EL ACEITE EN LA COCINA ANDALUSÍ
PUBLICADO EN 11 ABRIL, 2016 POR FUNDACIÓN DE
CULTURA ISLÁMICA
Abr
Autor del artículo: Inés Eléxpuru -
FUNCI
Fecha de publicación del artículo: 11/04/2016
Año de la publicación: 2016
Cuando en el 711 la Hispania romano goda
fue conquistada por los Omeyas, pasó a denominarse al-Andalus. La hegemonía del
Islam se produjo en un período relativamente corto, de conversiones en masa y
escasos enfrentamientos bélicos. El nuevo dogma, emparentado con el
cristianismo y de sencilla aplicación, sedujo sin dificultades a aquellas
poblaciones sometidas bajo el yugo de los visigodos, cuyo gobierno ya por
entonces se hallaba en plena decadencia. Tanto judíos como cristianos vivían bajo
su reinado en un régimen feudal, que poco tenía que ver con la igualdad social
que preconizaba el Islam de los primeros tiempos. En Al-Andalus, árabes y
bereberes, muladíes (cristianos convertidos al Islam), mozárabes (cristianos
que siguieron practicando su fe el época islámica) y judíos, vivieron largos de
períodos de relativa confraternización y respeto mutuo. La convivencia entre
estas comunidades aportaría un sello particular y fecundo.
Pronto, los nuevos dirigentes musulmanes
permitieron a los habitantes originarios de Hispania conservar sus antiguas
propiedades, su religión y hasta sus leyes, a cambio de pagar un tributo al
Estado, o dhimma, a modo de impuesto. Un planteamiento muy progresista
tratándose de la alta Edad Media, y muy estimulante desde el punto de vista
social y económico.
La política agraria de los Omeya, y el
establecimiento del libre comercio, permitido en el Islam, produjeron un
desarrollo inusitado. Surgió lo que los historiadores han denominado una
“revolución verde”, incrementándose los cultivos intensivos, que permitían
vender los excedentes. Esto ayudó a que el resto de la comunidad no necesitase
dedicarse al cultivo para su autoabastecimiento, y pudiese desarrollar otros
oficios, surgiendo una brillante cultura urbana y material, como bien explicó
el sociólogo tunecino Ibn Jaldún (ss.XIV-XV). Muchas de nuestras ciudades,
monumentos, museos, yacimientos arqueológicos y costumbres populares, están
todavía impregnadas de aquella civilización asombrosa.
A la mejora de las técnicas de regadío de
origen romano, se sumó la aclimatación de numerosas especies vegetales nuevas,
venidas de Oriente. Además de especias tan exóticas como la galanga, el
cardamomo, el jengibre, el comino, el nardo, la nuez moscada, y muchas otras,
todas ellas usadas tanto en farmacopea, como en cosmética y en cocina, los
andalusíes aclimataron abundantes frutas y hortalizas como la palmera datilera;
la espinaca, procedente del Nepal; la acelga, o as-silqa, también llamada
verdura yemení; la berenjena, oriunda de la India y que nos llegó a través de Persia;
la granada, de Siria; el melón, de Egipto; la Sandía, del Sind, o el higo, de
Constantinopla, entre muchos otros productos. También extendieron el cultivo de
otros productos ya existentes anteriormente, como el olivo.
El gran desarrollo que conoció la
civilización islámica, tanto en las artes, como en la ciencia, fue posible,
entre otras cosas, por el interés que demostraron los musulmanes hacia aquellas
culturas con las que iban entrando en contacto. La Persia de los sasánidas y
Bizancio, fueron sus principales y más inmediatos puntos de referencia
culturales. Pocas civilizaciones han demostrado el mismo carácter integrador
que la islámica. Aun así, habría de poseer su propia personalidad, no
limitándose meramente a adoptar modelos anteriores, como se ha dicho en
ocasiones. El Islam se caracterizó, entre otras cosas, por asimilar todo
aquello que considerase positivo, aunque fuese ajeno. Todo lo bueno procede de
Dios y, por lo tanto, es patrimonio de todos. Se considera una falta grave la
ocultación del conocimiento. La ciencia y el saber no están reñidos con la fe,
es más, son parte indisociable de ella.
No en vano, numerosos hadices o
tradiciones referidas al Profeta Muhammad, hacen referencia a la necesidad de
instruirse y conocer. Así algunos de los más conocidos afirman: “Busca la
ciencia desde la cuna hasta la sepultura”, “Buscad la ciencia hasta en la
China”, o aun, “La tinta de los sabios vale más que la sangre de los mártires”.
EL CULTIVO DEL OLIVO
“Dios ha puesto dentro de la Agricultura
La mayor parte de los bienes necesarios
Para el sustento del hombre,
Y por tanto es muy grande su interés
Por las utilidades que encierra”.
Dijo Ibn Luyun, agrónomo andalusí del
siglo XIII, procedente de Almería.
También el Corán es prolijo en
referencias naturalistas destinadas a incitar al creyente a la reflexión y la
contemplación de la Creación Divina.
La Aleya 99 de la Sura 6, dice así:
“Él es quien ha hecho bajar agua del
cielo. Mediante ella hacemos brotar toda clase de plantas y follaje, del que
sacamos granos arracimados. De las vainas de la palmera, racimos de dátiles al
alcance. Terrenos plantados de vides, olivos y granados, parecidos y
diferentes. Cuando fructifican, ¡mirad el fruto que dan y cómo madura! Estos
son signos para gente que cree”.
Para esta eclosión agraria fue esencial
el trabajo de investigación de agrónomos como el almeriense Ibn Luyun
(ss.XIII-XIV) y sus predecesores: el sevillano del siglo XII Ibn al Awam, que
escribió el célebre Libro de Agricultura, y otros autores como
Ibn Al-Baitar (Málaga, ss.XII-XIII) y al-Arbuli (s.XV), o los toledanos Ibn
Bassal e Ibn Wafid (s. XI). También contribuyó a ello la traducción de las
grandes obras clásicas en esta materia. Así, en menos de un siglo, se habían
traducido al árabe los escritos de Hipócrates, Dioscórides, Galeno, Oribasio y
Pablo de Egina, entre otros.
En época de al-Andalus, la culinaria
estaba muy entroncada con la dieta y ésta a su vez, con la medicina. Se seguía
la teoría greco latina de los cuatro humores corporales, y se adecuaban las
recetas a cada persona, teniendo en cuenta su dolencia, edad y sexo. Ya desde
época del Profeta Muhammad se otorgó gran importancia a la nutrición. Así lo
indican varios hadices o tradiciones:
“No mortifiquéis el corazón con un exceso
de comida y de bebida, porque el corazón es como una planta, que se muere por
exceso de agua”.
O aun: “El estómago es la alberca del
cuerpo adónde llegan numerosos vasos sanguíneos; cuando el estómago está en
buena forma, los vasos llevan salud, y cuando está perturbado, llevan consigo
la enfermedad”. Unos planteamientos muy acordes con los actuales, y en los que
entra de lleno el uso del aceite de oliva.
Y ahora, pasaremos a hablar un poco de la
historia de este valioso zumo apreciado tanto en Oriente como en Occidente.
Desde hace miles de años, existe en toda la cuenca mediterránea el olivo
silvestre, el Olea europaea sylvestris, llamado en español acebuche, vocablo de
origen árabe hispano con el también se conoce en el Magreb, donde es muy
abundante. Aunque de sus olivas se puede extraer aceite, es muy escaso. Esto es
lo que llevó hace miles de años a mejorarlo y cultivarlo, hasta obtener las
variedades que conocemos en la actualidad. Ya desde la época clásica se
consideró el olivo como un árbol mítico. En Grecia, su aceite se empleó en la
cocina, como cosmético, para el alumbrado y como lubrificador para la
maquinaria. Según la mitología griega, el olivo fue creado por la diosa
Minerva, divinidad relacionada con la sabiduría. La Iliada y La Odisea de
Homero hacen numerosas referencias a este árbol, y los atletas de los juegos
olímpicos eran coronados cuando vencían, con una ramita de olivo.
Los romanos heredaron los mismos sistemas
de cultivo del olivo que los griegos, siendo Sicilia la región donde más se
propagó. Según el analista romano Penestrella, el primer olivo se introdujo en
Hispania en el siglo VI . a. C, y según el geógrafo Estrabón, el aceite de
Hispania era, tras el de Italia, el de mayor calidad. Su cultivo se extendió
por la Bética, en Andalucía, y la Tarraconense, en Cataluña, y se exportó en
grandes cantidades hacia la propia Roma. No en vano, el Monte Testaccio, en esa
misma ciudad, está formado por miles de ánforas amontonadas que contuvieron el
célebre aceite llegado desde los puertos de Hispania.
En época cristiana el olivo se siguió
considerando sagrado. En el Génesis se relata cómo la paloma que Noé envió
desde el arca hacia la tierra, regresó con una ramita de olivo en su pico, para
anunciar el fin del Diluvio Universal. En el Nuevo Testamento se cita en
numerosas ocasiones el aceite, sobre todo con fines terapéuticos. Así: “El buen
samaritano cura las heridas del caminante mediante una aplicación de aceite y
vino”. La iglesia católica, en el sacramento de la extremaunción, aplica los
Santos Óleos a las personas en sus últimos momentos de vida, para que se
liberen del mal y alcancen la gloria celestial.
Al igual que los cristianos, los
musulmanes consideran el olivo un árbol sagrado. El Corán lo menciona en
numerosas ocasiones. La célebre Aleya 35 de la Sura 24 , dice así:
“Dios es la luz de los cielos y de la
tierra.
Su luz es a semejanza de una hornacina
En la que se halla una candileja.
La candileja está en un recipiente de
vidrio
Que parece un astro rutilante.
Se enciende gracias a un árbol bendito,
El olivo, ni oriental, ni occidental,
Cuyo aceite casi reluce aunque no lo
Toque el fuego. Luz de luz”.
A pesar de que la existencia del aceite
en la Península Ibérica se remonta, por lo menos, a época romana, fueron los
andalusíes quienes extendieron su cultivo de forma intensiva en la península
ibérica. Son numerosas las crónicas que alaban las bondades del aceite del
Aljarafe, o Sharaf, sevillano. El propio vocablo, aceite, viene del árabe zyt,
y sus frutos, las aceitunas, de zaytun. En el siglo X Ibn Razi decía que:
“Si Sevilla no pudiese exportar su aceite
de oliva, habría tanto que sería imposible almacenarlo y se estropearía”.
En el siglo XI, en época de taifas, el
cronista Udhri explicaba que el aceite de oliva “es exportado a todos los
lugares, a lo largo y ancho… y el más alto grado es enviado a las áreas más
diversas y viaja hacia Oriente por mar”. En el siglo XII, Zuhri relata que el
aceite del Sharaf sevillano se exporta a “las tierras de Rum, el Magreb,
Ifriqiya, Misr y Alejandría”. Como vemos, el aceite español tiene una
larguísima tradición comercial.
Pero el preciado fruto oleaginoso no
solamente se cultivará en el Sharaf sevillano. En el siglo XII, Jodar, al sur
de Úbeda, en la provincia de Jaén, también conoció una gran abundancia. Y en
época de los nazaríes, los nasríes del reino de Granada, había también extensos
olivares en Loja, Pechina y Málaga. La técnica para la obtención del aceite era
la misma en todas partes. Se trataba de una prensa con husillo, de modelo
romano, llamada en árabe masara, almazara, en español. Existían tres clases de
aceite. El llamado “aceite de agua”, que se obtenía machacando las olivas en el
aljorfe, para después proceder a un lavado con agua caliente y una decantación
rudimentaria. Le seguía en calidad el “aceite de almazara”, que consistía en
prensar las olivas mediante una muela de piedra movida por una acémila, o
animal de carga, tras haberlas pisado en las pilas donde se maceraba. A
continuación estaba el “aceite cocido”, que se obtenía a partir del orujo del
primer prensado, y se lavaba con agua hirviente antes de ser prensado de nuevo.
Los tratados geopónicos, o agronómicos,
de la época, son prolijos en detalles acerca del cultivo del olivo. Como
veremos, los consejos coinciden en gran medida con los actuales. Según el
almeriense Ibn Luyun, el olivo, lo mismo que el granado, el manzano y el
membrillo, se planta por estacas. La longitud de la estaca ha de ser de un
codo, o más, y debe de hundirse en la tierra hasta la mitad. Es aconsejable
hacerle un acolchado con piedras para que conserve la humedad a su alrededor. La
plantación se realiza durante el invierno. El vareo, o recogida de la aceituna,
suele hacerse en enero y en días no demasiado fríos.
Ibn al-Awam, dedica un capítulo entero al
cultivo del olivo en su extensísimo Libro de Agricultura. Entre otras muchas
cosas recomienda la tierra calcárea, “especialmente si es blanda y húmeda”.
Según sus palabras, “…los que se hallan en semejante tierra llevan la aceytuna
gorda, tierna, substanciosa y de mucho aceyte”. También recomienda la negra con
piedras y con algo de cal, y la arenisca no salobre. Deben de estar plantados
preferentemente en lugares montañosos y ventilados, y en laderas soleadas y no
demasiado expuestas a las heladas. También recomienda encargar la tarea de
plantar el olivo a:
“…varón honesto, puro, libre de
deshonestidades y costumbres corrompidas; cargará por esto de mucho y abundante
fruto.”
LA COCINA DEL ACEITE
Lo mismo que en época romana, en
al-Andalus el aceite se empleaba en la cocina, la cosmética, la farmacopea y el
alumbrado. Era muy valorado por sus propiedades medicinales. El propio
Averroes, Ibn Rushd, que además de filósofo fue un médico celebrado, alabó sus
bondades. El agrónomo y farmacéutico toledano Ibn Wafid, entre sus
complejísimas recetas compuestas contenidas en el Libro de la Almohada,
escribió la siguiente:
“Receta de un aceite útil –con el permiso
de Dios- para la flema que hay en las articulaciones. Se toman hojas de pepino
silvestre con brotes tiernos, en época de recolección, las cuales se echan con el
pepino; se tritura todo perfectamente y, de agua, se sacan nueve ratles, sobre
los cuales se vierten quince ratles de aceite de oliva puro. Luego se toma
calabazuela redonda, cintoria, hisopo, menta de montaña, menta de río, pulpa de
coloquíntida sin simiente, sagapeno, hojas de laurel y raíces de azucena, cada
uno en cantidad de una uqiyya y media y dos uqiyyas de estoraque líquido. Se
tritura esta mezcla de drogas, se tamiza y se echa en el líquido antes citado,
ajunto con el aceite, poniéndolo a cocer a fuego lento en un recipiente de
cobre hasta que se ponga tibio y sobrenade el aceite, el cual se filtra, para
separarlo del resto de las drogas, se echa en un recipiente de vidrio y se
usa”.
Pero, sin duda, el uso principal del
aceite de oliva fue el culinario, aunque era considerado un producto costoso, y
por lo tanto, no asequible para todo el mundo. Sin embargo, no solamente se
empleaba aceite de oliva. También aparecen en los tratados y recetarios de la
época, el aceite de rosa iraquí, el de sésamo, el de pistacho, o alfóncigo, el
de simiente de uva y el de almendra dulce. Generalmente usados en repostería.
También se utilizaba mantequilla y grasa de cola de cordero.
EL RITUAL DE MESA
Pero es interesante detenerse un momento,
antes de hacer un breve repaso por la cocina de al-Andalus, en los preliminares
que se había de seguir en cualquier buena mesa que se preciara. Y nos estamos
refiriendo, claro está, a la cocina palaciega y cortesana, ya que no todo el
mundo podía permitirse los mismos lujos.
Para comenzar cualquier festín, la mesa
tenía todo un ritual que había que cumplir rigurosamente. Las comidas
importantes se hacían en el majlis, o salón masculino, que solía ser alargado y
estaba cubierto de tapices de lana o seda en las paredes, alfombras de nudo o
tejidas, colchonetas pegadas contra la pared, o matreh, –de ahí matrass, o
colchón, en inglés–. Sobre éstos se colocaban almohadones de cuero y brocados
de seda. En verano, las alfombras se sustituían por esteras. Las casas apenas
tenían mobiliario aparte de algún baúl, y hornacinas en las propias paredes que
contenían objetos decorativos. Se acostumbraba a comer en el suelo o sobre
mesas muy bajas cubiertas de piel repujada.
Para alumbrar, se utilizaban candiles de
bronce o de barro, y para calentar la casa en invierno, braseros, también de
barro o de metal. La música, en caso de haberla, debía ser suave y nunca
interferir en la conversación de los comensales, y ésta, nunca debía girar en
torno a temas políticos o conflictivos, para no enturbiar la digestión. Una
premisa que se debe seguir según las normas actuales de protocolo. Se hacían
tan sólo dos comidas al día, porque a pesar de su refinamiento, los andalusíes
eran frugales en sus costumbres.
Mientras que en tiempos visigodos,
cristianos y judíos no podían tan siquiera compartir mesa, en el Manuscrito
anónimo del siglo XIII de cocina hispano-magribí, traducido en su día por el
arabista Ambrosio Huici Miranda, aparecen recetas que ponen de manifiesto el
espíritu cosmopolita de tiempos de al-Andalus. Así, surgen la “Receta judía de
relleno oculto”, la “Perdiz judía”, el “Plato siciliano de cebollas”, la
“Receta egipcia” o la “Sinhayi Real”, que es un plato bereber asociado con la
tribu de los Senhaya.
Uno de los personajes que más revolucionó
el ceremonial de mesa, al tiempo que las propias recetas, la música y la moda,
fue Ziryab. El llamado el pájaro cantor, un músico de origen kurdo del siglo IX
proveniente de Bagdad y de quien dicen, era capaz de embelesar a los propios
genios en sus veladas musicales a la luz de la luna. Él nos legó el modo de
servir la mesa que conocemos en la actualidad. Según el manuscrito anónimo del
siglo XIII, se sirven las verduras y tafayas primero; después, los entrantes
con miel y vinagre, la carne y el pescado, y a continuación, los dulces.
GRASAS Y CONDIMENTOS
La cocina era rica en proteínas, calorías
y abusaba de las grasas y las especias, productos costosos y exclusivos. Como
sucede con la actual cocina española, casi todos los platos se rehogaban
previamente en aceite, cuando no se freían los productos directamente. Se
empleaba además una gran cantidad de especias y hierbas aromáticas con las que
dotar a los platos de personalidad propia, además de preservar los alimentos.
Según el manuscrito anónimo,
“El conocimiento del uso de las especias
es la base principal en los platos de cocina, porque son el cimiento del
cocinar y sobre él se edifica”.
Así, no era infrecuente sazonar un guiso
de carne con cilantro, pimienta, jengibre, bayas de enebro y galanga, por no
citar más que algunas. También se prodigaban el espliego, el cardamomo y otros
condimentos que hoy nos resultan tan extraños como el nardo indio, el sándalo,
el alcanfor y las hojas de cidra. Algunas de las hierbas aromáticas que todavía
se emplean en la cocina española son la albahaca, la hierbabuena, el tomillo,
el orégano, el laurel y el comino, que según los dietistas de la época, y los
actuales, es digestivo y tiene propiedades carminativas. La canela todavía se
usa en infinidad de postres. También siguen siendo muy apreciados la nuez
moscada y el azafrán, del árabe –zafran– aunque, según el autor andalusí
Avenzoar,
“Llena el cerebro de vapores dañinos”.
Los acidificantes eran muy habituales
también. Así, el vinagre consta en numerosas recetas, agregándose un chorrito
en la salsa. Se podía hacer de manzana, de granada, de cidra, de uvas blancas,
de vino y hasta de arroz, aunque éste, según Ibn Al Awam, era tan potente que
rompía las piedras. De los andalusíes hemos heredado en España el escabeche,
llamado entonces, al sikbay.
LA CARNE
Ahora pasaremos a hablar un poco de las
recetas de carne más apreciadas. En toda mesa andalusí opulenta, la carne
primaba sobre la verdura y el pescado. Generalmente se preparaba frita en
aceite, asada o guisada. Para los musulmanes, como todavía ocurre en muchas
culturas, el consumo de carne era sinónimo de virilidad y energía. Según Ibn
Habib, autor del Compendio de Medicina,
“Las carnes de todas clases, en conjunto,
son calientes y húmedas, aunque cada una de ellas tiene una peculiaridad. Así,
la carne de vaca, la de camello y la de macho cabrío montés, son carnes bastas,
frías y secas, que espesan la bilis y engendran bilis negra”.
En cambio, la de las aves de corral,
cordero, cabrito y ternero se consideraba más digestiva, debiéndose sacrificar
reses ni demasiado pequeñas ni demasiado viejas.
Otra de las normas del Islam que hay que
tener en cuenta a la hora de matar un animal es que nunca se debe de hacer
siendo éste lactante, ni en presencia de su madre o de otros animales. Se le
debe propinar un tajo firme con un cuchillo bien afilado en la garganta, que le
seccione el esófago y la yugular de golpe y evitar así una muerte lenta que le
haga sufrir, al tiempo que se desangra el animal y expulsa las toxinas
producidas por la agresión. Un método mucho más humano y saludable, aunque
pueda parecer sanguinolento, que los actuales sistemas de electrocución.
Los guisos andalusíes de carne se liaban
con pan migado y huevo, tanto escalfado como cocido y picado, como sucede con
la pepitoria española, a la que se añade unas yemas cocidas. Un plato, por
cierto, la gallina en pepitoria, típicamente andalusí.
La caza era una actividad muy apreciada.
Fueron los árabes quienes introdujeron en España la caza con águilas y
halcones, aunque también empleaban perros de presa. Los halcones más reputados
eran los de Levante, Baleares y Lisboa. Los entrenaban para que agarrasen a la
presa sin matarla, y así poder desangrarla según el rito islámico. Entre las
aves y otros animales de caza menor, eran muy apreciados la perdiz, la
codorniz, la liebre, el faisán, la paloma y la tórtola.
La estética en aquella época contaba
mucho, y los platos tenían que tener un aspecto compacto y colorido. A menudo
se obtenía un acabado como laqueado con vinagre, clara de huevo y abundante
aceite de oliva o grasa animal. La carne además de asada, guisada y frita, se
preparaba picada, como sucedía con las salchichas, omerguez de
cordero, y las famosas albóndigas, de origen andalusí. No en vano el vocablo
albóndiga procedería del árabe al-bunduq, la bala, o la bola.
Por cierto, que según Ibn Luyun, tanto la
carne de ave, como el pescado y las propias aceitunas, que se consumían en gran
cantidad aliñadas, se conservaban en aceite de oliva.
EL PESCADO
Pasando a ocuparnos del pescado, también
en la cocina del litoral español hallamos huellas de la civilización musulmana.
En la costa onubense ya existía desde el siglo V al IV a. C. un comercio de
salazones de pescado, en especial de atún y de caballa. Una costumbre que
perduró en tiempos de al-Andalus, en que, como todavía se aprecia en la costa
occidental andaluza, y en el norte de Marruecos, se conserva el arte de pescar
en almadrabas. Este vocablo procede del árabe, matrab, golpear,
mientras que la mojama, un producto muy apreciado en la época, procede del
árabe mssaja, o secado.
Los pescados más apreciados eran el atún
y el salmón. Pero también gustaban el salmonete, la merluza, la pescadilla, el
esturión, el sábalo y el mújol. Las sardinas y las anchoas de Málaga, que se
preparan en espeto junto a las brasa, eran muy valoradas. En cuanto a la
anguila, que aparece en algunas recetas, se cocía primero, llevándose después
al horno comunal. Su carne era considerada suave y untuosa, pero, lo mismo que
el congrio, generadora de fiebres y malestares intestinales, según aseguraba al
Arbuli.
El pescado se tomaba a menudo frito en
aceite de oliva. En los zocos había freidurías en las que se vendía, y que eran
objeto de una estrecha vigilancia por parte del almotacén, o vigilante. De
entonces nos viene el gusto por las frituras, tan españolas, tanto de pescado,
como de masa: churros, buñuelos y porras. Pero el pescado también se preparaba
guisado, asado y en albóndigas, tomando una forma determinada, como sucedía con
la receta del Almidonado, en la que se picaba pescado, al que luego se daba la
forma de una sardina y se freía.
LAS VERDURAS Y LAS FRUTA
Hablaremos ahora un poco de las
hortalizas y la fruta. La mayoría de las especies se aclimataron en nuestro
suelo gracias a agrónomos como Ibn Bassal o Al Wafid de Toledo que, entre otras
cosas, crearon un importante jardín botánico junto al Tajo, en el palacio del
rey taifa al-Mamun. En la mesa se prodigaba un sinfín de hortalizas, que se
preparaban encurtidas, en potaje, en guisos junto con carnes y pescado,
rellenas o fritas en abundante aceite de oliva como esa receta de berenjenas
rellenas y rebozadas. Algunas de las más apreciadas, además de las berenjenas,
eran los guisantes, los espárragos y las alcachofas, al-jars`huf. Una
lista de preferencias que parece coincidir con la actual.
Además, estas verduras tenían, como no,
sus propiedades medicinales. Al espárrago, por ejemplo, se lo consideraba
beneficioso para las dolencias articulares. La berenjena, en cambio, se tenía
por indigesta, a pesar de constar en numerosas recetas. Otras de las verduras
más comunes eran la chirivía, la achicoria, de la que se obtuvo la endibia, y,
por supuesto, las clásicas espinacas, zanahorias, coles, nabos y acelgas.
Entre los frutos: higos y uvas
malagueños, albaricoques, (damasquinados se llaman aún en Toledo), sandía,
melón, cítricos, duraznos, manzanas, membrillos, y tantos otros. Los
andalusíes, sin embargo, privilegiaban algunos por su poder de evocación
estética y su carga mítica. Así sucedía con el dátil, introducido en época
andalusí, y alimento por excelencia del desierto Arábigo. Este poema se
atribuye al príncipe omeya Abderrahman I el Inmigrado cuando, procedente de
Damasco, se acercó por vez primera a la almunia de ar-Rusafa en Córdoba, y
contempló una palmera solitaria:
“En mitad de ar Rusafa apareció una
palmera alejada –en tierras de occidente– del país de las palmeras.
Le dije: eres mi igual en el exilio, la
lontananza y larga distancia que me separan de mis hijos y mi familia,
Has crecido en una tierra en la que eres
una extraña; al igual que tú, me siento alejado, y como yo, tú estás muy lejos.
Puedan las nubes matinales regarte con
sus lluvias abundantes, tomándolas de los Dos Simaks”.
Dátiles fue lo que se ofreció al Profeta
Muhammad cuando llegó hasta Medina procedente de La Meca, y dice la tradición
que hacía el sohor, el inicio del ayuno de Ramadan con un
dátil de gran tamaño. Según el Corán, la Virgen María alumbró a Jesús bajo una
palmera que le ofreció no solo su sombra, sino una rama que se inclinó para
darle sus frutos.
OTROS ALIMENTOS
Aparte de esto, la dieta andalusí
constaba de cereal en todas sus formas: pan, sémola, harina. Se hacía pan de
todas las clases, ya fuese ácimo, de flor de harina o integral, con parte, o
con todo el salvado. También, toda clase de gachas elaboradas con migas o
sémola, cocidas con carne o verduras y aceite u otro tipo de grasa, y
condimentadas con abundantes especias. Entre ellas constan la asida, el tarid y
el harish. Me consta que algunas de ellas aún se consumen
entre los beduinos de los países del Golfo, como pude constatar en Yemen. El
gazpacho manchego y el de conejo extremeño, con tortas de pan ácimo y pan
migado y un chorrito de aceite, son unos de los platos más arcaicos y de más
clara inspiración andalusí, si no anterior, lo mismo que los gurullos
almerienses, o el arroz de campo menorquín.
La pasta también era un plato muy
característico de la cocina de Al-Andalus. Se tomaba en forma de
fideos, fidaws. Hay una receta, la “hechura de la
cocción de los fideos”, que se hace con carne, pimienta, cilantro en grano y
jengibre, muy similar a la forma actual de preparar los fideos con pescado en
Andalucía y en Levante. El arroz fue introducido o, cuanto menos, se cultivó de
forma intensiva en época de Al-Andalus. No en vano su nombre procede del
árabe ar-ruz. Se preparaba de manera similar a los fideos,
pero como más gustaba era dulce, con leche. A diferencia del actual, en lugar
de raspadura de limón, a este postre se le agregaba un poco de mantequilla, y
en ocasiones, miel.
Otros de los productos utilizados en la
cocina eran las legumbres como la lenteja, el garbanzo o cierto tipo de judías,
o alubias (al-lubiya), que eran consideradas nutritivas pero
indigestas. Y, naturalmente, se tomaba toda clase de huevos. Podían ser de
gallina, perdiz, paloma o de cualquier otra ave, y prepararse de muy distintas
maneras: fritos, cocidos, en tortilla o, como antes veíamos, como ligazón para
las salsas.
Pero es en la repostería española actual
donde más se aprecia la influencia andalusí. En todos aquellos dulces,
conventuales o no, elaborados con almendra, nuez, piñones y toda clase de
frutos secos. Los dulces andalusíes, que podían tener nombres tan sugerentes
como “Bocaditos del cadí”, “Patitas de gacela” o “Esponja con leche”, eran
crujientes y untuosos y se rociaban con miel, azúcar, canela y agua de rosas.
Aún se deja sentir la impronta musulmana en los buñuelos, los pestiños, el mazapán
de Toledo, el guirlache de Zaragoza, los alfajores de Sevilla, el alajú de
Cuenca, los alfeñiques extremeños, el piñonate onubense, el arnadí de Valencia
o el turrón alicantino. Y es que, como decía Ibn Razi, en el siglo X:
“Al-Andalus es generosa en seda,
Dulce en miel,
Completa en azúcar,
Iluminada en cera de candelas,
Abundante en aceite
Y lujosa en azafrán”.
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