LA BATALLA DEL SALADO Y LA
CONQUISTA DEL ESTRECHO
ALFONSO
XI CONTRA LOS MUSULMANES
En 1340 un ejército benimerín cruzó el estrecho de
Gibraltar y puso sitio a Tarifa. Alfonso XI, el rey de Castilla, salió al
encuentro de los musulmanes y los derrotó en una decisiva batalla
Javier Leralta
La suerte estaba echada. La línea del
río Salado dividía dos creencias y dos maneras de entender la vida; dos mundos antagónicos separados por un río de poco caudal.
A un lado, hacia Levante, con el sol a sus espaldas, las tropas de
Abu-l-Hassán, rey de la dinastía benimerín (o mariní) de Marruecos, y Yusuf I,
soberano nazarí de Granada; al otro lado, a Poniente, el ejército de Alfonso XI
de Castilla y su suegro Alfonso IV de Portugal, apoyado por las milicias
concejiles de Écija, Carmona, Sevilla, Jerez y algunas más, acostumbradas a la
lucha armada con el enemigo granadino por la cercana frontera. La Corona de
Aragón también colaboró con una flota de galeras al mando del almirante Pedro
de Moncada, aunque su presencia fue casi testimonial ya que
no intervino directamente en la batalla.
El ejército de Alfonso XI esperó a que el sol no fuera tan molesto para empezar la batalla. Tuvo suerte porque ese día, lunes 30 de octubre de 1340, el fuerte viento de Levante no sopló y ello facilitó los planes cristianos. Como buen príncipe de la guerra, el monarca castellano había preparado muy bien el enfrentamiento. Tanto él como los ricoshombres del reino, entre los que estaban el infante don Juan Manuel –tío segundo del rey–, Juan Núñez de Lara, Juan Alfonso de Alburquerque o Alfonso Méndez, maestre de Santiago, es decir, lo más granado de la alta nobleza castellana, habían repartido a sus hombres para luchar por lo que entonces era una causa noble, la victoria del bien sobre el mal, del cristianismo sobre el Islam.
La madrasa de Attarine, en Fez, fue una escuela coránica fundada en 1325 por Abu Said, padre del rey benimerín Abu-l-Hassán. En la imagen, uno de los patios.
Foto:
Cordon Press
Se trataba de una guerra santa. De hecho, el papa Benedicto XII había promulgado la
bula Exultamus in te elevando la batalla a la categoría de
cruzada contra el Islam. Una declaración bien recibida entre los
contendientes cristianos porque de esta manera tendrían derecho a beneficios
espirituales y, sobre todo, económicos, mucho más importantes, al poder
embolsarse una parte de los impuestos eclesiásticos.
EL DESAFÍO CASTELLANO
En los campos de
Tarifa, entre dos mares, Alfonso
XI desplegó toda su estrategia militar y su enorme talento en el campo de
batalla, cultivado en la lectura de diferentes obras de su tío don Juan
Manuel y en el anónimo Libro de Alexandre, un manual clásico del
arte de la guerra sobre la vida de Alejandro Magno y los consejos de
Aristóteles, publicado el siglo anterior. El ejército musulmán tenía fama de poseer los mejores jinetes, ligeros y
rápidos como el viento del Estrecho, pero las tropas castellanas habían
perfeccionado su armamento con espadas y armaduras de última generación.
Así, mientras la
caballería ligera benimerín luchaba a cuerpo descubierto, con la única
protección de un escudo de cuero (adarga) y la ayuda de una jabalina corta
(azagaya) y una espada, el ejército de Alfonso XI presumía de ser más moderno,
seguro y potente. Y, tácticamente, mejor preparado.
Tanto los caballos como
los soldados castellanos estaban protegidos con nuevas armaduras que cubrían
todas las zonas vulnerables del cuerpo. Además, los caballeros iban equipados con lanzas largas para hacer más violenta
la carga, aprovechando la inercia de la carrera, y blandían espadas puntiagudas
ligeras, con cantos afilados por ambos lados, que empuñaban con una sola
mano y con las que podían atravesar las viejas cotas de malla de los benimerines,
ya en desuso entre los cristianos.
Según las crónicas,
Abu-l-Hassán desechó la propuesta castellana de librar la contienda en las
inmediaciones de la laguna de La Janda, al norte de Tarifa, cerca de Barbate, y
prefirió el terreno irregular de cerros, bosques y playas más cercano a
Algeciras (en poder musulmán) para de este modo asegurarse la huida en caso de
derrota.
Así pues, una vez
inspeccionado y preparado el terreno por el rey castellano, se dispuso la
organización del enfrentamiento en sus diferentes fases: aproximación, lucha cuerpo a cuerpo y huida. Ambos
ejércitos pactaron la pelea en campo abierto como solución definitiva para
decidir la soberanía de la zona, en permanente tensión desde que Sancho IV
conquistara Tarifa a finales del siglo anterior.
Alfonso XI y sus nobles
repartieron las tropas en función del terreno, disposición y efectivos del
enemigo. Las tropas de Alfonso IV
de Portugal, de apenas mil soldados, recibieron la ayuda de cinco mil
castellanos y se dirigieron por el flanco izquierdo en busca del ejército
granadino, situado al pie de uno de los cerros. El grueso del ejército
cristiano se distribuyó de la forma tradicional, con cuerpo central, zaga y dos
alas. La vanguardia estaba formada por caballeros e infantes, dirigidos por
varios nobles, que tenían la misión de cruzar el río Salado en el momento en
que se iniciara el ataque.
EN EL CAMPO DE BATALLA
La decisión tomada fue
un signo evidente de desconfianza a pesar de la superioridad numérica del
ejército musulmán
Por su parte, el rey de Marruecos, que situó su campamento
en una "escarpada peña" para seguir mejor el desenlace de la batalla,
ordenó a las tropas que cercaban Tarifa que abandonaran el asedio para
incorporarse al grueso del ejército y que quemaran los ingenios de guerra
utilizados en el cerco para evitar que cayeran en manos enemigas. Está claro que
la decisión tomada fue un signo evidente de desconfianza a pesar de la
superioridad numérica.
Una crónica castellana
eleva los efectivos benimerines a 53.000 jinetes y 600.000 peones, divididos en
tribus y linajes, según la costumbre bereber. Las cifras resultan muy
exageradas para aquellos tiempos. Según estimaciones más ajustadas a la
realidad, el ejército cristiano
pudo reunir a 22.000 soldados, mientras que el musulmán triplicaría esa cifra.
Por los efectivos que entraron en liza,
la batalla del Salado, librada el 30 de octubre de 1340, fue una de las mayores
en la larga historia de guerras entre cristianos y musulmanes en la España
medieval. Para conmemorar la victoria, el rey Alfonso XI amplió el monasterio
de Guadalupe, una de cuyas salas sería decorada en el siglo XVII con un cuadro
sobre la batalla.
Foto:
Archivo Real Monasterio de Guadalupe
No durmió bien Alfonso
XI esa noche por la preocupación de la batalla y las ganas de que llegara la
hora del encuentro. Después de oír misa y comulgar con las armas encima del
altar para ser bendecidas, esperó a que el astro rey dejara de molestar en el
horizonte. El combate comenzó
hacia las diez de la mañana. La vanguardia castellana cruzó el río Salado y
embistió con bravura la delantera marroquí, que apenas pudo aguantar la
fuerza de la caballería pesada.
La espolonada
castellana fue tan feroz que el
ejército musulmán apenas pudo desarrollar su táctica favorita, el tornafuye,
utilizada por los almohades con suerte desigual en las batallas de Alarcos
(1195) y Las Navas de Tolosa (1212). La estrategia consistía en fingir la huida con la idea de atraer al
enemigo para desorganizarlo y a continuación revolverse y atacar a
los confiados soldados con jabalinas y saetas.
PERSECUCIÓN IMPLACABLE
Hasta el atardecer
lucharon los dos ejércitos cuerpo a cuerpo, a caballo, con hondas, lanzas,
ballestas y arcos. La pelea se extendió por los cerros cercanos y la
playa. Las tropas cristianas, que
registraron pocas bajas según las crónicas –según una de ellas, no más de
"quince o veinte jinetes", cifra poco verosímil–, arrasaron el
campamento de Abu-l-Hassán matando a sus mujeres, entre ellas a
Fátima, su favorita, y apoderándose de todas las riquezas. El rey castellano,
disgustado, ordenó perseguir a los saqueadores dentro y fuera del reino y que
se devolviera el botín.
Alfonso XI llevó a
rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción
total del enemigo
Pero lo peor llegó
cuando el ejército musulmán se sintió derrotado y empezó la retirada. Cada musulmán escapó del campo de batalla
como pudo, sin orden ni concierto. Algunos lo hicieron por la
playa, muriendo ahogados, y otros por los cerros en busca de los campos de
Algeciras. Precisamente en la retirada fue apresado el príncipe Abu Umar, hijo
del rey marroquí, que fue liberado años más tarde tras sufrir un ataque de
locura.
Alfonso XI llevó a
rajatabla la máxima de la caballería de siempre: la persecución y destrucción
total del enemigo, es decir, el concepto de batalla decisiva que tantas veces
había leído en el Libro de Alexandre, donde se defendía la figura
de un rey soberbio y a la vez piadoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario