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lunes, 15 de febrero de 2021

EL ESPAÑOL HABLADO EN ANDALUCÍA

 

EL ESPAÑOL HABLADO EN ANDALUCÍA

 

Tartesos, Bética, Al-Andalus, Andalucía

Un primer consenso es unánime, al menos entre los lingüistas. Poco o nada tienen que hacer en la historia del andaluz las lenguas que se hablaron en el Sur de la Península, desde los tiempos prehistóricos, antes de que las tropas de Fernando III de Castilla y León emprendieran, en la década de 1220, la conquista del valle del Guadalquivir. Ni tartesios ni romanos, ni siquiera árabes o cristianos mozárabes, son padres o abuelos del habla andaluza. Los primeros porque se diluyeron en la Historia y sus herederos, desde el s. I a. C., solo hablaban latín. Los romanos, porque el cultísimo latín de Corduba o de Hispalis, convertido en el romance de hispanogodos e hispanorromanos, de cristianos mozárabes y de muladíes de Al-Andalus, también acabó perdiéndose en la Historia (hay consenso entre los especialistas sobre los finales del s. XII o el principio del XIII como época definitiva de extinción del romance andalusí). El latín de las grandes ciudades de la Bética no es, pues, el antecesor directo del habla de Sevilla, Cádiz o Córdoba.

Pero, ¿cómo pudo perderse ese idioma romance, si tanta gente lo hablaba que los historiadores hoy están de acuerdo en que Al-Andalus fue durante mucho tiempo una sociedad bilingüe, árabe y románica? ¿No pudo pervivir hasta fundirse con el castellano de los guerreros de Castilla y León? Es una vieja idea, que aparece y desaparece como el Guadiana, y que no es exclusiva de Andalucía: esa fusión entre romance de Al-Andalus y lengua de reconquistadores es la que generó el castellano de Toledo en el siglo XI, el aragonés de Zaragoza y el portugués de Lisboa en el s. XII, y la que, para algunos fanáticos, sostiene la irreal lengua valenciana, anterior y distinta al catalán de aquel territorio. Pero en nuestra región no tiene verosimilitud. ¿Quién hablaba todavía romance en el valle del Guadalquivir a principios del XIII? Nadie: su base humana había desaparecido en los dos siglos anteriores, la cristiana porque había sido diezmada hasta el final por almorávides y almohades; la musulmana muladí, porque en su afán de parecer buenos creyentes ante los fanáticos africanos había precipitado el proceso de arabización (que, por cierto, venía de muy atrás, y que había alcanzado también a los cristianos). El romance de Al-Andalus solo logró, antes de morir por abandono, insertar algunas palabras en árabe, que después este devolvió: marisma, almatriche, cauchil. Nada muy distinto de lo ocurrido en el castellano general, salpicado también de voces de este origen, desde gazpacho hasta corcho. Por lo demás, su fonética era muy distinta a la andaluza de hoy: si acaso, solo la confusión del arcarde y la palte podría vinculárseles; pero es cambio tan extendido en la Península, que no parece tener mucho sentido seguir por ese camino.

Pero ¿y los árabes? ¿Cómo no va a estar el árabe en el habla andaluza, en sus sonidos aspirados y guturales, en tantas de sus palabras...? ¿No es acaso creíble que los mudéjares y moriscos andaluces, obligados por la fuerza de las circunstancias, o por la mera fuerza bruta, a abandonar su vieja lengua la infiltraran en el castellano que aprendieron hasta hacerlo distinto de cómo había llegado a la región? Castellano domeñado por la dulzura arábiga, al igual que el ser humano andaluz continuaría esa mezcla de hispanos y de bereberes, de árabes y judíos, solo cubiertos por un superficial barniz castellano-leonés y cristiano... Imagen tópica, puesta en marcha por el romanticismo de ingleses y franceses a principios del XIX, y que hoy, bendecida por la corrección política y el prestigio bienpensante de la idea de mestizaje cultural, se ha reforzado hasta formar parte del imaginario colectivo. Pero no por ello deja de ser una imagen radicalmente falsa.

Para empezar, no es Andalucía la región más árabe de España; y, por supuesto, Al-Andalus y Andalucía solo son realidades parecidas por el nombre; en todo lo demás, se refieren a entidades completamente distintas: Al-Andalus siempre nombró el territorio hispano en manos musulmanas, por lo que su extensión cambió al ritmo de conquistas y poblamientos (andalusíes fueron Tudela, Zaragoza, Tortosa, Denia, Toledo…); la Andalucía histórica que conocemos nació, como nueva realidad, a partir de las conquistas castellanas del s. XIII sobre el valle del Guadalquivir. Si nos atenemos a la duración de su permanencia, no más de quinientos años estuvieron esos árabes (nombre en el que englobamos a gentes de muy variado origen, unificados solo por la religión que practicaban y la lengua común en la que se entendían; muchos, por cierto, de raigambre hispana, "pura" o mezclada con los llegados del norte de África o de Oriente) en la Andalucía desde Jaén a Cádiz. Tres siglos más vivieron en Valencia, Murcia o Teruel. Y si nos atenemos al habla, nadie ha demostrado que el habla andaluza tenga más arabismos que la de Murcia o Toledo. Y, desde luego, tiene menos que el portugués de Lisboa o del Algarve. Porque en la conservación de arabismos, no puede decirse que Andalucía tenga una situación especial; el arabismo caracteriza a todo el ámbito hispanorrománico en su conjunto (como distingue igualmente al siciliano en Italia). Pero solo en el terreno léxico: en otros aspectos de la lengua, no hay manera de vincular la pronunciación andaluza a la del árabe, ni siquiera a la del árabe vulgar de Al-Andalus; mucho menos hay vínculo gramatical. Se han hecho, sí, intentos, algunos recientes. Pero ninguno de los rasgos que distinguen la(s) manera(s) de hablar hoy en Andalucía tiene al árabe, no ya como fuente básica, sino ni siquiera como humilde apoyo para su origen y desarrollo.

No hay que olvidar, además, que la modalidad lingüística andaluza debió de nacer en el valle del Guadalquivir, entre Sevilla y la costa atlántica. Y en ese territorio, el contingente humano árabe y musulmán que se mantuvo tras las conquistas de Fernando III fue expulsado en su mayor parte en la década de 1260. Incumplimientos de pactos, insidias del rey de Granada... muchas fueron las razones que hubo tras la rebelión de los mudéjares andaluces, sofocada por las tropas de Alfonso X y que acabó en un rotundo fracaso. Los gobernantes castellano-leoneses no quisieron una quinta columna de ese calibre tan cerca de la más peligrosa frontera de su reino. Y la despoblación fue la consecuencia. Mucho tardó Andalucía en verse poblada, y muchas vicisitudes sufrió en ese proceso: pero lo que sí es claro es que, desde 1265, la minoría árabe en el valle del Guadalquivir fue un grupo humano muy pequeño, concentrado en pocas poblaciones y de escasa relevancia en la vida de la región. Quedaba Granada, sí, pero Granada se incorporó en el XVI a una Andalucía ya hecha, y a una forma de hablar ya puesta en marcha.

Ni bases lingüísticas ni continuidad humana. Andalucía se formó como una nueva entidad humana, económica y social antes que política, imaginaria antes que real, después de la conquista de Fernando III. Antes, no hay Andalucía: estaban la Bética o Al-Andalus, pero ninguna era ni siquiera prefiguración de la novísima Castilla. Del mismo modo, su forma de hablar se fue modelando a partir de la nueva lengua asentada en la región, el castellano de los guerreros del Norte, pero también de Toledo y de Extremadura, por obra precisamente de esos nuevos pobladores. Solución de continuidad o borrón y cuenta nueva: Andalucía y el andaluz nacen, o en el siglo XIII, o a partir de él. Y lo hacen como una prolongación de Castilla, como una Castilla, por cierto, mucho más homogénea en lo humano, en la población y en lo lingüístico que la de Toledo o Ávila. Todo lo demás no son sino especulaciones, ingenuas o interesadas, manipuladoras o angelicales, líricas o pretendidamente rompedoras,pero en cualquier caso carentes de toda base histórica y lingüística.



Extraido de: Rafael Cano Aguilar, "La historia del andaluz", en Actas de las Jornadas sobre "El habla andaluza. Historia, normas, usos", Ayuntamiento de Estepa, 2001, 33-57

 

jueves, 7 de enero de 2021

LOS SUPUESTOS "MOZARABES" Y EL DESTINO DE LOS CRISTIANOS DE AL-ANDALUS

 

LOS SUPUESTOS «MOZÁRABES» Y EL DESTINO DE LOS CRISTIANOS DE AL-ANDALUS

JAVIER ALBARRÁNel11 JULIO, 2018

Se ha venido utilizando para nombrar a la comunidad cristiana de al-Andalus un término que, a pesar de su origen árabe, no sabemos cómo era utilizado en tierras andalusíes

JAVIER ALBARRÁN
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

Ya en la Historia de los mozárabes de España (1897), Francisco Javier Simonet apuntaba que, a pesar del origen arábigo del término “mozárabe”, no se había evidenciado su utilización en ninguna fuente andalusí. De hecho, la aparición más temprana de la palabra en la Península Ibérica se encuentra en un documento del año 1026 perteneciente al archivo de un monasterio leonés, San Cipriano de Valdesalce. Según el arabista decimonónico, etimológicamente el término derivaría de la voz pasiva de la forma X del verbo ‘ariba o ‘aruba, pudiendo traducirse entonces como “arabizado”. Asimismo, subrayó Simonet la irredenta fe cristiana (y católica) de este grupo humano. Por tanto, para Simonet el término “mozárabe” era de origen islámico y se usaba para designar a los cristianos hispanos que habitaban en al-Andalus.

El hecho de que el término no apareciese en los textos andalusíes no ha supuesto un obstáculo para que, tras esa primera monografía académica sobre el tema, la gran mayoría de autores hayan designado como “mozárabes” a los cristianos de origen hispano que residían en el territorio andalusí y que, por tanto, estarían arabizados. Es decir, se ha venido utilizando para nombrar a la comunidad cristiana de al-Andalus un término que, a pesar de su origen árabe, no sabemos cómo era utilizado en tierras andalusíes, y que, además, ha sido destinado a asignar fundamentalmente dos marcadores culturales: religión (cristiana) y lengua (árabe).

¿Quiénes eran, por tanto, los mozárabes de al-Andalus?

Si bien no hemos conservado ningún texto andalusí que nos ayude a comprender cómo era utilizado este término, sí sabemos cómo se definía en el Oriente islámico medieval: al-Azharī, lexicógrafo iraquí del siglo X, describió al musta’rib, de donde probablemente derivaría el término mozárabe, como “aquel que no es de ascendencia puramente árabe pero que se ha introducido entre los árabes, habla su lengua e imita su apariencia”. La palabra, por tanto, estaba desprovista de cualquier significación religiosa, designando “tan solo” al arabizado lingüística y culturalmente. Creo que esta idea es la que debe guiar nuestra concepción en torno a la “comunidad de mozárabes” de al-Andalus, rompiendo así el binomio cristianismo/arabización que hasta ahora ha perdurado. Es decir, los cristianos andalusíes eran, en su mayoría, mozárabes, pero no eran los únicos mozárabes. Los judíos arabizados también lo eran, al igual que los bereberes islamizados y arabizados, o los hispanos convertidos al islam y, una vez más, arabizados. Dicho de otro modo, los mozárabes andalusíes eran aquellos individuos caracterizados por su arabización, independientemente de su religión. De esta manera podemos subrayar la especificidad más importante del término “mozárabe”, a saber, lo árabe, y dejar de lado la cuestión religiosa, asunto que, desde Simonet hasta autores contemporáneos, ha adquirido una importante carga ideológica en corrientes nacional-católicas que ven a los mozárabes como los guardianes de la fe católica y del verdadero espíritu nacional español.

La lengua árabe –y todas las manifestaciones culturales asociadas a ella– emerge así como un marcador de diferenciación de primer nivel en al-Andalus, utilizado incluso por los propios cristianos que habitaban en territorio andalusí: cuando Álvaro de Córdoba, en su Indiculus Luminosus, critica a sus correligionarios por preferir el árabe en vez del latín, el elemento diferenciador que destaca es la lengua. Asimismo, en los diccionarios biográficos andalusíes, una de las críticas habituales entre ulemas y, por tanto, un marcador de diferenciación entre ellos, era el grado de conocimiento del árabe. La “cristianización” historiográfica del término “mozárabe” referido a al-Andalus propicia que se puedan perder esos matices en torno al uso de la lengua por los diferentes grupos sociales andalusíes y a su significación como elemento de contraste. Esto no quiere decir, por supuesto, que la religión no estableciese fronteras entre comunidades en al-Andalus, aunque lo más probable es que el término “mozárabe” no las recogiese. En el caso cristiano, Eva Lapiedra ya recogió en su Cómo los musulmanes llamaban a los cristianos hispánicos (Alicante, 1997) todos los términos que en las crónicas árabes se referían a ellos, destacando como referencia religiosa el de naṣrānī, nazareno/cristiano.

La otra cara de esta misma moneda sería el término ‘aŷam, vocablo traducido habitualmente como “bárbaro”. A pesar de que en ocasiones se asocia a elementos cristianos, lo cierto es que en otras muchas ocasiones identificaba a gentes que no eran árabes ni hablaban árabe. Es decir, designaba a quien no estaba arabizado, sin importar su religión. La lengua, por tanto, no definía la adscripción religiosa, y podía incluso ser un elemento de diferenciación terminológica más determinante: en este tipo de léxico la arabización puede que fuese más determinante que la propia islamización, o que la ausencia de ella.

Por otro lado, muy vinculada a este último proceso, el de islamización, está la cuestión de la supervivencia de las comunidades cristianas en al-Andalus. En este sentido, Simonet introdujo también una idea que ha pervivido en el imaginario popular: “los fieros almorávides no pensaron sino en destruirlos del todo, y si no lo consiguieron por completo, la situación de aquellos infelices cristianos fue cada día más azarosa y miserable”. Los norteafricanos, por tanto, imbuidos de un fanatismo religioso sin precedentes, tendrían como objetivo la desaparición de los cristianos andalusíes. Se reforzaba así, de nuevo, la interpretación nacionalista del arabista decimonónico en un momento, además, en el que los conflictos coloniales con Marruecos estaban a la orden del día: habrían sido unos nuevos invasores extranjeros, norteafricanos/marroquíes, quienes pusieron en jaque a los verdaderos españoles, los mozárabes. A pesar de ser esta una interpretación superada, algunos autores siguen apostando por ella, e incluso aparece en la primera acepción del vocablo “mozárabe” en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE:

“Se dice del individuo de la población hispánica que, consentida por el derecho islámico como tributaria, vivió en la España musulmana hasta fines del siglo XI conservando su religión cristiana e incluso su organización eclesiástica y judicial”.

Con la llegada de los almorávides a al-Andalus en la última década del siglo XI, los cristianos, siguiendo esta visión, habrían perdido su estatus de dhimmíes, política basada en considerarles (junto a los judíos) como protegidos, condición que se lograba mediante el pago de un impuesto personal y otro territorial, que dependía de las propiedades de cada uno. Además de esos tributos y una serie de normas sobre las relaciones con la comunidad musulmana, los cristianos pudieron mantener su religión, su hacienda, sus costumbres e incluso sus leyes y magistrados, lo que les otorgaba cierta autonomía. Por supuesto, este estatus se basaba en la aceptación de la superioridad del islam, como demuestra el conocido pacto de Tudmir o Teodomiro, igual que se venía realizando en Oriente desde las primeras conquistas islámicas.

Sin embargo, la perspectiva más plausible –y que defienden la mayoría de especialistas a pesar de no haber trascendido al público general como demuestra el Diccionario de la Lengua Española– es la de que los almorávides no pusieron en tela de juicio el estatuto de la dhimma. De haberlo hecho, por ejemplo, no se hubieran discutido cuestiones legales acerca de las propiedades que dejaron en al-Andalus –en especial iglesias– los cristianos deportados tras la expedición de Alfonso I de Aragón en 1124 por las tierras del sureste andalusí. Parece, a tenor de las fetuas de expulsión estudiadas por Delfina Serrano, que los desterrados tras la campaña aragonesa fueron los que habían roto, según las autoridades almorávides, el pacto de protección, lo que nos indica que este seguía vigente. Además, parece que el mayor rigor a la hora de aplicar el pacto de la dhimma habría comenzado a aparecer antes, gobernando todavía los reyes de taifas, época en la que los cristianos de al-Andalus tuvieron que afrontar dos situaciones difíciles y, hasta cierto punto, interrelacionadas. De un lado, la descomposición del estado omeya, configuración política que, para bien o para mal, les había dado un mínimo de seguridad. De otro, el avance de los cristianos del norte y, con él, la esperanza de una teórica liberación. Empezaban a ser vistos por los andalusíes como una “quinta columna”: los alfaquíes de la época no dejaron de recordar que los dhimmíes tenían un estatuto separado, subordinado a la comunidad islámica, y que debían vivir aislados de la misma.

Asimismo, esta aplicación más rígida del pacto de protección de los cristianos no sería causa de una visión más fanática de la religión, sino de la coyuntura política: la toma de Barbastro (1064) y de Toledo (1085) supusieron un punto de inflexión en el islam andalusí, comenzando a mostrarse más insistente en aplicar los pactos de forma correcta y completa. Todo esto se puede ejemplificar en el tratado de ḥisba, de buen funcionamiento del zoco, de Ibn ‘Abdūn, traducido y publicado hace varias décadas por Emilio García Gómez. Los preceptos nos remiten más bien al efectivo cumplimiento de una tradición preestablecida que a la introducción de normas novedosas, aun admitiendo la existencia de elementos inéditos en alguna de sus estipulaciones, como la obligación de que los clérigos cristianos se circuncidasen, la prohibición a los dhimmíes de comprar libros escritos por musulmanes, o el impedimento a los clérigos cristianos de tener concubinas.

Entonces, ¿cuándo entran en decadencia los cristianos de al-Andalus?

Si bien no con los almorávides, son muchos los especialistas que opinan que con la llegada de los almohades sí desaparecieron las comunidades cristianas andalusíes. Algunos investigadores, entre los que me encuentro, somos de la opinión de que es posible que hubiese, al menos en el plano doctrinal e ideológico de este movimiento, una política de conversión o expulsión de cristianos y judíos.

Los cristianos fueron sin duda un elemento configurador en la creación ideológica almohade, convirtiéndose la lucha contra ellos en un importante foco de legitimación que justificó, por ejemplo, su expansión hacia la Península Ibérica. Como no podía ser de otra manera, en las crónicas pro-almohades la gran mayoría de referencias que sobre cristianos aparecen son bélicas. Describen una situación de guerra entre el Imperio almohade y los reinos del norte peninsular. Más aún, los cristianos no solo se presentaban como enemigos fuera de las fronteras almohades o dentro de los límites que se deseaban dominar, sino que los califas sucesores de Ibn Tūmart también tuvieron que lidiar con los que residían dentro de su propio territorio. Y aquí las crónicas vuelven a acercarnos a la idea de que bajo los almohades desaparecieron, al menos teóricamente y durante un periodo de tiempo determinado, los cristianos y judíos, es decir los dhimmíes, del norte de África y de al-Andalus.

El norte de África, Marrakech en concreto, era el centro neurálgico del poder almohade, donde sus estructuras estaban mucho más desarrolladas y asentadas. Y parece que fue allí, en el Magreb, donde esta política contra cristianos y judíos se llevó a cabo de forma más efectiva, ya que, además, las comunidades de dhimmíes eran más débiles. No es de extrañar por tanto que uno de los cronistas, ‘Abd al-Wāḥid al-Marrākushī, afirme no solo la existencia de esa política almohade que negaba el pacto de la dhimma, sino también su cumplimiento efectivo en el ámbito magrebí. Ninguna iglesia ni sinagoga quedó en pie según este autor. Es más, parece que en tiempos del califa Abū Yūsuf se tomaron nuevas precauciones que venían a endurecer ese trato hacia los antiguos dhimmíes, ahora forzosamente islamizados. El califa impuso una vestimenta a los nuevos musulmanes que se habían convertido desde el judaísmo, ya que no se fiaba de la veracidad de la conversión de los antiguos seguidores de la ley de Moisés. Esa desconfianza solo puede ser fruto de que su islamización fuese forzada y, por tanto, la voluntad real de llevarla a cabo por pura convicción religiosa estuviese en entredicho. Que sean judíos los destinatarios de esta medida discriminatoria nos indica, acerca de nuestros protagonistas, los cristianos, que, o bien su islamización fue, a ojos de las autoridades, sincera o, más probable, que ninguno quedaba bajo gobierno almohade al menos en el norte de África.

La realidad andalusí, sin embargo, no era la del Magreb. Los almohades se propusieron dominar una tierra que lindaba con fuertes reinos cristianos y en la que todavía habitaban, aunque cada vez menos numerosas, importantes comunidades de dhimmíes. No tenemos ninguna referencia que –al igual que al-Marrākushī anteriormente– nos afirme con rotundidad que se abolió el pacto de protección con judíos y cristianos en al-Andalus. Sin embargo, podemos extraer de algunos fragmentos cierta información que nos acerca a esa misma conclusión. El rebelde Ibn Hamusk, enemigo andalusí de los almohades, decidió “traicionar” Granada, es decir, atacar una ciudad que ya estaba bajo el poder de la dinastía beréber. Y lo hizo debido a que en ella pretendía encontrar el apoyo de unos aliados que, deducía, no se encontraban del todo satisfechos con el gobierno almohade: los “judíos islamizados”. Parece que nos encontramos ante el mismo problema que al-Manṣūr pretendió combatir en el Magreb: una comunidad de judíos que se había visto obligada a islamizarse para poder continuar residiendo en Granada, pero, que según creía Ibrāhīm b. Hamusk, aprovecharían cualquier oportunidad para deshacerse del control almohade. Por otro lado, parece que cuando una población en la que había cristianos acataba el gobierno de los almohades, la expulsión de los seguidores de Cristo era parte de esa “almohadización”, como ocurrió en los casos de Alcira o de Cuenca.

No obstante, como ya hemos anotado anteriormente, esta política solo se mantuvo durante un periodo de tiempo determinado. Para poder ser aplicada era necesario que el aparato estatal almohade estuviese funcionando a pleno rendimiento. Así, cuando comenzó a agrietarse, en al-Andalus tras la batalla de las Navas de Tolosa y en el Magreb con la aparición, sobre todo, de los benimerines, los cristianos volvieron a tomar protagonismo.

 

PARA AMPLIAR:

  • Aillet, c. Les mozarabes: christianisme, islamisation et arabisation en Péninsule Ibérique ( IXe – XIIe siècle), Casa de Velázquez, Madrid, 2010.
  • Albarrán, J. La cruz en la media luna. Los cristianos de al-Andalus: realidades y percepciones, Sociedad Española de Estudios Medievales, Madrid, 2013.
  • Bennison, A. y Gallego, M. A. (eds.), «Religious Minorities under the Almohads», volumen especial de Journal of Medieval Iberian Studies, 2/2 (2010).
  • Christys, A. Christians in al-Andalus, 711-1000, Curzon Press, Richmond, 2002.
  • Fierro, M. The Almohad Revolution. Politics and Religion in the Islamic West during the Twelfth-Thirteenth Centuries, Ashgate, Burlington, 2012.
  • García Sanjuán, A. “Judíos y cristianos en la Sevilla almorávide: el testimonio de Ibn’ Abdun”, Tolerancia y convivencia étnico-religiosa en la Península Ibérica durante la Edad Media: III Jornadas de Cultura Islámica, Alejandro García Sanjuán (ed.), Universidad de Huelva, Huelva, 2003, pp. 57-84.
  • Hitchcock, R. Mozarabs in medieval and early modern Spain: identities and influences, Ashgate, Burlington, 2007.
  • Simonet, F. J. Historia de los mozárabes de España: deducida de los mejores y más auténticos testimonios de los escritores cristianos y árabes, Viuda é hijos de M. Tello, Madrid, 1897.

 

CAMINANDO POR LA HISTORIA 2

 

CAMINANDOPORLAHISTORIA 2

El nacimiento del Reino Nazarí, los señores de la Alhambra de Granada.

Jose Mari 1 comentario

La Alhambra de Granada es año tras año uno de los lugares históricos más visitados de España. Los visitantes llegan a la misma atraídos por los palacios y jardines que mejor recuerdan el esplendor andalusí. De ahí que hoy nos surja la necesidad de acercarnos un poco más al curioso nacimiento de la dinastía de los nazaríes, los señores que durante más de dos siglos y medio construyeron sobre la pequeña colina de la sabika la espectacular Alhambra de Granada.

Tras la derrota de la Navas de Tolosa.

El Imperio Almohade que había ejercido el control sobre al-Ándalus hasta el año 1212, se desmoronaba a pasos agigantados. Los almohades habían fomentado dicho dominio gracias a su fuerza militar llegada de África. Con ella, habían sometido a los pequeños reyezuelos andalusís, y gracias las razias contra los cristianos del norte habían conseguido contentar al pueblo, ya que tras conseguir amplios botines acometían bajadas de impuestos. Pero la derrota en la Batalla de Las Navas de Tolosa produjo un gran giro de los acontecimientos.

Mientras los cristianos celebraban la navidad del año 1213, an-Násir el califa almohade que había sido derrotado en las Navas de Tolosa, era asesinado por sus propios hombres en el alcázar de Marrakech. El reinado de su hijo, al-Mustansir que llegó al poder con solo 15 años, hace precipitar las emancipaciones en el seno de al-Ándalus. Este último califa corre la misma suerte que su padre, y como no hay dos sin tres, su sucesor al-Majlú, completa la terna de califas asesinados en su propio palacio por sus sirvientes al servicio de las diferentes opciones políticas almohades.

La llegada de al-Ádil, un murciano convertido en califa almohade en 1224, con el apoyo de sus hermanos en Málaga, Córdoba o Granada parece que lleva un cierto control a los territorios andalusís, Un espejismo, ya que muere tres años después corriendo una suerte parecida a la de sus predecesores. Su reinado fue la última oportunidad de los almohades en la Península, ya que tras su muerte se inicia una cruenta guerra civil entre andalusís y magrebíes por el control del califato.

Pero el error más grande de los almohades fue pedir ayuda a Fernando III, ya que al rey castellano le pusieron un caramelo en la boca, con la cesión de varios castillos a cambio de apoyo militar en África. Ese fue el momento clave para el nacimiento del último gran reino moro de la Península Ibérica, el reino nazarí de Granada, que como veremos fue producto del saber estar en el sitio adecuado, en el momento adecuado.

Los hudíes en Murcia.

A principios del siglo XIII la gran dinastía de los hudíes, que había comandado los destinos de las grandes taifas de Zaragoza o Lérida en el pasado, estaba prácticamente desaparecida. De ahí que a la historiografía le sea complicado encontrar el origen de Ibn Hud, que aseguraba ser descendiente de dicha dinastía y que por algún motivo ejercía de gobernador en Murcia en el año 1228, momento en el que inicia su aventura. Desde allí, ante el desmembramiento almohade, inicia una serie de conquistas por al-Ándalus, pronto los gobernadores andalusís ven en él una tabla de salvación. Se unen al nuevo proyecto político andalusí los gobernadores de Almería y Málaga y pronto el murciano pone sus ojos en las dos joyas de al-Ándalus, Córdoba y Sevilla.

Pero el valle del Guadalquivir pasaba en aquellos momentos por ser las zonas más interesantes de la Península Ibérica, sus fértiles tierras y la posibilidad de conectar Castilla con el mediterráneo no pasó desapercibida para Fernando III. Tampoco podemos olvidar que León, y sobre todo Portugal, eran rivales cristianos en la zona a conquistar. El primero pronto iba a ser controlado, en definitiva, la herencia leonesa de Alfonso IX recalaría tras su muerte en el año 1230 en Fernando III de Castilla, por lo que solo habría que esperar la unión de las dos coronas. Portugal, a priori era un rival más cualificado, las dotes de guerrero de Sancho II, su rey desde 1223, hacía presagiar mayores conflictos, su gran inconveniente los problemas con el Papado, que hicieron menguar sus posibilidades de conquista centradas en exclusiva en la zona del Algarve.

Estaba claro, Fernando III tenía una magnífica oportunidad de hacerse con los territorios occidentales de al-Ándalus, pero para ello debía controlar a Ibn Hud. Que mejor forma para llevarlo a cabo, que generar un conflicto interno entre los propios musulmanes de la Península, exactamente fue lo que hizo. El rey castellano buscó un socio en Al-Ándalus para conseguir sus propósitos, ese fue nuestro protagonista de hoy y que acabará fundando el Reino de Nazarí de Granada.

Muhammad Ibn Nasr.

Su lugar de nacimiento, la localidad jienense de Arjona, marcó su carácter guerrero. Cuando los almohades fueron derrotados en la cercana a Batalla de las Navas de Tolosa, nuestro protagonista cumplió los 18 años. Desde ese momento la línea fronteriza entre los reinos cristianos y musulmanes se desdibujó por completo, convirtiéndose en un lugar de oportunidades para un aventurero con ganas de batalla. Los años siguientes fue labrando su fama como Sultán de Arjona, de ahí que Fernando III lo eligiera como el contrapunto de poder de Ibn Hud.

Las tierras de lo que hoy sería la provincia de Jaén se convirtieron en sede del conflicto entre Ibn Hud y Muhammad Ibn Nasr. Ante el desorden organizado con continuas algaradas y saqueos entre los propios musulmanes, Fernando III dirige sus tropas en el año 1233 a la rica localidad de Úbeda, que rápidamente conquista ante las desavenencias musulmanas.

 Los reproches fueron continuos y la guerra civil andalusí estaba servida. Ambos contendientes ponen la vista en Sevilla, el que obtuviera su control, tendría en sus manos al-Ándalus. Ente 1233-1234 la ciudad pasa de mano en mano entre ambos, los gobernadores juran fidelidad a uno u otro, mientras Fernando III se frota las manos. El rey castellano sigue instigando a Muhammad Ibn Nasr, a acabar con Ibn Hud, y más desde que este obtiene desde Siria el título de emir de al-Ándalus. Gracias a este apoyo el del Arjona conquista Guadix, Baza y pone rumbo a Granada.

El nacimiento del Reino de Granada.

En el año 1238 muere en Almería Ibn Hud, por lo cual Muhammad Ibn Nasr, el protegido de Fernando III se convierte en el único rey moro de la Península. Sus dominios abarcaban las actuales provincias de Málaga, Granada y Almería, es decir los territorios al sur del Guadalquivir. El resto, el objeto del deseo de Fernando III, pronto quedará en manos cristianas, a Córdoba, ya conquistada dos años antes, se sumarán Jaén tras un duro asedio en 1246, y Sevilla en 1248 cuando nació la flota castellana que descendió desde el Cantábrico para llegar a Sevilla por el Guadalquivir.

El centro de ese reino que quedó en manos del vasallo musulmán de Fernando III, era una pequeña localidad de 4.000 viviendas musulmanas en torno a las empinadas callejuelas del Albaicín. Sus habitantes recibieron a Muhammad Ibn Nasr como el vencedor del islam, pronto comenzaron a denominarlo Ibn al-Ahmar, gracias a sus enormes barbas rojas. Entre los castellanos se conoció como Alhamar.

En un principio Alhamar fijó su residencia en los mismos palacios que la antigua dinastía de los ziríes poseían en el nombrado barrio del Albaicín. Pero pronto las características de la colina de la Sabika llamaron la atención del primer rey de Granada. En la misma ya existían antiguos asentamientos defensivos tanto romanos, como visigodos y musulmanes. Pero lo mejor estaba por llegar, la dinastía que acababa de nacer hizo de aquella montaña roja la más espectacular ciudad palatina andalusí. O al menos así nos lo parece hoy día, tras las destrucciones sufridas en Córdoba tras la caída de su potente califato.

Más inflo:

Historia de España de la Edad Media, Cood. Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, Ed. Ariel, 2011.

 

CAMINANDO POR LA HISTORIA

 

CAMINANDO POR LA HISTORIA

 

Los protagonistas de la Batalla de Las Navas de Tolosa.

José Mari 1 comentario

El 16 de julio de 1212 frente al desfiladero de Despeña perros (Muradal en la época) se encontraron los dos ejércitos más grandes de la Edad Media en la Península Ibérica. A pesar de que siempre es difícil catalogar el sentido de una batalla, con la Batalla de Las Navas de Tolosa parece que resulta algo menos complicado. La “Reconquista”, que la historiografía cristiana nos ha presentado, tuvo sin lugar a dudas un escenario de oro en las cercanías de la actual localidad jienense de Santa Elena. El potente ejército que reunieron los reinos cristianos se enfrentó con victoria, al gran ejército del Califato Almohade.

Al desarrollo de la batalla le podemos aplicar la manida frase de que “han corrido ríos de tinta”. Ciertamente ha sido explicada desde diversos puntos de vista, en especial para engrandecer a los vencedores, por otra parte, algo habitual. Tres reyes cristianos, que tras romper sus hombres las líneas defensivas musulmanas, se dirigen a la tienda del califa para acabar con él.  Solo la guardia personal de este última, consigue proporcionarle una salida a la fuga y proteger su vuelta a Marrakech. Pero la Batalla de Las Navas de Tolosa, también ha sido narrada desde el lado perdedor, que culpó directamente al Califa de la derrota, y siglos después la ponían en el punto de mira como el principio del fin de al-Ándalus.

En definitiva: los preparativos, la táctica seguida, y las consecuencias de la batalla han sido narradas en múltiples ocasiones. Pero hoy en Caminando por la Historia nos queremos acercar un poco más a los principales protagonistas de la batalla. Aunque evidentemente la mayor parte de los mismos fueron anónimos, las fuentes nos han relatado la presencia de destacados personajes de la Edad Media entre los combatientes de la Batalla de Las Navas de Tolosa.

Protagonistas musulmanes.

Son los grandes desconocidos de las fuentes primarias. En definitiva, como se ha señalado en más de una ocasión las batallas las narran los vencedores, y en Las Navas de Tolosa esta máxima no es una excepción.

Muhámmad an-Nasir, Miramamolín para los cristianos, se convirtió con solo 18 años, en el cuarto califa almohade a la muerte de su padre Yusuf al-Mansur en el año 1199. Afortunadamente para él heredó un Califato en tregua con los reinos cristianos de la Península Ibérica, la cual había sido pactada por su padre y no expiraba hasta el año 1211. Dicha tregua fue utilizada por el califa almohade para luchar contra la familia almorávide de los Ibn Ganiya, que desde Mallorca habían conseguido invadir el norte de África.

Sin dejar expirar la tregua, las hostilidades mutuas se habían iniciado al menos un par de años antes de la finalizar la misma. En el año 1210 las naves almohades atracan en Barcelona, obligando al rey de Aragón a repeler el ataque. A la misma vez, en el invierno de 1210 el Califa prepara su ejército en Marrakech. La siguiente primavera atraviesa el estrecho al frente de uno de los mayores ejércitos musulmanes que al-Ándalus había conocido. En Sevilla, la capital almohade de la Península, prosigue el reclutamiento, en este caso, a través de los gobernadores andalusís de las tropas asentadas en al-Ándalus.

A principios de julio de 1212, tras una serie de acontecimientos que narraremos después, Miramamolín esperaba en el interior de su tienda de campaña la llegada de los cristianos, convencido de repetir el éxito de su padre 17 años antes en las inmediaciones del castillo de Alarcos. No fue así, la derrota le llevó a huir precipitadamente a Marrakech, donde murió un año después en las dependencias de palacio. La causa sigue siendo un misterio, desde la inverosímil muerte por la mordedura de un perro, a la más plausible, asesinado por su guardia negra personal.

Como hemos señalado, son muy escasas las fuentes musulmanas que nos relatan la Batalla de Las Navas de Tolosa. Motivo por el cual, no nos han llegado muchos nombres de los acompañantes de Miramamolín. Por destacar algunos, el Cadí de Marrakech, al-Husayni, con la destacada labor de llamar a los almohades a la guerra santa. También el visir del califa, Abu Said Utman estuvo presente en las Navas de Tolosa. Sin nombre, pero con destacada participación, la guardia personal del Califa, compuesta por negros subsaharianos, que según las fuentes cristianas se enterraba hasta las rodillas para defender al Califa.

Protagonistas cristianos.

Se han contabilizado más de un centenar de fuentes de la época entre los reinos cristianos que relatan los hechos acontecidos en la Batalla de Las Navas de Tolosa. De ahí que son interminables los nombres que surgen, por lo que debemos centrarnos solo en algunos de los más destacados.

Los reyes cristianos.

Alfonso VIII de Castilla.

Fue el principal protagonista de la batalla de Las Navas de Tolosa. Tras un larguísimo reinado, ya que llevaba al frente de Castilla 42 años, le llegó la oportunidad de convertirse en el rey cristiano más importante de la Península Ibérica. No lo dudó, traspasó Despeña perros para enfrentarse a la decisiva batalla contra los almohades, y empujar a los musulmanes al principio del fin de al-Ándalus.

No le resultó sencillo llegar a ese día, ya que, debido a la continua enemistad con los otros reinos cristianos, tuvo que dedicar la segunda parte del siglo XII a luchar contra leoneses y navarros, por el control de las fronteras castellanas. De ahí que en 1195 tuviera la sonada derrota de Alarcos, solo frente a los almohades y debajo de ese castillo, miles de castellanos se dejaron la vida. Muchos años le costó volver a reconstruir el ejército castellano. La tregua fue decisiva para tal menester.

Pero la victoria en Las Navas de Tolosa le encumbró. Tanto a él, como a Castilla. Esta última se convertirá en la protagonista de la conquista de al-Ándalus los siguientes años, haciéndose con gran parte de la actual Andalucía. Pero Alfonso VIII no lo pudo ver, dos años después de la victoria, camino de Plasencia donde acudía a una reunión con su yerno, el rey de Portugal Alfonso II, encontró la muerte en tierras abulenses, solo tenía 57 años.

Pedro II de Aragón.

A Pedro II de Aragón, el más fiel de los aliados en la Península de Alfonso VIII, el año 1204 le quedó marcado para siempre. Enemistado con su madre, regente durante su minoría de edad, dedicó los primeros meses de ese año a viajar hasta Roma, para ser el primer rey aragonés coronado por el Papa. Ese mismo año se casó con María de Montpelier, si bien el matrimonio le proporcionó nuevos territorios al norte de los Pirineos, también le proporcionó algunos problemas. Para finalizar dicho año, llevó a cabo un pacto con Alfonso VIII de Castilla, que le sirvió para establecer las fronteras entre Aragón y Castilla. Además de convertirse en fieles aliados ante el enemigo común, que no era solo los almohades, sino también Navarra que necesitaba expandirse al sur para no perder la frontera con al-Ándalus.

A finales de 1210 Pedro II se vio obligado a repeler la agresión de los almohades contra Barcelona, la cual le sirvió acto seguido para iniciar la conquista de zonas de Levante, como por ejemplo el Castillo de Ademuz. En 1212 acudió a la llamada de Alfonso VIII, para colocarse a su lado ante los almohades. Tras la Batalla de Las Navas de Tolosa, participó también en la conquista de Jaén.

Pero las posesiones ultra pirenaicas, requirieron su presencia. Sus súbditos, los cátaros occitanos se enfrentaban a la cruzada Papal encabezada por Simón de Montfort. ¡Qué curiosidad!, en pocos meses pasó de luchar codo con codo con los cruzados a enfrentarse a ellos, para encontrar allí su prematura muerte a la edad de 35 años.

Sancho VII de Navarra.

Del tercero de los reyes que participó en la victoria cristiana, debemos destacar por un lado su capacidad guerrera y por otro lado sus excelentes dotes propagandísticas. Los años previos a Las Navas de Tolosa, los pasó luchado contra Castilla, enfrentándose a Alfonso VIII por los territorios vascos, los cuales perdió a finales del siglo XII. Incluso llegó a pasar dos años en el norte de África como aliado almohade, para lograr algún tipo de pacto contra el enemigo castellano.

A pesar de la continuada enemistad con Alfonso VIII acudió a su llamada para participar en Las Navas de Tolosa. ¿Necesidad de reivindicarse? o bien no perder la única oportunidad de aumentar sus territorios peninsulares. Lo cierto es que uno de los actos que más renombran las fuentes, es su apropiación del mérito de ser el primero en romper la guardia personal del Califa, de ahí la presencia desde entonces, de las cadenas en el escudo de Navarra.

Pero tras la victoria de Las Navas de Tolosa, fue apartado del proceso reconquistador, sin frontera al sur, y sin salida al mar, a Sancho VII no le quedó más remedio que mirar hacia territorios franceses para expandir Navarra. Lo que intentó hasta su muerte, 22 años después de la victoria cristiana, a la nada despreciable edad de 80 años.

Las órdenes militares.

A semejanza de las órdenes orientales, en la Península Ibérica durante la segunda mitad del siglo XII fueron surgiendo diferentes órdenes militares. Detrás de estos monjes guerreros, la necesidad de los reyes cristianos de repoblar y mantener los territorios fronterizos con al-Ándalus.

En la batalla de Las Navas de Tolosa participaron cuatro de estas órdenes. Dos de ellas nacidas en Tierra Santa durante las cruzadas, e instaladas en la Península al servicio de los intereses sobre todo de Aragón y de Castilla. Me estoy refiriendo a la Orden del Temple y a la Orden del Hospital. La Primera bajo el mando de Gómez Ramírez y la segunda bajo la dirección del prior Gutiérrez Almirez, y con sede en el castillo de Consuegra en las cercanías de Toledo. Entre las hispanas nombrar a la Orden de Santiago bajo el mando de Pedro Arias, y apostados en la zona de Uclés.

Pero la que tuvo un protagonismo especial fue la Orden de Calatrava, dirigida en la batalla por Rodrigo Díaz de Yanguas. Su labor en la frontera andalusí los años previos fue uno de los detonantes de la Batalla de Las Navas de Tolosa. Todo comenzó en 1198 cuando la Orden conquistó el Castillo de Salvatierra, su situación era clave para el paso de la meseta a al-Ándalus. Su posición allí se convirtió en una isla en medio de territorios almohades, aspecto que estos no podían consentir. Por ese motivo, fue su primera misión tras la ruptura de la tregua. Los almohades primero tomaron el cercano castillo de Dueñas, y tras dos meses de duro asedio los calatravos se vieron obligados a entregar el Castillo de Salvatierra.

La noticia de la pérdida de Salvatierra corrió rápidamente por toda Europa en boca de los monjes cistercienses, compañeros de fatiga de los Calatravos. Los almohades volvían a tener el control y amenazaban con expandirse al norte, sin duda la cruzada que explicaremos en el siguiente punto, tuvo con esta derrota su punto de mayor propaganda.

La iglesia

Si la empresa era religiosa no podían faltar las más altas instancias eclesiásticas, tanto hispanas, como de Roma. Por lo tanto, y a pesar de no estar presente en Santa Elena, las decisiones de Inocencio III, Papa de Roma entre 1198-1216, tuvieron una gran repercusión en la Batalla de Las Navas de Tolosa. Contaba con la experiencia previa en el llamamiento para la Cuarta Cruzada en Oriente, la cual acabó con la toma de Constantinopla.

En diciembre de 1210, Inocencio III remite una carta a los arzobispos y obispos hispanos, instándolos a conceder indulgencias a los que lucharan contra los almohades. La respuesta llegó de Alfonso VIII, pidiendo al Papa la presencia de un legado que pusiese paz entre los reyes cristianos de la Península. La petición surgió efecto, ya que Inocencio III mandó al recién nombrado arzobispo de Toledo, que castigara con la censura eclesiástica, a cualquier rey cristiano que atacase Castilla, mientras esta se hallará en lucha contra el infiel.

Tras la caída del Castillo de Salvatierra y la reunión con nuestro siguiente protagonista, el Papa Inocencio III, no tuvo otra opción que promulgar la Cruzada contra los almohades.

Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo desde 1210, será junto a Alfonso VIII el personaje más destacado de la Batalla de Las Navas de Tolosa. Cabeza visible más importante de la iglesia hispana en aquellos momentos, y fundador de la primera Universidad de España en Palencia. Además, este navarro nacido en Puente la Reina, se convertirá en el más destacado narrador de la batalla. Suya es la historia, o leyenda, del pastor que ayudó al ejército cristiano a eludir a los musulmanes que controlaban el paso de Despeñaderos, llevándolos por otro camino.

Tras la derrota de Salvatierra, Jiménez de Rada fue quien viajó a Roma para encontrase con el Papa Inocencio III. Desde allí pasó al norte de Italia, Francia y Alemania para predicar la Cruzada contra los almohades. En enero de 1212 el Papa insta a dicho llamamiento en una misiva al arzobispo francés de Sens, para que trasmitiera a sus homólogos franceses y provenzales, la promesa de indulgencias al que apoyase al rey de Castilla Alfonso VIII, a luchar contra el infiel. En junio de 1212 la frontera pirenaica vio pasar a miles de europeos, principalmente franceses para incorporarse al ejército cristiano. Su ayuda siempre quedó en entredicho, acusados con asiduidad de altas peticiones a cambio de la misma.

Un arzobispo, como ha quedado señalado, culto, escritor, político y también guerrero, no faltó a la cita en tierras jienense actuado en todo momento al lado del propio Alfonso VIII.

Miles y miles de hombres con y sin nombre.

Son los componentes anónimos del ejército cristiano que consiguió la victoria más sonada en los 800 años de lucha entre musulmanes y cristianos. Las milicias urbanas de Segovia, Toledo, Madrid, Valladolid, o del resto de ciudades castellanas, aragonesas y menor medida navarras. Dirigidos entre otros, por los grandes nobles castellanos como Diego López de Haro, el señor de Vizcaya desde 1204, o el alférez real y por lo tanto portador del estandarte, Álvaro Núñez de Lara. Así como otros de origen leonés, portugués o francés.

Más info:

Historia de España de la Edad Media, Cood. Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, Ed. Ariel, 2011.

Moros y cristianos, la gran aventura de la España Medieval, Juan José Esparza, Ed. La esfera de los libros, 2011.

 

viernes, 3 de julio de 2020

CONVENIENCIA EN TIEMPOS DE LOS REINOS DE TAIFAS


CONVENIENCIA EN TIEMPOS DE LOS REINOS TAIFAS

Publicado por EDITORES

Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles

BRIAN A. CATLOS
UNIVERSIDAD DE COLORADO EN BOULDER

El siglo XI fue un período notable en la historia de la Península Ibérica y en las relaciones étnicas y religiosas en el Occidente medieval. De las cenizas del Califato de Córdoba, que se derrumbó como resultado de una guerra civil que comenzó en el año 1009, surgió una constelación de taifas, o pequeños “reinos de bandos» o facciones. Mientras estos reinos luchaban entre sí buscando aumentar su poder y prestigio, se convirtieron en dinámicos y cosmopolitas centros de innovación cultural e intelectual, cuyas estructuras políticas reflejaban la diversidad de la Península Ibérica. Musulmanes, cristianos y judíos, ya fueran andalusíes nativos, bereberes o recién llegados de tierras francas, compitieron y colaboraron en su empeño por aumentar su poder, ampliar conocimientos y expresar el sentido de la condición humana. Este tiempo, a menudo caracterizado como una “Edad de Oro”, tanto de las letras hebreas como de las árabes, también constituyó el inicio del proceso de apropiación latina de la cultura islámica que transformaría el Occidente cristiano. Esta fue una época en la que los judíos obtuvieron posiciones de poder e influencia en toda la Península ibérica y en la que los cristianos y los musulmanes lucharon y sirvieron a reyes infieles.

Pero también fue un periodo de intenso conflicto, tanto entre los reinos taifas como entre los principados cristianos del norte, y entre aquellos que identificaban una lucha más amplia entre la cristiandad y el islam. Aún así, los gobernantes cristianos y musulmanes fueron aliados y enemigos. Mientras tanto, el vacío político resultado del debilitamiento de los reinos taifas abrió la Península a nativos y foráneos que enmarcaron sus ambiciones en términos de conflicto religioso. Los almorávides llegaron del Magreb con la bendición de los ulemas andalusíes y bajo el estandarte del yihad, mientras que los cristianos de la Europa “franca” reforzaron a los nuevos y confiados príncipes del norte, que comenzaron a desarrollar una ideología de “reconquista” cristiana y que se aferraron a una noción de “Cruzada.” El siglo XI y el siguiente serían testigos del colapso de los almorávides y del ascenso y declive de los almohades, ya que los príncipes cristianos tomaron bajo su control cada vez mayores extensiones de territorio andalusí, que estaban pobladas por súbditos musulmanes y judíos.

La historia en jaque

La naturaleza de las relaciones entre cristianos musulmanes y judíos en este período de la historia de la Península Ibérica, y de hecho en el transcurso de la Edad Media y en todo el Mediterráneo, ha constituido un enigma para los historiadores, que, en su mayoría, se han posicionado como pertenecientes a dos campos de interpretación opuestos. Por una parte, los inspirados por Américo Castro han tendido a definir las relaciones etno-religiosas de esta etapa de manera positiva, proponiendo una era de convivencia “tolerante”, en la que las ideologías de confrontación de cristianos y musulmanes eran aberrantes o excepcionales. Por otra parte, hay quienes, inspirados por la posición de historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz, ven esta historia como un choque inevitable entre “civilizaciones” fundamentalmente distintas y antagónicas: la islámica, la cristiana y la judía (o la islámica y la “judeo-cristiana”).  Durante buena parte del siglo pasado la historia de este período se ha interpretado a partir de estos dos enfoques incompatibles.
Pero cada uno de estos posicionamientos parecen ser tanto ideológicos como académicos, y reflejan más los prejuicios, las presunciones y los programas de quienes los defienden, que no un esfuerzo genuino por comprender la historia de la sociedad humana. Con el tiempo, sus partidarios se han ido afianzando cada vez más, construyendo historias que a menudo simplemente ignoran o restan importancia a las pruebas que las contradicen. El resultado ha sido una especie de estancamiento conceptual o metodológico. A pesar de que más estudiosos, en particular aquellos formados en historia comparada y en enfoques interdisciplinarios, expresan su insatisfacción con las presunciones excesivamente simplistas y esencialistas de las que depende cada una de estas posiciones, nadie, al parecer, puede escapar plenamente de la poderosa simplicidad de este modelo binario o del vocabulario de “tolerancia” y “conflicto” usado para caracterizar el pasado.

Sin embargo, ninguno de estos dos enfoques, largamente establecidos, resulta convincente. Cado uno se inclina hacia una perspectiva platonizante que presume que el cristianismo, el judaísmo y el islam son sistemas sociales y culturales claramente definidos y coherentes internamente; que las civilizaciones (cualesquiera que sean) actúan como agentes históricos; y que quienes se identifican con esas afiliaciones religiosas lo hacen de manera coherente y están motivados por los dictados de esas ideologías. Lo que es más grave es que ninguno de los dos modelos puede eficazmente dar cuenta de las pruebas que contradicen sus posiciones fundamentales, y ninguno de los dos ofrece una explicación convincente de las causas. Ninguno de los dos aborda las tres “paradojas de la pluralidad”: el hecho de que miembros de comunidades religiosas que eran mutuamente antagónicas en cuanto a doctrina pudieron integrarse social, política y culturalmente, que las comunidades de sujetos minoritarios fueron tratadas de manera beneficiosa por gobernantes cuya legitimidad estaba arraigada en su propia identidad religiosa, y que individuos e instituciones a menudo siguieron políticas o tomaron medidas que parecen contradecir sus ideologías formales.

La “inteligibilidad mutua” y la cultura mediterránea

“Inteligibilidad mutua” es un término lingüístico que denota escenarios en los que hablantes de diferentes dialectos y lenguas que existen en un “continuo dialectal” pueden entenderse entre sí sin conocer necesariamente las lenguas de los demás.  En este artículo, el concepto se aplica a las culturas de la región mediterránea medieval, y más específicamente, a la Península Ibérica. Horden y Purcell han argumentado de manera convincente que desde el Neolítico la geografía del Mediterráneo propició el desarrollo de una economía regional interdependiente caracterizada por la especialización, el intercambio y la movilidad. Como consecuencia, en la Edad Media ya existía en toda la región una potente cultura común, aunque informal, o un habitus, caracterizado por la religión abrahánica, las instituciones romanas, la ciencia y la filosofía heleno-persa y el esoterismo egipcio. Las lenguas vernáculas comunes rompieron las divisiones étnicas, así como la existencia de metalenguajes de las escrituras. El latín, el hebreo, el griego y el árabe pueden ser cada uno de ellos emblemáticos de una única tradición religiosa, pero fueron hablados, leídos e incluso venerados por otros. Además, estos grupos compartían tradiciones populares, prácticas religiosas y mágicas y costumbres sociales, y adoptaron tecnologías comunes e instituciones similares. Esto era aún más evidente en el Mediterráneo occidental, donde las semejanzas geográficas entre el Magreb y la Península Ibérica son sorprendentes, además ambas regiones fueron parte del Imperio Romano.

La “inteligibilidad mutua” era fruto de la cultura compartida en la que participaron las diversas comunidades etno-religiosas del Mediterráneo, que propició que pudieran entenderse en términos que les eran inteligibles. Para los conquistadores no era necesario erradicar la lengua o las instituciones de los conquistados para aumentar su “legibilidad”. No había necesidad de buscar un “punto medio” (middle ground en inglés), porque existían ya muchas similitudes. Esto proporcionó un marco para el comercio intrarregional y sirvió como incentivo para la expansión política. También explica la facilidad con la que los árabes y los bereberes que llegaron a la Península en el siglo VIII pudieron insertarse y cooptar la estructura de poder visigoda, y cómo trescientos años más tarde los cristianos del norte pudieron infiltrarse en el gobierno de los reinos taifa de al-Andalus (cuyas cortes reales, por esta misma razón, contaban con numerosos judíos, cristianos y musulmanes extranjeros).
Los gobernantes cristianos y musulmanes de la España del siglo XI puede que se presentaran como abanderados de religiones rivales, pero también se manifestaron como competidores por el gobierno de la misma circunscripción sociopolítica. De ahí la famosa caracterización de Alfonso VI como al-Imbratur dhu’l-millatayn (“Emperador de las dos comunidades religiosas”), que reclamaba en árabe a su rival bereber musulmán, Yusuf ibn Tashfin, su legitimidad como gobernante tanto de musulmanes como de cristianos, en virtud de un título romano.

La conveniencia y la coacción 

Esto nos lleva a preguntarnos por qué los gobernantes peninsulares y mediterráneos medievales querían tener súbditos infieles. El motivo no tiene nada que ver con una ideología de “tolerancia,” era una cuestión de pragmatismo. Las conquistas sólo son valiosas si generan ingresos, y esto implica que hay que mantener la economía activa. Si se dispone de un gran número de colonos es posible eliminar a la población nativa, pero incluso en los casos en que esto es posible, no acostumbra a ser lo preferible. En la compleja, comercializada e interconectada economía del Mediterráneo, los conquistadores que expulsaron o interfirieron con los pueblos conquistados lo hicieron a riesgo de socavar su propio poder y posición. Era mejor hacer todo lo posible para asegurar la continuidad. De ahí que en el período taifa hubiera pocas conquistas territoriales por parte de los cristianos y, en cambio, se implementara una política de parias, o de cobro de tributos, que dejó toda la economía y el gobierno de los reinos taifa intactos, pero dependientes. Una de las consecuencias que tuvo fue la dramática integración de las iniciativas políticas y militares cristianas y musulmanas.

Era necesaria una política de mínima interferencia porque los cristianos de la España de finales del siglo XI y del siglo XII estaban conquistando territorios más poblados y más sofisticados a nivel institucional que los suyos. Al igual que les sucedió a los árabes del siglo VIII, no tenían la capacidad de administrar los territorios que acababan de conquistar. Tampoco podían arriesgarse a tener una población nativa hostil, que requiriera una ocupación activa, en un momento en el que se encontraban bajo presión para conquistar y consolidar el territorio contra rivales tanto cristianos como musulmanes. Así pues, al igual que los primeros musulmanes desarrollaron la dhimma como una estrategia para incorporar a los pueblos sometidos al dar al-islam, los gobernantes cristianos hicieron lo que pudieron para conseguir que los musulmanes sometidos permanecieran en sus tierras bajo dominio cristiano. Esto se efectuaba típicamente mediante acuerdos bilaterales (a veces llamados convenienças) que garantizaban a la población conquistada su seguridad personal y la de sus propiedades y autonomía legal y religiosa como comunidades sometidas. La inteligibilidad mutua propició que esto fuera factible. Los musulmanes disponían de un marco conceptual para comprender esta nueva realidad: se veían a sí mismos como dhimmis, con las obligaciones y los derechos que tal sistema comportaba.

Tanto las parias como el establecimiento del mudejarismo tuvieron como resultado la integración de cristianos y musulmanes en las mismas estructuras de poder y marcos institucionales. También favorecieron la integración económica y social entre cristianos, musulmanes y judíos. Esto, a su vez, estimuló la interpenetración social, por la que miembros de diferentes comunidades religiosas vivieron en entornos mixtos que propiciaron su integración en redes económicas de producción y distribución dominadas por cristianos. A medida que sus miembros gravitaron hacia nichos económicos y profesionales específicos, las comunidades minoritarias se volvieron, si no “indispensables”, sí “útiles” y “necesarias” para el régimen cristiano. Siempre que las comunidades minoritarias pudieran establecer múltiples relaciones de beneficio mutuo con diversos elementos de la sociedad cristiana, estarían seguras y aisladas de políticas chovinistas, dado que los cristianos que reconocieran los beneficios que los intereses mutuos compartidos con súbditos musulmanes les generaban, les defenderían. En ausencia de la percepción de relaciones de beneficio mutuo, las comunidades minoritarias eran vulnerables a la marginación, la pérdida de privilegios o la represión.

La concepción medieval de la religión como ley (es decir, un musulmán se encontraba bajo la lex sarracenorum) requería que los conquistadores establecieran sistemas legales plurales. Esto otorgó una legitimidad limitada a la ley islámica, y le propició un lugar en la estructura institucional cristiana. Los judíos estaban en una posición similar. Acordando estar en desacuerdo, o participando en una “suspensión voluntaria de la creencia”, los cristianos y los musulmanes se vieron obligados a reconocer las buenas intenciones del otro a pesar de sus diferencias. Así pues, el pluralismo “tomó forma” en las instituciones legales cristianas españolas en este período formativo del siglo XI (como había sucedido con la dhimma en el caso del islam temprano). Por supuesto, pluralidad no significa igualdad, pero tampoco se esperaba. Los regímenes cristianos, al igual que el islam, presumían de una jerarquía de jurisdicción legal y prestigio social en la que la “religión correcta” tenía más poder y sus fieles merecían más privilegios. Esta era una situación que satisfacía las expectativas tanto de las comunidades minoritarias como de las mayoritarias.
La integración económica y administrativa, a su vez, facilitó la aculturación tanto en el plano erudito como en el popular, como evidencian la difusión del pensamiento científico y religioso, la cocina, la vestimenta, el lenguaje, los tropos literarios, los repertorios simbólicos y las tradiciones populares. Todo esto puesto que, como no era infrecuente en los ambientes mediterráneos, la cultura de los pueblos conquistados era más sofisticada y urbana que la de los conquistadores. Consecuentemente, la aculturación era bilateral, lo que intensificó la inteligibilidad mutua. Además, esto ofreció a las comunidades minoritarias una ventaja adicional en forma de capital cultural, al menos hasta el momento en que los conquistadores ya se hubieran apropiado de sus ventajas o cuando estas ya no fueron consideradas valiosas. La corriente de aculturación más importante afectó a los conquistados, ya que paulatinamente se vieron obligados a modelar sus instituciones y costumbres para que se ajustaran a las de los conquistadores. Pese a que por un lado esto comprometía la integridad religiosa de sus sistemas sociales y judiciales, por otro lado, les proporcionó un medio y un soporte para defender a sus comunidades utilizando los principios y prácticas de sus nuevos señores, usando “las armas de los débiles”.

La identidad y la complejidad

En estas sociedades multiconfesionales, la afiliación religiosa fue el modo de identidad más significativo. Determinó la condición jurídica, marcó el prestigio, afectó a las oportunidades económicas y delineó las interacciones sociales. Sin embargo, constituyó sólo una modalidad de identidad. Cada individuo encarnaba simultáneamente una serie de identidades, muchas de las cuales no coincidían con su comunidad religiosa. Según las circunstancias, éstas podían ser más convincentes y llevar a determinados individuos a definirse como miembros de comunidades que cruzaban las líneas religiosas. Ya fuera como miembros de una profesión u oficio, como soldados o intelectuales, como súbditos del mismo rey, miembros de la misma clase económica, hablantes del mismo idioma, adoradores del mismo Dios o habitantes del mismo pueblo o barrio.

Los sociólogos se refieren a este tipo de solidaridades con el término “círculos sociales transversales” (en inglés, cross-cutting circles). El modo preciso de identidad que un individuo expresaba en cada momento dado dependía del contexto en el que se encontraba. En muchas circunstancias, los individuos interactuaban no como cristianos, musulmanes o judíos, sino como aliados, clientes, socios, mecenas, vecinos o incluso amigos, a pesar de que tenían siempre presente la jerarquía entre las comunidades religiosas en las que vivían y las asimetrías de poder que generaban. La inteligibilidad y conveniencia mutuas estimularon el desarrollo de “círculos transversales.” Esto podía apreciarse cuando los miembros de las diversas comunidades religiosas exhibían solidaridad social, colaboración económica o se unían para formar élites interconfesionales, ya fueran políticas, militares, administrativas o intelectuales, y constituyó una de las características del período taifa de al-Andalus.

Sin embargo, no todos los modos de identidad son iguales. Las sociedades son sistemas complejos, caracterizados por una multiplicidad de vectores de identidad. Los sistemas complejos pueden pensarse en tres niveles: macro, meso y micro, cada uno de los cuales entra a su vez en relación con el tamaño y las características de las comunidades imaginadas o concretas a las que corresponde. En esta época, la identidad de nivel macro o “ecuménica” correspondía a la identidad religiosa formal y dogmática. Sólo se podía ser cristiano, musulmán o judío. Cuando uno se pensaba a sí mismo o se expresaba en esos términos, acarreaba consigo una oposición u hostilidad hacia los miembros de las religiones rivales. Sin embargo, sólo en algunas situaciones específicas la gente se definía a sí misma y a los demás de este modo. Mayoritariamente, las personas interactuaban unas con otras en los niveles de identidad meso y micro. El modo de identidad de nivel meso o “corporativo” correspondía a la pertenencia a comunidades concretas, ya fuera organizadas o informales, como, por ejemplo, los súbditos del reino, los profesionales del comercio o la profesión, los habitantes de una ciudad o los súbditos de un señor. Algunos de esos grupos se limitaban a los miembros de una sola comunidad religiosa, pero muchos incluían a miembros de comunidades rivales. En esos casos, la identidad religiosa se relegaba a una importancia secundaria o se ignoraba por completo. Esto tiene una importancia crucial porque fueron las organizaciones y las instituciones, las “empresas” (como las llaman los economistas, firms en inglés) las que impulsaron el cambio histórico, motivadas en gran medida por preocupaciones pragmáticas y un análisis de tipo coste-beneficio. El nivel micro representa el modo de identidad “local” o “individual,” en el que los individuos interactuaban de manera inmediata, no estructurada o intuitiva con otros individuos, como cuando conversaban con los transeúntes, se mezclaban en el mercado o admiraban el físico de otra persona. Tampoco en este caso era probable que la identidad religiosa figurara como el factor determinante en las interacciones entre diferentes grupos religiosos.

En otras palabras, es probable que en determinados contextos los individuos imaginaran el mundo definido por tres comunidades religiosas antagónicas, como cuando se veían a sí mismos ante todo como fieles, o en el contexto de comunidades organizadas que se limitaban a su propia afiliación religiosa. Pero esto representaba una proporción relativamente pequeña de los encuentros que la mayoría de las personas tenían a diario. La mayoría de las actividades tenían lugar en el micro nivel o en contextos de meso nivel que, al menos en principio, no eran religiosamente excluyentes. Debido a la inteligibilidad mutua y a la conveniencia, había muchos contextos en los que se podía considerar a miembros de otros grupos religiosos en términos de solidaridad o indiferencia, y se podía interactuar social, económica y políticamente con los “infieles” sin problemas.

Sin duda, aquellos que se sentían fuertemente involucrados en su identidad religiosa formal (como los miembros del clero, los rabinos o los ulemas) podían tener la tendencia a ver casi todas las interacciones en macro-términos, pero estos individuos eran la excepción. De igual modo, cuando un grupo formado por individuos que se identificaban con una única comunidad religiosa (por ejemplo, los cristianos) competía con un grupo de miembros de una comunidad diferente (por ejemplo, los musulmanes), podían articular su oposición en términos de diferencia religiosa, aunque esta no fuera la causa de su conflicto. Así, cuando los nobles cristianos luchaban contra sus homólogos musulmanes podían inclinarse a pensar que se trataba de una guerra religiosa, aunque fuera simplemente un conflicto por el territorio o los recursos. Por otra parte, cuando luchaban codo con codo, su vocación común les proporcionaba un marco de solidaridad que superaba sus diferencias religiosas. En suma, el conflicto religioso en esta época no era ni omnipresente ni inevitable, y a menudo, aunque se enmarcara como conflicto religioso, era de hecho mundano.

El paradigma y la paradoja

En el periodo taifa, la mayor parte de las interacciones, ya fueran entre correligionarios o con miembros de otros grupos, fueron de naturaleza pragmática o intuitiva más que ideológica. Cada individuo no sólo incorporaba una serie de identidades, sino que muchas de ellas eran inconsistentes o estaban en desacuerdo entre sí. Así es la naturaleza humana. De hecho, en la “escala de identidad” esbozada anteriormente, se puede observar una correspondencia con los elementos de la estructura de la mente de Freud: superego, ego e id. Al tener en cuenta los tres elementos del “Principio de conveniencia”: la inteligibilidad mutua, la conveniencia y la escala de identidad, desaparecen las aparentes paradojas existentes en las relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos. Figuras como El Cid, el paladín cristiano que luchó para reyes musulmanes; Samuel ibn Naghrilla, el rabino que celebraba fiestas regadas en vino con musulmanes y que escribía odas a jóvenes hermosos; al-Mu’tamid, el rey poeta que empleaba a un astrólogo judío; y Alfonso IV, el proto-cruzado y protector de los mudéjares, se revelan bajo esta perspectiva como personalidades históricamente inteligibles, complejas y realistas.
La aplicación de este paradigma no sólo a esta época, sino a toda la Edad Media ibérica y mediterránea, permite analizar los procesos históricos sin recurrir a categorías problemáticas, nebulosas y casi sin sentido, como convivencia, reconquista, tolerancia, yihad y cruzada. Por otra parte, ¿podemos afirmar que cada encuentro o evento encaja necesariamente en este modelo de conveniencia? No, pero lo aquí propuesto no es un mecanismo determinista, sino un medio para discernir de manera sistemática pautas y principios más amplios que conformaron la historia de este período. Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles basadas en la observación empírica. La identidad religiosa no está en el centro de esta nueva manera de entender la historia, de la misma manera que el planeta tierra no está en el centro del universo, aunque pueda parecerlo cuando se analiza la cuestión de manera superficial.

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