ABD ALLAH
‛Abd Allāh: Abū Muḥammad ‘Abd Allāh b. Muḥammad.
Córdoba, rabī‛ II de 229 H. / I.844 C. – Córdoba, 1 rabī‛ I 300 H. / 15.X.912 C. Séptimo emir omeya de
Córdoba (independiente).
Emir omeya
BIOGRAFÍA
‛Abd Allāh era hijo del emir Muḥammad, fruto de su
relación con la concubina ‛Aššār. Existen discrepancias en las fuentes respecto
al momento de su nacimiento, pues Ibn ‛Iḏārī cita la fecha de rabī‛ II
de 229 (enero 844), mientras que otras crónicas más tardías afirman que fue en
228/842-843. El emir ‛Abd Allāh es descrito por los cronistas árabes como un
personaje piadoso, recto y justo, adaptado a los cánones del buen soberano
musulmán.
Su acceso al poder se produjo en circunstancias algo
especiales, debido a la muerte prematura e inesperada de su hermano, el emir
al-Munḏir, en 275/888, poco más de un año después de su proclamación, cuando
asediaba la fortaleza malagueña de Bobastro, sede de Ibn Ḥafṣūn, el más
conspicuo rebelde contra la autoridad de los Omeya. El célebre polígrafo
cordobés de época taifa, Ibn Ḥazm, formula de forma abierta la acusación de
asesinato contra su hermano ‛Abd Allāh, quien, sostiene, acordó con el médico
que lo atendía que pusiera veneno en el instrumental con el que había de
sangrarlo para tratarle sus heridas. Tampoco se conoce la fecha exacta de su
muerte, que algunas fuentes sitúan el 15 de ṣafar (29 de
junio). En cualquier caso, ‛Abd Allāh no perdió ni un instante y, según la
narración de Ibn Ḥayyān, exigió su inmediato reconocimiento como nuevo soberano
a todas las autoridades presentes en el campamento, obteniéndola, al parecer,
sin ninguna objeción ni resistencia por parte de nadie. Acto seguido, partió
hacia Córdoba con el cadáver de su hermano, trasladado a lomos de camello. Tras
los funerales del fallecido emir, que fue enterrado al lado de su padre, en el
cementerio palatino de los Omeya, llamado al-Rawḍa y situado dentro del
alcázar, se convocó una segunda ceremonia de proclamación, el día 17 de ṣafar (1
de julio), a la que, según el citado cronista, asistió buena parte del pueblo
cordobés.
Se inicia a partir de ese momento la época de ‛Abd
Allāh, que se inserta de lleno en el período conocido como la fitna,
la primera gran crisis del poder omeya de Córdoba desde su instauración a
mediados del siglo VIII con el triunfo de Abderramán I. Esta situación fue
producto del surgimiento de numerosos focos de rebeldía contrarios a la
dominación omeya, de los cuales el más importante fue, sin duda, el
protagonizado por el citado ‛Umar b. Ḥafṣūn desde su fortaleza de Bobastro. De
esta forma, los veinticinco años de gobierno del emir ‛Abd Allāh se
caracterizan, sin lugar a dudas, por una gran inestabilidad política interna y
por la ausencia de una autoridad fuerte de parte del soberano de Córdoba, a tal
punto que, en esta época y en los momentos más graves de las revueltas, el
poder efectivo del emir apenas superaba los límites del propio territorio
cordobés, no habiendo, como afirma de manera expresiva un cronista anónimo
tardío, ‘una sola ciudad que le obedeciera’. De esta forma, la actividad
principal del emir se concentra en intentar conservar su escaso poder, más que
en combatir realmente a los rebeldes. Una clara muestra de la desorganización
que llegó a registrarse en la administración omeya durante la época de ‛Abd
Allāh consiste en la interrupción de las emisiones monetarias a partir de
286/899 y durante casi treinta años, hasta 316/929, cuando la victoria de
Abderramán III sobre los rebeldes quedó consagrada con la proclamación del
califato. No obstante, pese a todo lo dicho, es cierto que nuestra perspectiva
está muy condicionada por las fuentes, en especial por Ibn Ḥayyān, el mejor
cronista andalusí, que se extiende en la descripción pormenorizada de los
rebeldes, casi siempre cercanos a los territorios nucleares del emirato
cordobés, mientras que dedica mucha menos atención a otras regiones que
siguieron fieles a la obediencia omeya. Tal es, por ejemplo, el caso de la
lejana Tortosa, en la que consta el nombramiento de gobernadores en los años
275/888-889, 278/891-892 y 280/893-894.
Los comienzos de la rebeldía se remontan al año
878-879, durante la época de Muḥammad I, y se registra en las regiones
meridionales de Sidonia, Algeciras y Málaga. Esta situación de insurgencia
generalizada contra los emires de Córdoba ha sido explicada en base a factores
de diverso tipo. Para algunos autores, siguiendo las descripciones de las
fuentes narrativas árabes, los motivos principales serían las rivalidades de
tipo étnico que enfrentaban a la población indígena con los árabes. En cambio,
otros investigadores minimizan o niegan la incidencia de los factores étnicos,
que consideran un mero estereotipo acuñado por las propias fuentes, y explican
los conflictos debido a problemas de índole social y económica, en particular
la persistencia de señores de renta, de origen visigodo, que mantenían aún a
mediados del s. IX sólidas bases de poder y se resistían a ser asimilados en el
sistema tributario islámico. Los protagonistas de los diversos focos rebeldes
son principalmente caudillos árabes o muladíes, mientras que, en cambio, los
cristianos apenas aparecen mencionados, salvo en el caso de Ibn Ḥafṣūn, a pesar
de que en esta época aún formaban una parte muy importante de la población. En
efecto, algunos de los casos estudiados no confirman la caracterización étnica
de las rivalidades y enfrentamientos que establecen las fuentes árabes. Tal es
el caso de Pechina, donde a mediados del siglo IX los emires habían establecido
una guarnición militar para prevenir posibles ataques vikingos. Junto a este
centro militar árabe surgió un núcleo urbano integrado por elementos indígenas
y de vocación marinera, dedicado al comercio y a la piratería. De esta forma,
se desarrolló a finales del siglo IX la conocida como ‘república de los
marinos’, una ciudad autónoma que se erigió en centro económico de gran
relevancia.
El análisis de la terminología utilizada para designar
a los rebeldes ofrece una variedad de grupos entre los cuales cabe destacar, al
menos, los cuatro siguientes. Por un lado, los beréberes de las Marcas Inferior
y Media, designados siempre por sus nombres tribales y encabezados por jefes que
reciben la designación de ‘jeque’ (šayj). Otros son grupos de árabes que
conforman linajes dirigidos por un miembro preeminente que recibe la
denominación de ‘señor’ (ṣāḥib). El tercer elemento lo integran
sociedades jerarquizadas con fuertes lazos de dependencia, tales como los
Ḥafṣūníes o los Ŷillīqíes, asimismo bajo la dirección de caudillos designados
como ‘señores’. Finalmente, hay también sociedades urbanas, que funcionan
mediante asambleas o consejos, y a cuyo frente se encuentran un número variable
de caudillos o arráeces. Los vínculos étnicos no resultan determinantes en la
conformación de las alianzas existentes entre estos distintos grupos, ni
tampoco los religiosos. Por otra parte, la conducta de todos ellos resulta
bastante semejante y se basa en el saqueo y la depredación, aunque en algunos
casos, como el de Ibn Ḥafṣūn y otros rebeldes, se da un paso más, imponiendo
tributos a las poblaciones dominadas.
Resulta prácticamente imposible ofrecer una relación
exhaustiva de las múltiples localidades, ciudades y núcleos fortificados,
dominados por un jefe o señor local, así como de los ‘señoríos’ rurales
autónomos que se mencionan en las fuentes y que conforman otras tantas células
políticamente autónomas. Entre la multitud de situaciones de agitación y
rebeldía que caracterizan esta época es preciso distinguir entre los poderes
locales de escasa envergadura y aquellos otros de una dimensión más relevante,
bien por tener como centro núcleos urbanos importantes o por haber logrado el
dominio de extensos conjuntos territoriales. Entre los primeros podemos
destacar el caso de Sevilla, que, a partir del año 889, fue el escenario de la
disputa entre dos grandes linajes árabes yemeníes, los Banū Ḥaŷŷāŷ y los Banū
Jaldūn. Las tensiones entre los distintos elementos implicados en aquel
contexto condujeron en el año 891 a una gran matanza de muladíes efectuada por
los árabes yemeníes, quienes a continuación se deshicieron del gobernador omeya
de la ciudad y lograron controlar el poder. Poco más adelante, en 899, Ibrāhīm
b. Ḥaŷŷāŷ eliminó a su hasta entonces aliado, Kurayb b. Jaldūn, y estableció
una especie de principado que gobernó de forma independiente respecto a la
soberanía de los Omeya.
El principal linaje muladí fue el de los Banū Qasī, de
origen visigodo y sólidamente asentados en el alto valle del Ebro, territorio
sobre el que desde comienzos del siglo IX ejercieron pleno control, si bien a
partir de 890 irán progresivamente perdiendo poder a favor del linaje árabe de
los Tuŷībíes, gobernadores de Zaragoza nombrados por ‛Abd Allāh. Pero, sin
lugar a dudas, el papel protagonista durante esta época corresponde al ya
citado Ibn Ḥafṣūn, el único rebelde que, por sí sólo, llegó a representar una
amenaza real para la soberanía de los emires de Córdoba, no sólo desde el punto
de vista político, sino también ideológico. En efecto, Ibn Ḥafṣūn buscó la
asimilación con la figura de ‛Abderramán I, fundador de la dinastía omeya, en
una actitud de reivindicación de la legitimidad de sus aspiraciones. No es
casual que ciertos aspectos de su biografía coincidan con la del primer omeya,
tales como las predicciones que aseguraban que llegaría a gobernar y el hecho
de que ambos residiesen un período de tiempo en Tahert para luego pasar a la
Península. La actividad de Ibn Ḥafṣūn comienza a registrarse desde el año 880,
momento a partir del cual logra atraerse el apoyo de las poblaciones de las
zonas rurales y montañosas de Málaga, predominantemente pobladas por cristianos
y muladíes, quienes se adhirieron a él como forma de combatir la opresión de
los árabes. El emir al-Munḏir estuvo, tal vez, en condiciones de acabar con
este incipiente foco de rebeldía, pero, a su muerte, su poder se extendió de
manera considerable.
En el momento del apogeo de su poder, Ibn Ḥafṣūn
controlaba un extenso territorio con centro en la serranía de Málaga y que se
extendía por parte de las actuales provincias de Málaga, Jaén y Córdoba,
incluyendo el dominio de importantes núcleos urbanos de la campiña andaluza,
como Écija y Poley (Aguilar de la Frontera), situados a apenas 50 km de
distancia de la capital cordobesa. De hecho, una fuente magrebí anónima y
tardía llega a señalar que Ibn Ḥafṣūn aparecía todos los días ante Córdoba sin
que el emir, encerrado dentro de la capital, pudiera hacer nada para impedirlo.
Su supremacía le granjeó el reconocimiento de otros rebeldes de zonas próximas,
como Jaén e incluso Murcia, llegando a establecer alianzas con linajes árabes
como los sevillanos Banū Ḥaŷŷāŷ. Asimismo, con el fin de consolidar su
autoridad buscó la legitimación de diversos poderes islámicos
extrapeninsulares, tales como el califato abasí de Bagdad (a través de los
Aglabíes de Qayrawān, los Idrisíes de Fez y los propios Fatimíes). En realidad,
parece claro que Ibn Ḥafṣūn no tenía un programa político muy definido, ni
tampoco sus adscripciones religiosas eran muy estables: originario de una
familia muladí, al parecer apostató de la fe islámica y volvió al cristianismo.
No obstante, fue el más duradero de los insurgentes, ya que, aunque murió en
918, el núcleo de Bobastro no pudo ser sometido hasta 928, ya en época de
‛Abderramán III.
En realidad, aparte del ya citado caso de Ibn Ḥafṣūn,
la mayoría de los poderes establecidos en los distintos núcleos y territorios
no atacaron nunca de forma directa al emir de Córdoba ni cuestionaron su
pertenencia a la comunidad musulmana. Al contrario, muchos de ellos, aunque
ejercían el poder de manera independiente, buscaban el reconocimiento explícito
de su legitimidad en la autoridad del soberano omeya. Uno de los casos mejor
documentados a este respecto es el de Ibn Marwān al-Ŷilliqī de Badajoz, el
cual, apoyándose en los muladíes de Mérida y del valle medio del Guadiana,
logró gobernar sobre aquella zona de manera independiente, si bien ello no le
impedía reconocer la soberanía del emir ‛Abd Allāh, a quien pidió el envío de
personal cualificado para urbanizar la nueva ciudad según las pautas islámicas,
procediendo a edificar mezquitas y baños. Por otro lado, pese al estado
generalizado de anarquía política y atomización del poder, el emir ‛Abd Allāh
siguió conservando cierta capacidad de actuación. De esta manera, en mayo de
891 pudo recuperar el control de Poley y Écija, lo cual le permitió salvar
Córdoba, que ya no sería amenazada de forma tan directa, pese a que la revuelta
de Ibn Ḥafṣūn aún subsistiría largo tiempo. Asimismo, en 283/896-97 encabezó
otra campaña, esta vez sobre Murcia, acompañado por el caíd Ibn Abī ‛Abda. En
otras ocasiones fueron sus hijos, principalmente Muṭarrif y Abān, los que
encabezaron campañas militares destinadas a controlar a los rebeldes. Lo mismo
indica la expedición llevada a cabo en 902 por un rico cordobés, ‛Iṣām
al-Jawlānī, quien, a su costa, pero con la previa autorización del emir ‛Abd
Allāh, organizó una expedición naval en nombre de los omeya con el fin de
someter las islas Baleares a la soberanía cordobesa.
En el ámbito exterior, la época de ‛Abd Allāh, momento
de máxima crisis política en al-Ándalus, coincide en la zona cristiana con el
reinado de Alfonso III (866-910) como soberano del reino astur, que alcanza
ahora su máximo apogeo, pues a la espectacular expansión exterior se añaden la
culminación de la reorganización política y administrativa del reino así como
los máximos logros alcanzados por el movimiento cultural iniciado en la capital
ovetense por Alfonso II. Asimismo, en el ámbito musulmán es de enorme
importancia en esta época la proclamación del califato chií fatimí en Ifrīqiya
(Túnez) en el año 296/909. De esta forma, la decadencia política omeya se veía
acentuada por el desarrollo de entidades situadas en ámbitos geográficos
inmediatos y que suponían una indudable amenaza política, territorial e
ideológica para el emirato cordobés.
La presencia de una dinastía chií que reivindicaba el
califato en una posición geográficamente muy próxima a la península Ibérica
constituía una clara amenaza a la legitimidad y soberanía de los emires
cordobeses. De hecho, en el año 288/901 tuvo lugar un episodio que denotaba el
peligro que implicaba la difusión de la propaganda fatimí. El escenario fue la
zona de la Marca media, zona habitada predominantemente por beréberes,
tradicionalmente muy sensibles a la propaganda religiosa. Allí encontraron
apoyo las ideas de Abū ‛Alī al-Sarrāŷ, un agitador de inspiración fatimí que
presentaba al omeya Ibn al-Qiṭṭ, descendiente de Hišām I, como el Mahdī,
figura de resonancias mesiánicas que guardan una estrecha relación con la
propaganda fatimí. Ambos recibieron el apoyo de grandes multitudes beréberes en
su proyecto de ŷihād contra la ciudad cristiana de Zamora,
pero Ibn al-Qiṭṭ fue abandonado por los jefes tribales en el momento decisivo,
al parecer por miedo a que la victoria otorgase demasiado prestigio al omeya y
mermase la propia autoridad de los jeques, siendo su cabeza colgada de las
murallas de la ciudad que había querido conquistar.
Sin haber sido capaz de recuperar la estabilidad, el
emir ‛Abd Allāh murió el 1 rabī‛ I 300/15.X.912, siendo
sucedido por su nieto Abderramán, futuro primer califa de Córdoba. Esta
peculiar sucesión presenta elementos de considerable interés que la convierten
en un caso particular dentro de la tradición omeya cordobesa, primero por la
eliminación violenta de los dos principales candidatos a la sucesión y,
segundo, por la elección de su nieto como heredero pese a tener otros hijos que
podrían haberle sucedido. En efecto, Muḥammad, hijo del emir ‛Abd Allāh y de
Durr y padre de Abderramán, fue asesinado por su hermanastro Muṭarrif, nacido
de la relación del emir con otra mujer, Gizlān. Las fuentes árabes atribuyen a
la fuerte rivalidad entre ambos hermanastros el desencadenamiento de los
acontecimientos que produjeron la muerte de Muḥammad, que era el primogénito de
‛Abd Allāh y había sido designado por el emir como su sucesor. Tras un
enfrentamiento con uno de los caballeros de Muṭarrif, Muḥammad habría huido de
Córdoba, refugiándose junto a Ibn Ḥafṣūn durante un tiempo. El emir le ofreció
el perdón si regresaba y Muḥammad volvió a Córdoba, pero desde entonces
Muṭarrif no dejó de instigar al emir en su contra, pretendiendo que seguía en
contacto con Ibn Ḥafṣūn para atentar contra él. Muḥammad fue encarcelado en el
año 277/891 por orden de su padre. Tras las pertinentes averiguaciones, decidió
liberarlo, su hermanastro Muṭarrif lo mató. No está muy clara la actitud del emir
en este contexto, pues Muṭarrif no recibió castigo alguno, al menos de forma
inmediata. Sin embargo, cuatro años más tarde, en 282/895, el propio Muṭarrif
fue ejecutado por orden del emir, al parecer debido a sus relaciones con los
rebeldes sevillanos, aunque fue acusado además de otros delitos, tales como
beber vino y de zandaqa, término que define al apóstata encubierto
o al hereje. De esta forma, la crisis política y social que vivía el emirato
omeya se reflejaba en la propia situación interna de la familia, envenenada por
las rivalidades, las enemistades y las sospechas.
A pesar de haber eliminado a sus dos primogénitos,
‛Abd Allāh contaba con más hijos que podrían haber optado a su sucesión. En
efecto, tuvo una abundante descendencia y ya antes de acceder al poder, a los
cuarenta y cuatro años, había sido padre de siete hijos varones y ocho hembras,
a los que se añadieron otros cuatro varones y cinco hembras más con
posterioridad. Entre ellos estaban al-‛Āṣī y Abān, quienes contaban con una
amplia experiencia militar, habiendo protagonizado ambos diversas campañas
contra los rebeldes, pese a lo cual fueron soslayados a favor de la candidatura
de su nieto, ‛Abderramán, hijo de Muḥammad. Ello representaba una novedad
importante en la tradición dinástica omeya, donde los soberanos siempre se
habían sucedido de padres a hijos y donde la tendencia dominante era favorable
al primogénito, aunque no en todos los casos hubiese sucedido así. Lo cierto es
que la elección de Abderramán como sucesor de ‛Abd Allāh se produjo, al
parecer, por voluntad del propio emir, quien decidió que se instalase con él en
el alcázar, mientras que, en cambio, sus hijos no vivían con él. Otros signos y
actitudes del emir confirman esta decisión, tales como el hecho de que, en
ciertas celebraciones y actos públicos, Abderramán se sentase en el trono junto
al soberano para recibir los saludos del ejército y, sobre todo, que, según
narran las fuentes, cuando se encontraba en su lecho de muerte, ‛Abd Allāh
diese su anillo a su nieto, lo que se interpreta como una designación de
sucesor.
Pese a que la designación de ‛Abderramán como heredero
rompía con la tradición omeya de sucesión de padres a hijos con preferencia
sobre el primogénito, esta decisión no parece haber despertado excesivas controversias,
ni siquiera entre sus propios hijos, los principales perjudicados, los cuales
no sólo no se opusieron, sino que apoyaron la decisión de su padre. Asimismo,
las fuentes destacan el apoyo a esta decisión en los medios palatinos y de la
administración, señalando que los altos funcionarios del Estado “tenían puestas
en él sus esperanzas”. La razón de esta decisión se vincula al contexto
político de la época y guarda estrechas conexiones con elementos de índole
ideológico y simbólico. En efecto, en la figura del joven ‛Abderramán confluye
la acumulación, casual, en unos casos, forzada, en otras, de una serie de
elementos que lo asimilaban a su antecesor, ‘Abd al-Raḥmān I, el fundador de la
dinastía omeya de Córdoba. En un contexto de profunda crisis política, el
linaje omeya necesitaba de una figura que la fortaleciese y renovase las bases
de su dominio sobre el territorio de al-Ándalus. ‛Abd Allāh había sido el
séptimo emir omeya de Córdoba y, además, falleció en el año 300/912, de tal
forma que ello suponía, no sólo el final de un ciclo de siete emires, sino
además un cambio de siglo según el cómputo de la era islámica. Teniendo en
cuenta la fuerte simbología del número siete en la tradición musulmana, es
probable que se creyese en la necesidad de que un nuevo ‛Abderramán diese paso
a un nuevo ciclo de poder y prosperidad para los omeyas. De ahí que la decisión
de designar como sucesor al nieto de ‛Abd Allāh fuese tomada de forma
consciente, con toda seguridad, en época del propio emir, considerando que era
el más capacitado para sacar a la dinastía de la postración en la que había
caído.
A lo largo de sus veinticinco años de gobierno, ‛Abd
Allāh no sólo no había mejorado la situación de la dinastía omeya tal y como la
heredó de su hermano y antecesor, sino que la había empeorado de manera
considerable. A su muerte, en el año 300/912, cuando contaba ya con setenta y
dos años, al-Ándalus era un mosaico de núcleos independientes que, a lo sumo,
reconocían la soberanía nominal del emir. Fue labor de su sucesor, ‘Abd
al-Raḥmān III, lograr la reunificación del dominio de al-Ándalus bajo la
soberanía omeya.