lunes, 24 de abril de 2023

LA BATALLA DE GUADALETE Y LA PERDIDA DE ESPAÑA

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LA BATALLA DE GUADALETE Y LA PÉRDIDA DE ESPAÑA


Durante el mes de mayo del año 711 un ejército procedente del norte de África desembarcó en el Peñón de Gibraltar (Ŷabal Tariq) y ocupó la bahía de Algeciras. Dos meses después, este ejército infligió una tremenda derrota al comandado por el rey visigodo Rodrigo, a resultas de la cual se inició la presencia y el dominio musulmán en la Península que habría de prolongarse más de siete siglos.


Aunque no sabemos con certeza si el rey Rodrigo murió en la batalla de Guadalete, esta ilustración le muestra combatiendo desesperadamente, a pie, ya que su caballo ha caído bajo las flechas enemigas. Su túnica y paludamentum –ceñido con una fíbula chapada en oro– púrpuras habían sido adoptados por los monarcas visigodos a imagen de la corte bizantina. Su yelmo sería una evolución del spangenhelm, construido mediante la unión de varias piezas de hierro o bronce –normalmente seis–, y se protege además con una cota de malla. Acaba de dar muerte a un oficial árabe, un soldado profesional –muqatila– que figuraría al frente de la tropa invasora, formada mayoritariamente por levas de bereberes norteafricanos. El equipo del oficial está muy influido por la panoplia sasánida, como su maza, su armadura de láminas y su yelmo de hierro, similar a uno conservado en el Museo Británico de finales del siglo VII. La cenefa con decoración floral de su túnica está basada en fragmentos textiles de los siglos VII-VIII encontrados en Egipto. Solo los oficiales podrían costearse un equipo tan completo y, en cambio, la tropa bereber, incorporada al ejército árabe en condición de clientes o “esclavos” –mawali–, combatiría con azagayas o arcos. Aquí los vemos rodeando a la guardia del rey Rodrigo –spatarii– que, dado su estatus, van mejor armados que el común de la tropa visigoda, con cotas de malla y yelmos. Cabalgan aún sin estribos –que probablemente aparecen en la Península por influencia musulmana– y combaten con lanzas, para esgrimir la espada como arma secundaría. Es probable que la infantería goda siguiera empleando la francisca, el hacha arrojadiza, como la que vemos clavada en el pecho de un bereber. © Ángel García Pinto

Los cristianos que vivieron en la Península esos siglos fueron muy conscientes de la importancia del suceso y terminaron por englobar todo lo ocurrido, sus explicaciones y algunas cosas que fueron imaginando en lo que se denominó “la pérdida de España”. Para generar una explicación, los eclesiásticos acudieron al ejemplo proporcionado por el reino de David, Salomón y sus descendientes. Dentro de esta comprensión, se insistía en el castigo divino frente al comportamiento de los últimos monarcas visigodos: se trataba de señalar cómo Dios puede castigar a los reinos cuyos monarcas pecan, como ya ocurriera en el bíblico Israel. En las crónicas astures –redactadas en tierras norteñas a fines del siglo IX– se subrayaba el pecado de lujuria de Witiza y su continuidad con el rey Rodrigo. En un momento impreciso, aunque relativamente temprano, la leyenda incorporó elementos de gran atractivo, sobre todo dentro de una percepción aristocrática de las relaciones intranobiliarias y, específicamente, de las de estos colectivos con el rey. Se construyó un motivo sobre el honor familiar herido por la violencia ejercida por el monarca sobre la hija de un aristócrata –Florinda o La Cava– quien, liberado así de su fidelidad, quedaría legitimado para vengarse del rey e introducir a los musulmanes y destruir el reino. Este suceso se ligaba no a la persona de Witiza, sino a la de Rodrigo, pues era entonces cuando se había producido la invasión, de modo que sería su pecado el que causaría el castigo. Obviamente, todas estas elaboraciones trataban de encontrar una razón para un hecho que les parecía incomprensible: la rápida destrucción de un reino cristiano a manos de gentes de otra religión, victoria a la que se añadía un componente dramático, pues noticias sobre una traición figuraban ya en las fuentes más cercanas a los acontecimientos.


La expansión musulmana

Todo el conjunto de acontecimientos gira en torno a un fenómeno decisivo. La expansión musulmana se había iniciado en vida del profeta Muhammad, pero fue la victoria del río Yarmuk en 636 la que provocó que viejas provincias romanas como Siria o Palestina cayeran, más o menos inmediatamente, en manos musulmanas. Más demoledora resultó la derrota de Qadisiya en 637, en la orilla derecha del Éufrates, pues por la misma el grueso del Imperio de los persas pasó a dominio de los conquistadores musulmanes. Esta dinámica expansiva continuó por el norte de África y desencadenó alteraciones decisivas en esta ribera del Mediterráneo. En el área magrebí, los árabes iniciaron sus campañas alejados de la costa, fundando Qayrawan en el 673 y llegando a ocupar definitivamente Cartago en el 698. Durante esas décadas estuvieron combatiendo a las poblaciones autóctonas y, en el área litoral, a los restos del Imperio de Constantinopla. Además, en ese contexto cabe pensar en algún conflicto en el Estrecho que afectara al reino visigodo y que dejaría el recuerdo de algún enfrentamiento naval en época de Wamba.

Hacia el año 710 los árabes, dirigidos por Musa ibn Nusayr, se apoderaron de Septem (Ceuta), una ciudad bajo control del Imperio, gobernada por un personaje llamado Julián, que cobraría gran protagonismo en la conquista y la leyenda posterior. El puerto y los barcos del litoral africano permitirán una operación militar en la Península. Se trataba de una operación de gran envergadura, en tanto que los contingentes que cruzan el Estrecho son considerables, pero no fundamental, en cuanto que Musa se queda en África y delega el mando en un subordinado suyo llamado Tariq ibn Ziyad.

La monarquía visigoda

Mientras tanto, en el año 710 había muerto el rey Witiza, asociado al trono por su padre Égica y luego único monarca desde 702. Es verosímil que esta familia tuviera algún proyecto sucesorio, pero un aristócrata vinculado a Córdoba, Rodrigo, se hizo con el poder empleando alguna medida de fuerza. Por eso, una de las crónicas más interesantes para nosotros, la llamada Crónica anónima del 754, describe los sucesos transmitiendo elementos de consenso aristocrático –de legitimidad por tanto– y, al tiempo, otros que implican alguna acción más agresiva, sin entrar en mayores precisiones.

La monarquía visigótica no se había consolidado en ninguna familia, es decir, no era decididamente hereditaria y una serie de fuerzas actuaban en cada transmisión de poder. Un nuevo monarca podía acceder en virtud de diversos procedimientos, como ser asociado al trono por su antecesor (su padre), heredarlo sin pasar por la asociación o ser elegido por la aristocracia presente tras la muerte del antecesor. También, desde luego, cabía emplear acciones violentas y, si eran exitosas, conseguirlo. Entre los últimos reyes visigodos encontramos estas posibilidades: Wamba fue elegido por el consenso de los aristócratas presentes en la campaña militar del 672, una vez muerto el rey Recesvinto; Ervigio parece haber llegado al poder en 680 como producto de un golpe palatino; Égica en 687 alcanzó el suyo como resultado de unos acuerdos con la familia de su antecesor Ervigio, con cuya hija se casó materializando esos pactos; y Witiza, como ya hemos señalado, fue asociado por su padre. En buena medida, cada cambio generacional implicaba una cierta crisis, en la que las familias aristocráticas y sus redes clientelares esperaban mejorar posiciones y ver debilitados a los rivales. Se trataba de tensiones que, por una parte, implicaban competir por alcanzar la monarquía y los recursos ligados a ella y, además, impedir que esa fuente de poder quedara en manos de otros.


La batalla de Guadalete

A lo largo de la primavera del 711, los barcos norteafricanos cruzaron el Estrecho transportando a la Península un creciente ejército. En esta operación participó el poder ceutí que, obviamente, no debía fidelidad alguna a Rodrigo. Serán leyendas tardías árabes las que desarrollen el papel de este Julián, quien vería recompensada su actuación al quedar como gobernador de ambos lados del Estrecho. Ya en la Península, ninguna autoridad territorial parece haber reaccionado, quizá por no estar muy seguros del éxito y esperaron la llegada del ejército regio. Alguna fuente señala que el rey Rodrigo había salido en campaña desde Toledo hacia el norte peninsular. No estamos seguros de que fuera así, pues es sólo un testimonio árabe tardío el que lo menciona, pero no sería extraño, sino todo lo contrario, que en el primer año de su reinado organizara alguna expedición cómoda para aumentar su prestigio. En cualquier caso, enterado de la situación que se estaba produciendo, el monarca dirigió sus tropas hacia el lugar de desembarco.

Hemos tenido una percepción muy negativa de la situación del reino en este período. Sin embargo, que este reino fuera capaz de convocar un ejército numeroso y aprovisionarlo en su marcha hacia el sur pone de relieve una notable capacidad organizativa y un cierto nivel de funcionamiento. El ejército se desplazaría siguiendo la vía romana que llevaba de Toledo a Córdoba, donde Rodrigo podía contar quizá con más tropas y con más vituallas. No sabemos cuántos lo formaban, ya que las fuentes árabes tienden a proporcionar números elevadísimos para así destacar su éxito. Teniendo en cuenta los efectivos de que disponía Wamba en el 673 en una campaña a priori no muy diferente, tiendo a pensar en números entre los 12 000 y los 14 000 hombres.

Desde Córdoba parece haberse dirigido a Écija, para desde allí recorrer la vía que se dirigía a Carteya (San Roque). Era una opción razonable, teniendo en cuenta que más retraso supondría posibles nuevos desembarcos y un incremento en el ejército enemigo. Las fuentes árabes son las únicas que proporcionan con alguna precisión el lugar de la batalla, aunque no conseguimos eliminar todas nuestras dudas. Esta tuvo lugar –probablemente en julio– en el Wadi Lakka, es decir, en el río del lago, lo que suele hacerse corresponder con el río Barbate o, preferiblemente, el Guadalete. El asunto es relevante en cuanto que puede reafirmar la vía recorrida por Rodrigo. La crónica cristiana –la Crónica anónima del 754– sitúa la batalla en los “promontorios transductinos”, por tanto en la sierra al noreste de Algeciras (el entorno de Grazalema), todo lo cual avala el recorrido desde Écija hacia el mar sin pasar por Sevilla.

¿Traición?

Todas las fuentes coinciden en señalar que en el encuentro se produjo una traición. La tradición árabe y las crónicas cristianas menos antiguas insisten en el protagonismo de la familia de Witiza, a cuyos hijos el rey Rodrigo habría dado el mando de las alas de su ejército. Estos descendientes de Witiza, en connivencia con los musulmanes, abandonarían el campo de batalla, romperían el orden del ejército visigodo y provocarían la debacle.

Sin embargo, esta presentación es poco creíble y no sólo porque los hijos de Witiza no tuvieran edad para dirigir tropas. Hay más argumentos. Primero porque ningún jefe militar daría el mando de las alas del ejército a personas de dudosa fidelidad. Sólo unos pocos meses antes los vitizanos habían sido desalojados del poder y es inverosímil que se les encargara esa responsabilidad, siendo posible, además, que estuvieran ausentes de la convocatoria militar. Por otra parte, abandonar el campo de batalla es una operación que generaba gran inseguridad. El desorden generado provocaría, antes o después, una desbandada en la que nadie estaría seguro de permanecer a salvo. Dicho de otra manera, era un riesgo elevadísimo para una acción que se supone planeada con detenimiento.

Quizá la fuente cristiana más antigua pueda ofrecer alguna luz. A partir de ella podríamos reconstruir lo sucedido. Un ejército visigodo numeroso sabía de la presencia de esta fuerza, básicamente de bereberes, que estaría formada por unos diez mil hombres o algo más. En buena medida, las cifras proporcionadas por las fuentes árabes nos llevan a unos doce mil, aunque pudieran estar algo infladas. La táctica de la época recomendaba que un ejército sólo debía aceptar batalla campal cuando estuviera seguro de la victoria. Obviamente, en caso de duda, Rodrigo podría haber buscado refugio en las amuralladas ciudades y esperar más refuerzos. Si el rey visigodo no lo hizo y asumió el desafío es porque consideró la victoria más que probable. Quizá no sólo por el menor número de enemigos, sino también porque estos apenas tenían monturas. El ejército visigodo tenía un notable número de caballos, lo que multiplicaba sus posibilidades de éxito frente a quienes, como insisten las fuentes, apenas tenían. Solo tras la victoria dispusieron de esos caballos para continuar y reforzar su operación de conquista.

Es entonces cuando, en los inicios de la batalla, parte del ejército visigodo abandonó el campo. Es más verosímil que esta conjura se produjera poco antes del encuentro, sin tiempo a generar dudas o a que Rodrigo advirtiera lo que iba a suceder. La decisión fue de gran riesgo y la Crónica del 754 nos dice que el ejército visigodo fue aniquilado, incluyendo en esta gran mortandad a los traidores. Es, sin duda, una exageración, pero apunta a un muy elevado número de bajas. Si hubiera estado orquestado todo el proceso, tales resultados no se habrían producido: los traidores habrían podido establecer mecanismos de escape con el consentimiento de Tariq.


Corona votiva de Recesvinto (649-672), Museo Arqueológico Nacional, Madrid. Los monarcas visigodos, a semejanza de los emperadores bizantinos, ofrecieron cruces y coronas a algunas iglesias. Esta, junto a otro conjunto de coronas y joyas, fue escondida en lo que ahora es el pueblo de Guarrazar, en las cercanías de Toledo, probablemente coincidiendo con la invasión musulmana. En el cronista Ibn Idarí, del siglo XIII, encontramos eco de esto, que se enlaza con las leyendas sobre el fin de la Hispania visigoda: “Y abrió (Ruderiq) la casa donde se guardaba el arca, en que se escribía el nombre del Rey que moría y se había colocado la corona de cuantos subieron al trono…Y cuentan que edificó en particular para sí otra casa semejante a aquella, resplandeciente de oro y plata, novedad que no placía a las gentes; y como pretendiera abrir la antigua y asimismo el arca…, cuando las abrió encontró en la casa la corona de los Reyes y figuras de árabes, blandiendo sus arcos y con turbantes en la cabeza, y en el fondo del arca escrito: Cuando se abriere esta arca y se sacaren las figuras, entrará Al-Andalus un pueblo con… turbantes en la cabeza […] Y cuando fue Táriq a Tolaitola, halló en ella la mesa de Suleimán con figuras de árabes y bereberes a caballo.” (Historias de Al-Andalus por Aben-Adhari de Marruecos, traducción de D. Francisco Fernández González, 1860). © Wikimedia Commons

Los motivos de la traición tienen más que ver con los recelos que a diversos grupos aristocráticos les produciría el nuevo rey, un monarca que habría de tener sus opositores, pues ya hemos visto lo problemático de su llegada al poder. Durante los primeros años de gobierno del monarca diferentes grupos aristocráticos podían tener interés en desprestigiar o incluso dejar caer a determinada figura regia en provecho de otras posibilidades y, sobre todo, del aumento de la cuota de poder de los miembros de los colectivos afines.

Quizá los vitizanos no tuvieron el enorme protagonismo en la derrota que les atribuyeron noticias posteriores. Mas, tras la batalla de Guadalete, se inició un proceso de descomposición del reino de Toledo. Alguna noticia se refiere, no solo a enfrentamientos contra los árabes, sino también al “intestino furor”, es decir, a la guerra civil que afectó al reino y que debilitó, aún más, cualquier posibilidad de repuesta. En este enfrentamiento unos colectivos ya existentes, prestigiosos y ricos como los vitizanos, se convertirían en los aventajados de la nueva situación. Rápidos acuerdos con los musulmanes salvaguardaron su poder económico y social, permitiendo a los descendientes de la familia seguir ostentando posiciones principales. Vistos tras alguna generación, transformados en los grandes favorecidos, al menos relativamente, por la conquista, se tendió a adjudicarles la responsabilidad de la invasión, lo que las fuentes más cercanas a los hechos no habían hecho.

También conservamos testimonios de la pervivencia de poderes visigodos con título regio en el cuadrante nororiental del reino, pero estos se desvanecerían con el impulso conquistador. El ejército musulmán, tras vencer nuevamente a los visigodos en Écija, se dirigiría a Toledo, que, al parecer, capituló. Mientras tanto, reclamado por el éxito de su subordinado, en el 712 desembarcaba Musa con un importante contingente. Hacia el 714 entraban en Zaragoza y en el 719 un nuevo gobernador, al-Samh, se apoderaba de Narbona, la capital de la provincia gótica más allá de los Pirineos. No tenemos referencia de ningún otro gran combate en campo abierto y nuestras evidencias apuntan a conquistas al asalto de alguna ciudad y, sobre todo, a capitulaciones tras el establecimiento de pactos.

Militarmente, la victoria tuvo mucho que ver con la rapidez de las operaciones llevadas a cabo por los conquistadores. La puesta en duda del poder regio visigodo en el momento del combate decisivo fue la causa directa de la derrota del Guadalete. Mas estas actuaciones remitían a un modo de entender ese poder dentro de una sociedad en la que poderosas familias aristocráticas competían denodadamente por alcanzar mayores cotas de poder y riqueza.

Bibliografía

·        Chalmeta, P. (2003): Invasión e islamización. La sumisión de Hispania y la formación de al-Andalus, Jaén, Universidad.

·        Isla, A. (2010): Ejército, sociedad y política en la Península Ibérica entre los siglos VII y XI, Madrid, CSIC – Ministerio de Defensa.

·        Manzano, E. (2006): Conquistadores, emires y califas. Los Omeyas y la formación del al-Andalus, Barcelona, Crítica.

·        Sánchez Albornoz, C. (1973): Orígenes de la nación española, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, vol I.

 

 

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