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jueves, 5 de junio de 2025

"CONVENIENCIA" EN LOS TIEMPOS DE LOS REINOS DE TAIFAS

 

«CONVENIENCIA» EN TIEMPOS DE LOS REINOS TAIFAS


Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles

.rian A. Catlos

Universidad de Colorado en Boulder

Miniatura del Libro de los juegos de Alfonso X, Biblioteca de El Escorial, ms. T.1.6, f. 64r. Wikimedia commons.


El siglo XI fue un período notable en la historia de la Península Ibérica y en las relaciones étnicas y religiosas en el Occidente medieval. De las cenizas del Califato de Córdoba, que se derrumbó como resultado de una guerra civil que comenzó en el año 1009, surgió una constelación de taifas, o pequeños “reinos de bandos» o facciones. Mientras estos reinos luchaban entre sí buscando aumentar su poder y prestigio, se convirtieron en dinámicos y cosmopolitas centros de innovación cultural e intelectual, cuyas estructuras políticas reflejaban la diversidad de la Península Ibérica. Musulmanes, cristianos y judíos, ya fueran andalusíes nativos, bereberes o recién llegados de tierras francas, compitieron y colaboraron en su empeño por aumentar su poder, ampliar conocimientos y expresar el sentido de la condición humana. Este tiempo, a menudo caracterizado como una “Edad de Oro”, tanto de las letras hebreas como de las árabes, también constituyó el inicio del proceso de apropiación latina de la cultura islámica que transformaría el Occidente cristiano. Esta fue una época en la que los judíos obtuvieron posiciones de poder e influencia en toda la Península ibérica y en la que los cristianos y los musulmanes lucharon y sirvieron a reyes infieles.

Pero también fue un periodo de intenso conflicto, tanto entre los reinos taifas como entre los principados cristianos del norte, y entre aquellos que identificaban una lucha más amplia entre la cristiandad y el islam. Aún así, los gobernantes cristianos y musulmanes fueron aliados y enemigos. Mientras tanto, el vacío político resultado del debilitamiento de los reinos taifas abrió la Península a nativos y foráneos que enmarcaron sus ambiciones en términos de conflicto religioso. Los almorávides llegaron del Magreb con la bendición de los ulemas andalusíes y bajo el estandarte del yihad, mientras que los cristianos de la Europa “franca” reforzaron a los nuevos y confiados príncipes del norte, que comenzaron a desarrollar una ideología de “reconquista” cristiana y que se aferraron a una noción de “Cruzada.” El siglo XI y el siguiente serían testigos del colapso de los almorávides y del ascenso y declive de los almohades, ya que los príncipes cristianos tomaron bajo su control cada vez mayores extensiones de territorio andalusí, que estaban pobladas por súbditos musulmanes y judíos.

La historia en jaque

La naturaleza de las relaciones entre cristianos musulmanes y judíos en este período de la historia de la Península Ibérica, y de hecho en el transcurso de la Edad Media y en todo el Mediterráneo, ha constituido un enigma para los historiadores, que, en su mayoría, se han posicionado como pertenecientes a dos campos de interpretación opuestos. Por una parte, los inspirados por Américo Castro han tendido a definir las relaciones etno-religiosas de esta etapa de manera positiva, proponiendo una era de convivencia “tolerante”, en la que las ideologías de confrontación de cristianos y musulmanes eran aberrantes o excepcionales. Por otra parte, hay quienes, inspirados por la posición de historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz, ven esta historia como un choque inevitable entre “civilizaciones” fundamentalmente distintas y antagónicas: la islámica, la cristiana y la judía (o la islámica y la “judeo-cristiana”).  Durante buena parte del siglo pasado la historia de este período se ha interpretado a partir de estos dos enfoques incompatibles.

Pero cada uno de estos posicionamientos parecen ser tanto ideológicos como académicos, y reflejan más los prejuicios, las presunciones y los programas de quienes los defienden, que no un esfuerzo genuino por comprender la historia de la sociedad humana. Con el tiempo, sus partidarios se han ido afianzando cada vez más, construyendo historias que a menudo simplemente ignoran o restan importancia a las pruebas que las contradicen. El resultado ha sido una especie de estancamiento conceptual o metodológico. A pesar de que más estudiosos, en particular aquellos formados en historia comparada y en enfoques interdisciplinarios, expresan su insatisfacción con las presunciones excesivamente simplistas y esencialistas de las que depende cada una de estas posiciones, nadie, al parecer, puede escapar plenamente de la poderosa simplicidad de este modelo binario o del vocabulario de “tolerancia” y “conflicto” usado para caracterizar el pasado.

Miniatura de las Cantigas de Santa María, Biblioteca de El Escorial, ms. T-I-1, f. 221.


Sin embargo, ninguno de estos dos enfoques, largamente establecidos, resulta convincente. Cado uno se inclina hacia una perspectiva platonizante que presume que el cristianismo, el judaísmo y el islam son sistemas sociales y culturales claramente definidos y coherentes internamente; que las civilizaciones (cualesquiera que sean) actúan como agentes históricos; y que quienes se identifican con esas afiliaciones religiosas lo hacen de manera coherente y están motivados por los dictados de esas ideologías. Lo que es más grave es que ninguno de los dos modelos puede eficazmente dar cuenta de las pruebas que contradicen sus posiciones fundamentales, y ninguno de los dos ofrece una explicación convincente de las causas. Ninguno de los dos aborda las tres “paradojas de la pluralidad”: el hecho de que miembros de comunidades religiosas que eran mutuamente antagónicas en cuanto a doctrina pudieron integrarse social, política y culturalmente, que las comunidades de sujetos minoritarios fueron tratadas de manera beneficiosa por gobernantes cuya legitimidad estaba arraigada en su propia identidad religiosa, y que individuos e instituciones a menudo siguieron políticas o tomaron medidas que parecen contradecir sus ideologías formales.

La “inteligibilidad mutua” y la cultura mediterránea

“Inteligibilidad mutua” es un término lingüístico que denota escenarios en los que hablantes de diferentes dialectos y lenguas que existen en un “continuo dialectal” pueden entenderse entre sí sin conocer necesariamente las lenguas de los demás.  En este artículo, el concepto se aplica a las culturas de la región mediterránea medieval, y más específicamente, a la Península Ibérica. Horden y Purcell han argumentado de manera convincente que desde el Neolítico la geografía del Mediterráneo propició el desarrollo de una economía regional interdependiente caracterizada por la especialización, el intercambio y la movilidad. Como consecuencia, en la Edad Media ya existía en toda la región una potente cultura común, aunque informal, o un habitus, caracterizado por la religión abrahánica, las instituciones romanas, la ciencia y la filosofía heleno-persa y el esoterismo egipcio. Las lenguas vernáculas comunes rompieron las divisiones étnicas, así como la existencia de metalenguajes de las escrituras. El latín, el hebreo, el griego y el árabe pueden ser cada uno de ellos emblemáticos de una única tradición religiosa, pero fueron hablados, leídos e incluso venerados por otros. Además, estos grupos compartían tradiciones populares, prácticas religiosas y mágicas y costumbres sociales, y adoptaron tecnologías comunes e instituciones similares. Esto era aún más evidente en el Mediterráneo occidental, donde las semejanzas geográficas entre el Magreb y la Península Ibérica son sorprendentes, además ambas regiones fueron parte del Imperio Romano.

Mar Mediterráneo en la Tabula Rogeriana de al-Idrisi. Wikimedia Commons.


La “inteligibilidad mutua” era fruto de la cultura compartida en la que participaron las diversas comunidades etno-religiosas del Mediterráneo, que propició que pudieran entenderse en términos que les eran inteligibles. Para los conquistadores no era necesario erradicar la lengua o las instituciones de los conquistados para aumentar su “legibilidad”. No había necesidad de buscar un “punto medio” (middle ground en inglés), porque existían ya muchas similitudes. Esto proporcionó un marco para el comercio intrarregional y sirvió como incentivo para la expansión política. También explica la facilidad con la que los árabes y los bereberes que llegaron a la Península en el siglo VIII pudieron insertarse y cooptar la estructura de poder visigoda, y cómo trescientos años más tarde los cristianos del norte pudieron infiltrarse en el gobierno de los reinos taifa de al-Andalus (cuyas cortes reales, por esta misma razón, contaban con numerosos judíos, cristianos y musulmanes extranjeros).

Los gobernantes cristianos y musulmanes de la España del siglo XI puede que se presentaran como abanderados de religiones rivales, pero también se manifestaron como competidores por el gobierno de la misma circunscripción sociopolítica. De ahí la famosa caracterización de Alfonso VI como al-Imbratur dhu’l-millatayn (“Emperador de las dos comunidades religiosas”), que reclamaba en árabe a su rival bereber musulmán, Yusuf ibn Tashfin, su legitimidad como gobernante tanto de musulmanes como de cristianos, en virtud de un título romano.

La conveniencia y la coacción 

Esto nos lleva a preguntarnos por qué los gobernantes peninsulares y mediterráneos medievales querían tener súbditos infieles. El motivo no tiene nada que ver con una ideología de “tolerancia,” era una cuestión de pragmatismo. Las conquistas sólo son valiosas si generan ingresos, y esto implica que hay que mantener la economía activa. Si se dispone de un gran número de colonos es posible eliminar a la población nativa, pero incluso en los casos en que esto es posible, no acostumbra a ser lo preferible. En la compleja, comercializada e interconectada economía del Mediterráneo, los conquistadores que expulsaron o interfirieron con los pueblos conquistados lo hicieron a riesgo de socavar su propio poder y posición. Era mejor hacer todo lo posible para asegurar la continuidad. De ahí que en el período taifa hubiera pocas conquistas territoriales por parte de los cristianos y, en cambio, se implementara una política de parias, o de cobro de tributos, que dejó toda la economía y el gobierno de los reinos taifa intactos, pero dependientes. Una de las consecuencias que tuvo fue la dramática integración de las iniciativas políticas y militares cristianas y musulmanas.

Era necesaria una política de mínima interferencia porque los cristianos de la España de finales del siglo XI y del siglo XII estaban conquistando territorios más poblados y más sofisticados a nivel institucional que los suyos. Al igual que les sucedió a los árabes del siglo VIII, no tenían la capacidad de administrar los territorios que acababan de conquistar. Tampoco podían arriesgarse a tener una población nativa hostil, que requiriera una ocupación activa, en un momento en el que se encontraban bajo presión para conquistar y consolidar el territorio contra rivales tanto cristianos como musulmanes. Así pues, al igual que los primeros musulmanes desarrollaron la dhimma como una estrategia para incorporar a los pueblos sometidos al dar al-islam, los gobernantes cristianos hicieron lo que pudieron para conseguir que los musulmanes sometidos permanecieran en sus tierras bajo dominio cristiano. Esto se efectuaba típicamente mediante acuerdos bilaterales (a veces llamados convenienças) que garantizaban a la población conquistada su seguridad personal y la de sus propiedades y autonomía legal y religiosa como comunidades sometidas. La inteligibilidad mutua propició que esto fuera factible. Los musulmanes disponían de un marco conceptual para comprender esta nueva realidad: se veían a sí mismos como dhimmis, con las obligaciones y los derechos que tal sistema comportaba.



Jaime I de Aragón recibe a musulmanes. Miniatura de las Cantigas de Santa María. Biblioteca de El Escorial, ms. T-I-1. Wikimedia Commons.


Tanto las parias como el establecimiento del mudejarismo tuvieron como resultado la integración de cristianos y musulmanes en las mismas estructuras de poder y marcos institucionales. También favorecieron la integración económica y social entre cristianos, musulmanes y judíos. Esto, a su vez, estimuló la interpenetración social, por la que miembros de diferentes comunidades religiosas vivieron en entornos mixtos que propiciaron su integración en redes económicas de producción y distribución dominadas por cristianos. A medida que sus miembros gravitaron hacia nichos económicos y profesionales específicos, las comunidades minoritarias se volvieron, si no “indispensables”, sí “útiles” y “necesarias” para el régimen cristiano. Siempre que las comunidades minoritarias pudieran establecer múltiples relaciones de beneficio mutuo con diversos elementos de la sociedad cristiana, estarían seguras y aisladas de políticas chovinistas, dado que los cristianos que reconocieran los beneficios que los intereses mutuos compartidos con súbditos musulmanes les generaban, les defenderían. En ausencia de la percepción de relaciones de beneficio mutuo, las comunidades minoritarias eran vulnerables a la marginación, la pérdida de privilegios o la represión.

La concepción medieval de la religión como ley (es decir, un musulmán se encontraba bajo la lex sarracenorum) requería que los conquistadores establecieran sistemas legales plurales. Esto otorgó una legitimidad limitada a la ley islámica, y le propició un lugar en la estructura institucional cristiana. Los judíos estaban en una posición similar. Acordando estar en desacuerdo, o participando en una “suspensión voluntaria de la creencia”, los cristianos y los musulmanes se vieron obligados a reconocer las buenas intenciones del otro a pesar de sus diferencias. Así pues, el pluralismo “tomó forma” en las instituciones legales cristianas españolas en este período formativo del siglo XI (como había sucedido con la dhimma en el caso del islam temprano). Por supuesto, pluralidad no significa igualdad, pero tampoco se esperaba. Los regímenes cristianos, al igual que el islam, presumían de una jerarquía de jurisdicción legal y prestigio social en la que la “religión correcta” tenía más poder y sus fieles merecían más privilegios. Esta era una situación que satisfacía las expectativas tanto de las comunidades minoritarias como de las mayoritarias.

La integración económica y administrativa, a su vez, facilitó la aculturación tanto en el plano erudito como en el popular, como evidencian la difusión del pensamiento científico y religioso, la cocina, la vestimenta, el lenguaje, los tropos literarios, los repertorios simbólicos y las tradiciones populares. Todo esto puesto que, como no era infrecuente en los ambientes mediterráneos, la cultura de los pueblos conquistados era más sofisticada y urbana que la de los conquistadores. Consecuentemente, la aculturación era bilateral, lo que intensificó la inteligibilidad mutua. Además, esto ofreció a las comunidades minoritarias una ventaja adicional en forma de capital cultural, al menos hasta el momento en que los conquistadores ya se hubieran apropiado de sus ventajas o cuando estas ya no fueron consideradas valiosas. La corriente de aculturación más importante afectó a los conquistados, ya que paulatinamente se vieron obligados a modelar sus instituciones y costumbres para que se ajustaran a las de los conquistadores. Pese a que por un lado esto comprometía la integridad religiosa de sus sistemas sociales y judiciales, por otro lado, les proporcionó un medio y un soporte para defender a sus comunidades utilizando los principios y prácticas de sus nuevos señores, usando “las armas de los débiles”.

La identidad y la complejidad

En estas sociedades multiconfesionales, la afiliación religiosa fue el modo de identidad más significativo. Determinó la condición jurídica, marcó el prestigio, afectó a las oportunidades económicas y delineó las interacciones sociales. Sin embargo, constituyó sólo una modalidad de identidad. Cada individuo encarnaba simultáneamente una serie de identidades, muchas de las cuales no coincidían con su comunidad religiosa. Según las circunstancias, éstas podían ser más convincentes y llevar a determinados individuos a definirse como miembros de comunidades que cruzaban las líneas religiosas. Ya fuera como miembros de una profesión u oficio, como soldados o intelectuales, como súbditos del mismo rey, miembros de la misma clase económica, hablantes del mismo idioma, adoradores del mismo Dios o habitantes del mismo pueblo o barrio.

Los sociólogos se refieren a este tipo de solidaridades con el término “círculos sociales transversales” (en inglés, cross-cutting circles). El modo preciso de identidad que un individuo expresaba en cada momento dado dependía del contexto en el que se encontraba. En muchas circunstancias, los individuos interactuaban no como cristianos, musulmanes o judíos, sino como aliados, clientes, socios, mecenas, vecinos o incluso amigos, a pesar de que tenían siempre presente la jerarquía entre las comunidades religiosas en las que vivían y las asimetrías de poder que generaban. La inteligibilidad y conveniencia mutuas estimularon el desarrollo de “círculos transversales.” Esto podía apreciarse cuando los miembros de las diversas comunidades religiosas exhibían solidaridad social, colaboración económica o se unían para formar élites interconfesionales, ya fueran políticas, militares, administrativas o intelectuales, y constituyó una de las características del período taifa de al-Andalus.


5Miniatura del Libro de los juegos de Alfonso X, Biblioteca de El Escorial, ms. T.1.6, f. 64r. Wikimedia commons.


Sin embargo, no todos los modos de identidad son iguales. Las sociedades son sistemas complejos, caracterizados por una multiplicidad de vectores de identidad. Los sistemas complejos pueden pensarse en tres niveles: macro, meso y micro, cada uno de los cuales entra a su vez en relación con el tamaño y las características de las comunidades imaginadas o concretas a las que corresponde. En esta época, la identidad de nivel macro o “ecuménica” correspondía a la identidad religiosa formal y dogmática. Sólo se podía ser cristiano, musulmán o judío. Cuando uno se pensaba a sí mismo o se expresaba en esos términos, acarreaba consigo una oposición u hostilidad hacia los miembros de las religiones rivales. Sin embargo, sólo en algunas situaciones específicas la gente se definía a sí misma y a los demás de este modo. Mayoritariamente, las personas interactuaban unas con otras en los niveles de identidad meso y micro. El modo de identidad de nivel meso o “corporativo” correspondía a la pertenencia a comunidades concretas, ya fuera organizadas o informales, como, por ejemplo, los súbditos del reino, los profesionales del comercio o la profesión, los habitantes de una ciudad o los súbditos de un señor. Algunos de esos grupos se limitaban a los miembros de una sola comunidad religiosa, pero muchos incluían a miembros de comunidades rivales. En esos casos, la identidad religiosa se relegaba a una importancia secundaria o se ignoraba por completo. Esto tiene una importancia crucial porque fueron las organizaciones y las instituciones, las “empresas” (como las llaman los economistas, firms en inglés) las que impulsaron el cambio histórico, motivadas en gran medida por preocupaciones pragmáticas y un análisis de tipo coste-beneficio. El nivel micro representa el modo de identidad “local” o “individual,” en el que los individuos interactuaban de manera inmediata, no estructurada o intuitiva con otros individuos, como cuando conversaban con los transeúntes, se mezclaban en el mercado o admiraban el físico de otra persona. Tampoco en este caso era probable que la identidad religiosa figurara como el factor determinante en las interacciones entre diferentes grupos religiosos.

En otras palabras, es probable que en determinados contextos los individuos imaginaran el mundo definido por tres comunidades religiosas antagónicas, como cuando se veían a sí mismos ante todo como fieles, o en el contexto de comunidades organizadas que se limitaban a su propia afiliación religiosa. Pero esto representaba una proporción relativamente pequeña de los encuentros que la mayoría de las personas tenían a diario. La mayoría de las actividades tenían lugar en el micro nivel o en contextos de meso nivel que, al menos en principio, no eran religiosamente excluyentes. Debido a la inteligibilidad mutua y a la conveniencia, había muchos contextos en los que se podía considerar a miembros de otros grupos religiosos en términos de solidaridad o indiferencia, y se podía interactuar social, económica y políticamente con los “infieles” sin problemas.

Sin duda, aquellos que se sentían fuertemente involucrados en su identidad religiosa formal (como los miembros del clero, los rabinos o los ulemas) podían tener la tendencia a ver casi todas las interacciones en macro-términos, pero estos individuos eran la excepción. De igual modo, cuando un grupo formado por individuos que se identificaban con una única comunidad religiosa (por ejemplo, los cristianos) competía con un grupo de miembros de una comunidad diferente (por ejemplo, los musulmanes), podían articular su oposición en términos de diferencia religiosa, aunque esta no fuera la causa de su conflicto. Así, cuando los nobles cristianos luchaban contra sus homólogos musulmanes podían inclinarse a pensar que se trataba de una guerra religiosa, aunque fuera simplemente un conflicto por el territorio o los recursos. Por otra parte, cuando luchaban codo con codo, su vocación común les proporcionaba un marco de solidaridad que superaba sus diferencias religiosas. En suma, el conflicto religioso en esta época no era ni omnipresente ni inevitable, y a menudo, aunque se enmarcara como conflicto religioso, era de hecho mundano.

El paradigma y la paradoja

En el periodo taifa, la mayor parte de las interacciones, ya fueran entre correligionarios o con miembros de otros grupos, fueron de naturaleza pragmática o intuitiva más que ideológica. Cada individuo no sólo incorporaba una serie de identidades, sino que muchas de ellas eran inconsistentes o estaban en desacuerdo entre sí. Así es la naturaleza humana. De hecho, en la “escala de identidad” esbozada anteriormente, se puede observar una correspondencia con los elementos de la estructura de la mente de Freud: superego, ego e id. Al tener en cuenta los tres elementos del “Principio de conveniencia”: la inteligibilidad mutua, la conveniencia y la escala de identidad, desaparecen las aparentes paradojas existentes en las relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos. Figuras como El Cid, el paladín cristiano que luchó para reyes musulmanes; Samuel ibn Naghrilla, el rabino que celebraba fiestas regadas en vino con musulmanes y que escribía odas a jóvenes hermosos; al-Mu’tamid, el rey poeta que empleaba a un astrólogo judío; y Alfonso IV, el proto-cruzado y protector de los mudéjares, se revelan bajo esta perspectiva como personalidades históricamente inteligibles, complejas y realistas.

La aplicación de este paradigma no sólo a esta época, sino a toda la Edad Media ibérica y mediterránea, permite analizar los procesos históricos sin recurrir a categorías problemáticas, nebulosas y casi sin sentido, como convivencia, reconquista, tolerancia, yihad y cruzada. Por otra parte, ¿podemos afirmar que cada encuentro o evento encaja necesariamente en este modelo de conveniencia? No, pero lo aquí propuesto no es un mecanismo determinista, sino un medio para discernir de manera sistemática pautas y principios más amplios que conformaron la historia de este período. Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles basadas en la observación empírica. La identidad religiosa no está en el centro de esta nueva manera de entender la historia, de la misma manera que el planeta tierra no está en el centro del universo, aunque pueda parecerlo cuando se analiza la cuestión de manera superficial.

Para ampliar:

·         Castro, Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos (Buenos Aires: Losada, 1948).

·         Catlos, Brian A., Reinos de fe (Barcelona: Presente y Pasado, 2019).

·         Catlos, Brian A., «Cristians, musulmans i jueus a la Corona d’Aragó medieval: un cas de ‘conveniència'»L’Avenç 236 (novembre 2001): 8–16

·         Catlos, Brian A., «Contexto social y ‘conveniencia’ en la Corona de Aragón. Propuesta para un modelo de interacción entre grupos etno-religiosos minoritarios y mayoritarios»Revista d’història medieval 12 (2002): 220–25.

·         Catlos, Brian A., Muslims of Medieval Latin Christendom, ca. 10501614 (Cambridge: Cambridge University Press, 2014), pp. 508–535.

·         Glick, Thomas F., Islamic and Christian Spain in the Early Middle Ages (Princeton: Princeton University Press, 1979).

·         Horden, Peregrine y Purcell, Nicholas , The Corrupting Sea: A Study of Mediterranean History (Malden: Blackwell, 2000).

·         Menocal, María Rosa, The Ornament of the World: How Muslims, Jews, and Christians Created a Culture of Tolerance in Medieval Spain (Boston: Little Brown, 2002).

·         Novikoff, Alex, «Between Tolerance and Intolerance in Medieval Spain: An Historiographic Enigma»Medieval Encounters, 11 (2005): 7–36.

·         Pi-Sunyer, Oriol, «Acculturation as an Explanatory Concept in Spanish History» Comparative Studies in Society and History, 11 (1969): 136-154.

·         Sánchez-Albornoz, Claudio, España: un enigma histórico (Buenos Aires: Sudamericana, 1956).

·         Soifer, Soifer, «Beyond Convivencia: Critical Reflections on the Historiography of Interfaith Relations in Christian Spain»Journal of Medieval Iberian Studies 1 (2009): 19–35.

·         Szpiech, Ryan, «The Convivencia Wars: Decoding Historiography’s Polemic With Philology», en Suzanne Akbari and Karla Mallett, eds., A Sea of Languages: Rethinking the Arabic Role in Medieval Literary History (Toronto: University of Toronto Press, 2013), pp. 135-161.

 


domingo, 1 de junio de 2025

MI AMIGA MARIEN. MUJERES MUSULMANAS Y SUS VINCULOS CON CRISTIANAS JUDIAS EN LA PENINSULA IBERICA MEDIEVAL

 

MI AMIGA MARIÉN. MUJERES MUSULMANAS Y SUS VÍNCULOS CON CRISTIANAS Y JUDÍAS EN LA PENÍNSULA IBÉRICA MEDIEVAL


Las mujeres tenían prohibidas las relaciones amorosas, eróticas o matrimoniales con personas de otra religión, tener hijos con un varón de otra religión, o incluso amamantar a la niña o al niño nacido de padres de otra religión; tenían vetado permanecer juntos bajo el mismo techo, compartir comidas, festejos, o duelos. Pero, ¿cumplían, o podían cumplir, estas normas? La documentación revela que eran muchas las ocasiones en que las necesidades de la vida diaria hacían imposible su cumplimiento


María Jesús Fuente Pérez
Universidad Carlos III Madrid

Manuel Gómez Moreno, fragmento de La salida de la Alhambra (1880) Creative Commons


Cierto día entré en casa del cadí de Iwalatan tras haberme él autorizado y le encontré en compañía de una mujer muy joven y de belleza maravillosa. Al verla quedé dudando y quise volver atrás. Ella se rio de mí sin que le afectara rubor alguno. El juez me dijo: ‘¿Por qué te vas a ir? Es amiga mía’. Tal comportamiento me dejó perplejo, porque este hombre es un alfaquí y ha peregrinado a La Meca.  

Este texto, tomado de A través del Islam, el famoso libro de Ibn Battuta, lo incluye Javier Albarrán en su artículo “Ibn Batuta y las mujeres del Sahel”, publicado en esta misma revista. De otras palabras de este libro (“la amistad de hombres y mujeres entre nosotros está bien vista y no tiene nada de sospechoso. Además, nuestras mujeres no son como las vuestras”), deduce Albarrán que “a pesar de reconocerse como musulmanes, la explicación de la divergencia de costumbres y de ‘ley islámica’ viene de la existencia de un ‘nosotros’ y un ‘vosotros’”. Esta observación – la presencia de un “nosotros” y un “vosotros” -, me ha encaminado a pensar en las mujeres musulmanas bajo el prisma de un “nosotras” y un “vosotras”, que puede aplicarse no sólo a diferencias entre sociedades musulmanas de lugares distintos, sino también a los espacios en los que estas mujeres vivieron cohabitando con mujeres de otras creencias; entre ellas había siempre un “vosotras” las mujeres, o un “vosotras” las pobres, o un “vosotras” las musulmanas. Un estudio del mundo femenino en la península ibérica no puede hacerse sin contemplar las semejanzas y diferencias entre mujeres de las tres comunidades religiosas, así como las relaciones que mantuvieron entre ellas. Este último aspecto es el que voy a enfocar brevemente en este artículo. 

Como resultado de la conquista de tierras de al-Andalus, muchas familias musulmanas de los grupos sociales menos favorecidos se encontraron viviendo en los reinos cristianos. A las mujeres musulmanas, como a cristianas y a judías, se les planteaban nuevos desafíos. Tenían que afrontar un dilema: cumplir con las leyes, y al mismo tiempo hacer frente a la práctica de la vida diaria, cosas que no siempre coincidían, y que podían exponerlas a compromisos y problemas. ¿Cómo eran las relaciones entre mujeres de diferente religión? ¿Cuándo se las ve juntas? ¿Cuándo, y cuánto, necesitan unas de otras? ¿Sus relaciones se limitaban a lo necesario o tenían posibilidad de fomentar la amistad o la sororidad? 

Las leyes religiosas de las tres comunidades – junto a otras emanadas en los reinos – vetaban la relación entre personas de otra religión en diversos aspectos de la vida. Las mujeres tenían prohibidas las relaciones amorosas, eróticas o matrimoniales con personas de otra religión, tener hijos con un varón de otra religión, o incluso amamantar a la niña o al niño nacido de padres de otra religión; tenían vetado permanecer juntos bajo el mismo techo, compartir comidas, festejos, o duelos. Pero, ¿cumplían, o podían cumplir, estas normas? La documentación revela que eran muchas las ocasiones en que las necesidades de la vida diaria hacían imposible su cumplimiento. A la hora de relacionarse, ¿qué importaba más, la religión de una mujer que se necesitaba para alguna tarea, o la utilidad que aportaba? ¿Las relaciones entre mujeres de la misma religión serían diferentes a las que se tendrían con “otras” que practicaban otra religión? ¿Era la tónica normal propia de una sociedad multi-religiosa y multicultural?   

Mujeres de las tres religiones juntas en un asunto común: la defensa de sus hijos. La “Matanza de los inocentes” fresco de la catedral de Mondoñedo. Creative Commons


En la sociedad andalusí las mujeres estaban discriminadas por el simple hecho de serlo – las leyes sobre la herencia son buen ejemplo -, o por el grupo social al que pertenecían – como en todas las sociedades, las mujeres son más o menos vulnerables dependiendo del nivel económico de la familia -; al permanecer en territorios conquistados por los reinos del Norte entró en escena un nuevo motivo de discriminación, el credo religioso, que afectó a mujeres musulmanas y judías. Sin embargo, cabe defender la hipótesis de que la religión no planteaba problemas graves en la vida ordinaria de las familias, que las relaciones interreligiosas eran normalmente pacíficas, y que el conflicto surgía por otras razones. La religión se utilizaba como arma arrojadiza cuando surgía un conflicto de otra índole, o cuando venía bien a la comunidad dominante. Los credos religiosos no frenaban los vínculos entre mujeres, entre ellos la amistad.   

Las relaciones que reunían a las mujeres eran principalmente relaciones de trabajo; buena parte de los intercambios tuvieron como escenario principal la casa o los lugares a los que habían de acudir para cumplir con las necesidades domésticas. No faltaban vínculos por otras razones; se reunían para celebrar hitos de la vida que tenían la casa como escenario: bautizos, circuncisiones, fadas, y bodas. El mundo de la casa era, pues, un espacio de intensas relaciones entre mujeres. Vamos a examinar tres escenas domésticas y una festiva que conducían a entablar vínculos entre ellas. 

Primera escena doméstica: de nacer y de morir 

Encontramos a Marién, una mora de Toledo, en la cámara donde daba a luz la reina de Navarra Leonor de Trastámara (1363-1416), fue la comadrona que la atendió cuando nacieron sus hijos Isabel (1396) y Carlos (1397). Como ella, otras mujeres musulmanas se dedicaban al oficio de comadrona o partera, y, a pesar de los impedimentos religiosos, que prohibían atender a mujeres de otra religión, cristianas y judías acudían a ellas cuando las necesitaban. Lo que era normal en aquel tiempo, que una mujer de parto recibiera la ayuda de las vecinas, estaba prohibido si no eran de la misma religión; cabe suponer que no cumplían la ley, como muestran los casos de parteras o comadronas conducidas ante la justicia.  

Se ayudaban porque se necesitaban unas a otras en el momento difícil del parto. En muchas ocasiones una parturienta no tenía oportunidad de elegir, en algunos sitios ni siquiera había una “profesional de los partos”, pero donde sí había, no podían pararse a contemplar si la religión de la parturienta coincidía con la de la comadrona. Juana de Álava, una mujer cristiana de Daroca, fue atendida en sus partos por comadronas moras y judías. Y viceversa, Catalina de Llenana, cristiana vecina de Medinaceli, decía ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza que “todas las moras e judías paren con ella porque no tenían otra partera”. Si las mujeres de los grupos populares acudían a quienes tenían más cerca, la fama de algunas comadronas llevaba a las mujeres de los grupos poderosos a llamar a quien consideraban más experta, sin importar ni la religión ni la distancia. En la documentación hay noticias de parteras moras, con fama de ser las mejores, cuyos nombres han quedado por ser quienes atendían los partos de reinas e infantas. Otra partera de nombre Marién, ejercía en Guadalajara durante el reinado de Juan II. 

Junto a comadronas, hay que apuntar a mujeres musulmanas contratadas como nodrizas, independientemente del credo de la familia del niño o niña al que amamantaban. Tenían fama de tener buenas ubres y abundante leche y algunas familias recurrían a ellas. En juicios de la Inquisición queda de manifiesto la práctica, así como los castigos, a quienes quebrantaban la ley. 

También aparecen mujeres musulmanas en escenarios luctuosos. Bien notorias eran las plañideras que acompañaban a los entierros, aunque también los cristianos tenían prohibido contratarlas. No podían ejercer el oficio al acompañar al muerto, ni en las misas de cabo de año, tal como indica El Libro de los Ordenamientos de Sevilla, que dice que no traigan “moras nin judías para facer llanto al enterramiento”. 

Jan-Baptist Huysmans (1826-1906), “Jóvenes mujeres enrollando lana”. Creative Commons


Segunda escena doméstica: de señoras y criadas 

Encontramos a Marién, la burgueña, esclava en la casa de una familia de Zaragoza que la compró a unos mercaderes dedicados al tráfico lucrativo de estas mujeres. Marién había tenido “suerte”, pues eran afortunadas las esclavas que podían entrar al servicio de una familia, para la que trabajaban como criadas, mancebas, mozas o sirvientas. Eran muy necesarias en casas de familias que podían cargar con su mantenimiento, tanto en al Andalus como en los reinos del Norte.  

Manuela Marín en su famoso libro Mujeres en al-Ándalus cuenta una historia peculiar, referente a una familia de buena posición, que podría iluminar lo que las criadas significaban para las mujeres de los grupos sociales elevados. La historia cuenta “una escena doméstica de la vida de Abu Marwan al-Yuhanisi”. Un matrimonio se ocupaba de ayudar en su casa: el hombre, Abu Ishaq Ibn Aysun, dedicado a las necesidades de la familia en el exterior de la residencia, y su mujer al servicio de la casa y a amamantar a la hija de Ibn Marwan. Un día Abu Ishaq y su esposa se ausentaron para ir a Guadix. Cuando Ibn Marwan llegó a casa se encontró con su mujer bañada en lágrimas, desesperada porque al faltar la sirvienta, ella se había tenido que ocupar del cuidado de sus hijos. 

Sirvientas, esclavas o libres, eran esenciales en hogares de al-Andalus, y lo fueron también en hogares de otras religiones cuando la población musulmana se quedó dentro de las fronteras de los reinos cristianos. Como consecuencia de la conquista, musulmanas pobres entraron al servicio de familias que las necesitaban en pueblos y ciudades. Su situación era frágil, al ser vulnerables por razón de género, de religión y de nivel social. Si una mujer musulmana perdía el contacto con su familia y comunidad, corría el riesgo de convertirse en prostituta en una localidad cristiana. Algunas de ellas, como los hombres también, servían como esclavas o concubinas en hogares cristianos. Ambos trabajos, prostitutas en burdeles y sirvientas o esclavas en hogares cristianos, se convirtieron en algo común para las mujeres musulmanas. La servidumbre de criadas, esclavas o mozas, podía extenderse a otro tipo de “servicio”: el oficio de la prostitución, que, ejercido por mujeres musulmanas pobres pasó a ser un servicio doméstico. Utilizadas para el placer de los hombres, las mujeres musulmanas han sido consideradas un trofeo de guerra de los conquistadores, como si la conquista hubiera sido no sólo política sino sexual. Aunque es una idea interesante, que podría explicar por qué la figura romantizada de la bella mora es un tropo de la literatura española de finales de la Edad Media, la verdad es probablemente más prosaica: el abuso y la violencia definían las relaciones entre mujeres musulmanas y hombres cristianos, y las mujeres no sólo sufrían a manos de sus clientes, patrones o señores, sino también de los hombres de sus propias comunidades, ávidos de ganar dinero vendiendo como esclavas a mujeres transgresoras de las reglas de la comunidad que no las permitían mezclarse con hombres de otra religión. 

Jean-Léon Gérôme (1824-1904), «Mujeres del harem alimentando a las palomas”. Creative Commons


Los contactos cotidianos entre señoras y criadas generaban relaciones complejas y diversas. Se conocen conflictos por denuncias de criadas que llevaban ante la justicia casos de malos tratos. Buen ejemplo se encuentra en el proceso a la familia Arias Dávila: Fátima, una esclava mora, señalaba que “un sábado tenía esta testigo en una bodega, a una ornilla, una adafina que abía traydo de casa del dicho Frayme (donde les hacían la adafina) y entró un perro y ge la comió, sobre lo qual la fizo atar a este testigo la dicha Elbira, su ama, a una escalera, e le fizo dar a un hombre suyo, en su presençia, de açotes”. Las señoras no las castigaban por ser de otra religión, sino por descuidos o mala conducta en la casa, algo que no solo afectaba a las criadas moras, sino a sirvientas de cualquier religión. 

Las malas relaciones son más evidentes en momentos de crisis, tal como revelan los juicios de la Inquisición. El enfado, la frustración o el odio de criadas o esclavas que habían sido despreciadas o maltratadas salía en esos momentos. Cuando tenían oportunidad de denunciar a sus señoras y vengarse de ellas no la perdían. Antes del tribunal de la Inquisición, ¿no se extrañaban del comportamiento de sus señoras? Fue al comenzar los interrogatorios de ese tribunal cuando dejaron de verlo normal para tenerlo por delito. Al hacer las denuncias se puso de manifiesto que tenían buena memoria.  

Tercera escena doméstica: de la casa a la calle  

Encontramos a varias Marién en documentos de la corona de Aragón, donde buena parte de la población musulmana permaneció cuando la frontera de al-Andalus se fue desplazando hacia el sur: una Marién, encargada del comercio de hierro, otra Marién, hortelana de Huesca, una tercera Marién de Marquent, “maestra mora” que vivía en Calatayud (Zaragoza) en 1487, y otras Marién de profesión desconocida, que en los documentos aparecen como “pobres”. No sería arriesgado suponer que estas “pobres” eran criadas que trabajaban en las casas, y hacían parte de las tareas domésticas fuera de ellas, pues entre sus obligaciones estaba hacer labores que no gustaban a las señoras: ir a la fuente a coger agua, al río o al lavadero para lavar la ropa, al horno a cocer el pan, etc. 

Entre las muchas Marién, nombre muy popular entre las mujeres musulmanas, después de Fátima o de Axa, había también pastoras, serranas, ayudantes de maestro albañil, amasadoras en obras de construcción, peluqueras, curanderas, vendedoras ambulantes o en su tienda, juglaresas, atabaleras, tamborinas, etc. Como en al-Andalus, también había muchachas cantoras musulmanas en las cortes reales de Castilla y Aragón, en particular en tiempos de los reyes Alfonso X y Sancho IV de León y Castilla, y Pedro IV y Juan II de Aragón.  

Ya fueran criadas o practicaran otro tipo de oficios, las mujeres tenían oportunidad de coincidir con otras en los espacios donde acudían para realizar trabajos; en el río, en el horno, o en la plaza, o en lugares donde se juntaban para hilar, tomar el sol y charlar, las moras se encontraban con las “otras”. Buen ejemplo de los contactos entre mujeres de diferente religión se observa en un suceso ocurrido en el call de Barcelona en 1301. Una pescadera cristiana entró en ese barrio judío a vender, y pocas horas después una esclava musulmana encontró el cuerpo sin vida de un recién nacido. Se interrogó a la pescadera cristiana, a la esclava musulmana y a varias comadronas judías que tenían clientas cristianas. No se encontró culpable. 

Grabado del Ensemble de gravures de costumes espagnols du XVIe siècle .Creative Commons


En las relaciones de trabajo difícilmente se planteaban problemas por cuestiones de religión. Cuando algunas actividades estaban vetadas, siempre se encontraba una fórmula para poder ejercerlas. En el reino de Valencia, las curanderas mudéjares sanaban mediante hierbas o remedios caseros, a pesar de que los Furs (Fueros de Valencia) prohibían el ejercicio de la medicina a las mujeres, excepto si atendían a niños pequeños o a otras mujeres, pero cuando una curandera alcanzaba buena fama, no había impedimento para contratarla incluso por las autoridades municipales, como ocurrió en Castellón, donde a mediados del siglo XV invitaron a establecerse a una curandera mudéjar, porque “fos fet plaer que fer li pusque per la bona obra que y fa”. En realidad, cabe pensar que en esos casos la diferencia no la establecía la religión, sino la posición social o la necesidad de acudir a servicios de una mujer estimada por su trabajo. 

Una escena festiva: dos hitos a celebrar (nacimiento y matrimonio)   

Marina, una conversa de Berlanga, acusada ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza, confesó que un día “fue a visitar una mora parida e comió de su fruta”. No le había importado la religión de la mujer, se había limitado a seguir la costumbre de la vecindad, pero había incumplido la norma que prohibía visitar a gentes de otra comunidad y comer con ellos. No sólo ayudaban en el parto, las vecinas visitaban a la recién parida, y compartían la celebración en el hogar; en el caso de las musulmanas, amigas y vecinas solían asistir a la ceremonia de las “fadas”. Las moras no solían acudir a bautizos, pues se celebraban en la Iglesia, aunque no faltaban ocasiones en que visitaban lugares de oración de las “otras”. Hay testimonios de vecinas que confesaban ante el tribunal de la Inquisición de Sigüenza haber ido con gentes de la localidad a la sinagoga a oír predicar a un judío, o a la mezquita, a ver “a çela de los moros”. 

Otro hito importante en la vida del hombre, el del matrimonio, promovía también las relaciones interreligiosas. Aunque la asistencia a bodas de parejas de otra religión estaba prohibida, como señalaban las leyes de Castilla y de Aragón, o el ordenamiento de judíos y moros de Juan II de Castilla decía que “moros y judíos no vayan a sus bodas ni entierros”, hay menciones a la asistencia de bodas entre miembros de las distintas comunidades. En 1304 el rey Jaime II de Aragón ordenó al Batlle de Morvedre que prohibiese a los conversos participar en bodas de musulmanes. Tanta prohibición hace sospechar que era práctica común.  

Theodore Chassériau. “Mujeres saliendo del baño”. Creative Commons


La participación activa de las mujeres en tareas de socialización de la comunidad musulmana, como bodas – o convites de boda – y entierros, muestra la intensidad de las relaciones intercomunitarias. Los festejos locales, especialmente en pueblos medianos o pequeños, reunía a miembros de las tres comunidades; a las fiestas religiosas y populares locales, propias de la comunidad cristiana, no faltaban individuos de las otras dos religiones, incluso entrando en las iglesias cristianas. Lo prohibía el concilio de Valladolid de 1322 y la normativa del rey Juan II de Castilla que ordenaba que “ningún judío ni moro ni judía ni mora no sean osados de entrar ni entren en ninguna iglesia ni monasterio”. Pero en las fiestas de un pueblo, ¿quién renunciaba a participar? 

En parte de las prohibiciones de asistir a festejos o duelos venían motivadas por el temor a compartir comidas y bebidas prohibidas para las distintas comunidades, prohibición que se encontraba en códigos de envergadura, como las Partidas, y en normas de algunos  lugares que afianzaban la prohibición.  

Necesidad, amistad, sororidad

Tantas restricciones de asistir a festejos de los “otros” conducen a pensar que las relaciones entre los “nuestros” y los “vuestros”, y las “nuestras” y las “vuestras” no eran habitualmente problemáticas, e incluso, en ocasiones, como en otras sociedades multiculturales, podían ser amistosas. Si no hubiera sido así, habría sido innecesario establecer tantas prohibiciones y repetirlas de vez en cuando. Junto a la necesidad de relacionarse en distintos ambientes, y posiblemente por el roce que se desprende de esas relaciones “ineludibles”, las mujeres llegaban a hacerse amigas, independientemente de la religión que practicaban. La amistad entre mujeres, fuera cual fuera su religión, debió de ser común y fluida, tal como ponen de manifiesto los documentos del tribunal de la Inquisición. De hecho, las delaciones de criptojudaísmo a finales del siglo XV y comienzos del XVI y de criptoislamismo a lo largo del XVI fueron posibles por el contacto tan directo y próximo en que vivían, y habían vivido, las tres comunidades. 

Los vínculos entre mujeres, desarrollados en diversos ámbitos, muestran cómo, independientemente de su religión, mantenían una red de relaciones dentro y fuera del hogar. Las Marién citadas, como las Axas y las Fátimas, eran amigas de otras musulmanas y de mujeres de otras religiones. La amistad podía llevar a connivencia de un grupo femenino de diversa religión si necesitaba unirse para conseguir algo, aunque no fuera precisamente bueno, como darle una paliza a otra vecina. Este pudo ser el caso de la agresión que sufrió María Martín, vecina de Teruel, en 1331; fue atacada en la calle con piedras y fustas por varias personas: Hamet “el Cuende”, Marieta, la esposa de Hamet, María, la criada del converso García Gonçales, Uzeyt, esposa de Alí el alamín de los sarracenos de Teruel, y María Meiá, hija de Gonçalvo Garcia; sin embargo, es probable que el ataque, del que María Martín quedó inválida, se debiera a sospechas de adulterio, no a motivos religiosos. 

Otros documentos aportan casos de amistad entre mujeres. En el juicio a Juana la platera testificó María, vecina de Ariza, que la acusaba de que al recibir la noticia de que había muerto un moro, había dicho “Dios le perdone en su ley”, y la testigo la rectificó diciendo que nadie podía salvarse sino en la ley cristiana, a lo que Juana la platera respondió “que lo desía porque estaban delante vnas moras y porque tenía amistad con ellas”. 

Las relaciones de amistad entre mujeres musulmanas, o entre éstas y mujeres de otras religiones ¿podrían calificarse de sororales? Lo fueron para las mujeres musulmanas si se tiene en cuenta la definición del DRAE que define la sororidad como “relación de solidaridad entre las mujeres”. Pero también serían sororales bajo el prisma de la sororidad defendida en un libro reciente, Historia de la sororidad. Historias de sororidad: “dar cuenta de las expresiones, formas y prácticas en las que se ha declinado cotidianamente, en cada situación, atendiendo a los condicionantes y a la multiplicidad de pertenencias – clase social, raza, religión… – y de circunstancias vitales posibles”.  

Para finalizar, no se puede dejar de destacar el papel de las mujeres musulmanas cuando al-Andalus desaparece: fueron ellas las que salvaguardaron la cultura (costumbres, lengua, gastronomía…) y la identidad de la comunidad musulmana (de la parte de sus miembros empeñados en su supervivencia), aunque hubieron de hacerlo de manera oculta. Esa es otra apasionante historia. 

Para ampliar:

·         Bard, Ch., “Introduction”, en Bard, Ch. (ed.), Le genre des territoires: masculin, fémenin, neutre, Angers, Press de l’Université d’Angers, 2004,

·         Blud, V., Heath, D., Klafter, E. (eds.)., Gender in medieval places, spaces and thresholds, University of London Press, 2019.

·         Bueno Sánchez, M., “Espacios femeninos en Al-andalus. Aportaciones desde la arqueología urbana en la Marca Media”, en Pilar Díaz et al. (eds.). Impulsando la historia desde la historia de las mujeres, Huelva, ediciones de la Universidad de Huelva, pp. 205-219.

·         Epalza, M., “La mujer en el espacio urbano musulmán”, en María Jesús Viguera (ed.), La

·         mujer en al-Andalusreflejos históricos de su actividad y categorías sociales, Madrid -Sevilla, Universidad Autónoma de Madrid-Editoriales Andaluzas Reunidas, 1989, pp. 53-60.

·         Fuente Pérez, M. J., “En casa de la “otra”: la casa hispano-medieval como espacio religioso transgresor”, en Eduardo Jiménez Rayado (ed.), Espacios de la mujer en la península ibérica medieval, Madrid, Silex, 2022, pp. 131-158.

·         Lourie, E., “A plot which failed? The case of the corpse found in the Jewish «call» of Barcelona (1301)”, en Elena Lourie, Crusade and Colonisation. Muslims, Christians and Jews in medieval Aragon, London, variorum, 1990.

·         Pelaz Flores, D., “La parturienta te llama, oh partera morisca. El servicio de las parteras musulmanas en la Corte castellana del siglo XV a través de las crónicas y otros testimonios documentales”, en Rica Amrán y Antonio Cortijo Ocaña (eds.), Minorías en la España medieval y moderna (ss. XV-XVII) Minorities in medieval and early modern Spain (15th-17th c.), Santa Barbara, Publications of eHumanista, 2016, pp. 181-189.