martes, 10 de julio de 2012

Historia crisol 3 culturas en al-Ándalus. Alfonso X el alquimista y el legado andalusí

ALFONSO X EL ALQUIMISTA Y EL LEGADO

 

ANDALUSÍ


Aunque se interesó por la sabiduría traducida y creada por los musulmanes andalusíes, cometió errores que evidenciaron que no se mantuvo siempre fiel a las rectas leyes celestiales


Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Webislam



Alfonso X El Sabio

Cualquier estudioso de la Historia que pose sus cansados ojos sobre el escenario del mundo, advertirá determinados destellos de esplendor que obraron el milagro de mantener, en esta tierra de la generación y la corrupción -así denominada por Aristóteles y otros sabios a él adscritos-, un leve reflejo del Paraíso celestial descrito por los profetas. Y a poco que agucemos la vista y los oídos, advertiremos que fueron esos períodos luminosos los regidos por aquellos gobernantes que abrazaron las causas por siempre defendidas por la filosofía hermética, directamente emanadas del Cielo.

Recordemos, pues, la primera de todas ellas anunciada por esa Tabla Smeragdina escrita por Hermes, ese primer profeta llamado Idris por los musulmanes, y Enoc por los cristianos: "Como es Arriba, es Abajo; como el Abajo, es Arriba". Es decir, aquel gobernante que permitiera fecundar su reino por las aguas puras procedentes de las leyes emanadas de la Fuente divina, lo conduciría rectamente hacia la prosperidad y la sabiduría. Y La Historia ofrece numerosos ejemplos de ellos, ciertamente escasos si los comparamos con los periodos de oscuridad en los que los hombres fueron regidos por el ansia de gloria, de poder, de riqueza, de vanidad. Lo cual no implica que esos mismos gobernantes sabios quedasen atrapados por estos mismos cantos de sirena, mas no así las líneas maestras que vertebraron sus respectivos reinados. Es decir, ellos en cuanto que hombres, sí pudieron sucumbir a las pasiones del alma, mas no así las directrices que, como riendas, imprimieron a los órganos de poder de sus dominios.

Ahí tenemos a Alejandro Magno, instruido sabiamente por el gran Aristóteles, quien al extender sus conquistas desde la Macedonia al Indostán, estableció unas nuevas leyes para los hombres conquistados que supusieron una completa revolución en la época respecto a las denigrantes condiciones de esclavitud hasta entonces impuestas por el vencedor al vencido. O algunos emperadores romanos, como Marco Aurelio, autor de unas famosas Meditaciones que compendian todas las virtudes que el alma humana podía hacer gala en su tránsito terreno. O el emperador Heracleo II de Bizancio y su fabulosa labor de recopilador de todos los saberes del recién fenecido Mundo Antiguo...o el gran califa Harúm ar-Rshid, fundador de la Casa de la Sabiduría de Bagdad, centro traductor de toda la sabiduría procedente de la Antigüedad Clásica, a cuyas alforjas añadiría la cosecha de esplendor producida por las ricas viñas que fertilizaron los sabios musulmanes de la época: Yabir Ibn Hayyán, Ibn Sina, Al Razi, Alfarabí y un largo etcétera...

Eslabones de la áurea cadena

Y toda esa áurea cadena de la filosofía hermética, como no podía ser de otro modo, también llegó a irrigar los campos de la España andalusí de un modo mimético a la propia naturaleza de esta filosofía, es decir, con enorme hermetismo, como un río de oro subterráneo que desde el secreto y en complicidad con todos sus sabios, fue vertiendo su líquido dorado en todas y cada una de las ramas del saber: astronomía, matemática, agronomía, música, filosofía, medicina, botánica...Porque la civilización árabe-islámica trajo a la península todo el legado del saber del Mundo Antiguo, sobre todo a partir de los Omeyas cordobeses. Con ellos llegó toda la sabiduría greco-latina, y con ella, la hermética puerta de la alquima. Mas sobre todo, esa puerta se abriría definitivamente con Abderrahmán II (822-850), quien demostró en sus treinta años de reinado ser un digno eslabón de la majestuosa áurea cadena de la alquimia (y de hecho, su sobrenombre sería el Majestuoso). A partir de él, se inicia un periodo de contacto mayor con la Casa de Sabiduría de Bagdad, de donde llegarían numerosísimos libros de extraordinaria importancia, como las tablas de Al-Jwarizmi traducidas por el poliédrico talento del astrónomo, poeta y alquimista Ibn Firnás.

Ahora bien, este gobernante dio muestras de poseer e integrar los más preclaros conceptos de la filosofía hermética a lo largo de varios detalles que salpican su mandato: el auge cultural sobre el militar; la obligación de sanar gratuitamente a los enfermos pobres a través de la botica del Alcázar cordobés con remedios surgidos de la sabia mano del alquimista Yunus Ahmed al-Harraní -procedente de la mágica ciudad de Harran, como indica su nisba-; y sobre todo, la manera en que afrontó la problemática de la minoría cristiana de dentro de sus fronteras, en ua al-Andalus donde aún el proceso de islamización no había irrigado después de más de un siglo de permanencia en la Hispania postvisigoda.

Soportó durante veinte años las provocaciones del fanático San Eulogio en su oculto deseo de ser martirizado -según afirma la Crónica de Ibn Hayyán-, y al ir ascendiendo éste en el tono, el fondo y la forma de sus invectivas, tras los insultos brutales proferidos por este monje contra el profeta Muhammad (saw) en plena mezquita, se vio en la obligación de ordenar su muerte. A él le seguirían otros cuarenta cristianos que habían decidido imitar a su líder, y la intolerancia y la sinrazón llegaron a tales niveles, que Abderrahmán II llamó a capítulo al obispo de Sevilla, quien determinó a partir de entonces que sólo sería admisible para el cristiano el martirio no provocado por él mismo. Toda una declaración de principios sobre quiénes estaban violentando el espíritu de tolerancia de la España andalusí...en ese momento de la Historia. Los españoles siempre fuimos los más fieros enemigos de nosotros mismos, y así se practicara una religión u otra, también en aquellos siglos tuvimos ocasión de demostrar esta constante repetitiva y reiterativa que, a modo de martillo, anida en las honduras de nuestro ser. Larra lo explicitaría magistralmente un milenio después de aquellos hechos: "Aquí yace media España; murió de la otra media"...porque en ambas planea la sombra de Caín, como cantó Machado.

Mas retornando al emir Omeya. A partir de ahí, los gobernantes de la España andalusí tuvieron que lidiar sus numerosos problemas internos, cada uno según sus propios criterios. Y por sus obras se les reconocía. Abderrahman III y su hijo Alhakem, con sus yerros evidentes -que los tuvieron: el primero por exceso de personalismo, y el segundo por carencia de él a excepción de su papel de gran mecenas cultural...- fueron faros que aún brillan en el firmamento de la Historia como ejemplos de reinados donde las tres religiones convivieron con mayor armonía que tensión, pues bajo el árbol de la sabiduría que plantó el califa Abderrahmán III -a imagen y semejanza de aquel que mora en el del Jardín del Edén- cabían todas las religiones gracias a las virtudes que, cual frutos floridos, colgaban de él: la tolerancia, el amor a la sabiduría, el respeto mutuo... Sin embargo, el cruel Almanzor dio muestras de todo lo contrario, y sus veinticinco años de mandato fueron ejemplo de fanatismo, intolerancia, dogmatismo cerril contra la convivencia pacífica, y militarismo brutal. Él sólo destruyó con estos presupuestos la obra luminosa sembrada con tanto dolor -y también sangre- por sus antecesores en el gobierno del Califato.

Alfonso X y la alquimia andalusí

Tras la muerte de la unidad política representada por el califato, los sabios alquimistas se dispersaron por todos los reinos de taifas que surgieron en la España andalusí, y fue así como se siguió transmitiendo la áurea cadena por las tierras peninsulares, y gracias a este eslabón dorado que fue al-Andalus, llegaría a Europa. ¿Qué reyes de la España cristiana bebieron, pues, de las fuentes de la filosofía hermética, y ejemplificaron en su mandato los frutos que cosecha quienes siembran esos principios en el jardín de sus vidas o sus reinos? Pocos, pero sin duda alguna, el más brillante de todos ellos fue Alfonso X, llamado el Sabio, quien gracias a sus aportaciones astronómicas logró que su nombre quedara inmortalizado en un cráter de la Luna, ya en el siglo XX.

Observemos su apodo, "el Sabio", es decir, al hakim, en árabe...palabra que los sabios profanos de la época -y de ésta- efectivamente tradujeron como "sabio", pero que fue empleada por vez primera como sinónimo de alquimista por el gran Yábir Ibn Hayyán, el mejor alquimista de todos los tiempos, allá por los entreveros del siglo VIII y IX. ¿Ello constituye ya un motivo para que declaremos sin ambages su adscripción al Arte Real y Ciencia Sagrada? No, le aplicaremos la misma lupa que a los gobernantes anteriormente mencionados. Y tras su minuciosa y silenciosa lectura, separando el grano de la paja -del mismo modo que los alquimistas separaban la escoria, del oro- advertiremos que bajo los treinta años de su mandato, procuró aplicar las directrices celestiales antes mencionadas. No siempre, ni en todo momento, ni con el mismo equilibrio independientemente de la religión practicada por los súbditos que vivieron bajo su corona. Pero más que cualquier otro rey cristiano que le hubiera antecedido. Por ejemplo: proporcionó a su pueblo unas leyes más justas y sabias, un periodo de paz y prosperidad, trató de reordenar territorios despoblados por el brutal avance conquistador de su padre Fernando III ¿¡el Santo!? Y, por encima de todo, se percató del inmenso saber que sus paisanos del otro lado de la frontera habían ido produciendo y atesorando durante los tres siglos de esplendor que le habían antecedido.

A poco que leamos los libros por él escritos -aparte de los que mandó traducir por parte de los hebreos y arábigos que compusieron su corte de traductores- se nos revelará la evidencia de su amor profundo a la sabiduría en general y a la alquimia en particular, hasta el punto de escribir un famoso Lapidario -recetario de piedras afines a cada grado del círculo zodiacal-, o revelarnos en su muy desconocido Libro del Candado todos los pasos necesarios para la consecución de la famosa piedra filosofal. Porque fue un rey versado en al alquimia. Sí, versado. Y por tanto, transmitió en verso su legado de sabiduría, y aplicó una métrica, es decir, unas medidas rectas a través de un conjunto de leyes -las famosas Siete Partidas- que pretendieron emular un ritmo preciso: aquel que marca el compás del sol bajo la bóveda del orden celestial. La elección que efectuó a la hora de componer los así llamados Libros del Saber de la Astronomía no obedecieron a otros criterios que los específicamente alquímicos, aunque como es natural, la huella del hermetismo permaneció invisible bajo la capa de dicha decisión. Pero ahí brilla el famoso Libro de la Octava Esfera, el de la Azafea del gran Azarquiel, el de la Lámina Universal del muy desconocido Alí Ibn Jalaf, el de las armellas, el del astrolabio redondo, el del astrolabio llano...Es decir, el estudio profundo del Cielo para construir su reflejo en la Tierra, para que como era Arriba fuera Abajo...

El Rey alquimista no quiso permitir a los desafueros oscuros y fanáticos de los representantes eclesiásticos que redujesen a cenizas aquellos pergaminos cuajados de saber, y bajo su protección y autoridad, se concibió un plan de traducción y escritura que aún hoy resuena entre la convulsa Historia de España como un periodo de paz y sabiduría. No quiere esto decir que Alfonso X no cometiera muy gruesos errores, ya fuera en tanto que gobernante o como persona de carne y hueso que ha de atravesar en este mundo, una a una, todas las pruebas del laberinto, a imagen y semejanza del Hércules de los mitos (porque como es Arriba es Abajo). Errores que evidenciaron que no se mantuvo siempre fiel a las rectas leyes celestiales.

Por ejemplo, al perseguir durante toda su vida las mieles confusas y vanas del poder terrenal, por medrar continuamente para ocupar el trono del Sacro Imperio Germánico al que tuvo derecho por descendencia materna. En cualquier otro gobernante, habría sido lo lógico, mas no así en aquel que llevase el invisible sello de Hermes cosido a su manto real ( y a este respecto, cabe señalar cómo Abderrahmán III, tras la paliza sufrida en la Batalla de Alhándega por las tropas cristianas, decidió sabiamente no volver a declarar ninguna guerra abierta contra los reinos peninsulares, y dedicarse a proporcionar y nutrir de prosperidad y sabiduría a los andalusíes de las tres religiones, como efectivamente hizo).

Porque de entre todas las sombras del reinado de Alfonso X el Sabio, tal vez la más ominosa fuera la de no amparar a los representantes de las tres religiones existentes en su reino del mismo modo que al otro lado de la frontera habían efectuado califas Omeyas o reyes de taifas, pues los mudéjares en todo momento salían perdedores de todas sus cuitas, fueron siempre peor tratados que los cristianos, y ya no concedieron crédito alguno a un rey que no cumplió cabalmente las Capitulaciones firmadas con ellos...¿Fue por ello por lo que el célebre médico Al Ricotí desechó su oferta de servirle como traductor y consejero en su Escuela de Traductores, al reprocharle que él sólo servía a un Único Señor? Tampoco el Rey empleó únicamente ese saber para menesteres espirituales, pues qué duda cabe que los astrolabios constituyeron la vanguardia científica de la época, ya fuera para la navegación de altura o para calcular con la mayor precisión posible el día indicado para presentar una batalla. Bien lo supo Almanzor, cuando se dejó aconsejar en estos menesteres por el astuto Maslama al Mayriti...y ganó las cincuenta y una batallas presentadas, pues la de Calatañazor, -aquella en la que perdió el tambor- bien se sabe que fue pura leyenda.

Y es al medir con la misma vara a este Rey Sabio, que a los otros monarcas españoles -fueras musulmanes o cristianos- como comprobamos que indudablemente se interesó por la sabiduría traducida y creada por los musulmanes andalusíes, pero mas para acopiar saber y poder entre sus manos, que por regir justamente a su pueblo, aspecto éste en el que no se ha incidido lo suficiente, tal vez por el indudable valor cultural que supuso -y aún más en aquella época- su labor como rey mecenas.

Pero en sus decisiones políticas, Alfonso X el Sabio también sumó aciertos valerosos e indudables. El mayor de ellos tal vez fue oponerse a los deseos belicosos de la nobleza castellana y su insaciable sed de riquezas no precisamente celestiales, asentado un periodo de paz, cierta prosperidad -los pastores fueron muy beneficiados por las leyes de mestas-, y cultivo de la sabiduría. También procuró que, tras el fallecimiento de su primogénito, fueran sus nietos los directos herederos al trono, hecho que le supuso la enemistad y abierta declaración de guerra de su propio hijo Sancho el Bravo, cuyo carácter rudo y beligerante en todo se oponía al espíritu que el mismo rey había tratado de cultivar bajo su prolífico mandato. Finalmente, acabarían declarándose la guerra, y el Rey Sabio lo desheredaría de todos sus bienes y, por supuesto, de su derecho al trono. Y en esas cuitas recibiria el apoyo de sus hasta hacía poco enemigos nasríes y benimerines...¡Cosas de la España andalusí! ¿O de la España eterna, tal vez? El juicio pertenece al Creador, qué duda cabe, a nosotros nos compete señalar las luces que rigieron su reinado con indudable rectitud de intención, siguiendo una regla invisible que el Creador empleó al constuir el universo. ¿Será casualidad que todas estas palabras procedan de la misma raíz: rey, regla, regencia, rectitud? Aplíquese este criterio a cualquier gobernante de la Historia, y el juicio sobre él caerá con el peso de su propia plomada. Y también a cualquier mecenas.


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