Mostrando entradas con la etiqueta Historia de los cristianos en al-Ándalus.. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Historia de los cristianos en al-Ándalus.. Mostrar todas las entradas

sábado, 13 de enero de 2024

"COMO EBRIOS SIN ESTAR EBRIOS". LA CONQUISTA DE SEVILLA

 

«COMO EBRIOS SIN ESTAR EBRIOS». LA CONQUISTA DE SEVILLA

Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos. En el 775 aniversario de la conquista castellana de Sevilla, y frente a las visiones fuertemente ideologizadas de este acontecimiento que abundan en estas fechas, Francisco García Fitz nos trae una rigurosa y equilibrada reflexión sobre este hecho

 FRANCISCO GARCÍA FITZ

UNIVERSIDAD DE EXTREMADURA

Epitafio multilingüe de Fernando III (sección árabe y hebreo). Imagen sacada de Nickson, T. (2015). «Remembering Fernando: Multilingualism in Medieval Iberia», en A. Eastmond (Ed.), Viewing Inscriptions in the Late Antique and Al poco tiempo de que muriese en Sevilla el rey Fernando III de Castilla y de León, su hijo, Alfonso X, le erigía en la catedral un epitafio, escrito en castellano, en latín, en árabe y en hebreo, en el que dejaba constancia para la posteridad no solo de las muchas virtudes que habían adornado a aquel monarca, sino también de sus logros políticos y militares: de él se dice que fue el que “conquistó España” y «el que quebrantó y destruyó a todos sus enemigos». Significativamente, entre todos los éxitos de los que pudo haber hecho alarde, Alfonso X solo citó explícitamente a uno de ellos, la conquista de la ciudad de Sevilla, expresión esta última que en la versión latina se sustituye por la más ideológica y triunfalista que recuerda que la arrebató de manos paganas y la restituyó al culto cristiano.  

Sesenta años después de aquella conquista, en 1309, uno de los habitantes de Gibraltar que se vio obligado a abandonar la ciudad tras su capitulación ante las tropas de Fernando IV de Castilla, al que la crónica de este monarca describe como un “moro… viejo”, se lamentaba de su suerte ante el monarca castellano y le explicaba el largo recorrido de su infortunio: Fernando III lo había expulsado de Sevilla en 1248; Alfonso X, de Jerez en 1264; Sancho IV, de Tarifa en 1292; y ahora, con Fernando IV, tenía que abandonar al-Andalus y emigrar al norte de África para buscar un lugar donde morir en paz. 

Estas son las dos caras del acontecimiento del que ahora conmemoramos su septingentésimo septuagésimo quinto aniversario. Para vencedores y para vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos (García Sanjuán, 2017). 

Más allá de las percepciones particulares de Alfonso X, del moro viejo de Gibraltar o de cualquiera de los cronistas que se refirieron a ella, objetivamente la conquista de Sevilla fue un hecho digno de ser historiado. Después de todo, tal como se recoge en el citado epitafio, Sevilla era en los momentos de su conquista la “cabeza de toda España”, una consideración que también ratifican los cronistas musulmanes cuando informan de que no solo era la ciudad más grande de al-Andalus, sino que además era su capital, la sede del poder islámico en la Península. 





Mezquita aljama almohade de Sevilla – Vista aérea desde el sur. Fotografía de Antonio Almagro Gorbea, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.


Acorde con su amplia extensión urbana y con su nivel poblacional, con la contundencia de su propio circuito amurallado, con la existencia de una amplia red de castillos y de guarniciones en su entorno inmediato, con la variedad y abundancia de recursos agrarios y humanos de las comarcas vecinas, y con sus potenciales conexiones terrestres y fluviales con posibles aliados, la conquista de Sevilla representó el mayor reto militar al que habían tenido que enfrentarse los monarcas castellano-leoneses –y nos atreveríamos a extender esta consideración a los portugueses y aragoneses- en su larga trayectoria de enfrentamientos en las fronteras andalusíes. 

De hecho, se trata de la más extensa y compleja operación militar llevada a cabo hasta entonces en el marco de la agria y violenta disputa territorial sostenida entre los reinos del norte peninsular y los diversos poderes musulmanes que se sucedieron desde la desaparición del califato de Córdoba. Es verdad que los hitos del progresivo retroceso territorial de al-Andalus y la consiguiente expansión de sus vecinos vinieron jalonados por los asedios y conquistas de las grandes ciudades andalusíes –Toledo, Zaragoza, Lisboa, Lérida, Cuenca, Valencia, Mallorca, Córdoba, Jaén, Cáceres, Badajoz…-, pero en ninguno de ellos encontramos las magnitudes bélicas que se dieron cita en torno a Sevilla. 

No son pocos los aspectos ponen de manifiesto esta excepcionalidad, pero sin duda uno de los más llamativos sea la propia duración del cerco de la ciudad: las fuentes más fiables, tanto castellanas como árabes, coinciden en señalar que las operaciones de asedio se extendieron a lo largo de dieciséis meses, esto es, entre julio de 1247 y noviembre de 1248. No obstante, ha de tenerse en cuenta que ya durante el año 1246 hubo un primer acercamiento fruto del cual los castellanos se hicieron con el control de Alcalá de Guadaíra, una fortaleza situada a apenas quince kilómetros de las murallas hispalenses, desde donde la guarnición allí instalada estuvo algareando el entorno de la ciudad durante meses antes de que los castellanos levantaran su primer campamento frente a los muros de la ciudad. Baste recordar, a título comparativo, que algunos precedentes inmediatos, como los asedios de Valencia, Córdoba o Jaén, duraron entre cinco y nueve meses. 

El tiempo empleado en la operación está en relación directa con la complejidad de bloquear físicamente una ciudad como Sevilla. Salvo alguna excepción notable, como el asalto sobre Lisboa 1147, la anexión de las grandes urbes amuralladas andalusíes solía ser consecuencia del bloqueo al que eran sometidas durante las operaciones de asedio: básicamente se trataba de impedir de manera efectiva la entrada de víveres o de socorro militar desde el exterior, abocando a los asediados a consumir los recursos almacenados y, llegado el momento en que la escasez resultara insoportable, a negociar una capitulación.  

En el caso de Sevilla, el cerco duró tanto como las operaciones de impermeabilización física de la ciudad, un proceso que se demostró difícil y complejo, no solo por su propia superficie (287 hectáreas), por la extensión de las murallas (siete kilómetros de longitud) y el número de puertas que debían controlarse (doce), sino también por la amplia comunicación de la ciudad con un entorno agrario muy rico del que podía abastecerse con facilidad, e incluso con el norte de África a través del Guadalquivir, desde donde además de víveres podían llegar refuerzos militares. 





Recreación de la muralla almohade de Sevilla con la Torre del Oro. Diario de Sevilla.



Así las cosas, se entiende que la campaña de conquista dirigida por Fernando III no fuera otra cosa que una gran maniobra de envolvimiento que fue aislando progresivamente a la urbe: tras la citada cabalgada de 1246, el control de la fortaleza de Alcalá de Guadaíra se convirtió en un primer obstáculo para las relaciones de la ciudad con la Campiña por el Este; la aproximación del ejército de Fernando III a la ciudad, que comenzó en la primavera de 1247, se realizó desde el Norte y siguiendo el curso del Guadalquivir, un movimiento que duró cuatro meses y que supuso la neutralización de Carmona y de otras localidades de la Sierra Norte –mediante una tregua condicionada al pago de un tributo que conllevaba el compromiso de sometimiento en caso de que cayese Sevilla- y la conquista, a veces a viva fuerza, de núcleos ribereños como Lora, Cantillana, Guillena o Alcalá del Río; fue tras la anexión de esta última cuando se tuvo noticia de la llegada al río de la flota que previamente se había reclutado en los puertos cantábricos y que no tardaría en derrotar a una flota de socorro enviada desde Tánger, lo que suponía el taponamiento de la vía fluvial y bloqueo de la ciudad desde el Sur, reforzado desde tierra la colocación de un primer campamento a la vista de la ciudad -en Tablada-.  

Estos primeros meses de operaciones se saldaban, pues, con el bloqueo de la ciudad por el Este, por el Norte y por el Sur. Todos los esfuerzos se dirigieron entonces, entre el otoño de 1247 y los primeros meses de 1248, a controlar la única comarca con la que la ciudad mantenía la comunicación abierta –el Aljarafe- a través de Triana y del puente de barcas sobre el Guadalquivir. Con la llegada de nuevos contingentes a partir de la primavera de 1248, los castellanos consiguieron adelantar el campamento inicial hasta las inmediaciones de la muralla y levantar otros seis frente a las principales puertas. Con todo, la persistencia de la comunicación entre la ciudad y Triana, y de Triana con el Aljarafe, hacía imposible su aislamiento físico completo, algo que solo se consiguió cuando en mayo de 1248 las naves castellanas alcanzaron a romper el puente y, posteriormente, a impermeabilizar la comunicación entre una orilla y otra del Guadalquivir.  

No deja de ser significativo que las negociaciones de rendición de la ciudad se iniciaran de forma casi inmediata a la consumación del bloqueo. Ciertamente, durante el asedio la violencia entre cercadores y cercados fue una constante, tanto por tierra como en el río, y el ejército de Fernando III intentó en varias ocasiones asaltar las murallas empleando diversas técnicas y máquinas de expugnación, pero al final fue el bloqueo de la ciudad y su aislamiento físico y político los que determinaron el resultado de la operación militar: la inutilidad de prolongar una resistencia que no haría sino multiplicar los sufrimientos de un población ya devastada por el hambre y la falta de esperanza de recibir algún socorro externo fueron las claves militares de aquel acontecimiento histórico.  

A propósito de esto último, ha de tenerse en cuenta que, desde la desaparición del poder almohade en la Península, la trayectoria de la política interna sevillana y sus relaciones con otros poderes musulmanes que hubieran podido auxiliarle había sido conflictiva y errática: aunque en 1234 Ibn al-Ahmar – Muhammad I – había llegado a hacerse con el control de la ciudad, esta circunstancia apenas duró un año y finalmente fue expulsado. A partir de entonces los dirigentes de la ciudad ensayaron varias formas de gobierno –obediencia a Ibn Hud de Murcia, nuevo reconocimiento de la autoridad almohade, sometimiento a la autoridad de los Banu Hafs de Túnez y ruptura posterior de las relaciones con ellos, acuerdo tributario con Castilla, que tampoco sería duradero, recomposición de las relaciones con los tunecinos…- que no hicieron sino desestabilizar su situación interna y dejarla muy aislada política y militarmente.  


C No obstante, la culminación de una operación de esta envergadura exigió una concentración de recursos económicos, logísticos y humanos sin precedentes en la historia de las relaciones bélicas peninsulares. Lamentablemente, no contamos información sobre la estructura militar con la que los dirigentes sevillanos intentaron hacer frente a la agresión castellana, pero al menos es posible realizar algún cálculo aproximado sobre los efectivos que Fernando III pudo poner en liza: una estimación a la baja y extremadamente prudente permite afirmar que el contingente asediante alcanzó los quince mil hombres entre fuerzas terrestres y navales. Entre las primeras, cabe destacar a los miembros de la guardia real (entre 150 y 200 guerreros entre caballeros y ballesteros); a las aportaciones realizadas por los ricos hombres (no menos de una quincena de grandes milicias señoriales, que representarían unos 2000 caballeros y entre 6000 y 8000 peones); a las milicias que acompañaron a obispos y arzobispos (con seguridad estuvieron presentes las huestes de cinco grandes prelados, aunque otros ocho fueron heredados posteriormente en el repartimiento de tierras, lo que permite sospechar que alguno de ellos también tomaran parte en las operaciones, si bien es imposible realizar estimación alguna sobre las fuerzas que aportaron); a los efectivos de las órdenes militares (entre 150 y 200 caballeros pesadamente armados y otros 500 efectivos entre peones y jinetes ligeramente armados); y a las aportaciones de la veintena de ciudades, como mínimo, que concurrieron con sus respectivas milicias, unas fuerzas cuyo número dependía del volumen de población de cada una de ellas y que, en consecuencia, eran muy variables, siendo imposible igualmente hacer una estimación de las mismas. A ello habría que sumar el personal necesario para mover y combatir en las quince naves dirigidas Ramón Bonifaz, una cifra que no bajaría de 1000 hombres entre marineros, ballesteros y otros hombres de armas (García Fitz, 2000: 122-128). 

A algunos cronistas musulmanes, como a Ibn Jaldún, no se les pasó por alto la ayuda militar que el sultán nazarí Muhammad I le prestó a Fernando III durante el asedio de Sevilla: hasta en tres ocasiones cita esta circunstancia (García Sanjuán, 2017:18-19). Por su parte, la Crónica de España de Alfonso X ratifica y ofrece algún detalle adicional sobre esta colaboración: habrían sido 500 los caballeros los aportados por Muhammad I, si bien esta fuente únicamente alude a ellos -por cierto encabezados por el propio sultán- en el contexto de la entrega de Alcalá de Guadaira en 1246, cuyos habitantes se someterían al nazarí y este, a su vez, la cedería a Fernando III. Tal aportación respondía al compromiso contemplado en el llamado “pacto de Jaén” de 1246, en virtud del cual Ibn al-Ahmar – Muhammad I – se declaraba vasallo del monarca castellano-leonés, asumiendo las obligaciones propias de este tipo de relación, incluyendo el auxilio militar al señor cuando este lo requiriese. 

astillo de Alcalá de Guadaira. Wikimedia Commons.




Alhamar, rey de Granada, rinde vasallaje al rey de Castilla, Fernando III el Santo, óleo sobre lienzo. Pedro González Bolívar, Museo del Prado.



La presencia del contingente granadino junto a las tropas del rey de Castilla-León frente a Sevilla también ha llamado la atención de González Ferrín (Historia general de al-Andalus, Córdoba, Almuzara, 2009, 3ª ed. p. 494), cuya valoración cuantitativa resulta, cuanto menos, llamativa: según el citado autor, la aportación musulmana a la conquista de Sevilla habría representado el 62% del total de fuerzas del ejército asediante. Desconocemos qué fuentes y qué estimaciones permiten realizar tal valoración, que supondría que el contingente castellano apenas superaría los 300 guerreros. Cualitativamente, tal apreciación parece sugerir que fueron los andalusíes y no los castellanos quienes protagonizaron la conquista de Sevilla. A la vista de todo lo comentado en párrafos anteriores, la inconsistencia de esta valoración parece evidente. 

En cualquier caso, lo cierto es que un contingente global de 3000 o 4000 caballeros (incluyendo a los 500 granadinos) y de 8000 0 10000 peones representaba una fuerza excepcional, comparable solo, en el ámbito peninsular, a la reunida por los cruzados en el campo de Las Navas de Tolosa treinta y cinco atrás. Solo que esta última campaña solo duró un mes, mientras que, como ya indicamos, la de Sevilla se prolongó durante dieciséis meses.  

No es posible realizar ni siquiera una aproximación al esfuerzo financiero, logístico y administrativo que representó para el reino de Castilla y León llevar adelante una empresa de esta envergadura, pero sin duda fue excepcional, en consonancia con todo lo ya indicado. La entrega y entrada de los castellanos en la ciudad representaba el fin del largo proceso de conquista iniciado por Fernando III en 1224. En el plazo de un cuarto de siglo el valle del Guadalquivir había pasado de manos almohades y andalusíes a manos castellanas. Los cambios subsecuentes fueron radicales e irreversibles, y ello tanto en el plano demográfico como en el institucional, tanto en la estructura de la propiedad y en las formas de explotación de la tierra, como en la cultura en sus más variados aspectos.  






Posiciones de asedio en el cerco de Sevilla. Desperta Ferro ediciones.



Para Sevilla, los días que transcurrieron entre el 23 de noviembre de 1248, cuando se firmó la capitulación, y el 13 de enero de 1249, cuando se consumó la evacuación de los sevillanos, representan el momento seminal de una realidad nueva y, como todo parto, la felicidad de unos se mezcló con el llanto de otros.  

Dice Ibn ‘Idhari, citando un pasaje coránico con tintes apocalípticos (Corán 22: 2) que, a consecuencia del hambre, las gentes en la ciudad “andaban como ebrios sin estar ebrios”. Aturdidos, desorientados, despojados de sus patrimonios y de su patria. Así recordaría el moro viejo de Gibraltar aquel primer destierro de su vida, que no sería el último. Cabe imaginar que también ebrios, pero triunfo, entrarían los castellanos en su nueva posesión, aquella de la que Alfonso X esculpiría que había sido arrebatada de manos de los paganos.  

No deja de producir desasosiego, además de amargura e impotencia, comprobar que en los 775 años que han pasado desde la conquista de Sevilla estas escenas no hayan dejado de repetirse y que, todavía en estos días de los que somos contemporáneos, volvamos a ver a centenares de miles de personas “como ebrios sin estar ebrios”.


PARA AMPLIAR:

  • García Fitz, Francisco (2000): “El cerco de Sevilla: reflexiones sobre la guerra de asedio en la Edad Media”. Sevilla, 1248. Congreso Internacional conmemorativo del 750 aniversario de la conquista de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León. Fundación Areces. Madrid, pp. 115-154. 
  • García Sanjuán, Alejandro (2017): “La conquista de Sevilla por Fernando III (646 h/1248). Nuevas propuestas a través de la relectura de las fuentes árabes”. Hispania, 77(255), pp. 11–41. https://doi.org/10.3989/hispania.2017.001 
  • González, Julio (1980): Reinado y Diplomas de Fernando III. Vol. I: Estudio. Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba. 
  • González Jiménez, Manuel (2011) Fernando III el Santo. Fundación José Manuel Lara. Sevilla.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

viernes, 12 de enero de 2024

LOS SUPUESTOS "MOZÁRABES" Y EL DESTINO DE LOS CRISTIANOS DE AL-ÁNDALUS

 

LOS SUPUESTOS «MOZÁRABES» Y EL DESTINO DE LOS CRISTIANOS DE AL-ÁNDALUS

Se ha venido utilizando para nombrar a la comunidad cristiana de al-Ándalus un término que, a pesar de su origen árabe, no sabemos cómo era utilizado en tierras andalusíes

JAVIER ALBARRÁN
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

Detalle de la Biblia Hispalense (s. X), BNE ms. vitr/13/1

Ya en la Historia de los mozárabes de España (1897), Francisco Javier Simonet apuntaba que, a pesar del origen arábigo del término “mozárabe”, no se había evidenciado su utilización en ninguna fuente andalusí. De hecho, la aparición más temprana de la palabra en la Península Ibérica se encuentra en un documento del año 1026 perteneciente al archivo de un monasterio leonés, San Cipriano de Valdesalce. Según el arabista decimonónico, etimológicamente el término derivaría de la voz pasiva de la forma X del verbo ‘ariba o ‘aruba, pudiendo traducirse entonces como “arabizado”. Asimismo, subrayó Simonet la irredenta fe cristiana (y católica) de este grupo humano. Por tanto, para Simonet el término “mozárabe” era de origen islámico y se usaba para designar a los cristianos hispanos que habitaban en al-Andalus.

El hecho de que el término no apareciese en los textos andalusíes no ha supuesto un obstáculo para que, tras esa primera monografía académica sobre el tema, la gran mayoría de autores hayan designado como “mozárabes” a los cristianos de origen hispano que residían en el territorio andalusí y que, por tanto, estarían arabizados. Es decir, se ha venido utilizando para nombrar a la comunidad cristiana de al-Andalus un término que, a pesar de su origen árabe, no sabemos cómo era utilizado en tierras andalusíes, y que, además, ha sido destinado a asignar fundamentalmente dos marcadores culturales: religión (cristiana) y lengua (árabe).

¿Quiénes eran, por tanto, los mozárabes de al-Andalus?

Si bien no hemos conservado ningún texto andalusí que nos ayude a comprender cómo era utilizado este término, sí sabemos cómo se definía en el Oriente islámico medieval: al-Azharī, lexicógrafo iraquí del siglo X, describió al musta’rib, de donde probablemente derivaría el término mozárabe, como “aquel que no es de ascendencia puramente árabe pero que se ha introducido entre los árabes, habla su lengua e imita su apariencia”. La palabra, por tanto, estaba desprovista de cualquier significación religiosa, designando “tan solo” al arabizado lingüística y culturalmente. Creo que esta idea es la que debe guiar nuestra concepción en torno a la “comunidad de mozárabes” de al-Andalus, rompiendo así el binomio cristianismo/arabización que hasta ahora ha perdurado. Es decir, los cristianos andalusíes eran, en su mayoría, mozárabes, pero no eran los únicos mozárabes. Los judíos arabizados también lo eran, al igual que los bereberes islamizados y arabizados, o los hispanos convertidos al islam y, una vez más, arabizados. Dicho de otro modo, los mozárabes andalusíes eran aquellos individuos caracterizados por su arabización, independientemente de su religión. De esta manera podemos subrayar la especificidad más importante del término “mozárabe”, a saber, lo árabe, y dejar de lado la cuestión religiosa, asunto que, desde Simonet hasta autores contemporáneos, ha adquirido una importante carga ideológica en corrientes nacional-católicas que ven a los mozárabes como los guardianes de la fe católica y del verdadero espíritu nacional español.

La lengua árabe –y todas las manifestaciones culturales asociadas a ella– emerge así como un marcador de diferenciación de primer nivel en al-Andalus, utilizado incluso por los propios cristianos que habitaban en territorio andalusí: cuando Álvaro de Córdoba, en su Indiculus Luminosus, critica a sus correligionarios por preferir el árabe en vez del latín, el elemento diferenciador que destaca es la lengua. Asimismo, en los diccionarios biográficos andalusíes, una de las críticas habituales entre ulemas y, por tanto, un marcador de diferenciación entre ellos, era el grado de conocimiento del árabe. La “cristianización” historiográfica del término “mozárabe” referido a al-Andalus propicia que se puedan perder esos matices en torno al uso de la lengua por los diferentes grupos sociales andalusíes y a su significación como elemento de contraste. Esto no quiere decir, por supuesto, que la religión no estableciese fronteras entre comunidades en al-Andalus, aunque lo más probable es que el término “mozárabe” no las recogiese. En el caso cristiano, Eva Lapiedra ya recogió en su Cómo los musulmanes llamaban a los cristianos hispánicos (Alicante, 1997) todos los términos que en las crónicas árabes se referían a ellos, destacando como referencia religiosa el de naṣrānī, nazareno/cristiano.

La otra cara de esta misma moneda sería el término ‘aŷam, vocablo traducido habitualmente como “bárbaro”. A pesar de que en ocasiones se asocia a elementos cristianos, lo cierto es que en otras muchas ocasiones identificaba a gentes que no eran árabes ni hablaban árabe. Es decir, designaba a quien no estaba arabizado, sin importar su religión. La lengua, por tanto, no definía la adscripción religiosa, y podía incluso ser un elemento de diferenciación terminológica más determinante: en este tipo de léxico la arabización puede que fuese más determinante que la propia islamización, o que la ausencia de ella.

Por otro lado, muy vinculada a este último proceso, el de islamización, está la cuestión de la supervivencia de las comunidades cristianas en al-Andalus. En este sentido, Simonet introdujo también una idea que ha pervivido en el imaginario popular: “los fieros almorávides no pensaron sino en destruirlos del todo, y si no lo consiguieron por completo, la situación de aquellos infelices cristianos fue cada día más azarosa y miserable”. Los norteafricanos, por tanto, imbuidos de un fanatismo religioso sin precedentes, tendrían como objetivo la desaparición de los cristianos andalusíes. Se reforzaba así, de nuevo, la interpretación nacionalista del arabista decimonónico en un momento, además, en el que los conflictos coloniales con Marruecos estaban a la orden del día: habrían sido unos nuevos invasores extranjeros, norteafricanos/marroquíes, quienes pusieron en jaque a los verdaderos españoles, los mozárabes. A pesar de ser esta una interpretación superada, algunos autores siguen apostando por ella, e incluso aparece en la primera acepción del vocablo “mozárabe” en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE:

“Se dice del individuo de la población hispánica que, consentida por el derecho islámico como tributaria, vivió en la España musulmana hasta fines del siglo XI conservando su religión cristiana e incluso su organización eclesiástica y judicial”.

Con la llegada de los almorávides a al-Andalus en la última década del siglo XI, los cristianos, siguiendo esta visión, habrían perdido su estatus de dhimmíes, política basada en considerarles (junto a los judíos) como protegidos, condición que se lograba mediante el pago de un impuesto personal y otro territorial, que dependía de las propiedades de cada uno. Además de esos tributos y una serie de normas sobre las relaciones con la comunidad musulmana, los cristianos pudieron mantener su religión, su hacienda, sus costumbres e incluso sus leyes y magistrados, lo que les otorgaba cierta autonomía. Por supuesto, este estatus se basaba en la aceptación de la superioridad del islam, como demuestra el conocido pacto de Tudmir o Teodomiro, igual que se venía realizando en Oriente desde las primeras conquistas islámicas.

Sin embargo, la perspectiva más plausible –y que defienden la mayoría de especialistas a pesar de no haber trascendido al público general como demuestra el Diccionario de la Lengua Española– es la de que los almorávides no pusieron en tela de juicio el estatuto de la dhimma. De haberlo hecho, por ejemplo, no se hubieran discutido cuestiones legales acerca de las propiedades que dejaron en al-Andalus –en especial iglesias– los cristianos deportados tras la expedición de Alfonso I de Aragón en 1124 por las tierras del sureste andalusí. Parece, a tenor de las fetuas de expulsión estudiadas por Delfina Serrano, que los desterrados tras la campaña aragonesa fueron los que habían roto, según las autoridades almorávides, el pacto de protección, lo que nos indica que este seguía vigente. Además, parece que el mayor rigor a la hora de aplicar el pacto de la dhimma habría comenzado a aparecer antes, gobernando todavía los reyes de taifas, época en la que los cristianos de al-Andalus tuvieron que afrontar dos situaciones difíciles y, hasta cierto punto, interrelacionadas. De un lado, la descomposición del estado omeya, configuración política que, para bien o para mal, les había dado un mínimo de seguridad. De otro, el avance de los cristianos del norte y, con él, la esperanza de una teórica liberación. Empezaban a ser vistos por los andalusíes como una “quinta columna”: los alfaquíes de la época no dejaron de recordar que los dhimmíes tenían un estatuto separado, subordinado a la comunidad islámica, y que debían vivir aislados de la misma.

Asimismo, esta aplicación más rígida del pacto de protección de los cristianos no sería causa de una visión más fanática de la religión, sino de la coyuntura política: la toma de Barbastro (1064) y de Toledo (1085) supusieron un punto de inflexión en el islam andalusí, comenzando a mostrarse más insistente en aplicar los pactos de forma correcta y completa. Todo esto se puede ejemplificar en el tratado de ḥisba, de buen funcionamiento del zoco, de Ibn ‘Abdūn, traducido y publicado hace varias décadas por Emilio García Gómez. Los preceptos nos remiten más bien al efectivo cumplimiento de una tradición preestablecida que a la introducción de normas novedosas, aun admitiendo la existencia de elementos inéditos en alguna de sus estipulaciones, como la obligación de que los clérigos cristianos se circuncidasen, la prohibición a los dhimmíes de comprar libros escritos por musulmanes, o el impedimento a los clérigos cristianos de tener concubinas.

Entonces, ¿cuándo entran en decadencia los cristianos de al-Andalus?

Si bien no con los almorávides, son muchos los especialistas que opinan que con la llegada de los almohades sí desaparecieron las comunidades cristianas andalusíes. Algunos investigadores, entre los que me encuentro, somos de la opinión de que es posible que hubiese, al menos en el plano doctrinal e ideológico de este movimiento, una política de conversión o expulsión de cristianos y judíos.

Los cristianos fueron sin duda un elemento configurador en la creación ideológica almohade, convirtiéndose la lucha contra ellos en un importante foco de legitimación que justificó, por ejemplo, su expansión hacia la Península Ibérica. Como no podía ser de otra manera, en las crónicas pro-almohades la gran mayoría de referencias que sobre cristianos aparecen son bélicas. Describen una situación de guerra entre el Imperio almohade y los reinos del norte peninsular. Más aún, los cristianos no solo se presentaban como enemigos fuera de las fronteras almohades o dentro de los límites que se deseaban dominar, sino que los califas sucesores de Ibn Tūmart también tuvieron que lidiar con los que residían dentro de su propio territorio. Y aquí las crónicas vuelven a acercarnos a la idea de que bajo los almohades desaparecieron, al menos teóricamente y durante un periodo de tiempo determinado, los cristianos y judíos, es decir los dhimmíes, del norte de África y de al-Andalus.

El norte de África, Marrakech en concreto, era el centro neurálgico del poder almohade, donde sus estructuras estaban mucho más desarrolladas y asentadas. Y parece que fue allí, en el Magreb, donde esta política contra cristianos y judíos se llevó a cabo de forma más efectiva, ya que, además, las comunidades de dhimmíes eran más débiles. No es de extrañar por tanto que uno de los cronistas, ‘Abd al-Wāḥid al-Marrākushī, afirme no solo la existencia de esa política almohade que negaba el pacto de la dhimma, sino también su cumplimiento efectivo en el ámbito magrebí. Ninguna iglesia ni sinagoga quedó en pie según este autor. Es más, parece que en tiempos del califa Abū Yūsuf se tomaron nuevas precauciones que venían a endurecer ese trato hacia los antiguos dhimmíes, ahora forzosamente islamizados. El califa impuso una vestimenta a los nuevos musulmanes que se habían convertido desde el judaísmo, ya que no se fiaba de la veracidad de la conversión de los antiguos seguidores de la ley de Moisés. Esa desconfianza solo puede ser fruto de que su islamización fuese forzada y, por tanto, la voluntad real de llevarla a cabo por pura convicción religiosa estuviese en entredicho. Que sean judíos los destinatarios de esta medida discriminatoria nos indica, acerca de nuestros protagonistas, los cristianos, que, o bien su islamización fue, a ojos de las autoridades, sincera o, más probable, que ninguno quedaba bajo gobierno almohade al menos en el norte de África.

La realidad andalusí, sin embargo, no era la del Magreb. Los almohades se propusieron dominar una tierra que lindaba con fuertes reinos cristianos y en la que todavía habitaban, aunque cada vez menos numerosas, importantes comunidades de dhimmíes. No tenemos ninguna referencia que –al igual que al-Marrākushī anteriormente– nos afirme con rotundidad que se abolió el pacto de protección con judíos y cristianos en al-Andalus. Sin embargo, podemos extraer de algunos fragmentos cierta información que nos acerca a esa misma conclusión. El rebelde Ibn Hamusk, enemigo andalusí de los almohades, decidió “traicionar” Granada, es decir, atacar una ciudad que ya estaba bajo el poder de la dinastía beréber. Y lo hizo debido a que en ella pretendía encontrar el apoyo de unos aliados que, deducía, no se encontraban del todo satisfechos con el gobierno almohade: los “judíos islamizados”. Parece que nos encontramos ante el mismo problema que al-Manṣūr pretendió combatir en el Magreb: una comunidad de judíos que se había visto obligada a islamizarse para poder continuar residiendo en Granada, pero, que según creía Ibrāhīm b. Hamusk, aprovecharían cualquier oportunidad para deshacerse del control almohade. Por otro lado, parece que cuando una población en la que había cristianos acataba el gobierno de los almohades, la expulsión de los seguidores de Cristo era parte de esa “almohadización”, como ocurrió en los casos de Alcira o de Cuenca.

No obstante, como ya hemos anotado anteriormente, esta política solo se mantuvo durante un periodo de tiempo determinado. Para poder ser aplicada era necesario que el aparato estatal almohade estuviese funcionando a pleno rendimiento. Así, cuando comenzó a agrietarse, en al-Andalus tras la batalla de las Navas de Tolosa y en el Magreb con la aparición, sobre todo, de los benimerines, los cristianos volvieron a tomar protagonismo.


PARA AMPLIAR:

  • Aillet, c. Les mozarabes: christianisme, islamisation et arabisation en Péninsule Ibérique ( IXe – XIIe siècle), Casa de Velázquez, Madrid, 2010.
  • Albarrán, J. La cruz en la media luna. Los cristianos de al-Andalus: realidades y percepciones, Sociedad Española de Estudios Medievales, Madrid, 2013.
  • Bennison, A. y Gallego, M. A. (eds.), «Religious Minorities under the Almohads», volumen especial de Journal of Medieval Iberian Studies, 2/2 (2010).
  • Christys, A. Christians in al-Andalus, 711-1000, Curzon Press, Richmond, 2002.
  • Fierro, M. The Almohad Revolution. Politics and Religion in the Islamic West during the Twelfth-Thirteenth Centuries, Ashgate, Burlington, 2012.
  • García Sanjuán, A. “Judíos y cristianos en la Sevilla almorávide: el testimonio de Ibn’ Abdun”, Tolerancia y convivencia étnico-religiosa en la Península Ibérica durante la Edad Media: III Jornadas de Cultura Islámica, Alejandro García Sanjuán (ed.), Universidad de Huelva, Huelva, 2003, pp. 57-84.
  • Hitchcock, R. Mozarabs in medieval and early modern Spain: identities and influences, Ashgate, Burlington, 2007.
  • Simonet, F. J. Historia de los mozárabes de España: deducida de los mejores y más auténticos testimonios de los escritores cristianos y árabes, Viuda é hijos de M. Tello, Madrid, 1897.

 

 

 

 

 

 

sábado, 29 de julio de 2023

EL PRIMER CAMPAMENTO DE LOS REYES CATÓLICOS PARA CONQUISTAR GRANADA

 

EL PRIMER CAMPAMENTO DE LOS REYES CATÓLICOS PARA CONQUISTAR GRANADA


21 de junio de 1483, con el fin de sitiar Granada, el Rey Fernando ‘el Católico’ ordenaba la instalación del primer campamento desde el que dirigiría el asedio en el paraje conocido como los Ojos de Huecar, un campamento que con el tiempo se convertiría en la ciudad de Santa Fe.

La elección del Rey Fernando II de Aragón de establecer el campamento en esta ubicación situada a tan solo once kilómetros no fue al azar. Se tuvieron en consideración aspectos como las posibilidades de comunicación con los fuertes de Alhama, Loja, Alhendín y Gabia; la facilidad para abastecer a la tropa y la defensa natural de la zona.

A pesar de todas estas ventajas, la excesiva proximidad al río Genil suponía un elevado riesgo, pues estaban a merced de inundaciones provocadas por los musulmanes, que desde granada podían regular el caudal del río. Motivo por el cual Fernando ‘el Católico’ desplazó el campamento un kilómetro, campamento que en julio de 1491 sufrió un gran incendio, un duro revés que no llevó a los Reyes Católicos a levantar el campamento, más bien demostraron todo lo contrario, que no se moverían de allí una vez no hubiesen conquistado la ciudad de Granada.

Paralelamente al cerco de Granada, los Reyes Católicos comenzaron a construir la ciudad de Santa Fe. Ciudad que, en menos de un año, apenas cerrados sus muros, se producían dos de los hechos más importantes de la historia de España, la firma de las Capitulaciones de Granada el 25 de noviembre de 1491, firma que supuso la rendición del Reino de Granada, el último Reino musulmán de la Península Ibérica; y la firma de las Capitulaciones de Santa Fe el 17 de abril de 1492, acuerdo que dio luz verde a la expedición con la que Cristóbal Colón descubrió América.

 

viernes, 28 de julio de 2023

CIPRIANO DE CÓRDOBA

 

CIPRIANO DE CÓRDOBA

Cipriano de Córdoba. ?, p. m. s. IX – f. s. IX. Arcipreste y poeta.

Cipriano ejerció como arcipreste en Córdoba durante la segunda mitad del siglo IX. El principal indicio que permite datar a este poeta cristiano se encuentra en su poema V, el epitafio de Sansón de Córdoba, en el que Cipriano ofrece la fecha de su composición, a saber, el 21 de agosto del año 890. Se conservan siete composiciones poéticas escritas por Cipriano, denominadas Epigrammata y caracterizadas por su naturaleza conmemorativa y dedicatoria: breves poemas destinados a aparecer al principio o al final de copias de la Biblia y en cuyos versos se refería el nombre del donante o del copista, poemillas de ocasión, y breves composiciones que hacían las veces de epitafios en verso. Se trata de poemas gobernados por la tendencia de recuperación y reinstauración de la métrica clásica que había encabezado Eulogio, aunque con algunos matices popularizantes.

 

Obras de ~: Epigrammata, en J. Gil (ed.), Corpus Scriptorum Muzarabicorum, vol. II, Madrid, CSIC, 1973, págs. 685-687.

 

Bibl.: P. P. Herrera Roldán, “En torno al mozárabe Cipriano de Córdoba”, en Excerpta Philologica, 4-5 (1994-1995), págs. 215-229; G. del Cerro Calderón y J. Palacios Royán, Lírica mozárabe, Málaga, Universidad, 1998, págs. 16-17, 29-32; U. Domínguez del Val, “Cipriano”, en Historia de la antigua literatura latina hispano-cristiana, vol. VI, Madrid, FUE, 2004, págs. 89-90; J. Mellado Rodríguez, “Cyprianus Cordubensis archipresb.”, en P. Chiesa y L. Castaldi (eds.), La trasmissione dei testi latini del Medioevo. Te.Tra. I, Firenze, Edizioni del Galluzzo, 2004, págs. 62-65.

 

David Paniagua Aguilar