«CONVENIENCIA» EN TIEMPOS DE LOS REINOS TAIFAS
Dado que nuestra comprensión de la
Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos
modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla.
Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho
tiempo se han considerado verdades a priori y categorías
inamovibles
Universidad de Colorado en Boulder
Miniatura del Libro de los juegos de Alfonso X, Biblioteca de El Escorial, ms. T.1.6, f. 64r. Wikimedia commons.
El siglo XI fue un período notable
en la historia de la Península Ibérica y en las relaciones étnicas y religiosas
en el Occidente medieval. De las cenizas del Califato de Córdoba, que se
derrumbó como resultado de una guerra civil que comenzó en el año 1009, surgió
una constelación de taifas, o pequeños “reinos de bandos» o facciones. Mientras
estos reinos luchaban entre sí buscando aumentar su poder y prestigio, se
convirtieron en dinámicos y cosmopolitas centros de innovación cultural e
intelectual, cuyas estructuras políticas reflejaban la diversidad de la
Península Ibérica. Musulmanes, cristianos y judíos, ya fueran andalusíes
nativos, bereberes o recién llegados de tierras francas, compitieron y
colaboraron en su empeño por aumentar su poder, ampliar conocimientos y
expresar el sentido de la condición humana. Este tiempo, a menudo caracterizado
como una “Edad de Oro”, tanto de las letras hebreas como de las árabes, también
constituyó el inicio del proceso de apropiación latina de la cultura islámica
que transformaría el Occidente cristiano. Esta fue una época en la que los
judíos obtuvieron posiciones de poder e influencia en toda la Península ibérica
y en la que los cristianos y los musulmanes lucharon y sirvieron a reyes
infieles.
Pero también fue un periodo de
intenso conflicto, tanto entre los reinos taifas como entre los principados
cristianos del norte, y entre aquellos que identificaban una lucha más amplia
entre la cristiandad y el islam. Aún así, los gobernantes cristianos y
musulmanes fueron aliados y enemigos. Mientras tanto, el vacío político
resultado del debilitamiento de los reinos taifas abrió la Península a nativos
y foráneos que enmarcaron sus ambiciones en términos de conflicto religioso.
Los almorávides llegaron del Magreb con la bendición de los ulemas andalusíes y
bajo el estandarte del yihad, mientras que los cristianos de la Europa “franca”
reforzaron a los nuevos y confiados príncipes del norte, que comenzaron a
desarrollar una ideología de “reconquista” cristiana y que se aferraron a una
noción de “Cruzada.” El siglo XI y el siguiente serían testigos del colapso de
los almorávides y del ascenso y declive de los almohades, ya que los príncipes
cristianos tomaron bajo su control cada vez mayores extensiones de territorio
andalusí, que estaban pobladas por súbditos musulmanes y judíos.
La historia en jaque
La naturaleza de las
relaciones entre cristianos musulmanes y judíos en este período de la
historia de la Península Ibérica, y de hecho en el transcurso de la Edad Media
y en todo el Mediterráneo, ha constituido un enigma para los historiadores, que,
en su mayoría, se han posicionado como pertenecientes a dos campos de
interpretación opuestos. Por una parte, los inspirados por Américo Castro han
tendido a definir las relaciones etno-religiosas de esta etapa de manera
positiva, proponiendo una era de convivencia “tolerante”, en la que las
ideologías de confrontación de cristianos y musulmanes eran aberrantes o
excepcionales. Por otra parte, hay quienes, inspirados por la posición de
historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz, ven esta historia como un choque
inevitable entre “civilizaciones” fundamentalmente distintas y antagónicas: la
islámica, la cristiana y la judía (o la islámica y la “judeo-cristiana”).
Durante buena parte del siglo pasado la historia de este período se ha
interpretado a partir de estos dos enfoques incompatibles.
Pero cada uno de estos
posicionamientos parecen ser tanto ideológicos como académicos, y reflejan más
los prejuicios, las presunciones y los programas de quienes los defienden, que
no un esfuerzo genuino por comprender la historia de la sociedad humana. Con el
tiempo, sus partidarios se han ido afianzando cada vez más, construyendo
historias que a menudo simplemente ignoran o restan importancia a las pruebas
que las contradicen. El resultado ha sido una especie de estancamiento
conceptual o metodológico. A pesar de que más estudiosos, en particular
aquellos formados en historia comparada y en enfoques interdisciplinarios,
expresan su insatisfacción con las presunciones excesivamente simplistas y
esencialistas de las que depende cada una de estas posiciones, nadie, al
parecer, puede escapar plenamente de la poderosa simplicidad de este modelo
binario o del vocabulario de “tolerancia” y “conflicto” usado para caracterizar
el pasado.
Miniatura de las Cantigas
de Santa María, Biblioteca de El Escorial, ms. T-I-1, f. 221.
Sin embargo, ninguno de estos dos
enfoques, largamente establecidos, resulta convincente. Cado uno se inclina
hacia una perspectiva platonizante que presume que el cristianismo, el judaísmo
y el islam son sistemas sociales y culturales claramente definidos y coherentes
internamente; que las civilizaciones (cualesquiera que sean) actúan como
agentes históricos; y que quienes se identifican con esas afiliaciones
religiosas lo hacen de manera coherente y están motivados por los dictados de
esas ideologías. Lo que es más grave es que ninguno de los dos modelos puede
eficazmente dar cuenta de las pruebas que contradicen sus posiciones
fundamentales, y ninguno de los dos ofrece una explicación convincente de las
causas. Ninguno de los dos aborda las tres “paradojas de la pluralidad”: el
hecho de que miembros de comunidades religiosas que eran mutuamente antagónicas
en cuanto a doctrina pudieron integrarse social, política y culturalmente, que
las comunidades de sujetos minoritarios fueron tratadas de manera beneficiosa
por gobernantes cuya legitimidad estaba arraigada en su propia identidad
religiosa, y que individuos e instituciones a menudo siguieron políticas o
tomaron medidas que parecen contradecir sus ideologías formales.
La “inteligibilidad mutua” y la cultura mediterránea
“Inteligibilidad mutua” es un
término lingüístico que denota escenarios en los que hablantes de diferentes
dialectos y lenguas que existen en un “continuo dialectal” pueden entenderse
entre sí sin conocer necesariamente las lenguas de los demás. En este
artículo, el concepto se aplica a las culturas de la región mediterránea
medieval, y más específicamente, a la Península Ibérica. Horden y Purcell han
argumentado de manera convincente que desde el Neolítico la geografía del
Mediterráneo propició el desarrollo de una economía regional interdependiente
caracterizada por la especialización, el intercambio y la movilidad. Como
consecuencia, en la Edad Media ya existía en toda la región una potente cultura
común, aunque informal, o un habitus, caracterizado por la religión
abrahánica, las instituciones romanas, la ciencia y la filosofía heleno-persa y
el esoterismo egipcio. Las lenguas vernáculas comunes rompieron las divisiones
étnicas, así como la existencia de metalenguajes de las escrituras. El latín,
el hebreo, el griego y el árabe pueden ser cada uno de ellos emblemáticos de
una única tradición religiosa, pero fueron hablados, leídos e incluso venerados
por otros. Además, estos grupos compartían tradiciones populares, prácticas
religiosas y mágicas y costumbres sociales, y adoptaron tecnologías comunes e
instituciones similares. Esto era aún más evidente en el Mediterráneo
occidental, donde las semejanzas geográficas entre el Magreb y la Península
Ibérica son sorprendentes, además ambas regiones fueron parte del Imperio
Romano.
Mar Mediterráneo en la Tabula
Rogeriana de al-Idrisi. Wikimedia Commons.
La “inteligibilidad mutua” era
fruto de la cultura compartida en la que participaron las diversas comunidades
etno-religiosas del Mediterráneo, que propició que pudieran entenderse en
términos que les eran inteligibles. Para los conquistadores no era necesario
erradicar la lengua o las instituciones de los conquistados para aumentar su
“legibilidad”. No había necesidad de buscar un “punto medio” (“middle ground” en inglés), porque
existían ya muchas similitudes. Esto proporcionó un marco para el comercio
intrarregional y sirvió como incentivo para la expansión política. También
explica la facilidad con la que los árabes y los bereberes que llegaron a la Península
en el siglo VIII pudieron insertarse y cooptar la estructura de poder visigoda,
y cómo trescientos años más tarde los cristianos del norte pudieron infiltrarse
en el gobierno de los reinos taifa de al-Andalus (cuyas cortes reales, por esta
misma razón, contaban con numerosos judíos, cristianos y musulmanes
extranjeros).
Los gobernantes cristianos y
musulmanes de la España del siglo XI puede que se presentaran como abanderados
de religiones rivales, pero también se manifestaron como competidores por el
gobierno de la misma circunscripción sociopolítica. De ahí la famosa caracterización
de Alfonso VI como al-Imbratur
dhu’l-millatayn (“Emperador de las dos comunidades religiosas”),
que reclamaba en árabe a su rival bereber musulmán, Yusuf ibn Tashfin, su
legitimidad como gobernante tanto de musulmanes como de cristianos, en virtud
de un título romano.
La conveniencia y la coacción
Esto nos lleva a preguntarnos por
qué los gobernantes peninsulares y mediterráneos medievales querían tener
súbditos infieles. El motivo no tiene nada que ver con una ideología de
“tolerancia,” era una cuestión de pragmatismo. Las conquistas sólo son valiosas
si generan ingresos, y esto implica que hay que mantener la economía activa. Si
se dispone de un gran número de colonos es posible eliminar a la población
nativa, pero incluso en los casos en que esto es posible, no acostumbra a ser
lo preferible. En la compleja, comercializada e interconectada economía del
Mediterráneo, los conquistadores que expulsaron o interfirieron con los pueblos
conquistados lo hicieron a riesgo de socavar su propio poder y posición. Era
mejor hacer todo lo posible para asegurar la continuidad. De ahí que en el
período taifa hubiera pocas conquistas territoriales por parte de los
cristianos y, en cambio, se implementara una política de parias, o de cobro de
tributos, que dejó toda la economía y el gobierno de los reinos taifa intactos,
pero dependientes. Una de las consecuencias que tuvo fue la dramática
integración de las iniciativas políticas y militares cristianas y musulmanas.
Era necesaria una política de
mínima interferencia porque los cristianos de la España de finales del siglo XI
y del siglo XII estaban conquistando territorios más poblados y más
sofisticados a nivel institucional que los suyos. Al igual que les sucedió a
los árabes del siglo VIII, no tenían la capacidad de administrar los
territorios que acababan de conquistar. Tampoco podían arriesgarse a tener una
población nativa hostil, que requiriera una ocupación activa, en un momento en
el que se encontraban bajo presión para conquistar y consolidar el territorio
contra rivales tanto cristianos como musulmanes. Así pues, al igual que los
primeros musulmanes desarrollaron la dhimma como una
estrategia para incorporar a los pueblos sometidos al dar al-islam,
los gobernantes cristianos hicieron lo que pudieron para conseguir que los
musulmanes sometidos permanecieran en sus tierras bajo dominio cristiano. Esto
se efectuaba típicamente mediante acuerdos bilaterales (a veces llamados convenienças)
que garantizaban a la población conquistada su seguridad personal y la de sus
propiedades y autonomía legal y religiosa como comunidades sometidas. La
inteligibilidad mutua propició que esto fuera factible. Los musulmanes
disponían de un marco conceptual para comprender esta nueva realidad: se veían
a sí mismos como dhimmis, con las obligaciones y los derechos que
tal sistema comportaba.
Jaime I de Aragón recibe a
musulmanes. Miniatura de las Cantigas de Santa María. Biblioteca de
El Escorial, ms. T-I-1. Wikimedia Commons.
Tanto las parias como el
establecimiento del mudejarismo tuvieron como resultado la integración de
cristianos y musulmanes en las mismas estructuras de poder y marcos
institucionales. También favorecieron la integración económica y social entre
cristianos, musulmanes y judíos. Esto, a su vez, estimuló la interpenetración
social, por la que miembros de diferentes comunidades religiosas vivieron en
entornos mixtos que propiciaron su integración en redes económicas de
producción y distribución dominadas por cristianos. A medida que sus miembros
gravitaron hacia nichos económicos y profesionales específicos, las comunidades
minoritarias se volvieron, si no “indispensables”, sí “útiles” y “necesarias”
para el régimen cristiano. Siempre que las comunidades minoritarias pudieran
establecer múltiples relaciones de beneficio mutuo con diversos elementos de la
sociedad cristiana, estarían seguras y aisladas de políticas chovinistas, dado
que los cristianos que reconocieran los beneficios que los intereses mutuos compartidos
con súbditos musulmanes les generaban, les defenderían. En ausencia de la
percepción de relaciones de beneficio mutuo, las comunidades minoritarias eran
vulnerables a la marginación, la pérdida de privilegios o la represión.
La concepción medieval de la
religión como ley (es decir, un musulmán se encontraba bajo la lex
sarracenorum) requería que los conquistadores establecieran sistemas
legales plurales. Esto otorgó una legitimidad limitada a la ley islámica, y le
propició un lugar en la estructura institucional cristiana. Los judíos estaban
en una posición similar. Acordando estar en desacuerdo, o participando en una
“suspensión voluntaria de la creencia”, los cristianos y los musulmanes se
vieron obligados a reconocer las buenas intenciones del otro a pesar de sus
diferencias. Así pues, el pluralismo “tomó forma” en las instituciones legales
cristianas españolas en este período formativo del siglo XI (como había
sucedido con la dhimma en el caso del islam temprano). Por
supuesto, pluralidad no significa igualdad, pero tampoco se esperaba. Los
regímenes cristianos, al igual que el islam, presumían de una jerarquía de
jurisdicción legal y prestigio social en la que la “religión correcta” tenía
más poder y sus fieles merecían más privilegios. Esta era una situación que
satisfacía las expectativas tanto de las comunidades minoritarias como de las
mayoritarias.
La integración económica y
administrativa, a su vez, facilitó la aculturación tanto en el plano erudito
como en el popular, como evidencian la difusión del pensamiento científico y
religioso, la cocina, la vestimenta, el lenguaje, los tropos literarios, los
repertorios simbólicos y las tradiciones populares. Todo esto puesto que, como
no era infrecuente en los ambientes mediterráneos, la cultura de los pueblos
conquistados era más sofisticada y urbana que la de los conquistadores.
Consecuentemente, la aculturación era bilateral, lo que intensificó la
inteligibilidad mutua. Además, esto ofreció a las comunidades minoritarias una
ventaja adicional en forma de capital cultural, al menos hasta el momento en
que los conquistadores ya se hubieran apropiado de sus ventajas o cuando estas
ya no fueron consideradas valiosas. La corriente de aculturación más importante
afectó a los conquistados, ya que paulatinamente se vieron obligados a modelar
sus instituciones y costumbres para que se ajustaran a las de los conquistadores.
Pese a que por un lado esto comprometía la integridad religiosa de sus sistemas
sociales y judiciales, por otro lado, les proporcionó un medio y un soporte
para defender a sus comunidades utilizando los principios y prácticas de sus
nuevos señores, usando “las armas de los débiles”.
La identidad y la complejidad
En estas sociedades
multiconfesionales, la afiliación religiosa fue el modo de identidad más
significativo. Determinó la condición jurídica, marcó el prestigio, afectó a
las oportunidades económicas y delineó las interacciones sociales. Sin embargo,
constituyó sólo una modalidad de identidad. Cada individuo encarnaba
simultáneamente una serie de identidades, muchas de las cuales no coincidían con su comunidad religiosa. Según
las circunstancias, éstas podían ser más convincentes y llevar a determinados
individuos a definirse como miembros de comunidades que cruzaban las líneas
religiosas. Ya fuera como miembros de una profesión u oficio, como soldados o
intelectuales, como súbditos del mismo rey, miembros de la misma clase
económica, hablantes del mismo idioma, adoradores del mismo Dios o habitantes
del mismo pueblo o barrio.
Los sociólogos se refieren a este
tipo de solidaridades con el término “círculos sociales transversales” (en
inglés, “cross-cutting circles”). El modo preciso de
identidad que un individuo expresaba en cada momento dado dependía del contexto
en el que se encontraba. En muchas circunstancias, los individuos interactuaban
no como cristianos, musulmanes o judíos, sino como aliados, clientes, socios,
mecenas, vecinos o incluso amigos, a pesar de que tenían siempre presente la
jerarquía entre las comunidades religiosas en las que vivían y las asimetrías
de poder que generaban. La inteligibilidad y conveniencia mutuas estimularon el
desarrollo de “círculos transversales.” Esto podía apreciarse cuando los
miembros de las diversas comunidades religiosas exhibían solidaridad social,
colaboración económica o se unían para formar élites interconfesionales, ya
fueran políticas, militares, administrativas o intelectuales, y constituyó una
de las características del período taifa de al-Andalus.
5Miniatura del Libro de los
juegos de Alfonso X, Biblioteca de El Escorial, ms. T.1.6, f.
64r. Wikimedia commons.
Sin embargo, no todos los modos de
identidad son iguales. Las sociedades son sistemas complejos, caracterizados
por una multiplicidad de vectores de identidad. Los sistemas complejos pueden
pensarse en tres niveles: macro, meso y micro, cada uno de los cuales entra a
su vez en relación con el tamaño y las características de las comunidades imaginadas o concretas a las
que corresponde. En esta época, la identidad de nivel macro o “ecuménica”
correspondía a la identidad religiosa formal y dogmática. Sólo se podía ser
cristiano, musulmán o judío. Cuando uno se pensaba a sí mismo o se expresaba en
esos términos, acarreaba consigo una oposición u hostilidad hacia los miembros
de las religiones rivales. Sin embargo, sólo en algunas situaciones específicas
la gente se definía a sí misma y a los demás de este modo. Mayoritariamente,
las personas interactuaban unas con otras en los niveles de identidad meso y
micro. El modo de identidad de nivel meso o “corporativo” correspondía a la
pertenencia a comunidades concretas, ya fuera organizadas o informales, como,
por ejemplo, los súbditos del reino, los profesionales del comercio o la
profesión, los habitantes de una ciudad o los súbditos de un señor. Algunos de
esos grupos se limitaban a los miembros de una sola comunidad religiosa, pero
muchos incluían a miembros de comunidades rivales. En esos casos, la identidad
religiosa se relegaba a una importancia secundaria o se ignoraba por completo.
Esto tiene una importancia crucial porque fueron las organizaciones y las instituciones, las
“empresas” (como las llaman los economistas, “firms” en inglés) las que impulsaron
el cambio histórico, motivadas en gran medida por preocupaciones pragmáticas y
un análisis de tipo coste-beneficio. El nivel micro representa el modo de
identidad “local” o “individual,” en el que los individuos interactuaban de
manera inmediata, no estructurada o intuitiva con otros individuos, como cuando
conversaban con los transeúntes, se mezclaban en el mercado o admiraban el
físico de otra persona. Tampoco en este caso era probable que la identidad
religiosa figurara como el factor determinante en las interacciones entre
diferentes grupos religiosos.
En otras palabras, es probable que
en determinados contextos los individuos imaginaran el mundo definido por tres
comunidades religiosas antagónicas, como cuando se veían a sí mismos ante todo
como fieles, o en el contexto de comunidades organizadas que se limitaban a su
propia afiliación religiosa. Pero esto representaba una proporción
relativamente pequeña de los encuentros que la mayoría de las personas tenían a
diario. La mayoría de las actividades tenían lugar en el micro nivel o en
contextos de meso nivel que, al menos en principio, no eran religiosamente
excluyentes. Debido a la inteligibilidad mutua y a la conveniencia, había
muchos contextos en los que se podía considerar a miembros de otros grupos
religiosos en términos de solidaridad o indiferencia, y se podía interactuar
social, económica y políticamente con los “infieles” sin problemas.
Sin duda, aquellos que se sentían
fuertemente involucrados en su identidad religiosa formal (como los miembros
del clero, los rabinos o los ulemas) podían tener la tendencia a ver casi todas
las interacciones en macro-términos, pero estos individuos eran la excepción.
De igual modo, cuando un grupo formado por individuos que se identificaban con
una única comunidad religiosa (por ejemplo, los cristianos) competía con un
grupo de miembros de una comunidad diferente (por ejemplo, los musulmanes),
podían articular su oposición en términos de diferencia religiosa, aunque esta
no fuera la causa de su conflicto. Así, cuando los nobles cristianos luchaban
contra sus homólogos musulmanes podían inclinarse a pensar que se trataba de
una guerra religiosa, aunque fuera simplemente un conflicto por el territorio o
los recursos. Por otra parte, cuando luchaban codo con codo, su vocación común
les proporcionaba un marco de solidaridad que superaba sus diferencias
religiosas. En suma, el conflicto religioso en esta época no era ni
omnipresente ni inevitable, y a menudo, aunque se enmarcara como conflicto
religioso, era de hecho mundano.
El paradigma y la paradoja
En el periodo taifa, la mayor parte
de las interacciones, ya fueran entre correligionarios o con miembros de otros
grupos, fueron de naturaleza pragmática o intuitiva más que ideológica. Cada
individuo no sólo incorporaba una serie de identidades, sino que muchas de
ellas eran inconsistentes o estaban en desacuerdo entre sí. Así es la
naturaleza humana. De hecho, en la “escala de identidad” esbozada
anteriormente, se puede observar una correspondencia con los elementos de la
estructura de la mente de Freud: superego, ego e id. Al tener en cuenta los
tres elementos del “Principio de conveniencia”: la inteligibilidad mutua, la
conveniencia y la escala de identidad, desaparecen las aparentes paradojas
existentes en las relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos. Figuras como
El Cid, el paladín cristiano que luchó para reyes musulmanes; Samuel ibn
Naghrilla, el rabino que celebraba fiestas regadas en vino con musulmanes y que
escribía odas a jóvenes hermosos; al-Mu’tamid, el rey poeta que empleaba a un
astrólogo judío; y Alfonso IV, el proto-cruzado y protector de los mudéjares,
se revelan bajo esta perspectiva como personalidades históricamente
inteligibles, complejas y realistas.
La aplicación de este paradigma no sólo a esta época, sino a toda la Edad Media ibérica y mediterránea, permite analizar los procesos históricos sin recurrir a categorías problemáticas, nebulosas y casi sin sentido, como convivencia, reconquista, tolerancia, yihad y cruzada. Por otra parte, ¿podemos afirmar que cada encuentro o evento encaja necesariamente en este modelo de conveniencia? No, pero lo aquí propuesto no es un mecanismo determinista, sino un medio para discernir de manera sistemática pautas y principios más amplios que conformaron la historia de este período. Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles basadas en la observación empírica. La identidad religiosa no está en el centro de esta nueva manera de entender la historia, de la misma manera que el planeta tierra no está en el centro del universo, aunque pueda parecerlo cuando se analiza la cuestión de manera superficial.
Para ampliar:
·
Castro,
Américo, España en su historia. Cristianos, moros y judíos (Buenos
Aires: Losada, 1948).
·
Catlos, Brian
A., Reinos de fe (Barcelona:
Presente y Pasado, 2019).
·
Catlos, Brian
A., «Cristians, musulmans i jueus a la
Corona d’Aragó medieval: un cas de ‘conveniència'», L’Avenç 236
(novembre 2001): 8–16
·
Catlos, Brian
A., «Contexto social y ‘conveniencia’ en
la Corona de Aragón. Propuesta para un modelo de interacción entre grupos
etno-religiosos minoritarios y mayoritarios», Revista
d’història medieval 12 (2002): 220–25.
·
Catlos, Brian
A., Muslims of Medieval Latin Christendom, ca. 1050–1614 (Cambridge:
Cambridge University Press, 2014), pp. 508–535.
·
Glick, Thomas
F., Islamic and Christian Spain in the Early Middle Ages (Princeton:
Princeton University Press, 1979).
·
Horden,
Peregrine y Purcell, Nicholas , The Corrupting Sea: A Study of
Mediterranean History (Malden: Blackwell, 2000).
·
Menocal, María
Rosa, The Ornament of the World: How Muslims, Jews, and Christians
Created a Culture of Tolerance in Medieval Spain (Boston: Little
Brown, 2002).
·
Novikoff,
Alex, «Between Tolerance and Intolerance
in Medieval Spain: An Historiographic Enigma», Medieval
Encounters, 11 (2005): 7–36.
·
Pi-Sunyer,
Oriol, «Acculturation as an Explanatory Concept in Spanish History» Comparative
Studies in Society and History, 11 (1969): 136-154.
·
Sánchez-Albornoz,
Claudio, España: un enigma histórico (Buenos Aires:
Sudamericana, 1956).
·
Soifer,
Soifer, «Beyond Convivencia: Critical Reflections on the
Historiography of Interfaith Relations in Christian Spain», Journal
of Medieval Iberian Studies 1 (2009): 19–35.
·
Szpiech,
Ryan, «The Convivencia Wars: Decoding
Historiography’s Polemic With Philology», en Suzanne Akbari and
Karla Mallett, eds., A Sea of Languages: Rethinking the Arabic Role in
Medieval Literary History (Toronto: University of Toronto Press,
2013), pp. 135-161.
No hay comentarios:
Publicar un comentario