miércoles, 1 de julio de 2020

EL COMERCIO EN AL-ANDALUS


EL COMERCIO EN AL-ANDALUS


27
Jul
Autor del artículo: Cherif Abderrahman Jah

Con el nombre de al-Andalus se conoce al espacio territorial y politico que, bajo la impronta de la cultura islámica, se mantuvo a lo largo de ocho siglos, con ineludible convivencia, en la Península Ibérica. Fructífera permanencia a la que debemos una parte importante de nuestro legado socio-cultural, que ha prevalecido a lo largo de los siglos.
Esta herencia no se sustenta únicamente en el terreno de las ciencias (medicina, botánica, matemáticas, astronomía, etc), o en los saberes del espíritu y del puro intelecto, como la mística sufí y la filosofia, sino en una forma hedonista de entender la vida, rodeándose de cuanto es bello, susceptible de ser captado a través de los sentidos. Tanto por la vista y el oído, como por medio del gusto y del olfato. El significado de estos últimos sentidos alcanzó cotas tan elevadas, que sobrepasaron la función meramente fisiológica.
El simbólico lenguaje que podia trasmitir el perfume de una planta o las variadas sensaciones del gusto y el olfato que podían percibirse de un guiso aderezado con diversas especias, se inscribían como goces semejantes a los del Primer Paraíso, al que tienen acceso los buenos musulmanes en la Otra Vida. No en balde en los textos sagrados coránicos se alude en varias ocasiones a las bebidas paradisíacas de los bienaventurados, elaboradas con especias:
«Allí se les servirá una copa que contendrá una mezcla de jengibre, tomada de una fuente de allí que se llama Salsabil» Corán, Sura, 76, aleya, 17.
O la referencia a la abundancia de almizcle y de ámbar en el Paraíso, sustancias aromáticas que fijaban las raíces del arbol celestial Tubà, perfumando intensamente el Jardín del Bienestar (Yannat al-na`im).
De ahí que, en la vida de acá, estas sensaciones del gusto y el olfato se cultivaran hasta lo más sublime de una percepción sensitiva. Por eso fueron tan cuidadas y se procuró su logro y perfección, yendo a buscar esas plantas aromáticas y las especias orientales hasta las tierras mas recónditas.
Oriente Extremo
Durante la expansión islámica se abrieron nuevos caminos hacia el Oriente Extremo, rutas que fueron también transitadas por mensajeros de las ciencias y por mercaderes. Hacia la cuenca mediterránea afluyeron especias poco conocidas o, hasta entonces, sólo utilizadas por las élites egipcias o romanas, como la canela, la pimienta, el clavo o el jengibre, procedentes de Ceilán, la India, Islas Molucas y China, respectivamente.
Como consecuencia de ello, las llamadas «rutas de las especias» se fueron trazando desde el Oriente hacia el Mediterráneo, en un ir y venir de mercaderes y cargamentos, por mar y por tierra, haciendo llegar hasta al-Andalus todo el elenco de esos productos, siglos antes de que el veneciano Marco Polo llevara a su país las especias orientales como una gran novedad.
Desde Java y Sumatra, la islas de Ceilán (Sri Lanka) y las Molucas o las costas occidentales de la India (el Malabar), se navegaba hasta los puertos del Yemen, como Aden, con cargamentos de especias, maderas perfumadas como el sándalo indio, sustancias aromáticas como el almizcle del Tibet, o frutos como los melones del Sind (Pakistán). En el populoso puerto de Aden cargarían incienso y ámbar gris, abundantes en Yemen, y con todo este bagaje se adentrarían por el Mar Rojo para alcanzar el curso del Nilo hasta llegar a la costa sur del Mediterráneo, Alejandría, y desde alli a al-Andalus.
Otra ruta posible desde el litoral indio era navegar hacia el Golfo Pérsico y, adentrándose en la desembocadura conjunta del Éufrates y el Tigris, remontar el curso de este gran río bíblico hasta Bagdad, capital del mundo islámico oriental y sede del califato abbasí. Desde Bagdad se llegaría en largas caravanas al litoral mediterráneo de Palestina. El siguiente destino sería al-Andalus.
Al ir atravesando, de este a oeste, todos estos países del orbe islámico, los mercaderes harían acopio en los bulliciosos zocos orientales de sésamo de Irán, rosas de Alejandría, juncia de Kufa (Iraq), granadas e higos doñegales de Siria, almáciga de la isla mediterránea de Chíos, dátiles de Ifriqiya (Túnez) y alheña del Magreb, entre otros productos.
Segun refieren los viajeros de la época ( ss. X-XIII), atravesar el Mediterráneo desde la costa palestina o desde Alejandría (Egipto), hasta los puertos de al-Andalus (Denia, Cartagena, Almería o Málaga) tenía una duración de tres meses, a veces más, por las frecuentes tormentas y consiguientes naufragios. Al llegar a los puertos andalusíes, los fardos de especias y otros productos exóticos, que habían conseguido alcanzar el final del periplo, eran depositados en funduqs (alhóndigas), una especie de posada-almacén, para el descanso de los mercaderes y sus acémilas, al tiempo que servían de lugar de depósito de sus fardos de mercancías.
Especias, maderas olorosas, frutos secos, sustancias aromáticas… Todo ese elenco de mercaderías del aroma pasaban a ser vendidos en los zocos de al-Andalus, tras el consiguiente pago de las alcabalas a las autoridades del mercado. Así en los zocos intramuros de la Cordoba califal, la Sevilla almohade o la Granada nazarí, como en los zocos del resto de las más importantes ciudades andalusíes, se podian encontrar desde la pimienta negra de la India, la casia de China, el cardamomo de Java, la nuez moscada de las Molucas, la canela de Ceilán, el áloe de Socotora, hasta el incienso, la mirra y el ámbar gris de Yemen, junto al almizcle de la meseta del Tibet. Estos productos costosos por su laboriosa importación, se vendían en las tiendas de los especieros o perfumistas (al-‘attarin), incrustadas en las callejas del zoco. Un zoco populoso por el que deambulaba una sociedad mestiza, la andalusí, integrada por diversos grupos de población, de origen hispanorromano y visigodo, junto al grupo social arabe y al bereber, con un mosaico de creencias musulmanas, cristianas y hebreas. En definitiva, una sociedad plural y cosmopolita que demandaba esa gran cantidad de mercancías exóticas, traídas desde las más lejanas latitudes.
Productos aromáticos
La cantidad de productos aromáticos que enmarcaban la vida de los andalusíes, era tanta, que no podia quedarse limitada a la oferta de mercancías orientales transmediterráneas. Se hizo necesario la aclimatación en tierras andalusíes, de aquellas plantas aromáticas que no eran susceptibles de importarse por su corta duración y lo costoso de su importación, iniciándose a lo largo de dos centurias, una especie de movimiento migratorio de plantas y frutales aromáticos hacia al-Andalus, de la mano del hombre.
Muchas de ellas se aclimataron bien en lo predios andalusies como el azafrán, cuyo cultivo se extendió por los campos de Baza (Jaén), Toledo, Guadalajara, Zaragoza, Valencia, Sevilla y Granada.
La gran producción de azafrán que se consiguió, hizo posible que sus excedentes fueran exportados a Oriente desde los puertos de Málaga y Almería. También progresó el cultivo del comino, el ajonjolí o sésamo índico, y el anís, entre otros.
Frutales como los limoneros y naranjos amargos de China, así como los granados de Siria, junto a las hortícolas como el melón y la sandía procedentes del Lejano Oriente, inundaron los jardines-huertos de al-Andalus, haciendo que en las mesas de los andalusíes hubiera fruta aromática abundante durante casi todas las estaciones del año.
El universo de esos aromas y perfumes, ya producidos en al-Andalus o importados, ocupó sus espacios propios tanto en el ámbito comercial, como en el socio-religioso, el doméstico y lúdico. Los espacios señeros del olor eran los zocos, donde al abigarramiento visual de colorido múltiple se unia la mezcolanza de aromas diversos, unos, gratos a la percepción olfativa, contiguos a otros olores menos agradables, como los que despedían curtidores y tintoreros, por ello a extramuros de la medina o ciudad islámica. También a las afueras se instalaban los zocos de ganado : ovejas, cabras, bovinos, caballos y camellos.
Entre los olores placenteros, se encontran no sólo los aromas de especias y condimentos, también de verduras, frutas, quesos, cuajadas de leche, churros y buñuelos elaborados en el propio zoco, dulces con canela y miel y, sobre todo, el inmisericorde olor de los chiringuitos que ofrecían comida caliente a las gentes del zoco : Platos como los tayines o guisos de carne, muy especiados con cilantro, pimienta negra y jengibre, o los mirkas o salchichas de cordero con comino y canela, junto a los clásicos platos de cus-cús similares a volcanes humeantes y con un arco iris de verduras rematando su cráter, receta de vocación bereber, introducida en la Península por los almohades . Todos estos efluvios, inundaban los espacios callejeros de los zocos, como un apetitoso reclamo para los hambrientos, cumpliendo con esa tradición tan arraigada en la sociedad islámica desde hace siglos, de «comer fuera ».
Productos culinarios
En la cocina doméstica esos platos aumentaban su nómina y su sofisticación, también su composición de aromas, con las berenjenas rellenas con espliego, canela, pimienta y hojas de cidra, o la refinada «bastela» de origen andalusí, exportada con los moriscos al Magreb, y su cálido olor a hojaldre recién hecho, rociado de canela y azúcar en polvo. Junto a ella, almojábanas de queso, canela y miel y las típicas pastas de almendra (al-lawziny ) con agua de azahar, almendras, miel y azúcar. O los famosos canutos (qananit) rellenos de almendras, piñones y pistachos picados con amalgama de miel, pimienta, canela, espliego y azafrán. De esta forma, el cosmos aromático tambien envolvía el espacio doméstico, ámbito de vital importancia.
Había otro espacio social, marco mucho más solemne y espiritual como receptáculo de perfumes y aromas, era el lugar de las mezquitas. Para la reflexión espiritual y el acercamiento a la divinidad, era preceptivo el impregnar la atmósfera con olores de cierta connotación religiosa de carácter universal, como el incienso, en sus variantes amarilla y blanca, y la mirra, con su color rojo cristalino, ambos procedentes de Arabia.
Como especialidad propia del mundo de Oriente Extremo, se quemaba en pebeteros sustancias solidificadas como el almizcle y el ámbar gris, al tiempo que maderas costosas y aromáticas, como la del sándalo maqasiri, procedente de Makassar, ciudad de las islas Célebes o Sulawesi.
Las mezquitas de al-Andalus refulgían con sus abundantes lámparas de bronce y cristal, en las que ardían lamparillas en aceite perfumado. Desde los numerosos pebeterosse expandían los diferentes aromas, especialmente en el mes sagrado de Ramadán (noveno mes del calendario musulmán).
Una muestra de la solemnidad del mes de Ramadán en la Córdoba del siglo X, nos la ha dejado el cronista Ibn ´Idari (s. XIII), en su obra Bayan al-Mugrib, al referirse a la gran cantidad de perfumes empleados en esas fechas en la Mezquita Aljama de Córdoba:
“Se consumían anualmente alrededor de quinientas arrobas de aceite, de las que la mitad ardía solamente en el mes de Ramadán… El consumo de perfumes en la noche 27 de Ramadán [Noche del Destino] ascendía a cuatrocientas onzas de ámbar gris y ocho onzas de madera de agáloco”
Ya vimos que en el reducto de la casa andalusí la utilización de aromas y perfumes era abundante y cotidiana.
Pero la utilización de estos aromas no se limitaba sólo al ámbito de la cocina, como hemos descrito, sino que estaban también presentes en el cuidado personal de sus moradores.
Cuidados a los que, sorprendentemente, fueron muy proclives los andalusíes, hombres y mujeres, según se desprende de la gran cantidad de recetas con diversas aplicaciones estéticas que aparecen en los tratados de higiene y medicina. La utilización de estas aplicaciones cosméticas se realizaba, tanto en la casa como en las dependencias del hammam o baños árabes públicos, que funcionaban en cada barriada de las medinas y cuyo número fue elevado, ya que existía, al menos uno, en cada barriada.
A juzgar por las reseñas de los cronistas, se apuntan hasta 600 hammam en Córdoba, en época califal (siglo X).
A estos baños acudían los hombres por la mañana y las mujeres por la tarde. En sus dependencias, cuya entrada era gratuita por tratarse de un servicio público, se aplicaban masajes corporales con aceites de almendras, rosas, nenúfares, jazmines y narcisos, junto al aceite de manzanilla, para tonificar, relajar y perfumar la piel de las mujeres que acudían con frecuencia al hammam.
El zoco
Productos de embellecimiento que, en la mayor parte de los casos, los compraban previamente las usuarias en el zoco. Las andalusíes también se cuidaban los ojos con diversos colirios, que aparte de su función higiénica, servían para realzar la mirada y darle más intensidad, como sucedía con un famoso colirio elaborado con jugo de bayas de arrayán y khul (polvo de antimonio).
Otra práctica cosmética muy frecuente en el hammam fue el teñirse los cabellos con alheña (al-hanna), así como decorarse las manos y pies con tatuajes geométricos de hanna.
En al-Andalus se hizo famoso el teñido de los cabellos con alheña, mezclada con aceite dulce de oliva; moda que imperó desde el siglo IX, tanto entre mujeres como en los hombres.
Entre éstos, se cuenta que, siguiendo los dictados de la moda en Córdoba, el mismo emir omeya Abderrahman II (siglo IX) teñía sus cabellos y barbas con alheña. Esta planta, al parecer introducida por los árabes en al-Andalus en los primeros tiempos de la conquista, fue muy estimada en el mundo islámico, ya que una piadosa tradición, atribuye al Profeta del Islam estas palabras sobre la excelsitud de al-hanna: “Las flores de la alheña son las más suaves de las plantas aromáticas en esta vida terrenal y en la otra vida del Más Allá”
En cuanto a los perfumes, eran muy apreciados por los andalusíes, ya que según la creencia general tonificaban el cerebro y los órganos sensoriales. Los perfumes se seleccionaban según las estaciones del año. En invierno se usaban perfumes cálidos como los elaborados con almizcle, algalias o aceite de jazmín. Para primavera, eran apropiados los perfumes de agua de azahar, narcisos, jazmines, malvaviscos o albahaca. En el verano, perfumes de polvo de musgo y sándalo, y el de agua de manzana. En otoño, agua de rosas, o de plantas aromáticas como albahacas y toronjil. Esta selección marcaba las modas estéticas de la élite andalusí. Entre las clases populares, se utilizaba mucho el agua de azahar y el agua de mirto, menos costosas de adquirir.
La minuciosidad de tantos cuidados estéticos, aplicados entre la sociedad de al-Andalus, ha quedado reflejada en la obra de higiene del granadino Ibn al-Jatib (siglo XIV), visir del emir nazarí de Granada, Muhammad V.
Pero el máximo despliegue de ese atractivo mundo de perfumes y aromas, se hallaba en la naturaleza que rodeaba la vida del andalusí, ya fuera en el espacio menor del jardín doméstico, o bien en el jardín-huerto de los grandes predios, o en los jardines palaciegos creados para experiencias botánicas. Estos espacios evocaban reminiscencias de aquel Jardín del Paraíso, ya aludido anteriormente, con todo su profundo sentido espiritual.
La sociedad de al-Andalus, esencialmente a partir del siglo XI, salía con frecuencia al campo, en grupos familiares, disfrutando de jornadas completas al aire libre, en especial junto a los ríos, donde merendabanLa mayor parte de los andalusíes eran grandes conocedores de las plantas y buenos jardineros y agricultores. Gracias a esta afición, y a la política de aclimatación de nuevas plantas, hubo un enorme desarrollo de la agricultura, desde finales del siglo IX hasta el siglo XIV. Autores como los toledanos Ibn Wafid e Ib Bassal (siglo XI), los sevillanos Abu l- Jayr (s. XI-XII) e Ibn al-Awwam (s.XII-XIII), o el almeriense Ibn Luyun (s. XIV), entre otros muchos, nos han dejado magistrales tratados de agricultura, que hasta tiempos relativamente recientes, han servido de manuales para los agricultores españoles entre los siglos XVII al XX, pues, durante el XVI, fueron traducidos muchos de ellos al castellano.
La afición por la naturaleza tuvo una vertiente de sublimación poética. Muchos poetas de al- Andalus quisieron plasmar lo que contemplaban sus ojos al pasear entre la vegetación, y con una enorme minuciosidad y espíritu metafórico, describieron granados, almendros, ciruelos…bajo el rocío de la mañana o la brisa del atardecer, como si el propio jardín en su conjunto fuera un ser vivo con sentimiento. Aquel cromatismo natural dio lugar a la “poesía de jardines” (rawdiyyat, de rawd = jardín), y dentro de este género sobresalieron los temas florales en los que se aludía a rosas, violetas, mirtos, jazmines, lirios, azucenas… como si fueran la persona amada. Género poético que se denominó nawriyyat o “poesía floral”.
Entre los cultivadores más sobresalientes de este tipo de poesía de los jardines, fue Ibn Jafaya de Alcira (siglo XI), llamado por esta afición al-Yannan (“el Jardinero”). A él debemos descripciones poéticas como ésta:
“Ráfagas de perfume atraviesan el jardín cubierto de rocío, cuyos costados son el circo donde corre el viento… Yo enamoro a este jardín donde la margarita es la sonrisa; el mirto, los bucles, y la violeta, el lunar.”
Anteriormente, poetas como Ibn Abi ´Abda, ministro y poeta de la corte del califa Abderrahman III (siglo X), nos habían dejado fragmentos poéticos en torno a las flores, como esta exaltación a la rosa, que sintetiza ese amor por la belleza de las flores aromáticas:
“La rosa es lo más bello que el ojo puede contemplar, lo más delicado de cuanto riegan las nubes generosas. Las flores de los jardines, se inclinan ante su hermosura y la obedecen por lejos que estén. Cuando surge la rosa en sus ramas, Unas flores mueren y otras palidecen de envidia…”
BIBLIOGRAFIA
Abu l-Jayr, Kitab al-Filaha (“Tratado de Agricultura”), Edic. y Trad. J. Mª Carabaza, ICMA, Madrid 1991
Cabanelas, D. y Torres, M. P. Poesía arábigo andaluza, 15 siglos de poesía árabe, Litoral, Maracena (Granada), 1968, pp. 267-260
El Corán, trad. castellano, Julio Cortés, Herder, Barcelona, 1999.
Eléxpuru Eeckman, I. La cocina en al-Andalus, Alianza Editorial, Madrid, 1994
Hernández Bermejo, J.E. “Aproximación al estudio de las especies botánicas originariamente existentes en los jardines de Madinat al-Zahra”. Cuadernos de Madinat al-Zahra, Vol. I, Córdoba, 1987, pp. 61-80.
Ibn Abdun, (Hisba). “Sevilla a comienzos del siglo XII. El Tratado de Ibn Abdun” trad. y coment. García Gómez, E. y Lévy Provençal, Moneda y Crédito, Madrid, 1948.
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Ibn al-Jatib, “Libro de la Higiene”, ed. y trad. Mª C. Vázquez de Benito, Salamanca, 1984
Ibn `Idari, Al-Bayan al-Mugrib, trad. francés E. Fagnan, Argel, 1901-1904
Ibn Luyun, “Tratado de Agricultura”, introd. y trad. J. Eguaras, Granada 1975
Ibn Yubayr, Rihla (“A través del Oriente. El siglo XII ante los ojos”), introd. y trad. F. Maíllo, Ed. del Serbal, Barcelona, 1988
Jah, Cherif A., y López Gómez, M. El enigma del agua en al-Andalus, Lunwerg edit. Fundación de Cultura Islámica, M.A.P.A., Madrid, 1994
Jah, Cherif A., “Sociología del zoco en Marruecos. Norte y Sur”. El Zoco. Vida económica y artes tradicionales en al-Andalus y Marruecos. Lunwerg, Madrid, 1995, pp. 59-65
Jah, Cherif A., Los Aromas de al-Andalus. La cultura andalusí a través de los perfumes especias y plantas aromáticas, Alianza Editorial, Fundación Cultura Islámica, Madrid, 2001
López Gómez, M. “Aproximación a algunos aspectos sociológicos de los zocos andalusíes” El Zoco. Vida económica y artes tradicionales en al-Andalus y Marruecos, Lunwerg, Madrid, 1995, pp. 29-33.
Pérès, H., “Esplendor de al-Andalus”, trad. M. García Arenal, Hiperión, Madrid, 1990
Vallvé, J. La división territorial de la España musulmana, C.S.I.C., Madrid, 1986
RESEÑA DEL AUTOR
Cherif Abderrahman Jah, Presidente de la Fundación de Cultura Islámica, islamólogo y especialista en la historia de al-Andalus, ha publicado diversas obras sobre distintas facetas de esa etapa histórica (reseñadas en la bibliografía), especialmente sobre la cultura andalusí, a través del agua y de sus plantas aromáticas y jardines, así como su comercio, entre otros temas. Comisario de la Exposición los “Aromas de al-Andalus” y autor del libro del mismo nombre. Su esfuerzo y labor en aras del diálogo intercultural y del acercamiento al conocimiento objetivo de una de las etapas históricas más fecundas de la Península Ibérica, son suficientemente conocidos.
Extracto del libro “Los Aromas de Al-Andalus”, Alianza editorial, Madrid, 2002.


AL - ANDALUS MAGIA Y SEDUCCIÓN CULINIARIA


AL – ANDALUS
MAGIA Y SEDUCCIÓN CULINARIA

Autor/autores: Inés Eléxpuru, Margarita Serrano
Año de la publicación: 1991
Ciudad de publicación: Madrid
Editorial: Editorial al-Fadila (FUNCI)
Número de páginas: 81
ISBN: 84-86714-04-4

Manual sobre la cocina en Al-Andalus, los principales productos, la agricultura, la filosofía de la alimentación y la dietética de la época. Contiene recetas.
CAPÍTULO 1 : LA “REVOLUCIÓN VERDE”
Cuando los musulmanes llegaron a la Hispania romanogoda, se encontraron con un panorama alimentario poco reconfortante. La tierra era pobre en recursos, y por tanto, la alimentación, escasa y poco variada; se basaba casi exclusivamente en el consumo de cereales y en la vid. Lo mismo sucedía en el resto de Europa, donde el cultivo de frutas y hortalizas era prácticamente inexistente. A esto añadiremos que a lo largo de la Edad Media, Europa conoció épocas de escasez extrema, y, como consecuencia, era frecuente la carencia de ciertos alimentos básicos.
Basándose en esta situación, la política de los dirigentes Omeyas de al-Andalus, fue la de impulsar todo lo relacionado con el desarrollo agrícola. Para ello, en primer lugar, se recopilaron y tradujeron numerosos textos antiguos sobre agricultura –la mayoría de procedencia orienta–, y se perfeccionaron y aumentaron los sistemas de regadío de origen romano existentes en suelo peninsular, tanto en lo concerniente a las técnicas de extracción, como de conducción del agua.
Pronto se aclimataron e introdujeron nuevas especies vegetales, provenientes de lugares tan lejanos como China, India y Oriente Medio, y se fomentó el cultivo a gran escala de productos ya existentes en Europa.
La producción agraria llegó a ser tan elevada, que surgieron excedentes alimentarios, que al ser vendidos, favorecieron el que otras personas de la comunidad se especializaran en determinados oficios, dando lugar a una economía y a una cultura urbana muy desarrolladas. Lo que sucedió fue, en definitiva, lo que los especialistas han dado en llamar una auténtica “revolución verde”.
Más tarde, en el s. X, surgió “la escuela agronómica andalusí”, que habría de conocer un gran auge durante los siglos XI-XII, en los que se escribieron numerosos tratados de agricultura. También se plasmaron las costumbres comerciales agrarias en los tratados de “hisba” (de usos y costumbres). Se crearon así mismo los primeros jardines botánicos, entre los que destacaron los de las taifas de Sevilla, Toledo y Almería, en el s. XI.
A menudo estos jardines tenían un fin puramente farmacológico y terapéutico, y se creaban junto a los propios hospitales. Se investigaron y empezaron a poner en práctica nuevos métodos de cultivo, y se experimentó con éxito la ciencia de los injertos.
Durante el mandato del califa Abderrahmán III, Córdoba conocería una de las épocas más prósperas de su existencia, transformándose en un auténtico foco de actividad artística, intelectual y científica, que le permitiría competir con ciudades tan brillantes en aquel entonces, como Bagdad, Damasco o Constantinopla.
La política unificadora y universalista del califa Abderrahmán III, cuyo nombre honorífico era al-Nasir-l-din Allah (el que combate victoriosamente por la religión de Allah), atrajo a numerosas embajadas extranjeras, que acudían hasta al-Andalus con el fin de pactar o negociar con él. Fue a través de una de ellas, enviada por el emperador de Bizancio, cuando se introdujo en España un tratado que habría de permitir una extraordinaria evolución botánica: el libro de Dioscórides. Junto a él, envió el emperador a un monje llamado Nicolás, para que ayudase en la labor de traducción, ya que el tratado estaba escrito en griego antiguo. El emperador de Bizancio no podía haber hecho un mejor y más útil presente al califa.
En dicho libro estaba recopilada la mayor parte de las plantas conocidas, y junto a su descripción, aparecía una detallada enumeración de sus propiedades farmacológicas y alimenticias. Este importante tratado contribuyó sobremanera a incrementar los conocimientos de los inquietos científicos andalusíes, en el campo de la agronomía y de la farmacología. Será posteriormente, a través de la llamada “Escuela de traductores de Toledo”, fundada por Alfonso X en el s. XIII, y de los traductores de Zaragoza, cuando la mayor porte de estos conocimientos penetren en el resto de Europa.
Los nuevo ingenios hidráulicos
La descripción que hicieron viajeros y geógrafos árabes de al-Andalus, era la de un país con abundantes tierras de secano en el interior, dedicadas principalmente al pastoreo y al cultivo de cereales, que contrastaban con las ricas ciudades. Éstas estaban situadas en su mayor porte en las riberas de los ríos más caudalosos, rodeadas de abundantes vegas donde se cultivaba toda clase de árboles frutales.

En torno a estos ríos se crearon nuevas canalizaciones de agua: acequias, azudes y presas, cuya función era la de acumular el agua que luego habría de ser repartida. Se construyeron, además, abundantes aljibes y “qanats”, que consistían en un sistema de pozos conectados entre sí.
También se instalaron en las orillas de los ríos numerosos ingenios, como son las norias (“nau ‘ra”), que tenían por objeto facilitar el reparto del agua. Unas eran las llamadas de corriente, consistentes en una rueda hidráulica elevadora, mientras que otras, llamadas actualmente “de tiro”, consistían en un complejo mecanismo de ruedas accionadas mediante tracción animal. Este tipo de ingenios se ha venido utilizando en España hasta hace pocas décadas.
En cuanto a las nuevas reglamentaciones e instituciones que surgieron en torno a un reparto equitativo de las aguas, muchas de ellas (como el Tribunal de las Aguas en Valencia, y las costumbres, sin reglamentar, de tandas y turnos), todavía perduran en algunas regiones de España, especialmente en la región levantino-murciana.
Las buenas mañas hortícolas de los andalusíes, no sólo fueron estimadas por los musulmanes norteafricanos que les acogieron tras ser expulsados de España, sino también por los propios cristianos, como así lo demuestra un refrán popular que todavía se emplea entre nosotros: “¡Una huerta es un tesoro, si el que la labra es un moro!”.
También eran famosos en al-Andalus, entre los poetas y geógrafos árabes, los palacios “de recreo” (“al-Muniya”), que edificaba la nobleza en las afueras de las ciudades, rodeados de hermosos jardines y vergeles. En ellos se entremezclaban exóticas flores de ornamentación como el narciso, el alhelí, la rosa y el jazmín, con plantas aromáticas como la albahaca y la melisa, y árboles frutales de toda clase, que en época de floración esparcían un intenso y dulce olor por todo el jardín. Desplegando impasibles toda su belleza, los pavos reales se contoneaban alrededor de las albercas.
Entre las almunias más prestigiosas estaba la Almunia Real, que mandó construir el rey de la taifa de Toledo, al-Ma’mun ibn Di-l-Nun. Enclavado junto al Tajo, Ibn Bassan la describe con una gran alberca en cuyo centro estaba situado un quiosco con vidrieras de colores. Este pabellón se llamaba “maylis al-nau’ra” (salón de la Noria), tal vez porque en él había una rueda hidráulica que elevaba el agua hasta la parte superior de la cúpula, y desde allí caía resbalando, produciendo un gran efecto estético y una sensación de frescura.

No en vano, llegó a surgir en Valencia, en el s. XI, un nuevo género literario que describía con júbilo los jardines y frutos de la época. Así narra el poeta Ali ben Ahmad lo que presenciaba en los jardines de la almunia de al-Mansur, en Valencia:
“Ven a escanciarme, mientras el jardín viste un alvexí de flores urdido por la lluvia, –Ya la capa del sol está dorada y la tierra perla su paño verde de rocío– ­En este pabellón como cielo al que sale la luna del rostro de quien amo. Su arroyo es como la vía láctea, flanqueada por los comensales, astros brillantes.”
La aclimatación e introducción de nuevas especies vegetales
Sobre la base de los logros adquiridos con las nuevas técnicas agrícolas, pronto se implantó en al-Andalus el cultivo de nuevas especies como la palmera datilera y el plátano.
Otras especies como el olivo, ya existían en nuestro suelo, pero fueron los hispanomusulmanes quienes fomentaron y organizaron su cultivo a gran escala. Abu Zakariyya, que vivió en Sevilla en el s. XII, da buena fe de ello, describiendo en su “Libro de la Agricultura” los hermosos olivares del Aljarafe sevillano, y las distintas cualidades del aceite, valorado por su dulzura, su aromático sabor y sus propiedades bromatológicas.
Más tarde, tras la expulsión de los judíos en 1492 y de los moriscos en época de Felipe III, el uso del aceite, clara impronta de la cocina de estos pueblos, desaparecerá prácticamente de la cocina española, siendo sustituido por la indigesta manteca de cerdo, hasta hace bien poco. El resultado de estas extensas plantaciones de olivos, lo podemos apreciar hoy en día en los campos de Andalucía, surcados por cientos de miles de simétricas hileras verdes.
Los andalusíes introdujeron nuevos productos muy populares hoy, no sólo en España, sino en toda Europa, como es la berenjena (“badinyana”), originaria de la India y difundida por el Mediterráneo a través de Persia. Tan apreciada llegó a ser en al-Andalus, que a los almuerzos de mucho bullicio y gentío, se los llamaba ‘berenjenales”. Esta expresión es aún muy empleada en nuestro lenguaje actual.
Entre las verduras más estimadas, constaban también las alcachofas (“al-jarsuf”) y los espárragos, que tenían la propiedad de evitar los malos olores de la carne. Las hortalizas más cultivadas eran, además, la calabaza, los pepinos, las judías verdes, los ajos (que, por su mal olor, al igual que la cebolla, no se debían de consumir crudos), la zanahoria, el nabo, los acelgas (“as-silqa”), las espinacas (“isfanaj”), los puerros…, de tal suerte, que los andalusíes podían tomar verduras frescas durante todo el año, lo que realmente constituía una primicia.
Las frutas más consumidas eran la sandía, que provenía de Persia y del Yemen; el melón, del Jorasán, y la granada, de Siria, convertida, en la imaginación colectiva, en casi un símbolo de la España musulmana.
El higo, que llegó a ser reputado en al-Andalus hasta el punto de exportarse a Oriente, se introdujo en la Península, procedente de Constantinopla, en tiempos de Abderrahman II. Era muy estimada una variedad llamada “boñigal”, o “doñegal”. Del mismo modo que fueron famosos los higos y las uvas de Málaga, lo fueron también los plátanos de Almuñécar.
Los cítricos, como el limón (“laymun”), el toronjo y la naranja amarga (“naranya”), fueron importados de Asia oriental. Eran utilizados para conservar los alimentos, pero también se extraía de ellos y de sus flores, esencias para la elaboración de los perfumes. Los naranjos, curiosamente, eran considerados portadores de mal augurio. Badis, el rey zirí de Granada, prohibió su plantación e hizo que fueran arrancados los ya existentes, ya que, al igual que otros muchos reyes de taifas, les achacaba sus fracasos militares. Se aclimataron también, procedentes de otros lugares, el membrillo el albaricoque, y un sinfín de frutos más.
En cuanto a las especias, muy utilizadas en la cocina de al-Andalus, se introdujo la canela, procedente de China, donde se conocía desde hacía ya miles de años. También el azafrán (“zafaran”), el comino (“kammun”), la alcaravea (“al-qarawiya”), el cilantro, la nuez moscada y el anís (“anysun”), entre otros. Estas especias, además de utilizarse como condimento en la elaboración de los platos, eran exportadas hacia Oriente, lo que favorecía sumamente el desarrollo económico.
Los cereales, base de la alimentación de los andalusíes, eran utilizados en forma, no sólo de pan, sino de gachas, sémolas y sopas. Se mejoraron las especies ya existentes, y se introdujeron otras nuevas como las recogidas en el tratado del geópono al-Tignari: “el trigo negro, el rojo a ‘ar-ruyun’, el tunecino”. De hecho, existe una clase de trigo que no se consume habitualmente en nuestro país y sólo se encuentra en las tiendas especializados en dietética, llamado “trigo sarraceno”, que conserva íntegra su cáscara, y es de textura agradable y cremosa.
Al parecer, contrariamente a la creencia generalizada mantenida hasta ahora, las semillas de arroz (“arruz”) no fueron implantadas por los hispanomusulmanes, sino que se cultivaba ya, aunque a pequeña escala, entre los visigodos. Los andalusíes, sin embargo, extendieron su cultivo por ciertas zonas como el Aljarafe y la Albufera valenciana, y lo emplearon en numerosos guisos y postres.
Y por último, a ellos debemos la caña de azúcar, que vino a sustituir a la miel en su función de edulcorante, aunque ésta continuó siendo siempre muy valorada.
Filosofía de la cocina
Para el espíritu analítico de los doctos andalusíes –muy versados en las ciencias especulativas–, también la cocina tenía su importancia conceptual, científica, y su propia filosofía.
Desde esta perspectiva, los alimentos serán ante todo un medio para conservar y recuperar la salud; toda una obligación para el musulmán, que consideraba la higiene y el cuidado corporal como algo natural e imprescindible en la vida del ser humano. Al respecto de una alimentación adecuada, el propio Profeta Muhammad decía: “El estómago es la alberca del cuerpo a donde llegan numerosos vasos sanguíneos; cuando el estómago está en buena forma, los vasos llevan salud, y cuando está perturbado, llevan consigo la enfermedad”.
Los hispanomusulmanes se basaban, pues, en este concepto y en la ciencia greco-latina, que preconizaba a su vez que para evitar y combatir las enfermedades, era necesario adoptar el régimen alimenticio a las posibilidades físicas y psíquicas de cada individuo. Esta ciencia, basada en la teoría de los cuatro “humores” corporales, consideraba, para una correcta nutrición, el temperamento, la complexión y edad de la persona, así como el clima y la estación del año.
Por ello, califas, visires y hombres honorables que podían permitírselo, tenían a su disposición médicos que poseían amplios conocimientos culinarios, y, también, cocineros que tenían conocimientos médicos. Esto era realmente una ciencia de vanguardia, si consideramos la escasa información que poseen hoy estos profesionales sobre ambos campos a la vez.
Basándose en estas premisas, se escribieron numerosos tratados médico-dietéticos que incluían, por lo demás, toda clase de atractivas y apetitosas recetas. Aquí podemos comprobar, una vez más, que el espíritu práctico y riguroso de los hispanomusulmanes no estaba reñido con el concepto lúdico que tenían de la vida, y que, en aquél entonces, no sucedía como ahora, en que la palabra “dieta” se asocia con “enfermedad”, y parece ser contraria al puro placer culinario.
En estos libros, como el “Tratado sobre los alimentos” de al-Arbuli –autor que vivió en el reino nazarí durante el s.XV–, la primera parte está dedicada al análisis de las propiedades curativas y bromatológicas de los alimentos, señalando las diferentes cualidades de cada producto y sus posibles efectos negativos si son consumidos inadecuadamente. También se explica la forma de corregir estos efectos en su elaboración. Después consta un amplio repertorio de recetas.
En cuanto a las personas más indicadas para la elaboración de la comida, Ibn al-Jatib exponía en su “Libro de Higiene”:
“…si experimentan cólera, temor o adulación, no deben desempeñar este Arte, sino solamente, aquellos otros sobre los que esté fuera de duda la sospecha y tengan depositada la confianza de las gentes nobles, las esposas virtuosas, los maestros y los más dignos de la religión y de la piedad….”
Además de tener en cuenta estos aspectos, como norma de salud y para reservar la longevidad –cosa que los hispanomusulmanes consiguieron, pues era proverbial su fuerza física y los largos años de vida que alcanzaban–, se recomendaba comer alimentos apetitosos, pero en poca cantidad. En este sentido, el propio Profeta decía:
“No mortifiquéis el corazón con un exceso de comida y de bebida, porque el corazón es como una planta, que se muere por exceso de agua”.
No le faltaba razón, pues hoy en día la medicina tradicional, así como las alternativas, han comprobado el perjuicio tan grande que produce en el organismo una sobrealimentación –el mal occidental de nuestra época–, sobrecargándolo y atrofiándolo a menudo en sus diversas funciones.
Por ello, era costumbre entonces hacer tan sólo dos comidas al día. La comida principal se realizaba al atardecer, especialmente durante los días calurosos. De hecho, este sano hábito se mantiene en casi todos los países europeos, excepto, paradójicamente, en España, dónde los fuertes e interminables almuerzos, con sobremesa incluida, nos restan a veces fuerza para seguir trabajando, obligándonos a hacer la siesta. ¡Esa envidiada costumbre española que se ha convertido casi en una institución!
Magia y seducción culinarias
Como antes mencionábamos, los andalusíes opinaban que “La nutrición y digestión contribuyen a dar el equilibrio a los humores de que está compuesto el hombre, pero esto sólo es posible si reina el agrado, el deleite y el apetito, en el acto de comer”. En relación a ese deseo de hacer apetecibles las comidas, surgió el gusto por las especias y por los condimentos que contribuyen a dar sabor a los alimentos.
Era tan grande su afán por hacer las cosas atractivas, tanto a la vista, como al oído y al paladar, que los andalusíes seguían a “pie juntillas” ese precepto de Galeno que asegura que:
“Es preferible un enfermo que desea cualquier cosa, que un hombre sano que no desea nada.”
Esta filosofía un tanto hedonista, contrastaba grandemente con la rudeza y la falta de refinamiento de las anteriores poblaciones hispanogodas, y del “modus vivendi” existente hasta entonces, tanto en España como en el resto de Europa. Como consecuencia de esta manera de concebir la vida, se produjo una serie de importantes transformaciones, tanto en las costumbres cotidianas, como en el arte, la estética, y, por supuesto, la gastronomía.
Varios hitos marcaron además el “arte de la buena mesa” andalusí. Uno de ellos fue la llegada en el s. IX, en tiempos del emir Abderrahmán II, del famoso músico y esteta kurdo llamado Ziryab, “pájaro negro cantor”, procedente de Bagdad, de donde tuvo que huir, víctima de los celos de su maestro, un reconocido músico de la época. Ziryab provocó una auténtica revolución no sólo en el campo de la música, sino en el de la moda y la gastronomía.
A él debemos en Europa el hecho de que los platos se sirvan en la mesa con un orden determinado, tal y como hoy lo conocemos –primero las sopas y caldos, después los entremeses, pescados y carnes, y, finalmente, los postres–, y no del modo caótico y desordenado en que se servían los manjares anteriormente. Fue también él quien introdujo el uso de la cuchara y de las copas en la mesa, así como numerosas recetas, algunas de las cuales son aún muy populares en España.
Es fácil imaginar cuál sería el estupor que no causaría Ziryab cuando desembarcó en al-Andalus, tocado con un sofisticado gorro de astracán calado hasta las cejas, la barba teñida de alheña, mientras desprendía una intensa fragancia de flores y resinas orientales.