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jueves, 17 de marzo de 2022

LA BATALLA DEL SALADO Y LA CONQUISTA DEL ESTRECHO

 




LA BATALLA DEL SALADO Y LA

 CONQUISTA DEL ESTRECHO

ALFONSO XI CONTRA LOS MUSULMANES

En 1340 un ejército benimerín cruzó el estrecho de Gibraltar y puso sitio a Tarifa. Alfonso XI, el rey de Castilla, salió al encuentro de los musulmanes y los derrotó en una decisiva batalla


Javier Leralta

 

La suerte estaba echada. La línea del río Salado dividía dos creencias y dos maneras de entender la vida; dos mundos antagónicos separados por un río de poco caudal. A un lado, hacia Levante, con el sol a sus espaldas, las tropas de Abu-l-Hassán, rey de la dinastía benimerín (o mariní) de Marruecos, y Yusuf I, soberano nazarí de Granada; al otro lado, a Poniente, el ejército de Alfonso XI de Castilla y su suegro Alfonso IV de Portugal, apoyado por las milicias concejiles de Écija, Carmona, Sevilla, Jerez y algunas más, acostumbradas a la lucha armada con el enemigo granadino por la cercana frontera. La Corona de Aragón también colaboró con una flota de galeras al mando del almirante Pedro de Moncada, aunque su presencia fue casi testimonial ya que no intervino directamente en la batalla.

El ejército de Alfonso XI esperó a que el sol no fuera tan molesto para empezar la batalla. Tuvo suerte porque ese día, lunes 30 de octubre de 1340, el fuerte viento de Levante no sopló y ello facilitó los planes cristianos. Como buen príncipe de la guerra, el monarca castellano había preparado muy bien el enfrentamiento. Tanto él como los ricoshombres del reino, entre los que estaban el infante don Juan Manuel –tío segundo del rey–, Juan Núñez de Lara, Juan Alfonso de Alburquerque o Alfonso Méndez, maestre de Santiago, es decir, lo más granado de la alta nobleza castellana, habían repartido a sus hombres para luchar por lo que entonces era una causa noble, la victoria del bien sobre el mal, del cristianismo sobre el Islam.


La madrasa de Attarine, en Fez, fue una escuela coránica fundada en 1325 por Abu Said, padre del rey benimerín Abu-l-Hassán. En la imagen, uno de los patios.

Foto: Cordon Press

Se trataba de una guerra santa. De hecho, el papa Benedicto XII había promulgado la bula Exultamus in te elevando la batalla a la categoría de cruzada contra el Islam. Una declaración bien recibida entre los contendientes cristianos porque de esta manera tendrían derecho a beneficios espirituales y, sobre todo, económicos, mucho más importantes, al poder embolsarse una parte de los impuestos eclesiásticos.

EL DESAFÍO CASTELLANO

En los campos de Tarifa, entre dos mares, Alfonso XI desplegó toda su estrategia militar y su enorme talento en el campo de batalla, cultivado en la lectura de diferentes obras de su tío don Juan Manuel y en el anónimo Libro de Alexandre, un manual clásico del arte de la guerra sobre la vida de Alejandro Magno y los consejos de Aristóteles, publicado el siglo anterior. El ejército musulmán tenía fama de poseer los mejores jinetes, ligeros y rápidos como el viento del Estrecho, pero las tropas castellanas habían perfeccionado su armamento con espadas y armaduras de última generación.

Así, mientras la caballería ligera benimerín luchaba a cuerpo descubierto, con la única protección de un escudo de cuero (adarga) y la ayuda de una jabalina corta (azagaya) y una espada, el ejército de Alfonso XI presumía de ser más moderno, seguro y potente. Y, tácticamente, mejor preparado.

Tanto los caballos como los soldados castellanos estaban protegidos con nuevas armaduras que cubrían todas las zonas vulnerables del cuerpo. Además, los caballeros iban equipados con lanzas largas para hacer más violenta la carga, aprovechando la inercia de la carrera, y blandían espadas puntiagudas ligeras, con cantos afilados por ambos lados, que empuñaban con una sola mano y con las que podían atravesar las viejas cotas de malla de los benimerines, ya en desuso entre los cristianos.

Según las crónicas, Abu-l-Hassán desechó la propuesta castellana de librar la contienda en las inmediaciones de la laguna de La Janda, al norte de Tarifa, cerca de Barbate, y prefirió el terreno irregular de cerros, bosques y playas más cercano a Algeciras (en poder musulmán) para de este modo asegurarse la huida en caso de derrota.

Así pues, una vez inspeccionado y preparado el terreno por el rey castellano, se dispuso la organización del enfrentamiento en sus diferentes fases: aproximación, lucha cuerpo a cuerpo y huida. Ambos ejércitos pactaron la pelea en campo abierto como solución definitiva para decidir la soberanía de la zona, en permanente tensión desde que Sancho IV conquistara Tarifa a finales del siglo anterior.

Alfonso XI y sus nobles repartieron las tropas en función del terreno, disposición y efectivos del enemigo. Las tropas de Alfonso IV de Portugal, de apenas mil soldados, recibieron la ayuda de cinco mil castellanos y se dirigieron por el flanco izquierdo en busca del ejército granadino, situado al pie de uno de los cerros. El grueso del ejército cristiano se distribuyó de la forma tradicional, con cuerpo central, zaga y dos alas. La vanguardia estaba formada por caballeros e infantes, dirigidos por varios nobles, que tenían la misión de cruzar el río Salado en el momento en que se iniciara el ataque.

EN EL CAMPO DE BATALLA

La decisión tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad numérica del ejército musulmán

Por su parte, el rey de Marruecos, que situó su campamento en una "escarpada peña" para seguir mejor el desenlace de la batalla, ordenó a las tropas que cercaban Tarifa que abandonaran el asedio para incorporarse al grueso del ejército y que quemaran los ingenios de guerra utilizados en el cerco para evitar que cayeran en manos enemigas. Está claro que la decisión tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad numérica.

Una crónica castellana eleva los efectivos benimerines a 53.000 jinetes y 600.000 peones, divididos en tribus y linajes, según la costumbre bereber. Las cifras resultan muy exageradas para aquellos tiempos. Según estimaciones más ajustadas a la realidad, el ejército cristiano pudo reunir a 22.000 soldados, mientras que el musulmán triplicaría esa cifra.

Por los efectivos que entraron en liza, la batalla del Salado, librada el 30 de octubre de 1340, fue una de las mayores en la larga historia de guerras entre cristianos y musulmanes en la España medieval. Para conmemorar la victoria, el rey Alfonso XI amplió el monasterio de Guadalupe, una de cuyas salas sería decorada en el siglo XVII con un cuadro sobre la batalla.


Foto: Archivo Real Monasterio de Guadalupe

No durmió bien Alfonso XI esa noche por la preocupación de la batalla y las ganas de que llegara la hora del encuentro. Después de oír misa y comulgar con las armas encima del altar para ser bendecidas, esperó a que el astro rey dejara de molestar en el horizonte. El combate comenzó hacia las diez de la mañana. La vanguardia castellana cruzó el río Salado y embistió con bravura la delantera marroquí, que apenas pudo aguantar la fuerza de la caballería pesada.

La espolonada castellana fue tan feroz que el ejército musulmán apenas pudo desarrollar su táctica favorita, el tornafuye, utilizada por los almohades con suerte desigual en las batallas de Alarcos (1195) y Las Navas de Tolosa (1212). La estrategia consistía en fingir la huida con la idea de atraer al enemigo para desorganizarlo y a continuación revolverse y atacar a los confiados soldados con jabalinas y saetas.

PERSECUCIÓN IMPLACABLE

Hasta el atardecer lucharon los dos ejércitos cuerpo a cuerpo, a caballo, con hondas, lanzas, ballestas y arcos. La pelea se extendió por los cerros cercanos y la playa. Las tropas cristianas, que registraron pocas bajas según las crónicas –según una de ellas, no más de "quince o veinte jinetes", cifra poco verosímil–, arrasaron el campamento de Abu-l-Hassán matando a sus mujeres, entre ellas a Fátima, su favorita, y apoderándose de todas las riquezas. El rey castellano, disgustado, ordenó perseguir a los saqueadores dentro y fuera del reino y que se devolviera el botín.

Alfonso XI llevó a rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción total del enemigo

Pero lo peor llegó cuando el ejército musulmán se sintió derrotado y empezó la retirada. Cada musulmán escapó del campo de batalla como pudo, sin orden ni concierto. Algunos lo hicieron por la playa, muriendo ahogados, y otros por los cerros en busca de los campos de Algeciras. Precisamente en la retirada fue apresado el príncipe Abu Umar, hijo del rey marroquí, que fue liberado años más tarde tras sufrir un ataque de locura.

Alfonso XI llevó a rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción total del enemigo, es decir, el concepto de batalla decisiva que tantas veces había leído en el Libro de Alexandre, donde se defendía la figura de un rey soberbio y a la vez piadoso.

 

 

LA FITNA Y DESINTEGRACIÓN DE AL-ÁNDALUS

 LA FITNA Y DESINTEGRACIÓN DE


 AL-ÁNDALUS



En el año 1031, tras un largo periodo de rupturas internas, el Califato de Córdoba desapareció definitivamente. Su lugar lo ocuparon los primeros reinos de taifas, cuyos soberanos pasaron las siguientes décadas guerreando entre ellos. El reino nazarí de Granada fue el último en sobrevivir y alumbró una nueva época de esplendor andalusí.

 

el 30 de noviembre del año 1031 Hisham III, el último califa de Córdoba, fue depuesto y tuvo que escapar al norte. Se refugió hasta su muerte en el emirato de Larida (actual Lleida), uno de los muchos reinos de taifas surgidos de la desintegración del califato. Era el último estertor de una agonía que había comenzado décadas antes y que se conoce como la fitna de al-Ándalus, cuando una serie de luchas por el poder en el seno de la dinastía omeya propiciaron la secesión de los territorios del califato uno tras otro.

LA FITNA DE AL-ÁNDALUS

La palabra fitna, un término complejo que tiene connotaciones de conflicto y lucha, es el nombre con el que se conocen las guerras internas que el Islam vivió desde la caída del Primer Califato, en su mayoría debidas a divisiones en la doctrina o a conflictos sucesorios. Este segundo caso es el que desencadenó la crisis del califato fundado por Abderramán III, y que empezó en tiempos del nieto de este, Hisham II. Debido a su temprana edad en el momento de asumir el trono (año 976), el poder quedó en manos de dignatarios más preocupados por eliminar a sus adversarios que de ocuparse de los graves conflictos internos del califato.

Una serie de luchas por el poder en el seno de la dinastía omeya desencadenaron la fitna de al-Ándalus, propiciando la secesión de los territorios del califato uno tras otro.

Ya desde la época del emirato, previo a la proclamación del califato, los soberanos andalusíes habían tenido que lidiar con las ansias de independencia de sus gobernadores, siempre deseosos de obtener el control total de sus feudos y carentes de cualquier sentido de unidad. Las continuas campañas de los omeyas contra los reinos cristianos implicaban una presión fiscal que acusaban sus súbditos, sobre todo las comunidades no musulmanas que debían pagar impuestos especiales, lo que se traducía en conflictos que siempre estaban a punto de estallar. Por ello, no eran pocos los gobernadores que esperaban cualquier oportunidad para dejar de lado a los omeyas y administrar sus territorios por su cuenta.

LA ERA DE LOS REINOS DE TAIFAS

La situación se precipitó después de que Hisham II fuera obligado a abdicar en el año 1009. En poco más de veinte años llegaron a formarse más de 30 taifas, pequeños reinos independientes, dejando el califato reducido a poco más que la capital. A pesar de las ansias que habían demostrado por ocuparse de sus propios asuntos, los gobernantes de las taifas no se dieron por satisfechos y dedicaron sus recursos a guerrear entre ellos, a menudo asistidos por ejércitos mercenarios o incluso por los reyes cristianos del norte.

Entre los años 1009 y 1031 llegaron a formarse más de treinta taifas, pequeños reinos independientes, dejando el califato reducido a poco más que la capital.

Formalmente el Califato de Córdoba siguió existiendo hasta noviembre del año 1031, cuando la población de la capital se sublevó contra el último califa, Hisham III, que fue depuesto y expulsado de la ciudad junto con los restantes miembros de la dinastía omeya. Su huida envalentonó a los gobernantes de las taifas más poderosas, que vieron la oportunidad de ocupar el vacío dejado. El título de califa concedía una autoridad moral que ningún título regio podía igualar: implicaba no solo un liderazgo militar sino también espiritual y la obligación -al menos teórica- de todos los musulmanes de someterse a su guía. Esta prerrogativa en realidad nunca se cumplió, mucho menos aún en los pequeños reinos de taifas, pero eso no impidió a varios reyezuelos proclamarse califas, habiendo a veces incluso más de uno al mismo tiempo.

Para muchos de estos gobernantes la situación no solo no mejoró respecto a cuando estaban bajo la autoridad omeya, sino que incluso empeoró notablemente, ya que para su defensa solo podían contar con costosos mercenarios o con aliados a los que debían corresponder con tributos, tierras u otro tipo de concesiones. Solo las taifas más poderosas sobrevivieron, a base de absorber a las más pequeñas: Zaragoza, Toledo y Badajoz se convirtieron en las más grandes, aunque tenían que soportar la presión de los reinos cristianos en su frontera; mientras que en el sur la de Sevilla ocupó el lugar preeminente que había ostentado Córdoba y llegó a absorberla.

La Alhambra, cuyo nombre significa "castillo rojo", fue la residencia de la dinastía nazarí desde el siglo XIII hasta los primeros días de 1492. Es Patrimonio de la Humanidad y está considerada una de las mayores joyas de la arquitectura andalusí.

Foto: Gtres

EL ÚLTIMO ESPLENDOR ANDALUSÍ

La era de los reinos de taifas se extendería durante dos siglos, primero bajo dominio de los almorávides y después de los almohades, ambas dinastías de origen norteafricano y que sostenían una interpretación mucho más rigorista del Islam que la de los omeyas, acabando con el clima de relativa tolerancia que había hecho del califato cordobés un referente dentro y fuera del mundo musulmán. Su obsesión por lograr la hegemonía en las ruinas de al-Ándalus propicio su progresivo retroceso ante los reinos cristianos, especialmente el creciente reino de León.

Las luchas entre los reinos de taifas propiciaron su progresivo retroceso ante los reinos cristianos, especialmente el creciente reino de León.

A mediados del siglo XIII, el emirato de Granada -más conocido como Reino Nazarí de Granada, por el nombre de la dinastía reinante- era el último reducto del poder andalusí en la península Ibérica. No obstante, este fue el más longevo de la Hispania musulmana y a lo largo de sus más de dos siglos de historia, experimentó un renacer cultural

que nada tenía que envidiar al esplendor de los mejores tiempos del Califato de Córdoba.

"La despedida del rey Boabdil a Granada" es un óleo de Alfred Dehodencq que retrata la leyenda del "suspiro del moro". Según esta historia Boabdil, al marcharse de Granada, se giró para ver su ciudad por última vez y rompió a llorar, a lo que su madre Aisha replicó: "Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre". En realidad se trata de una invención de fray Antonio de Guevara, cronista de Carlos V.

Foto: wikicommons


Esta relativa estabilidad -a pesar de sus problemas internos- fue posible gracias al pacto entre el sultán nazarí Alhamar y el rey Fernando III de León y Castilla, que establecía un extenso territorio de frontera a lo largo del valle del Guadalquivir. Los reinos cristianos y el nazarí estaban demasiado ocupados en sus propios conflictos para preocuparse de la conquista del otro y Granada, además, contaba con la barrera natural que suponía Sierra Nevada.

El pacto entre el sultán nazarí Alhamar y el rey Fernando III de León y Castilla establecía un extenso territorio de frontera a lo largo del valle del Guadalquivir.

Solo la unión entre las coronas castellana y aragonesa mediante el matrimonio de los Reyes Católicos rompió este delicado equilibrio. En 1484 empezó la última guerra de la que se llamaría Reconquista, un término equívoco que no refleja la complejidad de la Hispania medieval, en la que reyes cristianos y musulmanes eran aliados o enemigos según les convenía en cada momento. El 2 de enero de 1492 Granada capituló y Boabdil, el último rey nazarí, partió de la ciudad que había sido durante dos siglos y medio el último recuerdo de al-Ándalus. Se escribía así la última página de una historia que había durado casi ocho siglos, desde que en el año 711 las tropas omeyas lideradas por Tariq ibn Ziyad habían desembarcado en la bahía de Algeciras.

 

miércoles, 2 de marzo de 2022

MÉDICOS DEL ISLAM, LOS GRANDES SANADORES DE SU TIEMPO

MÉDICOS DELISLAM, LOS GRANDES SANADORES DE SU TIEMPO


Entre los siglos VIII y XII, la medicina experimentó brillantes avances en el mundo musulmán, gracias a la recuperación de la ciencia antigua y al amplio uso del árabe como lengua de cultura.

NATIONALGEOGRAPHIC.COM.ES

13 de noviembre de 2014 · 06:00 Actualizado a 07 de octubre de 2020 · 19:19

Lectura: 10 min

Islam Edad Media al-Andalus




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En el año 958, Sancho I de León fue depuesto por nobles rebeldes, que esgrimieron como excusa para su actuación el hecho de que el monarca no podía cumplir con dignidad las funciones regias debido a su extrema gordura. Su abuela, la reina Toda de Navarra, buscó ayuda en la corte califal de Córdoba: pidió a Abderramán III cura para la obesidad mórbida de su nieto y apoyo militar para que pudiera recuperar el trono.

En la capital andalusí, el médico Hasday ibn Shaprut, judío jiennense, sometió a un estricto régimen al monarca leonés y logró rebajar su peso. De este modo el soberano pudo cabalgar como era debido, y el auxilio de tropas cordobesas le permitió recuperar la corona perdida.

OBSERVACIÓN SOBRE EL TERRENO

Observación sobre el terreno

Arriba, el médico visita a un paciente. Miniatura de un códice del siglo XIV perteneciente a las Maqamat, de al-Hariri. Escuela persa. Biblioteca Nacional, Viena.

Foto: BRIDGEMAN / INDEX

La anécdota ilustra el amplio y justificado reconocimiento de que gozaban los médicos de países islámicos en la Edad Media. Ibn Shaprut no era el único facultativo que sobresalía en la corte de Abderramán; en ella destacaba, por ejemplo, la sabiduría del cirujano Abul-Qasim al-Zahrawi, a quien los cristianos conocieron como Abulcasis. La excelente formación de todos estos personajes y laamplitud de los conocimientos que tenían a su disposición, y que compartían con sabios del norte de África o de los confines de Irán, se explica por la construcción de una vasta comunidad científica merced al empleo de un mismo idioma, el árabe, en los inmensos territorios unidos por la fulgurante expansión del Islam.

LAS RAÍCES MÁS ANTIGUAS

Antes de que el mensaje de Mahoma se extendiera más allá de la península Arábiga, los árabes ya contaban con una primera cultura médica, llamada «islámica o profética» por ser su protagonista Mahoma, el Profeta. Arcaica y piadosa, abunda en exhortaciones genéricas. Dice, por ejemplo: «Haced uso de tratamientos médicos, pues Dios no ha creado enfermedad ninguna sin disponer un remedio para ella, con la excepción de una sola enfermedad, la vejez».

Muchos de sus recursos, como el uso de la miel, del aceite de oliva o de la succión con ventosas (hijama), forman parte de prácticas curativas o profilácticas –preventivas– que se remontan a la Arabia antigua y poseen rasgos babilónicos, de modo que sus raíces se extienden hasta el III milenio a.C. Todavía hoy se recurre a ellas en muchos países islámicos.
En un campo paralelo se sitúa la «interpretación de los sueños» (tabir al-anam), a los que el mismo Profeta concedía gran importancia.

«Haced uso de tratamientos médicos, pues Dios no ha creado enfermedad ninguna sin disponer un remedio para ella, con la excepción de una sola enfermedad, la vejez»

Ya en el siglo VIII, Ibn Sirin compuso la primera gran obra árabe en esta materia, que tenía como fuente principal la Onirocrítica del autor griego Artemidoro de Éfeso, escrita ocho siglos antes. Sin duda, la extremada atención de los árabes por la vida psicológica nace ahí. Por otra parte, el socorro a la sanación espiritual es más común de lo que se piensa. Son muchas las medicinas paracientíficas y astrológicas: en los tratados de medicina aflora a veces todo un mundo de rituales, repleto de sellos y talismanes. El Islam no lo rechaza en bloque, y la magia «blanca» es lícita dentro de ciertas normas.


UNA CURA EN PÚBLICO

Una cura en público

Un médico atiende a una persona herida en la espalda mientras lo contempla una multitud. Miniatura pertenecienta a las Maqamat de al-Hariri. Siglo XIII.

Foto: BRIDGEMAN / INDEX



Las élites del Islam pronto comprendieron la importancia de adoptar los rasgos más brillantes de la cultura grecorromana, preservada en Egipto y el Oriente Próximo, y quisieron para sí todos los saberes y tecnologías

Pero los límites de la medicina árabe se ampliaron infinitamente después de que, en el año 622, Mahoma proclamara su mensaje a las tribus árabes. Los califas, sus sucesores, extendieron sus dominios desde la India hasta el sur de Francia en apenas dos siglos.

que llamaban «ciencias de los antiguos», entre las que se contaba la medicina.

LA CIENCIA DE LOS ANTIGUOS

Con la expansión del Islam cayeron bajo dominio musulmán las ciudades donde se cultivaba la ciencia griega que había irradiado desde el foco de Alejandría: Edesa y Nisibis, en la Siria bizantina, y Gundishapur, en la Persia sasánida. A esta última ciudad se habían dirigido los médicos griegos después de que, en el año 529, el emperador Justiniano cerrase la academia de Atenas. Y también se instalaron allí médicos cristianos de credo nestoriano, a quien los bizantinos habían expulsado de Edesa porque su fe era contraria a la ortodoxia religiosa.
La ciencia griega preservada en esos territorios se convirtió en la base para el desarrollo de la medicina árabe, gracias a la labor de médicos políglotas que, entre los siglos IX y X, ejercieron como maestros y traductores. Entre ellos figuran Yuhanna ibn Masawaih, conocido en Occidente como Ioannis Mesuae, nacido en el seno de una cultivada familia de Gundishapur, y su discípulo Hunayn ibn Ishaq, llamado Iohannitius en latín, responsable de unas cincuenta traducciones de gran calidad. Ambos eran cristianos nestorianos, comunidad de habla siríaca cuya lengua era muy parecida al árabe, lo que facilitaba la traducción de textos griegos.

Médicos de distintas creencias trabajaron juntos, discutiendo y estudiando en árabe, como hoy se hace en inglés

Esta labor gozó de un amplio mecenazgo, que tuvo su máximo exponente en la fundación de la famosa Casa de la Ciencia o Bayt al-Hikma en Bagdad por el califa al-Mamún; el soberano puso a Ibn Ishaq al frente de los traductores. Con la traducción de obras en griego, persa y sánscrito, la medicina árabe se convirtió en la más informada y diversa del planeta en los albores del siglo X. Sabios paganos, cristianos, judíos, hindúes y muchos otros adoptaron el árabe como lengua científica. Es decir, médicos de distintas creencias trabajaron juntos, discutiendo y estudiando en árabe, como hoy se hace en inglés. Por esta razón hablamos aquí de «medicina árabe»: no nos referimos a una etnia «árabe», sino a una comunidad intelectual que compartió el idioma del Corán, convertido en lengua común de ciencia y cultura.
Este fenómeno también fructificó en al-Andalus, la España musulmana, durante el siglo X. Allí fue traducido un clásico, la Materia médica de Dioscórides, para el califa Abderramán III, en cuya corte figuró, como ya hemos dicho, Abulcasis, cirujano eminente cuyo Libro de la disposición (que bebía de la obra de un médico bizantino, Pablo de Egina) gozó de extraordinario prestigio. Córdoba, la capital de al-Andalus, rivalizaba con los nuevos centros de enseñanza islámicos del Mediterráneo: Cairuán, en Túnez; Fez, en Marruecos, y El Cairo, en Egipto. Conocemos más de un centenar de obras médicas árabes anteriores al año Mil; la transmisión del pasado era una realidad, y una ciencia propia empezaba a ver la luz.

LA ERA DE LAS ENCICLOPEDIAS

Gracias al prestigio del saber y a cierta libertad intelectual, durante el período de esplendor del califato abbasí de Bagdad –entre los siglos X y XI– la compilación de grandes obras sistemáticas fue el distintivo de sabios de talla universal, que ejercían la medicina junto a la filosofía, las ciencias y las tareas políticas.
De entre todos ellos brillaron tres. Uno es al-Razi (Rhazes para los latinos), iraní polifacético y experto farmacólogo, que vivió en la corte, dirigió el gran hospital de Bagdad y escribió casi doscientas obras. El segundo es al-Majusi, cuya compilación, el Libro total sobre el arte de la medicina, es una obra maestra por su equilibrio entre teoría y práctica. Sin embargo, este texto quedó oscurecido por la obra del tercer gran nombre de la época: Ibn Sina, al que conocemos como Avicena.


AVICENA, EL SABIO

Avicena, el sabio

Este grabado del siglo XIX muestra un retrato idealizado de Ibn Sina, Avicena. Fallecido en 1037, sus textos constituyen el armazón teórico de la medicina árabe.

Foto: BRIDGEMAN / INDEX

Su éxito se debe a su fuerza teórica y su esfuerzo de racionalización; para Avicena, sistemático y claro, la lógica es la base del diagnóstico

Este extraordinario filósofo ya era médico a los dieciocho años. En aquel entonces, la curación de un emir llevaba a dirigir un ministerio, como fue su caso. Escribió extensamente sobre todas las ciencias, y su Canon (o «norma») de medicina es una de las obras más célebres de la medicina de todos los tiempos. Su éxito se debe a su fuerza teórica y su esfuerzo de racionalización; para Avicena, sistemático y claro, la lógica es la base del diagnóstico.
En Occidente, la ciencia árabe brilló en la obra de dos famosos filósofos y médicos cordobeses del siglo XII: Averroes, ibn Rushd, cuya Kulliyat o Totalidad se convirtió en el Colliget de los latinos; y el judío Maimónides, Musa ibn Maimón, que llegó a ser médico personal del campeón musulmán de las cruzadas: Saladino, sultán de Egipto. Su caso no es único: la medicina judía brilló al implicarse con la dominación islámica; de hecho, el árabe fue la lengua de cultura judía durante toda la Edad Media.

TEORÍA Y PRÁCTICA

La base teórica de la medicina árabe no difiere esencialmente de la griega y romana. En su base se encuentra la medicina humoral, atribuida a Hipócrates –que vivió en el siglo IV a.C.–, la cual divide en cuatro los fluidos humanos básicos: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra; la salud y la enfermedad dependen del equilibrio entre ellos. Así, quienes sufren exceso de bilis negra son personas tristes, diciéndose que tienen «humor negro», pues eso es lo que significa «melancólico» en griego. De igual modo, los temperamentos «sanguíneos», «flemáticos» y «coléricos» padecen algún desequilibrio de los otros humores. La salud se obtiene restableciendo el balance entre ellos con dietas y purgas; de ahí la importancia que en la medicina árabe tienen la higiene y la dieta.

Ammar ibn Alí desarrolló un método para diagnosticar las cataratas operables basado en la reacción de la pupila ante la luz

Pese al predominio de esta medicina «teórica» se desarrollaron terapias y observaciones anatómicas nuevas. En especial, destaca la oftalmología. La utilización de una jeringuilla hueca para succionar las «cataratas» constituye una notable innovación debida a Ammar ibn Alí , en el siglo X, quien desarrolló, además, un método para diagnosticar las cataratas operables basado en la reacción de la pupila ante la luz. Con todo, el mayor especialista en cirugía fue el andalusí Abulcasis, que empleó un instrumental variadísimo: tenazas, pinzas, trépanos, bisturíes, sondas, cauterios, lancetas o espéculos, cuyos dibujos ilustran su Libro de la disposición.

MANUAL PARA ESPECIALISTAS

Manual para especialistas

Esta miniatura, en la que se aplica un cauterio para aliviar la migraña, corresponde a la copia de Cirugía de los ilkhanes, conservada en la Biblioteca Nacional de París; en Estambul se guardan otras dos copias de esta obra de Sharaf ed-Din.

Foto: BRIDGEMAN / INDEX

Durante el siglo XVI, los cirujanos de Occidente seguían estudiando esta auténtica enciclopedia del saber médico, que otorga tanta importancia a las técnicas para combatir el dolor (con frío o con esponjas soporíferas) como a las suturas y los vendajes.
Mención aparte merecen los cirujanos prácticos o médicos empíricos, expertos en el tratamiento de inflamaciones y tumores, así como en la extracción de flechas y curación de heridas, fracturas y luxaciones. Por su parte, la farmacología y la toxicología evolucionaron con la alquimia, a la cual debemos los alambiques, el amoníaco y el alcohol, entre otras aportaciones.

EL CUIDADO DE LOS ENFERMOS

Un trazo distintivo de la cultura islámica fue la construcción de centros de estudio, las madrasas, y de hospitales públicos, los bimaristanes, mantenidos por medio de donaciones, aunque no deben ser vistos como una novedad respecto del mundo cristiano o budista. Cada gran ciudad rivalizó para albergar ambas instituciones, entre las cuales hubo un tránsito constante de profesores y libros. Los hospitales permitían a los más pobres beneficiarse del saber de médicos tan notables como al-Razi, director del hospital de Bagdad. El bimaristán más conocido es el que el sultán al-Qalaun edificó en El Cairo, en 1285: podía atender a ocho mil enfermos en cuatro pabellones destinados a diferentes patologías y dispuestos alrededor de un patio climatizado con fuentes. Algunos de estos establecimientos siguen funcionando, como el bimaristán fundado por Nur al-Din en Damasco, en 1154. También había hospitales que acogían a enfermos mentales, algo desconocido en Occidente. En el siglo XII, el viajero judío Benjamín de Tudela describió el de Bagdad: «En él detienen a todos los dementes que se encuentran en la ciudad durante el verano, que han perdido la razón por el calor excesivo, sujetando a cado uno de ellos con cadenas de hierro; todo el tiempo que permanecen allí son alimentados por la casa real y cuando recobran la razón los despiden y cada cual vuelve a su casa y a su hogar. [...] Cada mes los interrogan los oficiales del rey para observar si algunos han recobrado la razón».

Los hospitales permitían a los más pobres beneficiarse del saber de médicos tan notables como al-Razi, director del hospital de Bagdad

Aunque la medicina árabe brilla por sí sola, en el Occidente cristiano sólo se supo de unos cuarenta textos sobre un millar de escritos médicos censados. Los últimos autores conocidos fueron los andalusíes Ibn Zuhr (Avenzoar), que mejoró la traqueotomía y descubrió la causa de la sarna y la pericarditis, y Averroes. Pero del gran botanista Ibn al-Baytar y del epidemiólogo Ibn al-Jatib (que dejó testimonio de la peste negra) ya nada se supo, aunque también eran andalusíes y vivían en la frontera misma de la Cristiandad. De ahí que sea exagerado pensar, como se había creído, que la medicina islámica se estancó después del siglo XIII; aún desconocemos muchísimos escritos tardíos.