«COMO EBRIOS SIN ESTAR EBRIOS». LA CONQUISTA DE SEVILLA
Para vencedores y para
vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y
trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino
de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este respecto,
que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares tratados
con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la árabe de la
época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos ofrecen un
relato bastante detallado –al menos en comparación con los que disponemos para
otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en muchos aspectos. En
el 775 aniversario de la conquista castellana de Sevilla, y frente a las
visiones fuertemente ideologizadas de este acontecimiento que abundan en estas
fechas, Francisco García Fitz nos trae una rigurosa y equilibrada reflexión
sobre este hecho
UNIVERSIDAD DE EXTREMADURA
Epitafio multilingüe de Fernando III (sección árabe y
hebreo). Imagen sacada de Nickson, T. (2015). «Remembering Fernando:
Multilingualism in Medieval Iberia», en A. Eastmond (Ed.), Viewing Inscriptions in the Late
Antique and Al poco tiempo de que muriese en Sevilla el rey Fernando III de
Castilla y de León, su hijo, Alfonso X, le erigía en la catedral un epitafio,
escrito en castellano, en latín, en árabe y en hebreo, en el que dejaba
constancia para la posteridad no solo de las muchas virtudes que habían
adornado a aquel monarca, sino también de sus logros políticos y militares: de
él se dice que fue el que “conquistó España” y «el que quebrantó y destruyó a
todos sus enemigos». Significativamente, entre todos los éxitos de los que pudo
haber hecho alarde, Alfonso X solo citó explícitamente a uno de ellos, la
conquista de la ciudad de Sevilla, expresión esta última que en la versión
latina se sustituye por la más ideológica y triunfalista que recuerda que la
arrebató de manos paganas y la restituyó al culto cristiano.
Sesenta
años después de aquella conquista, en 1309, uno de los habitantes de Gibraltar
que se vio obligado a abandonar la ciudad tras su capitulación ante las tropas
de Fernando IV de Castilla, al que la crónica de este monarca describe como un
“moro… viejo”,
se lamentaba de su suerte ante el monarca castellano y le explicaba el largo
recorrido de su infortunio: Fernando III lo había expulsado de Sevilla en 1248;
Alfonso X, de Jerez en 1264; Sancho IV, de Tarifa en 1292; y ahora, con
Fernando IV, tenía que abandonar al-Andalus y emigrar al norte de África para
buscar un lugar donde morir en paz.
Estas
son las dos caras del acontecimiento del que ahora conmemoramos su
septingentésimo septuagésimo quinto aniversario. Para vencedores y para
vencidos, la conquista o la pérdida de Sevilla fue un acontecimiento mayor y
trascendental no solo para la vida de quienes lo vivieron, sino para el destino
de las comunidades que se enfrentaron. No deja de ser significativo, a este
respecto, que el asedio y anexión de la ciudad sea uno de los hechos militares
tratados con más profusión tanto en la historiografía castellana como en la
árabe de la época, así como en otros textos literarios que, en conjunto, nos
ofrecen un relato bastante detallado –al menos en comparación con los que
disponemos para otros acontecimientos similares- y, además, concordantes en
muchos aspectos (García Sanjuán, 2017).
Más allá
de las percepciones particulares de Alfonso X, del moro viejo de Gibraltar o de
cualquiera de los cronistas que se refirieron a ella, objetivamente la
conquista de Sevilla fue un hecho digno de ser historiado. Después de todo, tal
como se recoge en el citado epitafio, Sevilla era en los momentos de su
conquista la “cabeza de toda España”, una consideración que también ratifican
los cronistas musulmanes cuando informan de que no solo era la ciudad más
grande de al-Andalus, sino que además era su capital, la sede del poder
islámico en la Península.
Mezquita aljama almohade de Sevilla – Vista aérea desde el
sur. Fotografía de Antonio Almagro Gorbea, Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando.
Acorde
con su amplia extensión urbana y con su nivel poblacional, con la contundencia
de su propio circuito amurallado, con la existencia de una amplia red de
castillos y de guarniciones en su entorno inmediato, con la variedad y
abundancia de recursos agrarios y humanos de las comarcas vecinas, y con sus
potenciales conexiones terrestres y fluviales con posibles aliados, la
conquista de Sevilla representó el mayor reto militar al que habían tenido que
enfrentarse los monarcas castellano-leoneses –y nos atreveríamos a extender
esta consideración a los portugueses y aragoneses- en su larga trayectoria de
enfrentamientos en las fronteras andalusíes.
De
hecho, se trata de la más extensa y compleja operación militar llevada a cabo
hasta entonces en el marco de la agria y violenta disputa territorial sostenida
entre los reinos del norte peninsular y los diversos poderes musulmanes que se
sucedieron desde la desaparición del califato de Córdoba. Es verdad que los
hitos del progresivo retroceso territorial de al-Andalus y la consiguiente
expansión de sus vecinos vinieron jalonados por los asedios y conquistas de las
grandes ciudades andalusíes –Toledo, Zaragoza, Lisboa, Lérida, Cuenca,
Valencia, Mallorca, Córdoba, Jaén, Cáceres, Badajoz…-, pero en ninguno de ellos
encontramos las magnitudes bélicas que se dieron cita en torno a Sevilla.
No son
pocos los aspectos ponen de manifiesto esta excepcionalidad, pero sin duda uno
de los más llamativos sea la propia duración del cerco de la ciudad: las
fuentes más fiables, tanto castellanas como árabes, coinciden en señalar que
las operaciones de asedio se extendieron a lo largo de dieciséis meses, esto es,
entre julio de 1247 y noviembre de 1248. No obstante, ha de tenerse en cuenta
que ya durante el año 1246 hubo un primer acercamiento fruto del cual los
castellanos se hicieron con el control de Alcalá de Guadaíra, una fortaleza
situada a apenas quince kilómetros de las murallas hispalenses, desde donde la
guarnición allí instalada estuvo algareando el entorno de la ciudad durante
meses antes de que los castellanos levantaran su primer campamento frente a los
muros de la ciudad. Baste recordar, a título comparativo, que algunos
precedentes inmediatos, como los asedios de Valencia, Córdoba o Jaén, duraron
entre cinco y nueve meses.
El
tiempo empleado en la operación está en relación directa con la complejidad de
bloquear físicamente una ciudad como Sevilla. Salvo alguna excepción notable,
como el asalto sobre Lisboa 1147, la anexión de las grandes urbes amuralladas
andalusíes solía ser consecuencia del bloqueo al que eran sometidas durante las
operaciones de asedio: básicamente se trataba de impedir de manera efectiva la
entrada de víveres o de socorro militar desde el exterior, abocando a los
asediados a consumir los recursos almacenados y, llegado el momento en que la
escasez resultara insoportable, a negociar una capitulación.
En el
caso de Sevilla, el cerco duró tanto como las operaciones de impermeabilización
física de la ciudad, un proceso que se demostró difícil y complejo, no solo por
su propia superficie (287 hectáreas), por la extensión de las murallas (siete
kilómetros de longitud) y el número de puertas que debían controlarse (doce),
sino también por la amplia comunicación de la ciudad con un entorno agrario muy
rico del que podía abastecerse con facilidad, e incluso con el norte de África
a través del Guadalquivir, desde donde además de víveres podían llegar
refuerzos militares.
Recreación de la muralla almohade de Sevilla con la Torre del
Oro. Diario de Sevilla.
Así las
cosas, se entiende que la campaña de conquista dirigida por Fernando III no
fuera otra cosa que una gran maniobra de envolvimiento que fue aislando
progresivamente a la urbe: tras la citada cabalgada de 1246, el control de la
fortaleza de Alcalá de Guadaíra se convirtió en un primer obstáculo para las
relaciones de la ciudad con la Campiña por el Este; la aproximación del ejército
de Fernando III a la ciudad, que comenzó en la primavera de 1247, se realizó
desde el Norte y siguiendo el curso del Guadalquivir, un movimiento que duró
cuatro meses y que supuso la neutralización de Carmona y de otras localidades
de la Sierra Norte –mediante una tregua condicionada al pago de un tributo que
conllevaba el compromiso de sometimiento en caso de que cayese Sevilla- y la
conquista, a veces a viva fuerza, de núcleos ribereños como Lora, Cantillana,
Guillena o Alcalá del Río; fue tras la anexión de esta última cuando se tuvo
noticia de la llegada al río de la flota que previamente se había reclutado en
los puertos cantábricos y que no tardaría en derrotar a una flota de socorro
enviada desde Tánger, lo que suponía el taponamiento de la vía fluvial y
bloqueo de la ciudad desde el Sur, reforzado desde tierra la colocación de un
primer campamento a la vista de la ciudad -en Tablada-.
Estos
primeros meses de operaciones se saldaban, pues, con el bloqueo de la ciudad
por el Este, por el Norte y por el Sur. Todos los esfuerzos se dirigieron
entonces, entre el otoño de 1247 y los primeros meses de 1248, a controlar la
única comarca con la que la ciudad mantenía la comunicación abierta –el
Aljarafe- a través de Triana y del puente de barcas sobre el Guadalquivir. Con
la llegada de nuevos contingentes a partir de la primavera de 1248, los
castellanos consiguieron adelantar el campamento inicial hasta las
inmediaciones de la muralla y levantar otros seis frente a las principales
puertas. Con todo, la persistencia de la comunicación entre la ciudad y Triana,
y de Triana con el Aljarafe, hacía imposible su aislamiento físico completo,
algo que solo se consiguió cuando en mayo de 1248 las naves castellanas
alcanzaron a romper el puente y, posteriormente, a impermeabilizar la
comunicación entre una orilla y otra del Guadalquivir.
No deja
de ser significativo que las negociaciones de rendición de la ciudad se
iniciaran de forma casi inmediata a la consumación del bloqueo. Ciertamente,
durante el asedio la violencia entre cercadores y cercados fue una constante,
tanto por tierra como en el río, y el ejército de Fernando III intentó en
varias ocasiones asaltar las murallas empleando diversas técnicas y máquinas de
expugnación, pero al final fue el bloqueo de la ciudad y su aislamiento físico
y político los que determinaron el resultado de la operación militar: la
inutilidad de prolongar una resistencia que no haría sino multiplicar los
sufrimientos de un población ya devastada por el hambre y la falta de esperanza
de recibir algún socorro externo fueron las claves militares de aquel
acontecimiento histórico.
A
propósito de esto último, ha de tenerse en cuenta que, desde la desaparición
del poder almohade en la Península, la trayectoria de la política interna sevillana
y sus relaciones con otros poderes musulmanes que hubieran podido auxiliarle
había sido conflictiva y errática: aunque en 1234 Ibn al-Ahmar – Muhammad I –
había llegado a hacerse con el control de la ciudad, esta circunstancia apenas
duró un año y finalmente fue expulsado. A partir de entonces los dirigentes de
la ciudad ensayaron varias formas de gobierno –obediencia a Ibn Hud de Murcia,
nuevo reconocimiento de la autoridad almohade, sometimiento a la autoridad de
los Banu Hafs de Túnez y ruptura posterior de las relaciones con ellos, acuerdo
tributario con Castilla, que tampoco sería duradero, recomposición de las
relaciones con los tunecinos…- que no hicieron sino desestabilizar su situación
interna y dejarla muy aislada política y militarmente.
C No obstante, la culminación de una operación de esta envergadura
exigió una concentración de recursos económicos, logísticos y humanos sin
precedentes en la historia de las relaciones bélicas peninsulares.
Lamentablemente, no contamos información sobre la estructura militar con la que
los dirigentes sevillanos intentaron hacer frente a la agresión castellana,
pero al menos es posible realizar algún cálculo aproximado sobre los efectivos
que Fernando III pudo poner en liza: una estimación a la baja y extremadamente
prudente permite afirmar que el contingente asediante alcanzó los quince mil
hombres entre fuerzas terrestres y navales. Entre las primeras, cabe destacar a
los miembros de la guardia real (entre 150 y 200 guerreros entre caballeros y
ballesteros); a las aportaciones realizadas por los ricos hombres (no menos de
una quincena de grandes milicias señoriales, que representarían unos 2000
caballeros y entre 6000 y 8000 peones); a las milicias que acompañaron a
obispos y arzobispos (con seguridad estuvieron presentes las huestes de cinco
grandes prelados, aunque otros ocho fueron heredados posteriormente en el
repartimiento de tierras, lo que permite sospechar que alguno de ellos también
tomaran parte en las operaciones, si bien es imposible realizar estimación
alguna sobre las fuerzas que aportaron); a los efectivos de las órdenes
militares (entre 150 y 200 caballeros pesadamente armados y otros 500 efectivos
entre peones y jinetes ligeramente armados); y a las aportaciones de la
veintena de ciudades, como mínimo, que concurrieron con sus respectivas
milicias, unas fuerzas cuyo número dependía del volumen de población de cada
una de ellas y que, en consecuencia, eran muy variables, siendo imposible
igualmente hacer una estimación de las mismas. A ello habría que sumar el
personal necesario para mover y combatir en las quince naves dirigidas Ramón
Bonifaz, una cifra que no bajaría de 1000 hombres entre marineros, ballesteros
y otros hombres de armas (García Fitz, 2000: 122-128).
A
algunos cronistas musulmanes, como a Ibn Jaldún, no se les pasó por alto la
ayuda militar que el sultán nazarí Muhammad I le prestó a Fernando III durante
el asedio de Sevilla: hasta en tres ocasiones cita esta circunstancia (García
Sanjuán, 2017:18-19). Por su parte, la Crónica
de España de Alfonso X ratifica y ofrece algún detalle
adicional sobre esta colaboración: habrían sido 500 los caballeros los
aportados por Muhammad I, si bien esta fuente únicamente alude a ellos -por
cierto encabezados por el propio sultán- en el contexto de la entrega de Alcalá
de Guadaira en 1246, cuyos habitantes se someterían al nazarí y este, a su vez,
la cedería a Fernando III. Tal aportación respondía al compromiso contemplado
en el llamado “pacto de Jaén” de 1246, en virtud del cual Ibn al-Ahmar –
Muhammad I – se declaraba vasallo del monarca castellano-leonés, asumiendo las
obligaciones propias de este tipo de relación, incluyendo el auxilio militar al
señor cuando este lo requiriese.
astillo de Alcalá de Guadaira. Wikimedia Commons.
Alhamar, rey de Granada, rinde vasallaje al rey de Castilla,
Fernando III el Santo, óleo sobre lienzo. Pedro
González Bolívar, Museo del Prado.
La
presencia del contingente granadino junto a las tropas del rey de Castilla-León
frente a Sevilla también ha llamado la atención de González Ferrín (Historia general de al-Andalus,
Córdoba, Almuzara, 2009, 3ª ed. p. 494), cuya valoración cuantitativa resulta,
cuanto menos, llamativa: según el citado autor, la aportación musulmana a la
conquista de Sevilla habría representado el 62% del total de fuerzas del
ejército asediante. Desconocemos qué fuentes y qué estimaciones permiten
realizar tal valoración, que supondría que el contingente castellano apenas
superaría los 300 guerreros. Cualitativamente, tal apreciación parece sugerir
que fueron los andalusíes y no los castellanos quienes protagonizaron la
conquista de Sevilla. A la vista de todo lo comentado en párrafos anteriores,
la inconsistencia de esta valoración parece evidente.
En
cualquier caso, lo cierto es que un contingente global de 3000 o 4000
caballeros (incluyendo a los 500 granadinos) y de 8000 0 10000 peones
representaba una fuerza excepcional, comparable solo, en el ámbito peninsular,
a la reunida por los cruzados en el campo de Las Navas de Tolosa treinta y
cinco atrás. Solo que esta última campaña solo duró un mes, mientras que, como
ya indicamos, la de Sevilla se prolongó durante dieciséis meses.
No es
posible realizar ni siquiera una aproximación al esfuerzo financiero, logístico
y administrativo que representó para el reino de Castilla y León llevar
adelante una empresa de esta envergadura, pero sin duda fue excepcional, en
consonancia con todo lo ya indicado. La entrega y entrada de los castellanos en
la ciudad representaba el fin del largo proceso de conquista iniciado por
Fernando III en 1224. En el plazo de un cuarto de siglo el valle del
Guadalquivir había pasado de manos almohades y andalusíes a manos castellanas.
Los cambios subsecuentes fueron radicales e irreversibles, y ello tanto en el
plano demográfico como en el institucional, tanto en la estructura de la
propiedad y en las formas de explotación de la tierra, como en la cultura en
sus más variados aspectos.
Posiciones de asedio en el cerco de Sevilla. Desperta Ferro
ediciones.
Para Sevilla, los días que transcurrieron
entre el 23 de noviembre de 1248, cuando se firmó la capitulación, y el 13 de
enero de 1249, cuando se consumó la evacuación de los sevillanos, representan
el momento seminal de una realidad nueva y, como todo parto, la felicidad de
unos se mezcló con el llanto de otros.
Dice Ibn ‘Idhari, citando un pasaje
coránico con tintes apocalípticos (Corán 22: 2) que, a consecuencia del hambre,
las gentes en la ciudad “andaban como ebrios sin estar ebrios”. Aturdidos,
desorientados, despojados de sus patrimonios y de su patria. Así recordaría el
moro viejo de Gibraltar aquel primer destierro de su vida, que no sería el
último. Cabe imaginar que también ebrios, pero triunfo, entrarían los
castellanos en su nueva posesión, aquella de la que Alfonso X esculpiría que
había sido arrebatada de manos de los paganos.
No deja de producir desasosiego, además
de amargura e impotencia, comprobar que en los 775 años que han pasado desde la
conquista de Sevilla estas escenas no hayan dejado de repetirse y que, todavía
en estos días de los que somos contemporáneos, volvamos a ver a centenares de
miles de personas “como ebrios sin estar ebrios”.
PARA AMPLIAR:
- García Fitz, Francisco (2000): “El cerco de
Sevilla: reflexiones sobre la guerra de asedio en la Edad Media”. Sevilla,
1248. Congreso Internacional conmemorativo del 750 aniversario de la
conquista de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León.
Fundación Areces. Madrid, pp. 115-154.
- García Sanjuán, Alejandro (2017): “La conquista
de Sevilla por Fernando III (646 h/1248). Nuevas propuestas a través de la
relectura de las fuentes árabes”. Hispania, 77(255), pp.
11–41. https://doi.org/10.3989/hispania.2017.001
- González, Julio (1980): Reinado y
Diplomas de Fernando III. Vol. I: Estudio. Monte de
Piedad y Caja de Ahorros de Córdoba. Córdoba.
- González Jiménez, Manuel (2011) Fernando
III el Santo. Fundación José Manuel Lara. Sevilla.