CONVENIENCIA EN
TIEMPOS DE LOS REINOS TAIFAS
Publicado por EDITORES
Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha
transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y
conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar
un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han
considerado verdades a priori y categorías inamovibles
BRIAN A. CATLOS
UNIVERSIDAD DE COLORADO EN BOULDER
UNIVERSIDAD DE COLORADO EN BOULDER
El siglo XI fue un período notable en la historia de la Península Ibérica y
en las relaciones étnicas y religiosas en el Occidente medieval. De las cenizas
del Califato de Córdoba, que se derrumbó como resultado de una guerra civil que
comenzó en el año 1009, surgió una constelación de taifas, o pequeños “reinos
de bandos» o facciones. Mientras estos reinos luchaban entre sí buscando
aumentar su poder y prestigio, se convirtieron en dinámicos y cosmopolitas
centros de innovación cultural e intelectual, cuyas estructuras políticas
reflejaban la diversidad de la Península Ibérica. Musulmanes, cristianos y
judíos, ya fueran andalusíes nativos, bereberes o recién llegados de tierras
francas, compitieron y colaboraron en su empeño por aumentar su poder, ampliar
conocimientos y expresar el sentido de la condición humana. Este tiempo, a
menudo caracterizado como una “Edad de Oro”, tanto de las letras hebreas como
de las árabes, también constituyó el inicio del proceso de apropiación latina
de la cultura islámica que transformaría el Occidente cristiano. Esta fue una
época en la que los judíos obtuvieron posiciones de poder e influencia en toda
la Península ibérica y en la que los cristianos y los musulmanes lucharon y
sirvieron a reyes infieles.
Pero también fue un periodo de intenso conflicto, tanto entre los reinos
taifas como entre los principados cristianos del norte, y entre aquellos que
identificaban una lucha más amplia entre la cristiandad y el islam. Aún así,
los gobernantes cristianos y musulmanes fueron aliados y enemigos. Mientras
tanto, el vacío político resultado del debilitamiento de los reinos taifas
abrió la Península a nativos y foráneos que enmarcaron sus ambiciones en
términos de conflicto religioso. Los almorávides llegaron del Magreb con la
bendición de los ulemas andalusíes y bajo el estandarte del yihad, mientras que
los cristianos de la Europa “franca” reforzaron a los nuevos y confiados
príncipes del norte, que comenzaron a desarrollar una ideología de
“reconquista” cristiana y que se aferraron a una noción de “Cruzada.” El siglo
XI y el siguiente serían testigos del colapso de los almorávides y del ascenso
y declive de los almohades, ya que los príncipes cristianos tomaron bajo su
control cada vez mayores extensiones de territorio andalusí, que estaban
pobladas por súbditos musulmanes y judíos.
La historia en jaque
La naturaleza de las relaciones entre cristianos musulmanes y judíos
en este período de la historia de la Península Ibérica, y de hecho en el
transcurso de la Edad Media y en todo el Mediterráneo, ha constituido un enigma
para los historiadores, que, en su mayoría, se han posicionado como
pertenecientes a dos campos de interpretación opuestos. Por una parte, los
inspirados por Américo Castro han tendido a definir las relaciones
etno-religiosas de esta etapa de manera positiva, proponiendo una era de
convivencia “tolerante”, en la que las ideologías de confrontación de
cristianos y musulmanes eran aberrantes o excepcionales. Por otra parte, hay
quienes, inspirados por la posición de historiadores como Claudio
Sánchez-Albornoz, ven esta historia como un choque inevitable entre
“civilizaciones” fundamentalmente distintas y antagónicas: la islámica, la
cristiana y la judía (o la islámica y la “judeo-cristiana”). Durante
buena parte del siglo pasado la historia de este período se ha interpretado a
partir de estos dos enfoques incompatibles.
Pero cada uno de estos posicionamientos parecen ser tanto ideológicos como
académicos, y reflejan más los prejuicios, las presunciones y los programas de
quienes los defienden, que no un esfuerzo genuino por comprender la historia de
la sociedad humana. Con el tiempo, sus partidarios se han ido afianzando cada
vez más, construyendo historias que a menudo simplemente ignoran o restan importancia
a las pruebas que las contradicen. El resultado ha sido una especie de
estancamiento conceptual o metodológico. A pesar de que más estudiosos, en
particular aquellos formados en historia comparada y en enfoques
interdisciplinarios, expresan su insatisfacción con las presunciones
excesivamente simplistas y esencialistas de las que depende cada una de estas
posiciones, nadie, al parecer, puede escapar plenamente de la poderosa
simplicidad de este modelo binario o del vocabulario de “tolerancia” y “conflicto”
usado para caracterizar el pasado.
Sin embargo, ninguno de estos dos enfoques, largamente establecidos,
resulta convincente. Cado uno se inclina hacia una perspectiva platonizante que
presume que el cristianismo, el judaísmo y el islam son sistemas sociales y
culturales claramente definidos y coherentes internamente; que las
civilizaciones (cualesquiera que sean) actúan como agentes históricos; y que
quienes se identifican con esas afiliaciones religiosas lo hacen de manera
coherente y están motivados por los dictados de esas ideologías. Lo que es más
grave es que ninguno de los dos modelos puede eficazmente dar cuenta de las
pruebas que contradicen sus posiciones fundamentales, y ninguno de los dos
ofrece una explicación convincente de las causas. Ninguno de los dos aborda las
tres “paradojas de la pluralidad”: el hecho de que miembros de comunidades
religiosas que eran mutuamente antagónicas en cuanto a doctrina pudieron
integrarse social, política y culturalmente, que las comunidades de sujetos
minoritarios fueron tratadas de manera beneficiosa por gobernantes cuya
legitimidad estaba arraigada en su propia identidad religiosa, y que individuos
e instituciones a menudo siguieron políticas o tomaron medidas que parecen
contradecir sus ideologías formales.
La “inteligibilidad
mutua” y la cultura mediterránea
“Inteligibilidad mutua” es un término lingüístico que denota escenarios en
los que hablantes de diferentes dialectos y lenguas que existen en un “continuo
dialectal” pueden entenderse entre sí sin conocer necesariamente las lenguas de
los demás. En este artículo, el concepto se aplica a las culturas de la
región mediterránea medieval, y más específicamente, a la Península Ibérica.
Horden y Purcell han argumentado de manera convincente que desde el Neolítico
la geografía del Mediterráneo propició el desarrollo de una economía regional
interdependiente caracterizada por la especialización, el intercambio y la
movilidad. Como consecuencia, en la Edad Media ya existía en toda la región una
potente cultura común, aunque informal, o un habitus, caracterizado
por la religión abrahánica, las instituciones romanas, la ciencia y la
filosofía heleno-persa y el esoterismo egipcio. Las lenguas vernáculas comunes
rompieron las divisiones étnicas, así como la existencia de metalenguajes de
las escrituras. El latín, el hebreo, el griego y el árabe pueden ser cada uno
de ellos emblemáticos de una única tradición religiosa, pero fueron hablados,
leídos e incluso venerados por otros. Además, estos grupos compartían
tradiciones populares, prácticas religiosas y mágicas y costumbres sociales, y
adoptaron tecnologías comunes e instituciones similares. Esto era aún más
evidente en el Mediterráneo occidental, donde las semejanzas geográficas entre
el Magreb y la Península Ibérica son sorprendentes, además ambas regiones
fueron parte del Imperio Romano.
La “inteligibilidad mutua” era fruto de la cultura compartida en la que
participaron las diversas comunidades etno-religiosas del Mediterráneo, que
propició que pudieran entenderse en términos que les eran inteligibles. Para
los conquistadores no era necesario erradicar la lengua o las instituciones de
los conquistados para aumentar su “legibilidad”. No había necesidad de buscar
un “punto medio” (“middle ground” en
inglés), porque existían ya muchas similitudes. Esto proporcionó un marco para
el comercio intrarregional y sirvió como incentivo para la expansión política.
También explica la facilidad con la que los árabes y los bereberes que llegaron
a la Península en el siglo VIII pudieron insertarse y cooptar la estructura de
poder visigoda, y cómo trescientos años más tarde los cristianos del norte
pudieron infiltrarse en el gobierno de los reinos taifa de al-Andalus (cuyas
cortes reales, por esta misma razón, contaban con numerosos judíos, cristianos
y musulmanes extranjeros).
Los gobernantes cristianos y musulmanes de la España del siglo XI puede que
se presentaran como abanderados de religiones rivales, pero también se
manifestaron como competidores por el gobierno de la misma circunscripción
sociopolítica. De ahí la famosa caracterización de Alfonso VI como al-Imbratur
dhu’l-millatayn (“Emperador de las dos comunidades religiosas”), que reclamaba en árabe a su rival bereber musulmán,
Yusuf ibn Tashfin, su legitimidad como gobernante tanto de musulmanes como de
cristianos, en virtud de un título romano.
La conveniencia y
la coacción
Esto nos lleva a preguntarnos por qué los gobernantes peninsulares y
mediterráneos medievales querían tener súbditos infieles. El motivo no tiene
nada que ver con una ideología de “tolerancia,” era una cuestión de
pragmatismo. Las conquistas sólo son valiosas si generan ingresos, y esto implica
que hay que mantener la economía activa. Si se dispone de un gran número de
colonos es posible eliminar a la población nativa, pero incluso en los casos en
que esto es posible, no acostumbra a ser lo preferible. En la compleja,
comercializada e interconectada economía del Mediterráneo, los conquistadores
que expulsaron o interfirieron con los pueblos conquistados lo hicieron a
riesgo de socavar su propio poder y posición. Era mejor hacer todo lo posible
para asegurar la continuidad. De ahí que en el período taifa hubiera pocas
conquistas territoriales por parte de los cristianos y, en cambio, se
implementara una política de parias, o de cobro de tributos, que dejó toda la
economía y el gobierno de los reinos taifa intactos, pero dependientes. Una de
las consecuencias que tuvo fue la dramática integración de las iniciativas
políticas y militares cristianas y musulmanas.
Era necesaria una política de mínima interferencia porque los cristianos de
la España de finales del siglo XI y del siglo XII estaban conquistando
territorios más poblados y más sofisticados a nivel institucional que los
suyos. Al igual que les sucedió a los árabes del siglo VIII, no tenían la
capacidad de administrar los territorios que acababan de conquistar. Tampoco
podían arriesgarse a tener una población nativa hostil, que requiriera una
ocupación activa, en un momento en el que se encontraban bajo presión para
conquistar y consolidar el territorio contra rivales tanto cristianos como
musulmanes. Así pues, al igual que los primeros musulmanes desarrollaron
la dhimma como una estrategia para incorporar a los pueblos
sometidos al dar al-islam, los gobernantes cristianos hicieron lo
que pudieron para conseguir que los musulmanes sometidos permanecieran en sus
tierras bajo dominio cristiano. Esto se efectuaba típicamente mediante acuerdos
bilaterales (a veces llamados convenienças) que garantizaban a la
población conquistada su seguridad personal y la de sus propiedades y autonomía
legal y religiosa como comunidades sometidas. La inteligibilidad mutua propició
que esto fuera factible. Los musulmanes disponían de un marco conceptual para
comprender esta nueva realidad: se veían a sí mismos como dhimmis,
con las obligaciones y los derechos que tal sistema comportaba.
Tanto las parias como el establecimiento del mudejarismo tuvieron como
resultado la integración de cristianos y musulmanes en las mismas estructuras
de poder y marcos institucionales. También favorecieron la integración
económica y social entre cristianos, musulmanes y judíos. Esto, a su vez,
estimuló la interpenetración social, por la que miembros de diferentes
comunidades religiosas vivieron en entornos mixtos que propiciaron su
integración en redes económicas de producción y distribución dominadas por
cristianos. A medida que sus miembros gravitaron hacia nichos económicos y
profesionales específicos, las comunidades minoritarias se volvieron, si no
“indispensables”, sí “útiles” y “necesarias” para el régimen cristiano. Siempre
que las comunidades minoritarias pudieran establecer múltiples relaciones de
beneficio mutuo con diversos elementos de la sociedad cristiana, estarían
seguras y aisladas de políticas chovinistas, dado que los cristianos que
reconocieran los beneficios que los intereses mutuos compartidos con súbditos
musulmanes les generaban, les defenderían. En ausencia de la percepción de
relaciones de beneficio mutuo, las comunidades minoritarias eran vulnerables a
la marginación, la pérdida de privilegios o la represión.
La concepción medieval de la religión como ley (es decir, un musulmán se
encontraba bajo la lex sarracenorum) requería que los
conquistadores establecieran sistemas legales plurales. Esto otorgó una
legitimidad limitada a la ley islámica, y le propició un lugar en la estructura
institucional cristiana. Los judíos estaban en una posición similar. Acordando
estar en desacuerdo, o participando en una “suspensión voluntaria de la
creencia”, los cristianos y los musulmanes se vieron obligados a reconocer las
buenas intenciones del otro a pesar de sus diferencias. Así pues, el pluralismo
“tomó forma” en las instituciones legales cristianas españolas en este período
formativo del siglo XI (como había sucedido con la dhimma en
el caso del islam temprano). Por supuesto, pluralidad no significa igualdad,
pero tampoco se esperaba. Los regímenes cristianos, al igual que el islam,
presumían de una jerarquía de jurisdicción legal y prestigio social en la que
la “religión correcta” tenía más poder y sus fieles merecían más privilegios.
Esta era una situación que satisfacía las expectativas tanto de las comunidades
minoritarias como de las mayoritarias.
La integración económica y administrativa, a su vez, facilitó la
aculturación tanto en el plano erudito como en el popular, como evidencian la
difusión del pensamiento científico y religioso, la cocina, la vestimenta, el
lenguaje, los tropos literarios, los repertorios simbólicos y las tradiciones
populares. Todo esto puesto que, como no era infrecuente en los ambientes
mediterráneos, la cultura de los pueblos conquistados era más sofisticada y
urbana que la de los conquistadores. Consecuentemente, la aculturación era
bilateral, lo que intensificó la inteligibilidad mutua. Además, esto ofreció a
las comunidades minoritarias una ventaja adicional en forma de capital
cultural, al menos hasta el momento en que los conquistadores ya se hubieran
apropiado de sus ventajas o cuando estas ya no fueron consideradas valiosas. La
corriente de aculturación más importante afectó a los conquistados, ya que
paulatinamente se vieron obligados a modelar sus instituciones y costumbres
para que se ajustaran a las de los conquistadores. Pese a que por un lado esto
comprometía la integridad religiosa de sus sistemas sociales y judiciales, por
otro lado, les proporcionó un medio y un soporte para defender a sus
comunidades utilizando los principios y prácticas de sus nuevos señores,
usando “las armas de los débiles”.
La identidad y la
complejidad
En estas sociedades multiconfesionales, la afiliación religiosa fue el modo
de identidad más significativo. Determinó la condición jurídica, marcó el
prestigio, afectó a las oportunidades económicas y delineó las interacciones
sociales. Sin embargo, constituyó sólo una modalidad de identidad. Cada
individuo encarnaba simultáneamente una serie de identidades, muchas de las
cuales no coincidían con su comunidad religiosa. Según las circunstancias, éstas podían ser más
convincentes y llevar a determinados individuos a definirse como miembros de
comunidades que cruzaban las líneas religiosas. Ya fuera como miembros de una
profesión u oficio, como soldados o intelectuales, como súbditos del mismo rey,
miembros de la misma clase económica, hablantes del mismo idioma, adoradores
del mismo Dios o habitantes del mismo pueblo o barrio.
Los sociólogos se refieren a este tipo de solidaridades con el término
“círculos sociales transversales” (en inglés, “cross-cutting circles”). El modo preciso de
identidad que un individuo expresaba en cada momento dado dependía del contexto
en el que se encontraba. En muchas circunstancias, los individuos interactuaban
no como cristianos, musulmanes o judíos, sino como aliados, clientes, socios,
mecenas, vecinos o incluso amigos, a pesar de que tenían siempre presente la
jerarquía entre las comunidades religiosas en las que vivían y las asimetrías
de poder que generaban. La inteligibilidad y conveniencia mutuas estimularon el
desarrollo de “círculos transversales.” Esto podía apreciarse cuando los
miembros de las diversas comunidades religiosas exhibían solidaridad social,
colaboración económica o se unían para formar élites interconfesionales, ya
fueran políticas, militares, administrativas o intelectuales, y constituyó una
de las características del período taifa de al-Andalus.
Sin embargo, no todos los modos de identidad son iguales. Las sociedades
son sistemas complejos, caracterizados por una multiplicidad de vectores de
identidad. Los sistemas complejos pueden pensarse en tres niveles: macro, meso
y micro, cada uno de los cuales entra a su vez en relación con el tamaño y las
características de las comunidades imaginadas o concretas a las que corresponde. En esta época, la identidad de
nivel macro o “ecuménica” correspondía a la identidad religiosa formal y
dogmática. Sólo se podía ser cristiano, musulmán o judío. Cuando uno se pensaba
a sí mismo o se expresaba en esos términos, acarreaba consigo una oposición u
hostilidad hacia los miembros de las religiones rivales. Sin embargo, sólo en
algunas situaciones específicas la gente se definía a sí misma y a los demás de
este modo. Mayoritariamente, las personas interactuaban unas con otras en los
niveles de identidad meso y micro. El modo de identidad de nivel meso o
“corporativo” correspondía a la pertenencia a comunidades concretas, ya fuera
organizadas o informales, como, por ejemplo, los súbditos del reino, los
profesionales del comercio o la profesión, los habitantes de una ciudad o los
súbditos de un señor. Algunos de esos grupos se limitaban a los miembros de una
sola comunidad religiosa, pero muchos incluían a miembros de comunidades
rivales. En esos casos, la identidad religiosa se relegaba a una importancia
secundaria o se ignoraba por completo. Esto tiene una importancia crucial
porque fueron las organizaciones y las instituciones, las “empresas” (como las llaman los
economistas, “firms” en inglés) las que impulsaron
el cambio histórico, motivadas en gran medida por preocupaciones pragmáticas y
un análisis de tipo coste-beneficio. El nivel micro representa el modo de
identidad “local” o “individual,” en el que los individuos interactuaban de
manera inmediata, no estructurada o intuitiva con otros individuos, como cuando
conversaban con los transeúntes, se mezclaban en el mercado o admiraban el
físico de otra persona. Tampoco en este caso era probable que la identidad
religiosa figurara como el factor determinante en las interacciones entre
diferentes grupos religiosos.
En otras palabras, es probable que en determinados contextos los individuos
imaginaran el mundo definido por tres comunidades religiosas antagónicas, como
cuando se veían a sí mismos ante todo como fieles, o en el contexto de
comunidades organizadas que se limitaban a su propia afiliación religiosa. Pero
esto representaba una proporción relativamente pequeña de los encuentros que la
mayoría de las personas tenían a diario. La mayoría de las actividades tenían
lugar en el micro nivel o en contextos de meso nivel que, al menos en
principio, no eran religiosamente excluyentes. Debido a la inteligibilidad
mutua y a la conveniencia, había muchos contextos en los que se podía
considerar a miembros de otros grupos religiosos en términos de solidaridad o
indiferencia, y se podía interactuar social, económica y políticamente con los
“infieles” sin problemas.
Sin duda, aquellos que se sentían fuertemente involucrados en su identidad
religiosa formal (como los miembros del clero, los rabinos o los ulemas) podían
tener la tendencia a ver casi todas las interacciones en macro-términos, pero
estos individuos eran la excepción. De igual modo, cuando un grupo formado por
individuos que se identificaban con una única comunidad religiosa (por ejemplo,
los cristianos) competía con un grupo de miembros de una comunidad diferente
(por ejemplo, los musulmanes), podían articular su oposición en términos de
diferencia religiosa, aunque esta no fuera la causa de su conflicto. Así,
cuando los nobles cristianos luchaban contra sus homólogos musulmanes podían
inclinarse a pensar que se trataba de una guerra religiosa, aunque fuera
simplemente un conflicto por el territorio o los recursos. Por otra parte,
cuando luchaban codo con codo, su vocación común les proporcionaba un marco de
solidaridad que superaba sus diferencias religiosas. En suma, el conflicto
religioso en esta época no era ni omnipresente ni inevitable, y a menudo,
aunque se enmarcara como conflicto religioso, era de hecho mundano.
El paradigma y la
paradoja
En el periodo taifa, la mayor parte de las interacciones, ya fueran entre
correligionarios o con miembros de otros grupos, fueron de naturaleza
pragmática o intuitiva más que ideológica. Cada individuo no sólo incorporaba
una serie de identidades, sino que muchas de ellas eran inconsistentes o
estaban en desacuerdo entre sí. Así es la naturaleza humana. De hecho, en la
“escala de identidad” esbozada anteriormente, se puede observar una
correspondencia con los elementos de la estructura de la mente de Freud: superego, ego e id. Al tener en cuenta los tres elementos del “Principio de conveniencia”: la
inteligibilidad mutua, la conveniencia y la escala de identidad, desaparecen
las aparentes paradojas existentes en las relaciones entre musulmanes,
cristianos y judíos. Figuras como El Cid, el paladín cristiano que luchó para
reyes musulmanes; Samuel ibn Naghrilla, el rabino que celebraba fiestas regadas
en vino con musulmanes y que escribía odas a jóvenes hermosos; al-Mu’tamid, el
rey poeta que empleaba a un astrólogo judío; y Alfonso IV, el proto-cruzado y
protector de los mudéjares, se revelan bajo esta perspectiva como
personalidades históricamente inteligibles, complejas y realistas.
La aplicación de este paradigma no sólo a esta época, sino a toda la Edad
Media ibérica y mediterránea, permite analizar los procesos históricos sin
recurrir a categorías problemáticas, nebulosas y casi sin sentido, como
convivencia, reconquista, tolerancia, yihad y cruzada. Por otra parte, ¿podemos
afirmar que cada encuentro o evento encaja necesariamente en este modelo de
conveniencia? No, pero lo aquí propuesto no es un mecanismo determinista, sino
un medio para discernir de manera sistemática pautas y principios más amplios
que conformaron la historia de este período. Dado que nuestra comprensión de la
Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos
modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla.
Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo
se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles
basadas en la observación empírica. La identidad religiosa no está en el centro
de esta nueva manera de entender la historia, de la misma manera que el planeta
tierra no está en el centro del universo, aunque pueda parecerlo cuando se
analiza la cuestión de manera superficial.
PARA AMPLIAR:
- Castro,
Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos (Buenos
Aires: Losada, 1948).
- Catlos,
Brian A., Reinos de fe (Barcelona: Presente y Pasado, 2019).
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- Catlos,
Brian A., «Contexto social y ‘conveniencia’ en
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Brian A., Muslims of Medieval Latin Christendom, ca. 1050–1614 (Cambridge:
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Historiography’s Polemic With Philology», en Suzanne Akbari and Karla Mallett,
eds., A Sea of Languages: Rethinking the Arabic Role in Medieval
Literary History (Toronto: University of Toronto Press, 2013),
pp. 135-161.
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