seguidamente abandonó la isla, junto con Muhammad b. Ganiya, el único miembro de la familia gobernante que se había sometido a los almohades.

Tropas almohades, ayudadas por la flota de Ceuta, reconquistaron en la primavera de 1186, entre otras, las ciudades de Argel y Bugía y marcharon contra ‘Alī b. Ganiya, ocupado entonces con el asedio de Constantina. El líder almorávide, abandonando el asedio, se retiró hacia Hodna, desde allí tomó Tozeur y Gafsa, pactando una alianza en Trípoli con los contingentes turcos de los Guzz, enviados por el califa abbasí contra el “herético” califa almohade. Túnez y Mahdiyya fueron las únicas ciudades que quedaron en poder de los almohades en Ifrīqiya.

Fue entonces cuando el califa almohade decidió mandar en persona una gran expedición hacia la parte oriental de sus dominios. Tras haber visitado Tinmal para implorar la protección del Mahdī en diciembre de 1186, llegó a Túnez en la primavera de 1187 y desde allí envió contra los rebeldes y sus aliados tropas al mando de un primo suyo, quien fue derrotado el 24 de junio de 1187 en la llanura de ‘Umra, cerca de Gafsa. Tres meses después (14 octubre) los almohades vencían sin embargo en al-Hamma y a comienzos de 1188 Gafsa fue reconquistada. El sur de Ifriqiya volvía a estar en poder de los almohades. El capaz ‘Ali b. Ganiya moriría poco después. Pero su sucesor Yahya b. Ganiya mantuvo la oposición a los almohades, causando graves daños en la zona oriental del imperio, donde también actuaba el armenio Qaraqus al frente de tropas turcas (los Guzz). Todo ello distrajo tropas y fondos de la defensa de al-Andalus.

Tras una campaña que había comenzado mal, pero de la que acabó saliendo victorioso, el Califa inició el regreso y llegó a Tremecén, ciudad de la que era gobernador su tío Abu Ishaq Ibrahim. Al dudar el califa de su fidelidad, fue destituido y murió linchado por el populacho. Otro tío, Abu l-Rabī, Sulayman, gobernador de Tadla, también fue arrestado. Un hermano del Califa, Abu Hafs ‘Umar al-Rasid, gobernador de Murcia, se había puesto en contacto con el rey de Castilla Alfonso VIII, parece que con la intención de establecer un reino propio, dependiente de los castellanos, como el de Ibn Mardanīs (este al-Rasīd tal vez era hijo del matrimonio de Yusuf I con una de las hijas de Ibn Mardanīs; el propio califa Ya‘qub había contraído matrimonio con una de ellas). Pero los triunfos militares del Califa en Túnez hicieron que los partidarios de al-Rasīd le abandonasen. Aunque con anterioridad no se había ejecutado a ningún miembro de la familia mu’miní, esta vez tanto Sulayman como al-Rasīd fueron llevados a Salé y ejecutados, preludiando todo ello las profundas divisiones dentro de la familia califal que tanto contribuirían a la caída de la dinastía. Tal vez la decisión de al-Mansur de restablecer el uso de la maqsura (un espacio cerrado en la mezquita reservado al califa y su entorno) tuviera que ver con estas traiciones dentro de la familia mu’miní.

Fue entonces cuando el Califa volvió a ocuparse de la Península Ibérica, de donde había partido hacía casi cinco años, con objeto de contener los ataques de portugueses y castellanos, quienes habían continuado su expansión, si bien querellas entre los distintos reinos cristianos habían impedido aprovechar la ausencia del Califa para lanzar una gran ofensiva. Sancho I de Portugal, con la ayuda de contingentes cruzados que iban de camino hacia Palestina (Jerusalén había sido conquistada por Saladino en 1187), conquistó Silves el 3 septiembre de 1189, después de un asedio que duró tres meses, durante los cuales ningún gobernador almohade de las ciudades vecinas hizo intento alguno por ayudar a sus habitantes. Tal vez ello fue debido a que, al mismo tiempo, el rey de Castilla Alfonso VIII atacó Magacela, Reina, Alcalá de Guadaira y Calasparra, distrayendo hacia la zona las tropas que podrían haber ido a socorrer a la asediada Silves.

En 1190, Abu Yusuf Ya‘qub se lanzó a la ofensiva, partiendo de Marrakech, con altos en Rabat y Tarifa. El califa marchó a Córdoba, donde visitó las ruinas de Madīnat al-Zahra, y donde estableció treguas con los castellanos (ya había concluido otras con León). A continuación, el ejército califal atacó las fortalezas portuguesas de Torres Novas y Tomar, al norte de Santarén, mientras otro ejército asediaba Silves. Torres Novas capituló, pero Tomar, defendida por los templarios, resistió. Problemas de avituallamiento (que se repetían con frecuencia en las campañas almohades) y un brote de disentería en el campamento almohade que afectó al propio califa forzaron a éste a levantar el asedio de Tomar y Silves, regresando a Sevilla en el mes de julio. Pasó el invierno en la ciudad, donde se dedicó a administrar justicia personalmente, ocupándose en especial de los casos que podían exigir la aplicación de la pena capital. Entre ellos estaba el de ‘Alī al-Yazīrī, un rebelde de corte mesiánico de origen andalusí, y sus seguidores, de los que fueron ejecutados noventa y nueve. Otro rebelde, al-Asall, que actuaba en el Zab, también fue derrotado y muerto.

Al año siguiente, el Califa procuró empezar antes su campaña, haciéndolo en el mes de abril. Después de atacar varias fortalezas al sur del Tajo (Alcacer do Sal, Palmela y Almada), capturó Silves por sorpresa el 10 julio de 1191. Estas conquistas, sin embargo, no fueron acompañadas de medidas adecuadas para asegurar el mantenimiento a largo plazo de esas fortalezas en manos musulmanas.

El Califa regresó al Magreb, donde cayó enfermo y decidió nombrar heredero a su hijo Muhammad (el futuro al-Nasir), al que los miembros de la dinastía juraron fidelidad. Al recuperarse de su enfermedad, en 1193, se dedicó a ampliar notablemente la ciudad de Rabat, de dónde partían las expediciones para al-Andalus, construyendo además una nueva mezquita de la que sólo se completó el alminar. También ordenó la construcción de la fortaleza de Hisn al-Faray (Aznalfarache) cerca de Sevilla, en la orilla occidental del Guadalquivir. El lugar sería celebrado por los poetas cortesanos en innumerables poemas. Poco después, en 1195, el Califa organizó una nueva expedición contra los cristianos, al haber expirado las treguas de 1190 y haber atacado Alfonso VIII la región de Sevilla (en 1192 el papa Celestino III había logrado concertar a León, Castilla y Aragón). Tras dirigirse primero a Sevilla, partió en seguida, llegando, vía Córdoba y el puerto de Muradal, a la llanura de Salvatierra y al Campo de Calatrava donde se enfrentó a Alfonso VIII, con un ejército en el que había tropas andalusíes, beréberes, árabes y turcas (los Guzz), además de contar con la ayuda del disidente castellano Pedro Fernández de Castro y sus seguidores. El 18 o 19 de julio de 1195 los castellanos fueron derrotados en la batalla de Alarcos, en la que las fuentes musulmanas destacan la participación de antepasados de los meriníes y hafsíes, las dinastías que surgirán de la descomposición del imperio almohade. El día que llegó la noticia de la victoria a Córdoba, Averroes se postró y rezó dando gracias a Dios por aquella victoria. Los castillos de Alarcos, Malagón, Benavente, Caracuel y Calatrava fueron capturados. A su regreso a Sevilla, el Califa adoptó el título de al-Mansur bi-llah (el Vencedor por Dios) para marcar su victoria.

En la primavera de 1196, el Califa rechazó la petición de treguas de los castellanos y tomó Montánchez, Trujillo y Plasencia, devastando asimismo, en el valle del Tajo, la región de Talavera. Llegó incluso hasta la vega de Toledo y saqueó sus viñedos y huertos. Castilla fue atacada al mismo tiempo por el rey leonés Alfonso IX, a quien ayudaron tropas musulmanas, y por el Rey de Navarra. Otra expedición al año siguiente llevó al Califa a Córdoba (fue entonces cuando tuvo lugar el proceso y condena de Averroes) y de allí a saquear el valle del Tajo, pero sin lograr entablar batalla, pues Alfonso VIII se retiró detrás de la sierra del Guadarrama. Los almohades atacaron Madrid, que fue defendida con éxito por Diego López de Haro, así como Alcalá de Henares y Guadalajara; luego iniciaron el regreso a Sevilla. Allí continuó el Califa con la construcción de la mezquita y su alminar (la Giralda) e inspeccionó a los oficiales encargados del fisco con objeto de acabar con la corrupción. Nombró a tal efecto a un sobrino del famoso Abu Hafs ‘Umar al-Hintatī, uno de los compañeros de Ibn Tumart cuyo apoyo había sido decisivo en el establecimiento de la dinastía mu’miní. Este sobrino, llamado Abu Zayd ‘Abd al-Rahman b. Yuyyan, tendría un papel muy importante en el futuro de la dinastía.

Tras pasar casi tres años en la Península, el Califa decidió regresar a Marrakech, cruzando el Estrecho en marzo de 1198. Habiendo enfermado poco después, se entregó a ejercicios de devoción y obras piadosas (se dice que por remordimiento por haber mandado ejecutar a miembros de su familia), repartiendo limosnas y construyendo un hospital. También tomó medidas discriminatorias contra los judíos conversos (de cuya conversión dudaba), obligándoles a llevar un signo especial para distinguirlos de los musulmanes “viejos”. Antes de morir, reunió en su palacio de al-Saliha a los jeques almohades y a los miembros de su familia y les hizo una serie de recomendaciones respecto al gobierno del imperio, entre ellas la de ocuparse con especial interés de “los huérfanos y la huérfana”, refiriéndose a los andalusíes y a al-Andalus, necesitados de tropas y de mantener fortificadas las fronteras.

El corto reinado de al-Mansur (quince años) no le había permitido llevar a cabo él mismo esa recomendación, para la que había empezado a dar pasos (por ejemplo, cuando procuró asegurar el mantenimiento de Alcacer do Sal en manos musulmanas). También intentó el saneamiento de la recaudación fiscal, al tiempo que parece haber procurado reducir el número de parientes suyos en la administración del imperio y ganarse a los andalusíes dando mayor participación a las familias de notables urbanos en el gobierno. El dudoso apoyo andalusí a los almohades se refleja en una de las acusaciones hechas contra Averroes: según los acusadores, al comentar el Libro de los animales de Aristóteles el filósofo habría dicho que él había visto una jirafa en la corte del “rey de los beréberes”, forma despectiva de referirse a quien se titulaba califa. Aunque la anécdota no sea cierta, revela el temor almohade a no ser tomados en serio en sus pretensiones califales. De hecho, el califato almohade, cuyo carácter beréber se había intentado disimular mediante la adopción por los mu’miníes de genealogías árabes, no llegó a gozar de reconocimiento fuera del Occidente islámico. Cuando llegó una embajada de Saladino para solicitar la ayuda de la flota almohade contra los cruzados (ayuda que no fue otorgada), en la carta correspondiente no se mencionaba el título califal de éste.

Entre las familias andalusíes que colaboraron con los almohades se cuentan, entre otras, las de los Banu Zuhr, Banu l-Yadd, Banu Rusd (Averroes) y Banu Hawt Allah, uno de los cuales, el malagueño Abu Muhammad Ibn Hawt Allah, fue preceptor de los hijos del califa al-Mansur. El intento de éste por dar mayor participación a los andalusíes en el gobierno local (como parece reflejarse en el nombramiento de visires y cadíes) tal vez fuese uno de los factores que influyeron en la persecución contra Averroes. Una delegación almohade fue a Marrakech en 1194-1195 pidiendo que se condenase a Averroes, pero el Califa no atendió sus ruegos. Durante el paso del Califa por Córdoba en ese mismo año, lo volvieron a intentar sin éxito. Tan sólo en 1196 se decidió a condenarlo, parece que no por instigación de los alfaquíes malikíes como se ha venido repitiendo hasta ahora, sino, por lo que sabemos ahora gracias a trabajos como los de D. Urvoy, J. Puig, É. Fricaud y M. Geoffroy, por instigación de los jeques almohades que no veían con buenos ojos la dedicación a la filosofía del andalusí y, sobre todo, por los cambios que Averroes proponía en la doctrina de Ibn Tumart. Hubo un edicto del Califa ordenando abandonar el estudio de las ciencias de los antiguos, excepto aquellas que, como la medicina, la aritmética y la astronomía, eran de utilidad para todos y necesarias además para llevar a cabo las prácticas rituales (fijación de las horas de la oración y de la qibla). El edicto de al-Mansur fue redactado por su secretario andalusí Abu ‘Abd Allah Ibn ‘Ayyas al-Bursani y se ha conservado en la obra al-Dayl wa-l-takmila de Ibn ‘Abd al-Malik al-Marrakusi. El Califa, que parece haber actuado bajo presión de los jeques almohades, en cuanto pudo dio marcha atrás. A comienzos de 1198-1199, un grupo de notables sevillanos testificaron en contra de las imputaciones formuladas contra Averroes y el Califa, satisfecho con ello, levantó la medida adoptada contra él y contra el grupo de discípulos que lo apoyaron. Averroes fue llamado a Marrakech como una forma de rehabilitación, si bien no consta que fuese restituido en sus cargos.

La persecución de las ciencias de los antiguos no fue la única que tuvo lugar bajo su reinado. Al-Mansur era gran admirador del jurista y teólogo andalusí Ibn Hazm (fue a visitar ex-profeso su tumba), cuya doctrina zahirí había supuesto un duro ataque contra la de los alfaquíes malikíes preponderante en al-Andalus, alfaquíes a los que acusaba de no utilizar apropiadamente el Corán y las tradiciones del Profeta como fundamentos de la ley religiosa. Al-Mansur habría tratado de sustituir el malikismo andalusí por la doctrina legal de Ibn Hazm (también se dice que por el hanbalismo), aunque parece más apropiado decir que lo que buscaba era que los alfaquíes se inspirasen directamente en las fuentes reveladas haciendo uso de su esfuerzo de interpretación, exactamente el programa expuesto por Averroes en su obra jurídica “El comienzo para quien se esfuerza por llegar a una interpretación personal y el fin para quien se contenta con un conocimiento adquirido de otros” (Bidayat al-muytahid wa-nihayat al-muqtasid), que terminó de componer precisamente bajo el reinado de al-Mansur en 1188. Entre las medidas tomadas por el Califa para llevar adelante su programa de renovación del ámbito del derecho se cuenta la quema de obras malikíes en Fez, después de haber salvado los textos coránicos y de la Tradición del Profeta, así como el Muwatta’, obra de Malik b. Anas (el fundador de la escuela malikí) que era considerada una obra de hadiz (Tradición del Profeta). Otra medida fue el nombramiento, altamente simbólico, de Ibn Baqi como cadí, pues este Ibn Baqī era descendiente de un sabio religioso cordobés que en la segunda mitad del s. IX había intentado combatir las tendencias malikíes desde posturas doctrinales que tenían ciertas concomitancias con las de los almohades. Al-Mansur encargó a uno de los cuadros político-religiosos (talaba) almohades, al-Dahabī (1159-1204), que era especialista en ciencias de los antiguos, la supervisión de los cadíes y la emisión de opiniones jurídicas.

Como su padre Yusuf I, al-Mansur fue un mecenas del mundo del saber. Averroes compuso a instancias suyas su comentario al poema médico de Avicena. De época de al-Mansur se conservan unas bellas copias (hechas en 1193) del así llamado Muwatta’ de Ibn Tumart, que se trata en realidad de la recensión del Muwatta’ de Malik b. Anas hecha por el discípulo de este último Ibn Bukayr. También ordenó la compilación de tradiciones sobre la oración extraídas de diez colecciones de hadiz, imitando así lo que Ibn Tumart había hecho sobre la purificación; esa compilación fue enseñada a la gente, recompensándose a quienes la aprendían de memoria. Bajo su reinado se asiste a un extraordinario desarrollo del sufismo (es la época del famoso místico murciano Muhyī l-din Ibn ‘Arabī). Del propio Califa se dijo que al final de su vida se dedicó a hacer vida de sufí, tejiéndose en torno a él una serie de leyendas que han sido estudiadas recientemente por H. Ferhat.

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Autor/es

Maribel Fierro