LA FITNA Y DESINTEGRACIÓN DE
AL-ÁNDALUS
En el año 1031, tras un
largo periodo de rupturas internas, el Califato de Córdoba desapareció
definitivamente. Su lugar lo ocuparon los primeros reinos de taifas, cuyos
soberanos pasaron las siguientes décadas guerreando entre ellos. El reino
nazarí de Granada fue el último en sobrevivir y alumbró una nueva época de
esplendor andalusí.
el 30 de
noviembre del año 1031 Hisham III, el último califa de Córdoba, fue depuesto y
tuvo que escapar al norte. Se refugió hasta su muerte en el emirato de Larida
(actual Lleida), uno de los muchos reinos de taifas surgidos de la
desintegración del califato. Era el último estertor de una agonía que había
comenzado décadas antes y que se conoce como la fitna de al-Ándalus, cuando una
serie de luchas por el poder en el seno de la dinastía omeya propiciaron la secesión de los territorios del califato
uno tras otro.
LA FITNA DE
AL-ÁNDALUS
La palabra fitna, un término complejo que tiene connotaciones de conflicto
y lucha, es el nombre con el que se conocen las guerras internas que el Islam vivió
desde la caída del Primer Califato, en su mayoría debidas a divisiones en la
doctrina o a conflictos sucesorios. Este segundo caso es el que
desencadenó la crisis del califato fundado por Abderramán III, y que empezó en tiempos del nieto de este,
Hisham II. Debido a su temprana edad en el momento de asumir el trono (año
976), el poder quedó en manos de dignatarios más preocupados por eliminar a sus
adversarios que de ocuparse de los graves conflictos internos del califato.
Una serie de luchas por el poder en el seno de la dinastía omeya
desencadenaron la fitna de al-Ándalus, propiciando la secesión de los
territorios del califato uno tras otro.
Ya desde la época del emirato, previo a la proclamación del califato, los soberanos andalusíes habían tenido que
lidiar con las ansias de independencia de sus gobernadores, siempre
deseosos de obtener el control total de sus feudos y carentes de cualquier
sentido de unidad. Las continuas campañas de los omeyas contra los reinos cristianos
implicaban una presión fiscal que acusaban sus súbditos, sobre todo las
comunidades no musulmanas que debían pagar impuestos especiales, lo que se
traducía en conflictos que siempre estaban a punto de estallar. Por ello, no
eran pocos los gobernadores que
esperaban cualquier oportunidad para dejar de lado a los omeyas y
administrar sus territorios por su cuenta.
LA ERA DE LOS
REINOS DE TAIFAS
La situación se precipitó después de que Hisham II fuera obligado a abdicar
en el año 1009. En poco más de
veinte años llegaron a formarse más de 30 taifas, pequeños reinos
independientes, dejando el califato reducido a poco más que la capital.
A pesar de las ansias que habían demostrado por ocuparse de sus propios
asuntos, los gobernantes de las taifas no se dieron por satisfechos y dedicaron
sus recursos a guerrear entre ellos, a menudo asistidos por ejércitos
mercenarios o incluso por los reyes cristianos del norte.
Entre los años 1009 y 1031 llegaron a formarse más de treinta taifas,
pequeños reinos independientes, dejando el califato reducido a poco más que la
capital.
Formalmente el Califato de Córdoba siguió existiendo hasta noviembre del
año 1031, cuando la población de la capital se sublevó contra el último califa, Hisham III, que fue
depuesto y expulsado de la ciudad junto con los restantes miembros
de la dinastía omeya. Su huida envalentonó a los gobernantes de las taifas más
poderosas, que vieron la oportunidad de ocupar el vacío dejado. El título de califa concedía una autoridad
moral que ningún título regio podía igualar: implicaba no solo un
liderazgo militar sino también espiritual y la obligación -al menos teórica- de
todos los musulmanes de someterse a su guía. Esta prerrogativa en realidad nunca
se cumplió, mucho menos aún en los pequeños reinos de taifas, pero eso no
impidió a varios reyezuelos proclamarse califas, habiendo a veces incluso más
de uno al mismo tiempo.
Para
muchos de estos gobernantes la situación no solo no
mejoró respecto a cuando estaban bajo la autoridad omeya, sino que incluso
empeoró notablemente, ya que para su defensa solo podían contar
con costosos mercenarios o con aliados a los que debían corresponder con
tributos, tierras u otro tipo de concesiones. Solo las taifas
más poderosas sobrevivieron, a base de absorber a las más pequeñas: Zaragoza, Toledo y Badajoz se convirtieron en las más
grandes, aunque tenían que soportar la presión de los reinos cristianos en su
frontera; mientras que en el sur la de Sevilla ocupó el lugar preeminente que
había ostentado Córdoba y llegó a absorberla.
La Alhambra, cuyo
nombre significa "castillo rojo", fue la residencia de la
dinastía nazarí desde el siglo XIII hasta los primeros días de 1492. Es
Patrimonio de la Humanidad y está considerada una de las mayores joyas de la
arquitectura andalusí.
Foto:
Gtres
EL ÚLTIMO
ESPLENDOR ANDALUSÍ
La era de los reinos de taifas se extendería durante dos siglos, primero
bajo dominio de los almorávides y después de los almohades, ambas dinastías de
origen norteafricano y que sostenían una interpretación mucho más rigorista del
Islam que la de los omeyas, acabando con el clima de relativa tolerancia que
había hecho del califato cordobés un referente dentro y fuera del mundo
musulmán. Su obsesión por lograr la hegemonía en las ruinas de al-Ándalus
propicio su progresivo retroceso
ante los reinos cristianos, especialmente el creciente reino de León.
Las luchas entre los reinos de taifas propiciaron su progresivo retroceso
ante los reinos cristianos, especialmente el creciente reino de León.
A mediados del siglo XIII, el emirato de Granada -más conocido como Reino
Nazarí de Granada, por el nombre de la dinastía reinante- era el último reducto
del poder andalusí en la península Ibérica. No obstante, este fue el más
longevo de la Hispania musulmana y a
lo largo de sus más de dos siglos de historia, experimentó un renacer cultural
que nada tenía que envidiar al esplendor de los mejores tiempos del
Califato de Córdoba.
"La despedida del
rey Boabdil a Granada" es un óleo de Alfred Dehodencq que retrata la
leyenda del "suspiro del moro". Según esta historia Boabdil, al
marcharse de Granada, se giró para ver su ciudad por última vez y rompió a
llorar, a lo que su madre Aisha replicó: "Llora como una mujer lo que no
supiste defender como hombre". En realidad se trata de una invención
de fray Antonio de Guevara, cronista de Carlos V.
Foto:
wikicommons
Esta relativa estabilidad -a pesar de sus problemas internos- fue posible
gracias al pacto entre el sultán
nazarí Alhamar y el rey Fernando III de León y Castilla, que establecía un
extenso territorio de frontera a lo largo del valle del Guadalquivir.
Los reinos cristianos y el nazarí estaban demasiado ocupados en sus propios
conflictos para preocuparse de la conquista del otro y Granada, además, contaba
con la barrera natural que suponía Sierra Nevada.
El pacto entre el sultán nazarí Alhamar y el rey Fernando III de León y
Castilla establecía un extenso territorio de frontera a lo largo del valle del
Guadalquivir.
Solo la unión entre las coronas castellana y aragonesa mediante el matrimonio de los Reyes Católicos rompió este delicado
equilibrio. En 1484 empezó la última guerra de la que se llamaría Reconquista, un término equívoco que no refleja la complejidad
de la Hispania medieval, en la que reyes cristianos y musulmanes eran aliados o
enemigos según les convenía en cada momento. El 2 de enero de 1492 Granada
capituló y Boabdil, el último rey
nazarí, partió de la ciudad que había sido durante dos siglos y medio el último
recuerdo de al-Ándalus. Se escribía así la última página de una
historia que había durado casi ocho siglos, desde que en el año 711 las tropas
omeyas lideradas por Tariq ibn Ziyad habían desembarcado en la bahía de
Algeciras.
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