DOCUMENTOS SOBRE LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS
La
expulsión de los judíos. (Documento nº. 1)
El
día 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firmaban en Granada el edicto de
expulsión de los judíos de la Corona de Castilla, mientras otro documento con
ligeras variaciones era firmado sólo por Fernando para los judíos de la Corona
de Aragón; ambos textos partían de un borrador elaborado pocos días antes por
el inquisidor general. fray Tomás de Torquemada. Las argumentaciones oficiales
de tan rigurosa medida eran fundamentalmente religiosas.
La
expulsión de los judíos. (Documento nº. 2)
La
actividad que desarrolló la Inquisición sevillana contra los judaizantes llegó,
a partir de 1480, a
los más reprobables extremos. Solamente en 1481 fueron quemadas vivas unas
2.000 personas; otras tantas fueron quemadas en estatua, por haber muerto o
huido, y 17.000 sufrieron penas más o menos graves. Los muertos fueron
desenterrados y sus huesos incinerados. Los bienes de todos los que, vivos o
muertos, habían sido declarados reos de muerte eran confiscados y sus hijos
inhabilitados para oficios o beneficios. En Andalucía quedaron vacías más de
4.000 casas.
El
Decreto de Expulsión de 1492 (Documento nº. 3)
No
sabemos todavía muy bien por qué, los historiadores continuarán durante mucho
tiempo debatiéndolo, pero ocurrió que el 31 de marzo de 1492 los Reyes
Católicos emitieron el famoso Edicto de Expulsión que ponía fin a la presencia
centenaria de judíos en territorios de la Corona de Castilla y de la Corona de
Aragón. Sabemos que el texto del famoso documento llevaba varios días redactado
y reposaba, incómoda y molestamente, en la mesa de despacho de los reyes. Allí
había sido depositado una vez que el inquisidor fray Tomás de Torquemada lo
hubiera redactado, arguyendo las mismas razones que explicaban, una decena de
años anteriormente, el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición.
La
expulsión de los judíos. (Documento no. 1)
El
día 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firmaban en Granada el edicto de
expulsión de los judíos de la Corona de Castilla, mientras otro documento con
ligeras variaciones era firmado sólo por Fernando para los judíos de la Corona
de Aragón; ambos textos partían de un borrador elaborado pocos días antes por
el inquisidor general. fray Tomás de Torquemada. Las argumentaciones oficiales
de tan rigurosa medida eran fundamentalmente religiosas: "combatir la
herética pravedad que los judíos extendían por toda la Corona, pues según es
notorio y según somos informados de los inquisidores y de otras muchas personas
religiosas, eclesiásticas y seglares, consta y parece el gran daño que a los
cristianos se ha seguido y sigue de la participación, conversación,
comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que
procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, de subvertir y sustraer de
nuestra santa fe católica a los fieles cristianos y los partar della y atraer y
pervertir a su danada creencia y opinión". El edicto recordaba las medidas
de expulsión y segregación tomadas anteriormente,"pero, como ello no basta
para entero remedio para obviar y remediar como cese tan gran oprobio y ofensa
de la fe y religión cristiana, porque cada día se halla y parece que los dichos
judíos crecen en continuar su malo y danado propósito", era necesario, en
defensa de la colectividad del reino, suprimir de raíz la comunidad judía,
utilizando para la expulsión global el recurso argumental de "porque
cuando algún grave y detestable crimen es cometido por algunos de algún colegio
y universidad (colectividad), es razón que tal colegio y universidad sean
disolvidos y aniquilados y los menores por los mayores, y los unos por los
otros punidos y que aquellos que pervierten el buen y honesto vivir de las
ciudades y villas y por contagio pueden danar a los otros sean expelidos de los
pueblos, y aun por otras más leves causas que sean en dano de la república,
cuanto más por el mayor de los crímenes y más peligroso y contagioso, como lo
es éste". Seguidamente el edicto fijaba las condiciones de la expulsión.
Se ordenaba salir con carácter definitivo y sin excepción a todos los judíos,
los cuales no solamente eran expulsados de los reinos peninsulares, sino de
todos los dominios de los reyes. El plazo para su marcha era de cuatro meses,
es decir, hasta el 31 de julio, aunque un edicto posterior del inquisidor
Torquemada lo prolongó en diez días para compensar el tiempo pasado en la
promulgación y conocimiento del decreto. Se imponía la salida en ese plazo bajo
pena de muerte y confiscación de bienes, dando los reyes su seguro real para
que en esos cuatro meses negociasen los judíos toda su fortuna y se la llevasen
en forma de letras de cambio, pues debían respetarse las leyes que prohibían la
saca de oro, plata, monedas, armas y caballos. Aunque el edicto no hacía
ninguna alusión a la posibilidad de conversión al cristianismo, ésta era una alternativa
que se sobreentendía, y fueron especialmente muchos individuos de la elite
hebrea los que abrazaron la religión cristiana para evitar la expulsión. Entre
ellos figuró Abraham Senior, rabí mayor de Castilla, que recibió el bautismo el
15 de junio de 1492 con el padrinazgo de los mismos reyes, pasando desde
entonces a llamarse Fernán Núñez Coronel y desempeñando después de su
conversión los cargos de regidor de Segovia, miembro del Consejo Real y
contador mayor del príncipe Juan. Las conversiones se dieron en un grado muy
distinto según las zonas y las localidades, aunque probablemente fue mucho
mayor el número de judíos que eligieron el camino del exilio que el de los que
abjuraron de la ley mosaica para permanecer en la Sefarad de sus antepasados.
Las
causas de la expulsión de los judíos han dado lugar a un intenso debate
historiográfico en el que se han manejado Interpretaciones muy diversas, Se han
aducido explicaciones basadas en la presión de la opinión popular antijudía, el
odio del pueblo (Américo Castro), o en la animadversión hacia los judíos a
causa de la práctica de la usura y de su acumulación de riquezas (Claudio
Sánchez Albornoz). También se han esgrimido causas funda mentadas en
alineamientos sociales: un episodio de la lucha de clases entre los
tradicionales grupos privilegiados nobleza y clero y la burguesía incipiente de
los judíos (Henry Kamen) o la expulsión como resultado de la alianza de las
oligarquías urbanas antijudías con la Monarquía (Stephen Haliczer). Sin
embargo, en aquella época, ni la opinión de las masas populares tenía gran
incidencia en las decisiones de la alta política, ni la ecuación judíos =
burguesía tiene fundamento, como tampoco la tiene el antagonismo nobleza
<> judíos, pues muchos hebreos eran administradores de los estados de la
aristocracia; asimismo las oligarquías ciudadanas tampoco tenían la impronta
suficiente para imponer una decisión de tanta trascendencia sobre una monarquía
autoritaria que, por otro lado, controlaba a los municipios a través de los corregidores.
A pesar de la dificultad de establecer con precisión la razón última que llevó
a los Reyes Católicos a la expulsión tal como reconoció recientemente un
congreso de especialistas celebrado en Jerusalén en 1992 hay algunos puntos que
parecen bastante asentados en el debate historiográfico actual. Uno seria el
hecho de que la iniciativa de la expulsión partió de los inquisidores que
pretendían, con tan radical medida, acabar con la "herética pravedad que
conllevaba el contacto entre judíos y cristianos". En segundo lugar, en
general, se reconoce un fondo político a esta decisión: constituir un paso más
de la monarquía autoritaria de los Reyes Católicos en su afán por lograr una
mayor cohesión social repetidamente resquebrajada, no lo olvidemos, por los
tumultos antijudíos de la década de los años ochenta a partir de la unidad de
la fe. En este sentido, Joseph Pérez ha afirmado que Isabel y Fernando esperan
que la eliminación del judaísmo facilite la asimilación definitiva y la
integración de los conversos en la sociedad española, mientras Luis Suárez ha
sostenido que los reyes aspiraban a un máximo religioso concretado en la unidad
de la fe católica que habría que interpretar como un elemento de la maduración
del poder de la monarquía en la construcción del estado moderno español. Las
cifras de la expulsión han constituido otro tema polémico. Las limitaciones de
las fuentes, las conversiones y los retornos dificultan los intentos de
precisar el volumen de judíos expulsados. Las cifras globales manejadas tienen
un carácter tan dispar que José Hinojosa Montalvo no ha dudado en calificarlas
como cifras de la discordia. Reproducimos a continuación algunos cálculos de
reconocidos especialistas:
Historiador
Cantidad de expulsados
Yitzhar Baer 150.000 a 170.000
Haim Beinart 200.000
Bernard
Vicent 100.000 a
150.000
Joseph
Pérez 50.000 a
150.000
A.
Domínguez Ortiz 100.000
Luis
Suárez 100.000
Julio
Valdeón 100.000
Ladero
Quesada +/ 90.000
Jaime
Contreras 70.000 a
90 000
Como
puede observarse, las estimaciones defendidas por los historiadores hebreos son
sensiblemente superiores a las cifras de expulsados salidas de las
investigaciones de los estudiosos españoles, los cuales, en general,
olvidándose de las apreciaciones de los cronistas coetáneos, han extrapolado
los resultados de los análisis de padrones fiscales, relaciones fragmentarias
de expulsados, contratos de embarque, etc., que ofrecen datos parciales pero
documentados. La pérdida demográfica que significó la expulsión no fue
excesivamente relevante aproximadamente un 2 por 100 del potencial poblacional
conjunto de las coronas de Castilla y Aragón, si aceptamos la cifra de 100.000
judíos expulsados, pero cabe subrayar la desigual incidencia que tuvo en los
distintos territorios. En la Corona de Aragón la población hebrea era mucho
menor que en la Corona de Castilla y la expulsión sólo supuso una pérdida de
10.000 ó 12.000 habitantes.
En
la Corona de Castilla, donde la población judía era más numerosa. las aljamas
eran escasas en la zona norte y en Galicia, concentrándose la mayoría de ellas
en las dos Castillas, Andalucía y Murcia. El camino del exilio condujo a los
judíos castellanos y aragoneses mayoritariamente a Portugal y Navarra, reinos
de donde después también serían expulsados, y en menor medida a Flandes, el
norte de África, Italia y los territorios mediterráneos del imperio otomano,
donde el sultán Bayaceto II dio instrucciones de acogerlos favorablemente. Pero
para muchos de ellos el camino del destierro estuvo lleno de penalidades. como
las que relata Salomón ben Verga en su crónica Sebet Yehuda: "Pero he ahí
que por todas partes encontraron aflicciones, extensas y sombrías tinieblas,
graves tribulaciones. rapacidad, quebranto, hambre y peste. Parte de ellos se
metieron en el mar, buscando en las olas un sendero , también allí se mostró
contraria a ellos la mano del Señor para confundirlos y exterminarlos pues
muchos de los desterrados fueron vendidos por siervos y criados en todas las
regiones de los pueblos y no pocos se sumergieron en el mar, hundiéndose al
fin, como plomo". Las consecuencias económicas de la expulsión han sido
muchas veces exageradas al interpretar que la marcha de los judíos eliminó de
la vida social y económica hispana los únicos grupos que podían haber recogido
el impulso del primer capitalismo. Las consideraciones ya apuntadas
anteriormente sobre la situación económico-profesional de la comunidad hebrea a
finales del siglo XV invalidan esta interpretación: sólo en las localidades
donde los judíos eran numéricamente importan tes, los trastornos en el mundo
artesanal y de los negocios fueron relevantes. Pero, además de las económicas,
no hay que olvidar las repercusiones religiosas de la expulsión: el aumento del
número de con versos y falsos conversos y la consolidación de la división
social entre cristianos viejos y cristianos nuevos. Asimismo, la expulsión
supuso la pérdida de destacadas personalidades del mundo cultural y científico,
como Abraham Zacuto, ilustre astrónomo y cosmógrafo, Salomón ben Verga,
escritor sevillano autor del emocionado relato antes citado sobre las
vicisitudes de la expulsión o Judá Abrabanel, hijo del consejero de los Reyes
Católicos Isaac Abravanel y autor de unos Dialoghi di Amore.
La
expulsión de los judíos. (Documento no. 2)
La
actividad que desarrolló la Inquisición sevillana contra los judaizantes llegó,
a partir de 1480, a
los más reprobables extremos. Solamente en 1481 fueron quemadas vivas unas
2.000 personas; otras tantas fueron quemadas en estatua, por haber muerto o
huido, y 17.000 sufrieron penas más o menos graves. Los muertos fueron
desenterrados y sus huesos incinerados. Los bienes de todos los que, vivos o
muertos, habían sido declarados reos de muerte eran confiscados y sus hijos inhabilitados
para oficios o beneficios. En Andalucía quedaron vacías más de 4.000 casas.
Se
hizo ver a la reina que la desaparición o emigración de gentes tan activas
haría decaer el comercio. Pero no por ello cedió Isabel. También sobre Roma
llovieron las quejas, obligando a intervenir al papa Sixto IV, que lo hizo a
principios de 1482 mediante una bula en la que recogía las principales quejas
llegadas a sus oídos en contra de la Inquisición:
Según
me cuentan han encarcelado a muchos injusta e indeliberadamente, sin atenerse a
ordenación jurídica alguna; los han sometido a espantosas torturas, los han
declarado injustamente herejes y han arrebatado sus bienes a los condenados al
último suplicio.
La
Inquisición atravesó, como consecuencia, una aguda crisis. A instancias del
Papa, se imponía una reorganización que, de momento, dio un parón de cerca de
un año a la persecución inquisitorial contra los conversos.
Pero
de las últimas experiencias se había llegado a una conclusión clarísima: los
conversos solían volver a sus antiguas prácticas, incitados, al parecer, por
sus antiguos correligionarios. Había, pues, que expulsar del país a los judíos.
En 1482 comienzan, además, las hostilidades contra el reino de Granada; en
consecuencia, había nuevos motivos para sospechar de los judíos: del mismo modo
que en tiempos pasados abrieron las puertas de las ciudades a los invasores
árabes, también ahora podían espiar para los moros granadinos, colaborar con ellos
a manera de quinta columna enemiga en medio de los cristianos. Además, como
solía ocurrir siempre que ardía la guerra, los judíos aprovecharían las
circunstancias para enriquecerse a costa de los cristianos. Todos estos
problemas se sentían con más agudeza en Andalucía, por motivos bien evidentes.
Así, pues, el 1 de enero de 1483 la Inquisición hizo pregonar en Sevilla un
decreto que expulsaba a los judíos de las diócesis de Sevilla, Córdoba y Cádiz.
Aquella primera expulsión vino a ser un ensayo general de lo que más tarde
ocurrió. Los judíos ya no tenían motivos para esperar otra cosa. Constantemente
vivían bajo la terrorífica amenaza:
A
causa de nuestros pecados -escribían los judíos de Castilla, en 1487, a las comunidades de
Roma y Lombardía-, sólo pocos quedamos de los muchos, y sufrimos muchas
persecuciones y padecimientos, tanto que seremos aniquilados si Dios no nos
guarda.
En
Aragón se llevó a cabo otra expulsión parcial en 1486, que afectó a los judíos
zaragozanos y a los de la diócesis de Albarracín (Teruel). El motivo inmediato
lo ofreció el asesinato del Inquisidor Pedro de Arbúes, instigado por los
judaizantes, que levantó a los cristianos al grito de Al fuego los conversos,
que han muerto al inquisidor. Los judíos comenzaban a responder a la violencia
con la violencia. A los crímenes ciertos, si los hubo, se unieron los que creó
la imaginación popular. En un clima tan enrarecido, un último caso colmó el
vaso ya rebosante.
El
17 de diciembre de 1490 dio comienzo el proceso contra dos judíos (Yucé Franco
de Tembleque y Moshe Abenamías de Zamora) y seis conversos (Alonso, Lope,
García, Juan Franco, Juan Ocaña y Benito García), vecinos de La Guardia, pueblo
de Toledo por el que hoy atraviesa la autovía A-4 Madrid-Cádiz. Según parece,
enfurecidos y aterrorizados a la vista de un auto de fe que habían presenciado
en Toledo, realizaron un conjuro, fruto de la superstición y de las ideas
mágicas tan extendidas en la época; mediante él querían conseguir que todos los
cristianos rabiasen y se acabara su ley. Para ello, se apoderaron presuntamente
del niño Juan Pasamontes, y el viernes santo repitieron en él la pasión de
Cristo, crucificándole y sacándole, finalmente, el corazón. Otro de los
ingredientes del conjuro, junto con el corazón, era una hostia consagrada que
previamente habían comprado.
Desde
luego que los acusados se confesaron culpables, y sometidos después al tormento
se ratificaron en su confesión. Como tales, se les ejecutó en noviembre de
1491. Pero lo que menos importa en este caso es pararse a comprobar la
veracidad de las acusaciones que sobre ellos pesaron. Lo que realmente importa
es constatar la sensación que este hecho, verdadero o no, produjo en el pueblo
cristiano, el clima de pasión que rodeó al suceso, el odio insuperable que
despertó y la insufrible tensión nacida de la convivencia (Azcona).
Y
así se llega al decreto de expulsión del 31 de marzo de 1942, con el que
comenzábamos este capítulo.
Durante
el plazo concedido para salir del país, los judíos y sus bienes quedaban amparados
por el seguro real, de modo que nadie podía dañarlos ni despojarlos
violentamente. Sin embargo, no era necesario recurrir a la violencia para
obtener los mismos resultados.
Se
les ofrecía la alternativa del destierro o la conversión. Algunos fueron los
que optaron por el bautismo pero la mayoría no abandonó su fe. En estas
circunstancias, el pueblo israelita dio un alto ejemplo de fidelidad a sus
convicciones religiosas y de solidaridad con sus hermanos. Después de un siglo
de constante persecución, la sociedad judía se había reducido, sí, pero al
mismo tiempo se había depurado, librándose de indecisos e indiferentes. Además,
el miedo a caer bajo la jurisdicción inquisitorial una vez convertidos era un
motivo de disuasión más que suficiente.
A
pesar de ello, la sociedad cristiana intentó un supremo esfuerzo de captación.
Se llevó a cabo una campaña de predicación intensiva para convertirlos sin
resultados apreciables. Se les prometió condonarles las deudas si las tenían,
en caso de convertirse, como de hecho se hizo posteriormente, por ejemplo, con
los conversos del condado de Luna. Los bautismos de judíos importantes se
rodearon del mayor esplendor y pompa posibles, con miras claramente
propagandísticas. De los cuatro personajes más destacados de la comunidad
judía, tres de ellos se convirtieron: el rabí Abraham; también el rabino mayor
de las aljamas, Abraham Seneor, y su yerno el rabino Mayr. El 15 de junio de
1942 recibieron solemnemente el bautismo en Guadalupe. El nuncio y el gran
cardenal de España apadrinaron al primero.
Los
reyes a los otros dos, que recibieron, respectivamente, los nombres de Fernando
Pérez Coronel y Fernando Núñez Coronel. Todos ellos pasaron, inmediatamente, a
ocupar puestos de relieve en el reino.
El
cuarto judío notable, Isaac ben Yudah Abravanel, permaneció fiel a su religión.
Él fue quien se puso, como un nuevo Moisés, al frente de su pueblo, para
conducirlo por el éxodo que pronto iban a emprender. E incluso dio la cara en
la corte, tratando de parar el golpe que sobre su pueblo se cernía:
Hablé
por tres veces al monarca, como pude, y le imploré diciendo: -Favor, oh rey.
)Por qué obras de este modo con tus súbditos? Impónnos fuertes gravámenes;
regalos de oro y plata y cuanto posee un hombre de la casa de Israel lo dará
por su tierra natal. Imploré a mis amigos, que gozaban de favor real para que
intercediesen por mi pueblo, y los principales celebraron consulta para hablar
al soberano con todas sus fuerzas que retirara las órdenes de cólera y furor y
abandonara su proyecto de exterminio de los judíos. También la Reina, que
estaba a su derecha para corromperlo, le inclinó poderosa persuasión a ejecutar
su obra empezada y acabarla. Trabajamos con ahínco, pero no tuvimos éxito. No
tuve tranquilidad, ni descanso. Mas la desgracia llegó.
Los
judíos, antes de marchar, debían vender sus bienes inmuebles y los muebles que
no podían transportar.
Aparte
de la baja que experimentaron los precios como consecuencia del repentino
exceso de oferta, la avidez de los compradores agravó muchísimo más la
situación. En algunos sitios se prohibió a los cristianos que compraran los
bienes de los judíos y en otros se establecieron guardias para que no pudieran
salir de las aljamas hasta el día de la marcha. Sus haciendas, pues, se
malbarataron, casi se abandonaron a cambio de cuatro cuartos.
Bien
es verdad que el decreto real les permitía dar poderes a otras personas para
que liquidaran sus propiedades con menos prisa, pero, como al mismo tiempo
necesitaban dinero para el viaje, muchos optaron por vender entonces.
Podían
sacar los judíos cuanto pudieran llevar consigo, menos aquellos artículos que
prohibían sacar del país las leyes aduaneras. Así pues, debían dejar aquí sus
caballos (con lo que el viaje se hacía más difícil) y también el oro, la plata
y la moneda acuñada. Los contraventores podían ser castigados con la
confiscación de bienes o la muerte, según el volumen del contrabando. En este
caso se urgió a las autoridades aduaneras para que aplicasen las penas
establecidas con el mayor rigor.
Sólo
había un medio para conservar los bienes: entregar a los banqueros los dineros
y metales preciosos, recibiendo de ellos los justificantes pertinentes, es
decir, letras de cambio, que podrían hacer efectivas una vez que se encontrasen
fuera de España. Los banqueros italianos, en especial los genoveses, se
prestaron a llevar a cabo estas operaciones, gravándolas, como era de prever
con fortísimos intereses.
También
ocurrió que los cristianos que debían dinero a los judíos se negaron a saldar
sus deudas, no sólo los capitales que habían recibido en préstamo a título
particular sino también los impuestos que los cobradores judíos habían
adelantado al fisco y debían cobrar después a cada contribuyente con los
correspondientes intereses.
Cumplido
el plazo fijado, los judíos salieron de sus casas. Todos los testigos de la
amarga despedida mencionan las tristes escenas que tuvieron lugar cuando
abandonaban los lugares donde habían estado afincados desde muchas generaciones
atrás. En seguida emprendieron la marcha hacia los puntos en que debían
concentrarse antes de salir al extranjero.
Según
los cálculos más objetivos, de los 200.000 individuos que formaban la comunidad
judía de Aragón y Castilla, más de 150.000 eligieron el destierro:
Salieron
-cuenta el cronista Bernáldez- de las tierras de sus nacimientos, chicos y
grandes, viejos y niños, a pie y caballeros en asnos y otras bestias, y en
carretas, y continuaron sus viajes, cada uno a los puertos que habían de ir, e
iban por los caminos y campos por donde iban con muchos trabajos y fortunas,
unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando,
que no había cristiano que no hubiese dolor de ellos, y siempre por do iban los
convidaban al baptismo y algunos, con la cuita, se convertían y quedaban, pero
muy pocos, y los rabies los iban esforzando y hacían cantar a las mujeres y
mancebos y tañer panderos y adufos para alegrar la gente, y así salieron de
Castilla.
La
mayor parte de los judíos de Castilla intentaron pasar a Portugal. Por donde
iban no faltaban gentes que trataban de aprovecharse de su infortunio, sin
excluir a las autoridades. Hubo salteadores que cayeron sobre ellos para
robarles. En las tierras de la Orden de San Juan les cobraron derechos
abusivos.
En
Portugal no fue mejor el trato que recibieron. Se fijaron cuatro puntos de
entrada a lo largo de la frontera. Cada persona debía pagar ocho cruzados para
obtener un permiso de residencia de ocho meses, transcurridos los cuales
deberían pasar a África en naves portuguesas, pagando el pasaje que se les
fijara. Los niños de pecho y los obreros manuales que quisieran establecerse en
el país sólo debían pagar cuatro cruzados. Pero estos últimos fueron obligados,
además, a recibir el bautismo. Los que no tuvieron dinero para pagar aquel
arancel o el pasaje, así como los que penetraron en el país clandestinamente,
fueron vendidos como esclavos o enviados a las islas de Los Lagartos. Si malo
fue el trato que les dieron en España peor aún fue el que recibieron en
Portugal, que hizo clamar al obispo de Silves, Jerónimo Osorio, contra aquella
fuerza inicua contra ley y contra religión.
Desde
Portugal, muchos salieron hacia las costas de África, donde se unieron a los
que habían llegado directamente de España. Los que quedaron en Portugal fueron
expulsados, finalmente, en 1496. He aquí el motivo: El rey Juan II murió en
1495. Lo sucedió su primo Manuel, que se empeñó en casar con Isabel. hija de
los Reyes Católicos. Isabel, viuda de Alfonso, príncipe heredero de Portugal,
estaba convencida de que la muerte de su primer esposo había sido castigo de
Dios por haber amparado a los judíos y conversos perseguidos. Por eso, exigió,
como condición para su nuevo matrimonio, que salieran del reino todos los
refugiados. Y así se hizo.
Parte
de los expulsados de España intentaron pasar directamente a África. Hubo
armadores que, después de recibir el importe de los pasajes, no cumplieron sus
contratos; un numeroso grupo salió de Cádiz hacia Orán en una flota de 25 naves
dirigidas por Pedro Fernández Cabrón. Parte de ellos fueron arrojados por el
mar en las costas de Málaga y Cartagena donde muchos de ellos se convirtieron.
Los
demás fueron a parar al puerto de Arcila (Marruecos), después que los soldados
que les custodiaban les robaran lo que llevaban encima y violaran a sus mujeres
e hijas. Allí se les unieron los fugitivos de Portugal y luego se dispersaron
hacia distintos puntos de Marruecos, buscando correligionarios que les
ayudaran.
Por
los caminos los moros repitieron con ellos los anteriores vejámenes; muchos
fueron abiertos en canal, porque al no hallarles oro ni en los equipajes ni
entre las vestiduras, cabía la posibilidad de que se lo hubieran tragado.
Aterrorizados, muchos volvieron a Arcila con la esperanza de poder regresar a
España.
Hubo
otros muchos grupos, en especial aragoneses, que embarcaron en los puertos del
Mediterráneo y se establecieron en Génova, Nápoles, Turquía, los Balcanes y
otras tierras del Próximo y Medio Oriente. Parte llegaron también a Francia
Inglaterra, los Países Bajos y Alemania.
Abatidos
por tantos sufrimientos, muchos de ellos prefirieron volver a la Península. En
noviembre de 1492 los reyes les permitieron entrar en el país con la condición
de que se bautizaran al llegar o trajeran certificado de haber sido bautizados
antes de pasar la frontera. En este caso se les permitía recuperar los bienes
vendidos por el mismo precio que habían recibido de los compradores. El cura de
Los Palacios (Sevilla) bautizó a muchos de los que volvían desnudos, descalzos
y llenos de piojos, muertos de hambre y muy mal aventurados, que era dolor de
los ver.
Después
de la expulsión, los reyes ordenaron llevar a cabo una estricta investigación.
Se descubrió que algunos judíos habían logrado sacar oro y plata, sobornando a
las autoridades. Los reyes, al saberlo, anularon las letras de cambio; así
pues, los banqueros entregaron a la Corona los bienes que habían recibido de
los judíos, reservándose el 20 por 100 de cuanto tenían en depósito.
La
injusticia se evidencia en el hecho de que pagaron justos por pecadores; sin
embargo, los reyes tranquilizaron sus conciencias pensando que no habían
tratado con individuos particulares, sino con la comunidad judía como tal. Los
complicados en el contrabando fueron castigados. Pero, al mismo tiempo, pasaron
a poder de la Corona bienes cuantiosos. Las propiedades de las aljamas, que
eran bienes comunes a los miembros de ellas, habían sido declaradas
inalienables. La Corona se las apropió.
También
se apoderaron de los decomisos de artículos prohibidos hechos por las
autoridades aduaneras. Los judíos que habían enviado capitales al extranjero y
luego se quedaron en España fueron obligados a pagar una cantidad semejante a
la evadida. Las deudas no pagadas a los judíos también fueron cobradas por las autoridades.
En
1496 volvieron los inspectores reales a rastrillar el país, pidiendo cuentas a
los que se habían hecho cargo de los bienes de los judíos. Todavía fue posible
reunir más de 2.000.000 de maravedís, más de lo que había costado financiar el
descubrimiento de América.
Los
grandes señores laicos y eclesiásticos no dejaron pasar de largo aquella
extraordinaria ocasión. Unos y otros escribieron a los reyes, quejándose del
perjuicio que se les había causado privándolos de unos vecinos tan industriosos,
que tanto aportaban a la prosperidad de sus señoríos. Innumerables son las
cédulas en que los reyes distribuyeron parte de los bienes confiscados entre
los nobles y las iglesias, acatando la pérdida de vasallos y de renta que
perdió.
En
1499 la cuestión judía había quedado resuelta. El punto final lo puso un
decreto por el que se determinó que cualquier judío que, en adelante, fuese
capturado en los reinos peninsulares sería condenado a muerte.
Aquella
generación de judíos quedó marcada para siempre con el trauma de la expulsión.
Todavía sus descendientes, dondequiera que se encuentren, conservan la lengua
de sus padres, un antiguo y pintoresco castellano, sus tradiciones, costumbres,
leyendas, canciones y romances. Muchas familias guardan hasta el día de hoy,
como oro en paño, las llaves de las casas que sus antepasados dejaron en
España, como símbolo de un amor a su segunda patria española, que no pudo
borrar siquiera el odio de que fueron víctimas. Estos sefardíes o sefarditas
(así llamados por el nombre de "Sefarad+, que daban a España) conservaron
también el orgullo de su origen hispánico y de su cultura peculiar, hasta el
punto de que el imperio turco reconoció siempre su nacionalidad española.
Incluso llegaron a crearse roces y antagonismos entre estos sefarditas y otras
comunidades judías de distinta procedencia.
Los
que se convirtieron, entre 1391 y 1499, se fundieron paulatinamente con la
población española, llegando a ocupar, como se ha dicho, altos puestos
políticos y eclesiásticos. La expulsión no hizo desaparecer de España el grupo
étnico judío. El antisemitismo hispánico nunca se presentó como segregacionismo
racial, aunque sí lo hizo en el aspecto social y en el religioso. Por eso, una
vez que se rompieron estas barreras y que los judíos aceptaron, de grado o por
la fuerza, integrarse plenamente en la comunidad política y religiosa, no se
tuvieron en cuenta sus peculiaridades raciales. Sus familias entroncaron con
las de más rancio abolengo e incluso con la alta nobleza; sus apellidos típicos,
conservados hoy día, nada dicen sobre su origen a quienes los escuchan y es
posible que ni siquiera quienes los llevan hayan sospechado nunca que
descienden de linajes judíos.
La
expulsión de los judíos. (Documento no. 3)
El
Decreto de Expulsión de 1492
Por
Jaime Contreras Catedrático de Historia Moderna.
Universidad
de Alcalá de Henares
No
sabemos todavía muy bien por qué, los historiadores continuarán durante mucho
tiempo debatiéndolo, pero ocurrió que el 31 de marzo de 1492 los Reyes
Católicos emitieron el famoso Edicto de Expulsión que ponía fin a la presencia
centenaria de judíos en territorios de la Corona de Castilla y de la Corona de
Aragón. Sabemos que el texto del famoso documento llevaba varios días redactado
y reposaba, incómoda y molestamente, en la mesa de despacho de los reyes. Allí
había sido depositado una vez que el inquisidor fray Tomás de Torquemada lo
hubiera redactado, arguyendo las mismas razones que explicaban, una decena de
años anteriormente, el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición.
El
documento que declaraba la obligación de los judíos de abandonar los reinos
hispánicos afirmaba que en, el plazo de tres meses, todos los habitantes judíos
de las aljamas que no hubieran salido serían castigados con penas rigurosísimas
porque, desde entonces, la práctica de su religión sería considerada como un
crimen gravísimo y detestable. Se añadía también que, durante el plazo
establecido, los judíos no sólo deberían atender a poner a buen recaudo sus
bienes, transformándolos en mercancías exportables o en letras de cambio.
También deberían considerar la conveniencia de aceptar la posible alternativa
que al exilio ofrecían los reyes: la conversión al cristianismo y la
integración, como súbditos cristianos, en la sociedad mayoritaria. Se añadía
también que si, una vez abandonados los territorios del Reino de Castilla y los
reinos de la Corona de Aragón, algún judío deseaba volver a sus lugares de
origen, pasado un tiempo prudencial podría libremente hacerlo; recuperaría sus
bienes abandonados y sería recibido benévolamente en la sociedad cristiana,
sociedad en la que debería insertarse, obviamente.
El
edicto en cuestión obligaba al exilio y permitía la conversión. Judíos hubo que
se exiliaron y judíos también que, con más frecuencia de la percibida hasta
ahora, optaron en el último momento por acudir a las pilas bautismales,
tornarse cristianos e iniciar un proceso, largo y dificultoso, de asimilación
en la sociedad de la mayoría. No fue, en cualquier caso, una decisión fácil,
porque si el exilio significaba el desarraigo de la tierra, la conversión
suponía también profundos desgarros personales, sentidos en lo más íntimo de la
mentalidad y la conciencia.
El
drama afectaba por partida doble a aquella comunidad. Uno de los problemas
historiográficos más controvertidos es el del número de los judíos que se
alejaron de los reinos hispánicos; otro problema, también singular, busca
encontrar las razones verdaderas que puedan explicar el móvil de aquella
decisión: la de expulsarlos.
Hoy
parece abrirse camino la idea de que la tantas veces invocada tolerancia
medieval, aquella España de las tres comunidades conviviendo entre sí
armónicamente, más parece responder a deseos de nuestro propio presente que a
la realidad que sostenía las relaciones entre las tres grandes culturas
peninsulares: cristiana, árabe y judía.
Repasando
la historia de los siglos XIV y XV en los reinos hispánicos, el espectáculo de
luchas y conflictos políticos, cambios dinásticos, movimientos culturales y
religiosos, divisiones y partidismos internos, parece cubrir totalmente
aquellos tiempos. Época difícil y problemática que contribuyó sin duda a que,
en medio del conflicto generalizado, las relaciones entre la mayoría cristiana
y, en este caso, la minoría judía se agriaran hasta romperse el frágil
equilibrio entre cristianos y judíos, configurando, para estos últimos, una
situación precisa de marginación, No pueden olvidarse tampoco los efectos
negativos que para las propias comunidades judías de Castilla y Aragón tuvieron
las profundas disensiones que se abrieron entre sectores diversos de las
aljamas. Se ha hablado con frecuencia de un progresivo materialismo averroísta
cercenando los viejos principios de la tradición talmúdica, y también se
conocen los constantes conflictos entre diversas escuelas cabalísticas que, sin
duda ninguna, transmiten la imagen de una comunidad judía escindida entre
sectores establecidos y otros marginados y excluidos.
No
faltaron persecuciones durísimas, como las de 1391, y actitudes de proselitismo
descarado de párrocos, obispos y justicias cristianos. Todo ello de una manera
continuada a lo largo de más de un siglo. El resultado, inequívocamente, fue
que, en vísperas de la expulsión de 1492, cuando los reinos hispánicos
despertaban a los tiempos modernos, del tronco originario judío surgieron tres
grandes problemas que en aquellos momentos condicionaron tanto la decisión de
establecer el Tribunal de la Fe como la de decretar el Edicto de Expulsión.
Estos
tres problemas fueron: el de la minoría judía, cada vez más deteriorada y
disminuida; el problema herético que afectaba a los judaizantes, esos
cristianos convertidos que seguían judaizando, y el tercer problema, el de los
conversos, un tipo cultural de singulares características que, en su mayor
parte, intentó asimilarse social mente en el cuadro de valores de la mayoría de
cristianos y cuyas implicaciones con la herejía apenas existieron sino en una
pequeña franja de individuos de muy reciente conversión.
A
la altura de 1492, la gran cuestión es: cuántos judíos, cuántos conversos,
)cuántos judaizantes? Existen algunos indicios que permiten reconstruir
parcialmente la situación de aquellos momentos.
Nadie
puede dudar hoy que el siglo XV fue una centuria negra para las comunidades
judías de los reinos hispánicos. Las persecuciones y la política antihebrea de
la sociedad cristiana modificaron el mapa de la geografía judía peninsular.
Abandonaron las grandes ciudades, donde fueron brutalmente reprimidos, y se
refugiaron en pequeñas aglomeraciones rurales, perdiendo en tan drástico cambio
gran parte de sus efectivos, que, pasando por el bautismo, optaron por
instalarse en la sociedad cristiana. Las grandes aljamas medievales
desaparecieron: la de Toledo, la de Burgos, la de Sevilla. En la Corona de
Aragón, el vacío no fue menos espectacular: en vísperas de la expulsión, apenas
existían judíos en Barcelona, en Valencia o en Mallorca, y tal vez fuera
Zaragoza la única excepción. Por contra, aparecieron diseminadas en gran número
juderías por zonas rurales, cuyos efectivos apenas llegaron, en el mejor de los
casos, a superar comunidades de más de cien familias.
Cambio
drástico que produjo efectos singulares. El primero de ellos fue la pérdida de
influencia política y social como minoría, en relación con la mayoría de
cristianos y por referencia a la vinculación institucional que les ligaba a la
monarquía. Pueden, sin duda, señalarse excepciones a esa regla, pero no son más
que espejismos que no pueden empañar una imagen de decadencia política y de
crisis económica y social.
Sin
duda, también aquella comunidad sufrió el trauma de ver cómo perdía efectivos
constantemente, hasta el punto de ser mucho más numerosos los que habían
decidido traspasar la frontera del judaísmo para arribar a la orilla cristiana.
He aquí, pues, cómo los conversos se constituyeron en un singular problema,
tanto por referencia al grupo languideciente del que salían como por las
reticencias de los cristianos (viejos ya) que los recibían.
Se
ha hablado de unos 250.000 convertidos del judaísmo, una cantidad sin duda
notable que muestra una realidad incontrovertible: dos de cada tres judíos, en
aquella centuria del siglo XV, se tornaron cristianos. De ellos, digámoslo
también, la herejía judaizante, de ser cierta, tan sólo afectaba a un pequeño y
reducidísimo grupo.
En
vísperas de la expulsión, la población judía se hallaba extremadamente
debilitada. Es verdad que no podemos dar cifras fiables, porque tampoco tenemos
recuentos precisos, pero la historiografía más moderna y las técnicas depuradas
de la demografía histórica han llegado a perfilar algunas cifras que hablan de
50.000 individuos judíos en la Corona de Castilla y unos 20.000 en la Corona de
Aragón. Unos sumandos claramente diferenciados que elevan la cantidad de judíos
en los reinos hispánicos en torno a los 70.000, cifra que ya indica por sí
misma el proceso decadente del que venimos hablando. Se ha dicho que esa cifra
debe retocarse al alza debido a varios factores, pero en cualquier caso la
cifra jamás puede ascender a más de 90.000 judíos, que habitaban los reinos de
Castilla, Aragón y Navarra, de donde fueron también expulsados en 1498. Sobre
este contingente de personas recayeron las exigencias de la expulsión: exilio o
conversión.
A
aquellas alturas, la minoría judía optó, sin duda y mayoritariamente, por la
expulsión, aunque tampoco pueden despreciarse numerosos casos que describen la
afluencia de judíos hacia las aguas del bautismo. Conocemos de algunas aljamas
que conjuntamente y en bloque decidieron permanecer en sus hogares como
cristianos, y también de grupos que, habiendo salido ya de sus pueblos, en el
camino hacia el exilio, antes de cruzar la frontera, se hicieron tornadizos, es
decir, decidieron la conversión in extremis... allí, el miedo, la ansiedad y la
extorsíón jugaron todas sus bazas.
El
judaísmo hispano quedó, en su nueva diáspora, dividido y disperso, por cuanto
fueron muchos y diferentes los lugares de destino. Sin duda, los más
afortunados fueron los que encaminaron sus destinos hacia tierras de Italia, en
muchas de cuyas ciudades se instalaron, unos de forma definitiva, otros de paso
para comunidades del Imperio otomano. Otros, poco numerosos, eligieron zonas
del centro y Norte europeos, Inglaterra y Flandes principalmente. En unas y
otras zonas, aquellos exiliados de España debían aunque con cierta tolerancia
simular ser cristianos por cuanto el judaísmo estaba también prohibido.
Pero
los mayores contingentes de exiliados, principalmente procedentes de tierras de
Castilla, optaron por dirigirse hacia Portugal y Navarra, aun cuando la
situación de estos reinos evolucionaba hacia opciones tan intransigentes y
duras como las que se vivían en Castilla y Aragón. Efectivamente, unos pocos
años después, en 1497, el Reino de Portugal obligaba a la conversión forzosa de
todos aquellos judíos llegados de España. Finalmente, aquel exilio del judaísmo
hispánico tomó camino también, aunque fueron muy pocos sus efectivos, hacia el
Norte de África, ubicándose en Marruecos y en otras ciudades, como Orán, donde
llegó a constituirse una singular comunidad judía, singular porque durante el
largo período en que aquella plaza reconoció la soberanía de la monarquía
católica, aquellos judíos los de la aljama de Orán fueron los únicos que
siguieron reconociéndose como súbditos de Su Majestad.
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