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domingo, 19 de mayo de 2024

ABD ALLAH

 

ABD ALLAH

‛Abd Allāh: Abū Muḥammad ‘Abd Allāh b. Muḥammad. Córdoba, rabī‛ II de 229 H. / I.844 C. – Córdoba, rabī‛ I 300 H. / 15.X.912 C. Séptimo emir omeya de Córdoba (independiente).

Emir omeya

BIOGRAFÍA

‛Abd Allāh era hijo del emir Muḥammad, fruto de su relación con la concubina ‛Aššār. Existen discrepancias en las fuentes respecto al momento de su nacimiento, pues Ibn ‛Iḏārī cita la fecha de rabī‛ II de 229 (enero 844), mientras que otras crónicas más tardías afirman que fue en 228/842-843. El emir ‛Abd Allāh es descrito por los cronistas árabes como un personaje piadoso, recto y justo, adaptado a los cánones del buen soberano musulmán.

Su acceso al poder se produjo en circunstancias algo especiales, debido a la muerte prematura e inesperada de su hermano, el emir al-Munḏir, en 275/888, poco más de un año después de su proclamación, cuando asediaba la fortaleza malagueña de Bobastro, sede de Ibn Ḥafṣūn, el más conspicuo rebelde contra la autoridad de los Omeya. El célebre polígrafo cordobés de época taifa, Ibn Ḥazm, formula de forma abierta la acusación de asesinato contra su hermano ‛Abd Allāh, quien, sostiene, acordó con el médico que lo atendía que pusiera veneno en el instrumental con el que había de sangrarlo para tratarle sus heridas. Tampoco se conoce la fecha exacta de su muerte, que algunas fuentes sitúan el 15 de ṣafar (29 de junio). En cualquier caso, ‛Abd Allāh no perdió ni un instante y, según la narración de Ibn Ḥayyān, exigió su inmediato reconocimiento como nuevo soberano a todas las autoridades presentes en el campamento, obteniéndola, al parecer, sin ninguna objeción ni resistencia por parte de nadie. Acto seguido, partió hacia Córdoba con el cadáver de su hermano, trasladado a lomos de camello. Tras los funerales del fallecido emir, que fue enterrado al lado de su padre, en el cementerio palatino de los Omeya, llamado al-Rawḍa y situado dentro del alcázar, se convocó una segunda ceremonia de proclamación, el día 17 de ṣafar (1 de julio), a la que, según el citado cronista, asistió buena parte del pueblo cordobés.

Se inicia a partir de ese momento la época de ‛Abd Allāh, que se inserta de lleno en el período conocido como la fitna, la primera gran crisis del poder omeya de Córdoba desde su instauración a mediados del siglo VIII con el triunfo de Abderramán I. Esta situación fue producto del surgimiento de numerosos focos de rebeldía contrarios a la dominación omeya, de los cuales el más importante fue, sin duda, el protagonizado por el citado ‛Umar b. Ḥafṣūn desde su fortaleza de Bobastro. De esta forma, los veinticinco años de gobierno del emir ‛Abd Allāh se caracterizan, sin lugar a dudas, por una gran inestabilidad política interna y por la ausencia de una autoridad fuerte de parte del soberano de Córdoba, a tal punto que, en esta época y en los momentos más graves de las revueltas, el poder efectivo del emir apenas superaba los límites del propio territorio cordobés, no habiendo, como afirma de manera expresiva un cronista anónimo tardío, ‘una sola ciudad que le obedeciera’. De esta forma, la actividad principal del emir se concentra en intentar conservar su escaso poder, más que en combatir realmente a los rebeldes. Una clara muestra de la desorganización que llegó a registrarse en la administración omeya durante la época de ‛Abd Allāh consiste en la interrupción de las emisiones monetarias a partir de 286/899 y durante casi treinta años, hasta 316/929, cuando la victoria de Abderramán III sobre los rebeldes quedó consagrada con la proclamación del califato. No obstante, pese a todo lo dicho, es cierto que nuestra perspectiva está muy condicionada por las fuentes, en especial por Ibn Ḥayyān, el mejor cronista andalusí, que se extiende en la descripción pormenorizada de los rebeldes, casi siempre cercanos a los territorios nucleares del emirato cordobés, mientras que dedica mucha menos atención a otras regiones que siguieron fieles a la obediencia omeya. Tal es, por ejemplo, el caso de la lejana Tortosa, en la que consta el nombramiento de gobernadores en los años 275/888-889, 278/891-892 y 280/893-894.

Los comienzos de la rebeldía se remontan al año 878-879, durante la época de Muḥammad I, y se registra en las regiones meridionales de Sidonia, Algeciras y Málaga. Esta situación de insurgencia generalizada contra los emires de Córdoba ha sido explicada en base a factores de diverso tipo. Para algunos autores, siguiendo las descripciones de las fuentes narrativas árabes, los motivos principales serían las rivalidades de tipo étnico que enfrentaban a la población indígena con los árabes. En cambio, otros investigadores minimizan o niegan la incidencia de los factores étnicos, que consideran un mero estereotipo acuñado por las propias fuentes, y explican los conflictos debido a problemas de índole social y económica, en particular la persistencia de señores de renta, de origen visigodo, que mantenían aún a mediados del s. IX sólidas bases de poder y se resistían a ser asimilados en el sistema tributario islámico. Los protagonistas de los diversos focos rebeldes son principalmente caudillos árabes o muladíes, mientras que, en cambio, los cristianos apenas aparecen mencionados, salvo en el caso de Ibn Ḥafṣūn, a pesar de que en esta época aún formaban una parte muy importante de la población. En efecto, algunos de los casos estudiados no confirman la caracterización étnica de las rivalidades y enfrentamientos que establecen las fuentes árabes. Tal es el caso de Pechina, donde a mediados del siglo IX los emires habían establecido una guarnición militar para prevenir posibles ataques vikingos. Junto a este centro militar árabe surgió un núcleo urbano integrado por elementos indígenas y de vocación marinera, dedicado al comercio y a la piratería. De esta forma, se desarrolló a finales del siglo IX la conocida como ‘república de los marinos’, una ciudad autónoma que se erigió en centro económico de gran relevancia.

El análisis de la terminología utilizada para designar a los rebeldes ofrece una variedad de grupos entre los cuales cabe destacar, al menos, los cuatro siguientes. Por un lado, los beréberes de las Marcas Inferior y Media, designados siempre por sus nombres tribales y encabezados por jefes que reciben la designación de ‘jeque’ (šayj). Otros son grupos de árabes que conforman linajes dirigidos por un miembro preeminente que recibe la denominación de ‘señor’ (ṣāḥib). El tercer elemento lo integran sociedades jerarquizadas con fuertes lazos de dependencia, tales como los Ḥafṣūníes o los Ŷillīqíes, asimismo bajo la dirección de caudillos designados como ‘señores’. Finalmente, hay también sociedades urbanas, que funcionan mediante asambleas o consejos, y a cuyo frente se encuentran un número variable de caudillos o arráeces. Los vínculos étnicos no resultan determinantes en la conformación de las alianzas existentes entre estos distintos grupos, ni tampoco los religiosos. Por otra parte, la conducta de todos ellos resulta bastante semejante y se basa en el saqueo y la depredación, aunque en algunos casos, como el de Ibn Ḥafṣūn y otros rebeldes, se da un paso más, imponiendo tributos a las poblaciones dominadas.

Resulta prácticamente imposible ofrecer una relación exhaustiva de las múltiples localidades, ciudades y núcleos fortificados, dominados por un jefe o señor local, así como de los ‘señoríos’ rurales autónomos que se mencionan en las fuentes y que conforman otras tantas células políticamente autónomas. Entre la multitud de situaciones de agitación y rebeldía que caracterizan esta época es preciso distinguir entre los poderes locales de escasa envergadura y aquellos otros de una dimensión más relevante, bien por tener como centro núcleos urbanos importantes o por haber logrado el dominio de extensos conjuntos territoriales. Entre los primeros podemos destacar el caso de Sevilla, que, a partir del año 889, fue el escenario de la disputa entre dos grandes linajes árabes yemeníes, los Banū Ḥaŷŷāŷ y los Banū Jaldūn. Las tensiones entre los distintos elementos implicados en aquel contexto condujeron en el año 891 a una gran matanza de muladíes efectuada por los árabes yemeníes, quienes a continuación se deshicieron del gobernador omeya de la ciudad y lograron controlar el poder. Poco más adelante, en 899, Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ eliminó a su hasta entonces aliado, Kurayb b. Jaldūn, y estableció una especie de principado que gobernó de forma independiente respecto a la soberanía de los Omeya.

El principal linaje muladí fue el de los Banū Qasī, de origen visigodo y sólidamente asentados en el alto valle del Ebro, territorio sobre el que desde comienzos del siglo IX ejercieron pleno control, si bien a partir de 890 irán progresivamente perdiendo poder a favor del linaje árabe de los Tuŷībíes, gobernadores de Zaragoza nombrados por ‛Abd Allāh. Pero, sin lugar a dudas, el papel protagonista durante esta época corresponde al ya citado Ibn Ḥafṣūn, el único rebelde que, por sí sólo, llegó a representar una amenaza real para la soberanía de los emires de Córdoba, no sólo desde el punto de vista político, sino también ideológico. En efecto, Ibn Ḥafṣūn buscó la asimilación con la figura de ‛Abderramán I, fundador de la dinastía omeya, en una actitud de reivindicación de la legitimidad de sus aspiraciones. No es casual que ciertos aspectos de su biografía coincidan con la del primer omeya, tales como las predicciones que aseguraban que llegaría a gobernar y el hecho de que ambos residiesen un período de tiempo en Tahert para luego pasar a la Península. La actividad de Ibn Ḥafṣūn comienza a registrarse desde el año 880, momento a partir del cual logra atraerse el apoyo de las poblaciones de las zonas rurales y montañosas de Málaga, predominantemente pobladas por cristianos y muladíes, quienes se adhirieron a él como forma de combatir la opresión de los árabes. El emir al-Munḏir estuvo, tal vez, en condiciones de acabar con este incipiente foco de rebeldía, pero, a su muerte, su poder se extendió de manera considerable.

En el momento del apogeo de su poder, Ibn Ḥafṣūn controlaba un extenso territorio con centro en la serranía de Málaga y que se extendía por parte de las actuales provincias de Málaga, Jaén y Córdoba, incluyendo el dominio de importantes núcleos urbanos de la campiña andaluza, como Écija y Poley (Aguilar de la Frontera), situados a apenas 50 km de distancia de la capital cordobesa. De hecho, una fuente magrebí anónima y tardía llega a señalar que Ibn Ḥafṣūn aparecía todos los días ante Córdoba sin que el emir, encerrado dentro de la capital, pudiera hacer nada para impedirlo. Su supremacía le granjeó el reconocimiento de otros rebeldes de zonas próximas, como Jaén e incluso Murcia, llegando a establecer alianzas con linajes árabes como los sevillanos Banū Ḥaŷŷāŷ. Asimismo, con el fin de consolidar su autoridad buscó la legitimación de diversos poderes islámicos extrapeninsulares, tales como el califato abasí de Bagdad (a través de los Aglabíes de Qayrawān, los Idrisíes de Fez y los propios Fatimíes). En realidad, parece claro que Ibn Ḥafṣūn no tenía un programa político muy definido, ni tampoco sus adscripciones religiosas eran muy estables: originario de una familia muladí, al parecer apostató de la fe islámica y volvió al cristianismo. No obstante, fue el más duradero de los insurgentes, ya que, aunque murió en 918, el núcleo de Bobastro no pudo ser sometido hasta 928, ya en época de ‛Abderramán III.

En realidad, aparte del ya citado caso de Ibn Ḥafṣūn, la mayoría de los poderes establecidos en los distintos núcleos y territorios no atacaron nunca de forma directa al emir de Córdoba ni cuestionaron su pertenencia a la comunidad musulmana. Al contrario, muchos de ellos, aunque ejercían el poder de manera independiente, buscaban el reconocimiento explícito de su legitimidad en la autoridad del soberano omeya. Uno de los casos mejor documentados a este respecto es el de Ibn Marwān al-Ŷilliqī de Badajoz, el cual, apoyándose en los muladíes de Mérida y del valle medio del Guadiana, logró gobernar sobre aquella zona de manera independiente, si bien ello no le impedía reconocer la soberanía del emir ‛Abd Allāh, a quien pidió el envío de personal cualificado para urbanizar la nueva ciudad según las pautas islámicas, procediendo a edificar mezquitas y baños. Por otro lado, pese al estado generalizado de anarquía política y atomización del poder, el emir ‛Abd Allāh siguió conservando cierta capacidad de actuación. De esta manera, en mayo de 891 pudo recuperar el control de Poley y Écija, lo cual le permitió salvar Córdoba, que ya no sería amenazada de forma tan directa, pese a que la revuelta de Ibn Ḥafṣūn aún subsistiría largo tiempo. Asimismo, en 283/896-97 encabezó otra campaña, esta vez sobre Murcia, acompañado por el caíd Ibn Abī ‛Abda. En otras ocasiones fueron sus hijos, principalmente Muṭarrif y Abān, los que encabezaron campañas militares destinadas a controlar a los rebeldes. Lo mismo indica la expedición llevada a cabo en 902 por un rico cordobés, ‛Iṣām al-Jawlānī, quien, a su costa, pero con la previa autorización del emir ‛Abd Allāh, organizó una expedición naval en nombre de los omeya con el fin de someter las islas Baleares a la soberanía cordobesa.

En el ámbito exterior, la época de ‛Abd Allāh, momento de máxima crisis política en al-Ándalus, coincide en la zona cristiana con el reinado de Alfonso III (866-910) como soberano del reino astur, que alcanza ahora su máximo apogeo, pues a la espectacular expansión exterior se añaden la culminación de la reorganización política y administrativa del reino así como los máximos logros alcanzados por el movimiento cultural iniciado en la capital ovetense por Alfonso II. Asimismo, en el ámbito musulmán es de enorme importancia en esta época la proclamación del califato chií fatimí en Ifrīqiya (Túnez) en el año 296/909. De esta forma, la decadencia política omeya se veía acentuada por el desarrollo de entidades situadas en ámbitos geográficos inmediatos y que suponían una indudable amenaza política, territorial e ideológica para el emirato cordobés.

La presencia de una dinastía chií que reivindicaba el califato en una posición geográficamente muy próxima a la península Ibérica constituía una clara amenaza a la legitimidad y soberanía de los emires cordobeses. De hecho, en el año 288/901 tuvo lugar un episodio que denotaba el peligro que implicaba la difusión de la propaganda fatimí. El escenario fue la zona de la Marca media, zona habitada predominantemente por beréberes, tradicionalmente muy sensibles a la propaganda religiosa. Allí encontraron apoyo las ideas de Abū ‛Alī al-Sarrāŷ, un agitador de inspiración fatimí que presentaba al omeya Ibn al-Qiṭṭ, descendiente de Hišām I, como el Mahdī, figura de resonancias mesiánicas que guardan una estrecha relación con la propaganda fatimí. Ambos recibieron el apoyo de grandes multitudes beréberes en su proyecto de ŷihād contra la ciudad cristiana de Zamora, pero Ibn al-Qiṭṭ fue abandonado por los jefes tribales en el momento decisivo, al parecer por miedo a que la victoria otorgase demasiado prestigio al omeya y mermase la propia autoridad de los jeques, siendo su cabeza colgada de las murallas de la ciudad que había querido conquistar.

Sin haber sido capaz de recuperar la estabilidad, el emir ‛Abd Allāh murió el 1 rabī‛ I 300/15.X.912, siendo sucedido por su nieto Abderramán, futuro primer califa de Córdoba. Esta peculiar sucesión presenta elementos de considerable interés que la convierten en un caso particular dentro de la tradición omeya cordobesa, primero por la eliminación violenta de los dos principales candidatos a la sucesión y, segundo, por la elección de su nieto como heredero pese a tener otros hijos que podrían haberle sucedido. En efecto, Muḥammad, hijo del emir ‛Abd Allāh y de Durr y padre de Abderramán, fue asesinado por su hermanastro Muṭarrif, nacido de la relación del emir con otra mujer, Gizlān. Las fuentes árabes atribuyen a la fuerte rivalidad entre ambos hermanastros el desencadenamiento de los acontecimientos que produjeron la muerte de Muḥammad, que era el primogénito de ‛Abd Allāh y había sido designado por el emir como su sucesor. Tras un enfrentamiento con uno de los caballeros de Muṭarrif, Muḥammad habría huido de Córdoba, refugiándose junto a Ibn Ḥafṣūn durante un tiempo. El emir le ofreció el perdón si regresaba y Muḥammad volvió a Córdoba, pero desde entonces Muṭarrif no dejó de instigar al emir en su contra, pretendiendo que seguía en contacto con Ibn Ḥafṣūn para atentar contra él. Muḥammad fue encarcelado en el año 277/891 por orden de su padre. Tras las pertinentes averiguaciones, decidió liberarlo, su hermanastro Muṭarrif lo mató. No está muy clara la actitud del emir en este contexto, pues Muṭarrif no recibió castigo alguno, al menos de forma inmediata. Sin embargo, cuatro años más tarde, en 282/895, el propio Muṭarrif fue ejecutado por orden del emir, al parecer debido a sus relaciones con los rebeldes sevillanos, aunque fue acusado además de otros delitos, tales como beber vino y de zandaqa, término que define al apóstata encubierto o al hereje. De esta forma, la crisis política y social que vivía el emirato omeya se reflejaba en la propia situación interna de la familia, envenenada por las rivalidades, las enemistades y las sospechas.

A pesar de haber eliminado a sus dos primogénitos, ‛Abd Allāh contaba con más hijos que podrían haber optado a su sucesión. En efecto, tuvo una abundante descendencia y ya antes de acceder al poder, a los cuarenta y cuatro años, había sido padre de siete hijos varones y ocho hembras, a los que se añadieron otros cuatro varones y cinco hembras más con posterioridad. Entre ellos estaban al-‛Āṣī y Abān, quienes contaban con una amplia experiencia militar, habiendo protagonizado ambos diversas campañas contra los rebeldes, pese a lo cual fueron soslayados a favor de la candidatura de su nieto, ‛Abderramán, hijo de Muḥammad. Ello representaba una novedad importante en la tradición dinástica omeya, donde los soberanos siempre se habían sucedido de padres a hijos y donde la tendencia dominante era favorable al primogénito, aunque no en todos los casos hubiese sucedido así. Lo cierto es que la elección de Abderramán como sucesor de ‛Abd Allāh se produjo, al parecer, por voluntad del propio emir, quien decidió que se instalase con él en el alcázar, mientras que, en cambio, sus hijos no vivían con él. Otros signos y actitudes del emir confirman esta decisión, tales como el hecho de que, en ciertas celebraciones y actos públicos, Abderramán se sentase en el trono junto al soberano para recibir los saludos del ejército y, sobre todo, que, según narran las fuentes, cuando se encontraba en su lecho de muerte, ‛Abd Allāh diese su anillo a su nieto, lo que se interpreta como una designación de sucesor.

Pese a que la designación de ‛Abderramán como heredero rompía con la tradición omeya de sucesión de padres a hijos con preferencia sobre el primogénito, esta decisión no parece haber despertado excesivas controversias, ni siquiera entre sus propios hijos, los principales perjudicados, los cuales no sólo no se opusieron, sino que apoyaron la decisión de su padre. Asimismo, las fuentes destacan el apoyo a esta decisión en los medios palatinos y de la administración, señalando que los altos funcionarios del Estado “tenían puestas en él sus esperanzas”. La razón de esta decisión se vincula al contexto político de la época y guarda estrechas conexiones con elementos de índole ideológico y simbólico. En efecto, en la figura del joven ‛Abderramán confluye la acumulación, casual, en unos casos, forzada, en otras, de una serie de elementos que lo asimilaban a su antecesor, ‘Abd al-Raḥmān I, el fundador de la dinastía omeya de Córdoba. En un contexto de profunda crisis política, el linaje omeya necesitaba de una figura que la fortaleciese y renovase las bases de su dominio sobre el territorio de al-Ándalus. ‛Abd Allāh había sido el séptimo emir omeya de Córdoba y, además, falleció en el año 300/912, de tal forma que ello suponía, no sólo el final de un ciclo de siete emires, sino además un cambio de siglo según el cómputo de la era islámica. Teniendo en cuenta la fuerte simbología del número siete en la tradición musulmana, es probable que se creyese en la necesidad de que un nuevo ‛Abderramán diese paso a un nuevo ciclo de poder y prosperidad para los omeyas. De ahí que la decisión de designar como sucesor al nieto de ‛Abd Allāh fuese tomada de forma consciente, con toda seguridad, en época del propio emir, considerando que era el más capacitado para sacar a la dinastía de la postración en la que había caído.

A lo largo de sus veinticinco años de gobierno, ‛Abd Allāh no sólo no había mejorado la situación de la dinastía omeya tal y como la heredó de su hermano y antecesor, sino que la había empeorado de manera considerable. A su muerte, en el año 300/912, cuando contaba ya con setenta y dos años, al-Ándalus era un mosaico de núcleos independientes que, a lo sumo, reconocían la soberanía nominal del emir. Fue labor de su sucesor, ‘Abd al-Raḥmān III, lograr la reunificación del dominio de al-Ándalus bajo la soberanía omeya.

 

IBRAHIM B. HAYYA

 

IBRAHIM B. HAYYAY

Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ. Sevilla, p. m. s. IX – muḥarram de 298 H./9.IX-8.X.910 C. Miembro de la aristocracia árabe sevillana y destacado protagonista durante el período de la fitna.

Caudillo andalusíRebelde

BIOGRAFÍA

A finales del siglo IX, los Banū Haŷŷāŷ formaban, junto a los Banū Jaldūn, la aristocracia más selecta de origen árabe en la zona sevillana, protagonizando ambos las revueltas acaecidas durante el agitado período de la fitna contra la autoridad de los emires omeya de Córdoba. Dentro del contexto general de disidencia a la que hubo de hacer frente el Estado islámico cordobés desde finales del siglo IX es preciso distinguir entre los múltiples poderes locales de escasa envergadura y los señores más importantes, que llegaron a gobernar auténticos principados. A esta segunda categoría pertenece Ibrāhīm b. Haŷŷāŷ, quien durante varios años ejerció un poder independiente sobre Sevilla y su territorio circundante.

Junto a su hermano ‘Abd Allāh, Ibrāhīm protagonizó inicialmente una actuación destacada en las insurrecciones y episodios acaecidos en Sevilla durante los años del emirato de ‘Abd Allāh, en los que se vieron envueltos tanto linajes árabes como muladíes y beréberes. Ibrāhīm acaparó todo el protagonismo en su linaje tras la muerte de ‘Abd Allāh en 891, víctima de una emboscada tendida por el beréber Ŷunayd b. Wahb de Carmona instigada por el gobernador de Sevilla, Umayya b. ‘Abd al-Gāfir. A partir de entonces se convierte en uno de los actores más relevantes del período de la fitna.

Ibrāhīm fue uno de los principales señores locales opuestos a la autoridad cordobesa y tal era su grado de autonomía y autoridad que las fuentes lo llaman el “rey” (malik) de Sevilla, si bien lo cierto es que, como otros de los más conspicuos rebeldes de la fitna, recibió el reconocimiento del soberano omeya de Córdoba, quien le concedió el tasŷīl o acta oficial que sancionaba la legitimidad de su autoridad sobre Sevilla y Carmona. El gobierno de Ibrāhīm sobre Sevilla se desarrolla en dos etapas de duración similar.

Durante la primera, compartió el gobierno de la ciudad con el principal dirigente del segundo gran linaje árabe sevillano de la época, Kurayb b. Jaldūn. Al inicio de la fitna, la ciudad quedó en manos de los linajes locales muladíes, contra quienes el gobernador Umayya b. ‘Abd al-Gāfir, sucesor de Muḥammad, hijo del emir, lanzó a los árabes, en venganza por la muerte de su hermano, Ŷa‘d b. ‘Abd al-Gāfir, lo cual hizo que, finalmente, la ciudad cayera en manos de dichos linajes. Tras la muerte de Umayya, el nuevo gobernador enviado por el emir fue un mero instrumento en manos de Kurayb b. Jaldūn e Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ, quienes, a lo largo de la década siguiente, compartieron, de forma casi ininterrumpida, el control de la ciudad, salvo un breve paréntesis de restauración de la autoridad cordobesa en el año 282/895, en el transcurso de la cual fue capturado como rehén ‘Abd al-Raḥmān, hijo de Ibrāhīm. La alianza finalizó de forma violenta cuando, ante su incapacidad para acabar con ambos, el emir de Córdoba optó por atizar la discordia interna entre los dos linajes. En el transcurso de una cena en casa de Ibrāhīm se desencadenó una disputa que finalizó con la muerte de los dos hermanos Banū Jaldūn, el viernes 29 de ḏū-l-ḥiŷŷa de 286/6 de enero de 900. A partir de ese momento se inicia la fase de gobierno solitario de la ciudad por Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ, que se prolongó por espacio de otros diez años, hasta su muerte.

Ibrāhīm pudo justificar la muerte de los Banū Jaldūn ante el emir de Córdoba, comprometiéndose a gobernar el territorio en su nombre y a remitirle una suma anual por la recaudación fiscal. El sevillano trató entonces de recuperar a su hijo, rehén del emir de Córdoba, pero, ante su negativa a liberarlo, buscó la alianza de ‘Umar b. Ḥafîūn, señor de Bobastro, el más conspicuo rebelde de la época de la fitna, que poco tiempo atrás se había adueñado de Écija. Ambos se entrevistaron en Carmona para coordinar sus acciones contra el emir omeya, lo cual estuvo a punto de costar la vida a los rehenes, cuya muerte fue evitada por el eslavo Badr, quien convenció al emir de lo erróneo que eso sería, mientras que, en cambio, si liberaba a su hijo, tendría el apoyo de Ibn Ḥaŷŷāŷ. Así lo hizo y, de ese modo, el señor sevillano, sin romper del todo con Ibn Ḥafîūn, anuló su alianza y se congració con el emir, al que accedió a enviar regularmente un tributo como reconocimiento de su soberanía.

La actuación gubernamental de Ibn Ḥaŷŷāŷ se corresponde, en varios aspectos, con la de un soberano en sus dominios, lo que explica el epíteto de “rey” (malik) que le otorgan las fuentes árabes. Disponía de un ejército de quinientos caballeros y nombraba y deponía a las autoridades judiciales del territorio, como el cadí y el jefe de policía. En cambio, no llegó a acuñar moneda a su nombre, uno de los principales atributos políticos de soberanía en el islam. Asimismo, formó en su entorno una corte literaria con artistas procedentes de Córdoba y Bagdad, a quienes solía recompensar con largueza y de la que formaron parte personajes como el filólogo Muḥammad al-Kalfat y la cantante bagdadí Qamar.

Su muerte se produjo de forma natural y acaeció, según el cronista almeriense al-‘Uḏrī, en muḥarram de 298/9 de septiembre-8 de octubre de 910, tras casi 20 años ejerciendo el gobierno de la capital hispalense, siendo sucedido por sus dos hijos, ‘Abd al-Raḥmān, en Sevilla, y Muḥammad, en Carmona.

 

martes, 23 de enero de 2024

ABD ALLÄH

 

ABD ALLÄH

‛Abd Allāh: Abū Muḥammad ‘Abd Allāh b. Muḥammad. Córdobarabī‛ II de 229 H. / I.844 C. – Córdoba, rabī‛ I 300 H. / 15.X.912 C. Séptimo emir omeya de Córdoba (independiente).

‛Abd Allāh era hijo del emir Muḥammad, fruto de su relación con la concubina ‛Aššār. Existen discrepancias en las fuentes respecto al momento de su nacimiento, pues Ibn ‛Iḏārī cita la fecha de rabī‛ II de 229 (enero 844), mientras que otras crónicas más tardías afirman que fue en 228/842-843. El emir ‛Abd Allāh es descrito por los cronistas árabes como un personaje piadoso, recto y justo, adaptado a los cánones del buen soberano musulmán.

Su acceso al poder se produjo en circunstancias algo especiales, debido a la muerte prematura e inesperada de su hermano, el emir al-Munḏir, en 275/888, poco más de un año después de su proclamación, cuando asediaba la fortaleza malagueña de Bobastro, sede de Ibn Ḥafṣūn, el más conspicuo rebelde contra la autoridad de los Omeya. El célebre polígrafo cordobés de época taifa, Ibn Ḥazm, formula de forma abierta la acusación de asesinato contra su hermano ‛Abd Allāh, quien, sostiene, acordó con el médico que lo atendía que pusiera veneno en el instrumental con el que había de sangrarlo para tratarle sus heridas. Tampoco se conoce la fecha exacta de su muerte, que algunas fuentes sitúan el 15 de ṣafar (29 de junio). En cualquier caso, ‛Abd Allāh no perdió ni un instante y, según la narración de Ibn Ḥayyān, exigió su inmediato reconocimiento como nuevo soberano a todas las autoridades presentes en el campamento, obteniéndola, al parecer, sin ninguna objeción ni resistencia por parte de nadie. Acto seguido, partió hacia Córdoba con el cadáver de su hermano, trasladado a lomos de camello. Tras los funerales del fallecido emir, que fue enterrado al lado de su padre, en el cementerio palatino de los Omeya, llamado al-Rawḍa y situado dentro del alcázar, se convocó una segunda ceremonia de proclamación, el día 17 de ṣafar (1 de julio), a la que, según el citado cronista, asistió buena parte del pueblo cordobés.

Se inicia a partir de ese momento la época de ‛Abd Allāh, que se inserta de lleno en el período conocido como la fitna, la primera gran crisis del poder omeya de Córdoba desde su instauración a mediados del siglo VIII con el triunfo de Abderramán I. Esta situación fue producto del surgimiento de numerosos focos de rebeldía contrarios a la dominación omeya, de los cuales el más importante fue, sin duda, el protagonizado por el citado ‛Umar b. Ḥafṣūn desde su fortaleza de Bobastro. De esta forma, los veinticinco años de gobierno del emir ‛Abd Allāh se caracterizan, sin lugar a dudas, por una gran inestabilidad política interna y por la ausencia de una autoridad fuerte de parte del soberano de Córdoba, a tal punto que, en esta época y en los momentos más graves de las revueltas, el poder efectivo del emir apenas superaba los límites del propio territorio cordobés, no habiendo, como afirma de manera expresiva un cronista anónimo tardío, ‘una sola ciudad que le obedeciera’. De esta forma, la actividad principal del emir se concentra en intentar conservar su escaso poder, más que en combatir realmente a los rebeldes. Una clara muestra de la desorganización que llegó a registrarse en la administración omeya durante la época de ‛Abd Allāh consiste en la interrupción de las emisiones monetarias a partir de 286/899 y durante casi treinta años, hasta 316/929, cuando la victoria de Abderramán III sobre los rebeldes quedó consagrada con la proclamación del califato. No obstante, pese a todo lo dicho, es cierto que nuestra perspectiva está muy condicionada por las fuentes, en especial por Ibn Ḥayyān, el mejor cronista andalusí, que se extiende en la descripción pormenorizada de los rebeldes, casi siempre cercanos a los territorios nucleares del emirato cordobés, mientras que dedica mucha menos atención a otras regiones que siguieron fieles a la obediencia omeya. Tal es, por ejemplo, el caso de la lejana Tortosa, en la que consta el nombramiento de gobernadores en los años 275/888-889, 278/891-892 y 280/893-894.

Los comienzos de la rebeldía se remontan al año 878-879, durante la época de Muḥammad I, y se registra en las regiones meridionales de Sidonia, Algeciras y Málaga. Esta situación de insurgencia generalizada contra los emires de Córdoba ha sido explicada en base a factores de diverso tipo. Para algunos autores, siguiendo las descripciones de las fuentes narrativas árabes, los motivos principales serían las rivalidades de tipo étnico que enfrentaban a la población indígena con los árabes. En cambio, otros investigadores minimizan o niegan la incidencia de los factores étnicos, que consideran un mero estereotipo acuñado por las propias fuentes, y explican los conflictos debido a problemas de índole social y económica, en particular la persistencia de señores de renta, de origen visigodo, que mantenían aún a mediados del s. IX sólidas bases de poder y se resistían a ser asimilados en el sistema tributario islámico. Los protagonistas de los diversos focos rebeldes son principalmente caudillos árabes o muladíes, mientras que, en cambio, los cristianos apenas aparecen mencionados, salvo en el caso de Ibn Ḥafṣūn, a pesar de que en esta época aún formaban una parte muy importante de la población. En efecto, algunos de los casos estudiados no confirman la caracterización étnica de las rivalidades y enfrentamientos que establecen las fuentes árabes. Tal es el caso de Pechina, donde a mediados del siglo IX los emires habían establecido una guarnición militar para prevenir posibles ataques vikingos. Junto a este centro militar árabe surgió un núcleo urbano integrado por elementos indígenas y de vocación marinera, dedicado al comercio y a la piratería. De esta forma, se desarrolló a finales del siglo IX la conocida como ‘república de los marinos’, una ciudad autónoma que se erigió en centro económico de gran relevancia.

El análisis de la terminología utilizada para designar a los rebeldes ofrece una variedad de grupos entre los cuales cabe destacar, al menos, los cuatro siguientes. Por un lado, los beréberes de las Marcas Inferior y Media, designados siempre por sus nombres tribales y encabezados por jefes que reciben la designación de ‘jeque’ (šayj). Otros son grupos de árabes que conforman linajes dirigidos por un miembro preeminente que recibe la denominación de ‘señor’ (ṣāḥib). El tercer elemento lo integran sociedades jerarquizadas con fuertes lazos de dependencia, tales como los Ḥafṣūníes o los Ŷillīqíes, asimismo bajo la dirección de caudillos designados como ‘señores’. Finalmente, hay también sociedades urbanas, que funcionan mediante asambleas o consejos, y a cuyo frente se encuentran un número variable de caudillos o arráeces. Los vínculos étnicos no resultan determinantes en la conformación de las alianzas existentes entre estos distintos grupos, ni tampoco los religiosos. Por otra parte, la conducta de todos ellos resulta bastante semejante y se basa en el saqueo y la depredación, aunque en algunos casos, como el de Ibn Ḥafṣūn y otros rebeldes, se da un paso más, imponiendo tributos a las poblaciones dominadas.

Resulta prácticamente imposible ofrecer una relación exhaustiva de las múltiples localidades, ciudades y núcleos fortificados, dominados por un jefe o señor local, así como de los ‘señoríos’ rurales autónomos que se mencionan en las fuentes y que conforman otras tantas células políticamente autónomas. Entre la multitud de situaciones de agitación y rebeldía que caracterizan esta época es preciso distinguir entre los poderes locales de escasa envergadura y aquellos otros de una dimensión más relevante, bien por tener como centro núcleos urbanos importantes o por haber logrado el dominio de extensos conjuntos territoriales. Entre los primeros podemos destacar el caso de Sevilla, que, a partir del año 889, fue el escenario de la disputa entre dos grandes linajes árabes yemeníes, los Banū Ḥaŷŷāŷ y los Banū Jaldūn. Las tensiones entre los distintos elementos implicados en aquel contexto condujeron en el año 891 a una gran matanza de muladíes efectuada por los árabes yemeníes, quienes a continuación se deshicieron del gobernador omeya de la ciudad y lograron controlar el poder. Poco más adelante, en 899, Ibrāhīm b. Ḥaŷŷāŷ eliminó a su hasta entonces aliado, Kurayb b. Jaldūn, y estableció una especie de principado que gobernó de forma independiente respecto a la soberanía de los Omeya.

El principal linaje muladí fue el de los Banū Qasī, de origen visigodo y sólidamente asentados en el alto valle del Ebro, territorio sobre el que desde comienzos del siglo IX ejercieron pleno control, si bien a partir de 890 irán progresivamente perdiendo poder a favor del linaje árabe de los Tuŷībíes, gobernadores de Zaragoza nombrados por ‛Abd Allāh. Pero, sin lugar a dudas, el papel protagonista durante esta época corresponde al ya citado Ibn Ḥafṣūn, el único rebelde que, por sí sólo, llegó a representar una amenaza real para la soberanía de los emires de Córdoba, no sólo desde el punto de vista político, sino también ideológico. En efecto, Ibn Ḥafṣūn buscó la asimilación con la figura de ‛Abderramán I, fundador de la dinastía omeya, en una actitud de reivindicación de la legitimidad de sus aspiraciones. No es casual que ciertos aspectos de su biografía coincidan con la del primer omeya, tales como las predicciones que aseguraban que llegaría a gobernar y el hecho de que ambos residiesen un período de tiempo en Tahert para luego pasar a la Península. La actividad de Ibn Ḥafṣūn comienza a registrarse desde el año 880, momento a partir del cual logra atraerse el apoyo de las poblaciones de las zonas rurales y montañosas de Málaga, predominantemente pobladas por cristianos y muladíes, quienes se adhirieron a él como forma de combatir la opresión de los árabes. El emir al-Munḏir estuvo, tal vez, en condiciones de acabar con este incipiente foco de rebeldía, pero, a su muerte, su poder se extendió de manera considerable.

En el momento del apogeo de su poder, Ibn Ḥafṣūn controlaba un extenso territorio con centro en la serranía de Málaga y que se extendía por parte de las actuales provincias de Málaga, Jaén y Córdoba, incluyendo el dominio de importantes núcleos urbanos de la campiña andaluza, como Écija y Poley (Aguilar de la Frontera), situados a apenas 50 km de distancia de la capital cordobesa. De hecho, una fuente magrebí anónima y tardía llega a señalar que Ibn Ḥafṣūn aparecía todos los días ante Córdoba sin que el emir, encerrado dentro de la capital, pudiera hacer nada para impedirlo. Su supremacía le granjeó el reconocimiento de otros rebeldes de zonas próximas, como Jaén e incluso Murcia, llegando a establecer alianzas con linajes árabes como los sevillanos Banū Ḥaŷŷāŷ. Asimismo, con el fin de consolidar su autoridad buscó la legitimación de diversos poderes islámicos extrapeninsulares, tales como el califato abasí de Bagdad (a través de los Aglabíes de Qayrawān, los Idrisíes de Fez y los propios Fatimíes). En realidad, parece claro que Ibn Ḥafṣūn no tenía un programa político muy definido, ni tampoco sus adscripciones religiosas eran muy estables: originario de una familia muladí, al parecer apostató de la fe islámica y volvió al cristianismo. No obstante, fue el más duradero de los insurgentes, ya que, aunque murió en 918, el núcleo de Bobastro no pudo ser sometido hasta 928, ya en época de ‛Abderramán III.

En realidad, aparte del ya citado caso de Ibn Ḥafṣūn, la mayoría de los poderes establecidos en los distintos núcleos y territorios no atacaron nunca de forma directa al emir de Córdoba ni cuestionaron su pertenencia a la comunidad musulmana. Al contrario, muchos de ellos, aunque ejercían el poder de manera independiente, buscaban el reconocimiento explícito de su legitimidad en la autoridad del soberano omeya. Uno de los casos mejor documentados a este respecto es el de Ibn Marwān al-Ŷilliqī de Badajoz, el cual, apoyándose en los muladíes de Mérida y del valle medio del Guadiana, logró gobernar sobre aquella zona de manera independiente, si bien ello no le impedía reconocer la soberanía del emir ‛Abd Allāh, a quien pidió el envío de personal cualificado para urbanizar la nueva ciudad según las pautas islámicas, procediendo a edificar mezquitas y baños. Por otro lado, pese al estado generalizado de anarquía política y atomización del poder, el emir ‛Abd Allāh siguió conservando cierta capacidad de actuación. De esta manera, en mayo de 891 pudo recuperar el control de Poley y Écija, lo cual le permitió salvar Córdoba, que ya no sería amenazada de forma tan directa, pese a que la revuelta de Ibn Ḥafṣūn aún subsistiría largo tiempo. Asimismo, en 283/896-97 encabezó otra campaña, esta vez sobre Murcia, acompañado por el caíd Ibn Abī ‛Abda. En otras ocasiones fueron sus hijos, principalmente Muṭarrif y Abān, los que encabezaron campañas militares destinadas a controlar a los rebeldes. Lo mismo indica la expedición llevada a cabo en 902 por un rico cordobés, ‛Iṣām al-Jawlānī, quien, a su costa, pero con la previa autorización del emir ‛Abd Allāh, organizó una expedición naval en nombre de los omeya con el fin de someter las islas Baleares a la soberanía cordobesa.

En el ámbito exterior, la época de ‛Abd Allāh, momento de máxima crisis política en al-Ándalus, coincide en la zona cristiana con el reinado de Alfonso III (866-910) como soberano del reino astur, que alcanza ahora su máximo apogeo, pues a la espectacular expansión exterior se añaden la culminación de la reorganización política y administrativa del reino así como los máximos logros alcanzados por el movimiento cultural iniciado en la capital ovetense por Alfonso II. Asimismo, en el ámbito musulmán es de enorme importancia en esta época la proclamación del califato chií fatimí en Ifrīqiya (Túnez) en el año 296/909. De esta forma, la decadencia política omeya se veía acentuada por el desarrollo de entidades situadas en ámbitos geográficos inmediatos y que suponían una indudable amenaza política, territorial e ideológica para el emirato cordobés.

La presencia de una dinastía chií que reivindicaba el califato en una posición geográficamente muy próxima a la península Ibérica constituía una clara amenaza a la legitimidad y soberanía de los emires cordobeses. De hecho, en el año 288/901 tuvo lugar un episodio que denotaba el peligro que implicaba la difusión de la propaganda fatimí. El escenario fue la zona de la Marca media, zona habitada predominantemente por beréberes, tradicionalmente muy sensibles a la propaganda religiosa. Allí encontraron apoyo las ideas de Abū ‛Alī al-Sarrāŷ, un agitador de inspiración fatimí que presentaba al omeya Ibn al-Qiṭṭ, descendiente de Hišām I, como el Mahdī, figura de resonancias mesiánicas que guardan una estrecha relación con la propaganda fatimí. Ambos recibieron el apoyo de grandes multitudes beréberes en su proyecto de ŷihād contra la ciudad cristiana de Zamora, pero Ibn al-Qiṭṭ fue abandonado por los jefes tribales en el momento decisivo, al parecer por miedo a que la victoria otorgase demasiado prestigio al omeya y mermase la propia autoridad de los jeques, siendo su cabeza colgada de las murallas de la ciudad que había querido conquistar.

Sin haber sido capaz de recuperar la estabilidad, el emir ‛Abd Allāh murió el 1 rabī‛ I 300/15.X.912, siendo sucedido por su nieto Abderramán, futuro primer califa de Córdoba. Esta peculiar sucesión presenta elementos de considerable interés que la convierten en un caso particular dentro de la tradición omeya cordobesa, primero por la eliminación violenta de los dos principales candidatos a la sucesión y, segundo, por la elección de su nieto como heredero pese a tener otros hijos que podrían haberle sucedido. En efecto, Muḥammad, hijo del emir ‛Abd Allāh y de Durr y padre de Abderramán, fue asesinado por su hermanastro Muṭarrif, nacido de la relación del emir con otra mujer, Gizlān. Las fuentes árabes atribuyen a la fuerte rivalidad entre ambos hermanastros el desencadenamiento de los acontecimientos que produjeron la muerte de Muḥammad, que era el primogénito de ‛Abd Allāh y había sido designado por el emir como su sucesor. Tras un enfrentamiento con uno de los caballeros de Muṭarrif, Muḥammad habría huido de Córdoba, refugiándose junto a Ibn Ḥafṣūn durante un tiempo. El emir le ofreció el perdón si regresaba y Muḥammad volvió a Córdoba, pero desde entonces Muṭarrif no dejó de instigar al emir en su contra, pretendiendo que seguía en contacto con Ibn Ḥafṣūn para atentar contra él. Muḥammad fue encarcelado en el año 277/891 por orden de su padre. Tras las pertinentes averiguaciones, decidió liberarlo, su hermanastro Muṭarrif lo mató. No está muy clara la actitud del emir en este contexto, pues Muṭarrif no recibió castigo alguno, al menos de forma inmediata. Sin embargo, cuatro años más tarde, en 282/895, el propio Muṭarrif fue ejecutado por orden del emir, al parecer debido a sus relaciones con los rebeldes sevillanos, aunque fue acusado además de otros delitos, tales como beber vino y de zandaqa, término que define al apóstata encubierto o al hereje. De esta forma, la crisis política y social que vivía el emirato omeya se reflejaba en la propia situación interna de la familia, envenenada por las rivalidades, las enemistades y las sospechas.

A pesar de haber eliminado a sus dos primogénitos, ‛Abd Allāh contaba con más hijos que podrían haber optado a su sucesión. En efecto, tuvo una abundante descendencia y ya antes de acceder al poder, a los cuarenta y cuatro años, había sido padre de siete hijos varones y ocho hembras, a los que se añadieron otros cuatro varones y cinco hembras más con posterioridad. Entre ellos estaban al-‛Āṣī y Abān, quienes contaban con una amplia experiencia militar, habiendo protagonizado ambos diversas campañas contra los rebeldes, pese a lo cual fueron soslayados a favor de la candidatura de su nieto, ‛Abderramán, hijo de Muḥammad. Ello representaba una novedad importante en la tradición dinástica omeya, donde los soberanos siempre se habían sucedido de padres a hijos y donde la tendencia dominante era favorable al primogénito, aunque no en todos los casos hubiese sucedido así. Lo cierto es que la elección de Abderramán como sucesor de ‛Abd Allāh se produjo, al parecer, por voluntad del propio emir, quien decidió que se instalase con él en el alcázar, mientras que, en cambio, sus hijos no vivían con él. Otros signos y actitudes del emir confirman esta decisión, tales como el hecho de que, en ciertas celebraciones y actos públicos, Abderramán se sentase en el trono junto al soberano para recibir los saludos del ejército y, sobre todo, que, según narran las fuentes, cuando se encontraba en su lecho de muerte, ‛Abd Allāh diese su anillo a su nieto, lo que se interpreta como una designación de sucesor.

Pese a que la designación de ‛Abderramán como heredero rompía con la tradición omeya de sucesión de padres a hijos con preferencia sobre el primogénito, esta decisión no parece haber despertado excesivas controversias, ni siquiera entre sus propios hijos, los principales perjudicados, los cuales no sólo no se opusieron, sino que apoyaron la decisión de su padre. Asimismo, las fuentes destacan el apoyo a esta decisión en los medios palatinos y de la administración, señalando que los altos funcionarios del Estado “tenían puestas en él sus esperanzas”. La razón de esta decisión se vincula al contexto político de la época y guarda estrechas conexiones con elementos de índole ideológico y simbólico. En efecto, en la figura del joven ‛Abderramán confluye la acumulación, casual, en unos casos, forzada, en otras, de una serie de elementos que lo asimilaban a su antecesor, ‘Abd al-Raḥmān I, el fundador de la dinastía omeya de Córdoba. En un contexto de profunda crisis política, el linaje omeya necesitaba de una figura que la fortaleciese y renovase las bases de su dominio sobre el territorio de al-Ándalus. ‛Abd Allāh había sido el séptimo emir omeya de Córdoba y, además, falleció en el año 300/912, de tal forma que ello suponía, no sólo el final de un ciclo de siete emires, sino además un cambio de siglo según el cómputo de la era islámica. Teniendo en cuenta la fuerte simbología del número siete en la tradición musulmana, es probable que se creyese en la necesidad de que un nuevo ‛Abderramán diese paso a un nuevo ciclo de poder y prosperidad para los omeyas. De ahí que la decisión de designar como sucesor al nieto de ‛Abd Allāh fuese tomada de forma consciente, con toda seguridad, en época del propio emir, considerando que era el más capacitado para sacar a la dinastía de la postración en la que había caído.

A lo largo de sus veinticinco años de gobierno, ‛Abd Allāh no sólo no había mejorado la situación de la dinastía omeya tal y como la heredó de su hermano y antecesor, sino que la había empeorado de manera considerable. A su muerte, en el año 300/912, cuando contaba ya con setenta y dos años, al-Ándalus era un mosaico de núcleos independientes que, a lo sumo, reconocían la soberanía nominal del emir. Fue labor de su sucesor, ‘Abd al-Raḥmān III, lograr la reunificación del dominio de al-Ándalus bajo la soberanía omeya.

Bibl.: E. Lévi-Provençal, España musulmana hasta la caída del califato de Córdoba (711-1031 de JC), Madrid, Espasa, 1957; P. Guichard, Al-Andalus. Estructura antropológica de una sociedad islámica en Occidente, Barcelona, Barral, 1976; J. Vallvé, “Sobre demografía y sociedad en al-Ándalus”, en Al-Andalus, XLII (1977), págs. 323-340; P. Guichard, La España musulmana. Al-Ándalus omeya (siglos VIII-X), Madrid, Historia 16, 1995; M. Fierro, “Cuatro preguntas en torno a Ibn Ḥafṣun”, en Al-Qanṭara, XVI (1995), págs. 221-257; M. Acién Almansa, Entre el feudalismo y el islam. ‛Umar b. Ḥafṣūn en los historiadores, en las fuentes y en la historia, Jaén, Universidad, 1997, 2ª ed.; P. Guichard, De la expansión árabe a la Reconquista. Esplendor y fragilidad de al-Andalus, Granada, Junta de Andalucía, 2002; M. Fierro, “Por qué ‛Abd al-Raḥmān III sucedió a su abuelo el emir ‛Abd Allāh”, en Al-Qanṭara, XXVI/2 (2005), págs. 357-369; E. Manzano Moreno, Conquistadores, emires y califas. Los omeyas y la formación de al-Andalus, Barcelona, Crítica, 2006.


Alejandro García Sanjuán

 

HISAM I

 

HISAM I

Hišām I. al-Ridà: Abū l-Walīd b. ‘Abd al-Raḥmān b. Mu‘āwiya, Córdoba, 1.III.757 – 22.IV.796. Segundo emir omeya de Córdoba (independiente).

De acuerdo con la descripción que dan de él las crónicas, era de tez clara, aunque algo rubicunda, estrábico y zanquilargo. Su madre era una esclava llamada Ḥawra, su padre, el emir ‘Abd al-Raḥmān I, lo nombró sucesor antes de morir, prefiriéndolo a su hijo mayor Sulaymān, nacido en Oriente (c. 746) antes de la huida de ‘Abd al-Raḥmān a al-Andalus.

En el momento del fallecimiento de su padre (30 de septiembre de 788), Hišām desempeñaba el gobierno de Mérida, desde donde acudió con rapidez a Córdoba al ser informado de ello. En la capital tuvo lugar la ceremonia de su proclamación el siete de octubre.

En los escasos días transcurridos entre la muerte de ‘Abd al-Raḥmān y la llegada a Córdoba de Hišām, el encargado de velar por que se cumplieran los designios sucesorios del emir fallecido fue otro de sus hijos, ‘Abd Allāh, que entregó el poder a su hermano Hišām con prontitud y sin vacilación. Según alguna fuente, ‘Abd al-Raḥmān no había designado explícitamente sucesor, sino que había encomendado a ‘Abd Allāh que diese el emirato al primero de los dos hermanos, Hišām o Sulaymān, que llegase a Córdoba. Esta explicación es muy poco creíble, tanto porque hubiera supuesto una grave equivocación política por parte de un soberano tan inteligente y hábil como el fundador de la dinastía omeya andalusí, como porque, conocida la noticia de la muerte del emir, Sulaymān no hace el menor intento de dirigirse hacia Córdoba para aventajar a su hermano Hišām, sino que permanece en Toledo, ciudad que dista de Córdoba apenas una cincuentena de kilómetros más que Mérida.

Pero la inicial pasividad de Sulaymān no era debida a que aceptara disciplinadamente su marginación en la sucesión de su padre. Muy al contrario, enseguida se preocupó de asegurarse el apoyo de los toledanos y de reclutar un ejército con el que alzarse en rebeldía contra el emir. Las tropas partieron hacia Córdoba, desde donde salió a su encuentro el emir con sus ejércitos y el encuentro se produjo en el mes de diciembre en tierras de Jaén, en las cercanías de Vilches, batalla en la que el rebelde fue duramente derrotado, viéndose obligado a huir y refugiarse de nuevo en Toledo.

La severa derrota de Sulaymān no puso fin a la rebelión, pues no sólo el aspirante al trono siguió protegido en Toledo sin dar la menor muestra de arrepentimiento, sino que el otrora fiel ‘Abd Allāh abandona a su hermano el emir y se une a Sulaymān. Las crónicas no son muy explícitas sobre las causas de esta defección, pero hay alguna alusión a que ‘Abd Allāh pretendió compartir el trono con Hišām sin conseguirlo, por lo que, a pesar de que su hermano el emir lo trataba con suma consideración y lo honraba por encima de todos los miembros de la familia omeya, siete meses después de la muerte de ‘Abd al-Raḥmān I, es decir, a comienzos de la primavera del 789, ‘Abd Allāh abandona Córdoba en dirección a Toledo, a donde llegó sin que pudieran alcanzarlo los enviados que el emir había mandado para convencerlo de que regresase.

El paso al bando rival del hermano que le había facilitado el ascenso al trono representó para Hišām más una preocupación personal que un real reforzamiento de la facción rebelde. En efecto, ‘Abd Allāh se comporta como un secundario sin relieve, siempre a la sombra de uno de sus dos hermanos y su aportación a la causa de Sulaymān no parece que fuera más allá de su mera presencia personal y del dudoso prestigio de su nombre.

Hišām decidió no dar ocasión a que la revuelta se consolidase y parte al mando de sus tropas contra Toledo para sofocarla. Sulaymān cree llegada su ocasión y aprovecha la llegada del ejército emiral para escabullirse y dirigirse a marchas forzadas hacia Córdoba, que creía desamparada. Pero los cordobeses se muestran fieles a Hišām y se enfrentan a Sulaymān, que no puede hacer otra cosa que acampar frente a la ciudad, en el arrabal de Secunda, escenario de tantas batallas en la historia de la Córdoba islámica. Mientras tanto Hišām, que continuaba el asedio de Toledo en la que habían quedado ‘Abd Allāh y un hijo de Sulaymān, enterado de la estratagema de su hermano, envía a su hijo ‘Abd al-Malik con un contingente de tropas hacia Córdoba, pero el enfrentamiento no se produce: la sola noticia de su llegada hace que Sulaymān abandone precipitadamente Secunda para dirigirse hacia Mérida, desde donde, rechazado por el gobernador omeya, se encamina hacia Levante.

Mientras tanto el asedio de Toledo se mantenía, pero, tras dos meses de infructuosos intentos por conquistarla plaza, el emir regresa a Córdoba con las manos vacías. Poco tiempo después la situación da un giro radical: ‘Abd Allāh abandona Toledo y regresa a Córdoba sin haberse garantizado antes el perdón del emir, que, a pesar de su anterior traición, lo acoge amablemente y lo instala en la residencia de su hijo al-Ḥakam, el futuro emir. Casi simultáneamente Sulaymān, refugiado en la región de Murcia, ve cómo un ejército emiral avanza sin oposición hacia él y busca refugio entre los bereberes de Valencia, aunque, finalmente, decide hacer las paces con su hermano: él se retirará al Norte de África con su familia y sus bienes y recibirá una sustanciosa compensación en metálico, nada menos que sesenta mil dinares de la herencia de su padre ‘Abd al-Raḥmān. Allende el Estrecho Sulaymān, a quien se había vuelto a unir el inquieto ‘Abd Allāh, se asienta entre los bereberes, con quienes siempre tuvo una especial relación tanto en al-Andalus como en su exilio norteafricano, hasta el punto de que, si bien no puede en modo alguno hablarse de un “partido beréber” del que Sulaymān fuera el cabecilla —menos aún puede sostenerse, como se ha hecho en ocasiones, que fuera el candidato de un supuesto “partido sirio”—, sí parece evidente que Sulaymān buscó sus apoyos en sectores descontentos con la situación vigente, como podían ser los habitantes de la siempre rebelde Toledo —antigua capital de la Hispania visigótica sustituida por Córdoba— o los bereberes de las zonas rurales, en este caso, los de la zona de Mérida y “del Interior” (al-Ŷawf, la zona entre los cursos medios del Tajo y del Guadiana) y los de Valencia. Cuando muera Hišām y sea sucedido por su hijo al-Ḥakam, Sulaymān y ‘Abd Allāh volverán a la Península a plantear de nuevo sus reivindicaciones y de nuevo tendrán en los bereberes su principal apoyo.

Consolidado en el trono Hišām tras la pronta resolución de la cuestión sucesoria, el soberano gozará de un relativamente tranquilo reinado, apenas ensombrecido en el plano interno —si es que se puede considerar internos a los asuntos de las Marcas, que en muy pocos momentos de la historia del emirato omeya se encuentran efectivamente sometidas al domino de Córdoba— por las habituales discordias en Zaragoza y su región y por un levantamiento beréber en las sierra de Ronda.

En efecto, la Marca Superior hereda los problemas que habían marcado la historia de la región durante el reinado del fundador de la dinastía omeya andalusí, ‘Abd al-Raḥmān b. Mu‘āwiya, es decir, árabes contra muladíes y ambos contra Córdoba. Los nombres de los protagonistas nos resultan familiares: son los hijos de los rebeldes con los que tuvo que lidiar ‘Abd al-Raḥmān I, Ḥusayn al-Anṣārī y Sulaymān al-‘Arabī, destacados participantes en los sucesos que rodearon la entrada de Carlomagno y su posterior retirada que dio lugar a la leyenda de Roncesvalles. El hijo del primero de ellos, Sa‘īd, hijo de Ḥusayn al-Anṣārī, se había apoderado de Tortosa y, con el apoyo de buena parte de los árabes de la Marca, intentaba hacerse con Zaragoza. El emir, que se hallaba ocupado con los problemas que le planteaban sus hermanos -estos acontecimientos ocurrían en los primeros meses de su reinado-, no pudo o no quiso ocuparse personalmente de Sa‘īd, cuyas andanzas, sin embargo, fueron muy breves, pues un muladí de la familia de los Banū Qasī, Mūsà b. Furtūn, alzó la bandera de los omeyas y, tras derrotar y dar muerte a Sa‘īd, se adueñó de Zaragoza en nombre de Hišām, aunque muy probablemente sin contar con para nada con él. Tampoco Mūsà pudo disfrutar mucho de su victoria, porque un partidario de Sa‘īd se tomó cumplida venganza asesinándolo.

Un poco más duradera fue la rebelión del hijo de Sulaymān al-‘Arabī, Maṭrūḥ, quien llevaba algún tiempo dominando por su cuenta Barcelona y que, en aquel momento, se traslada a Zaragoza. En el año 791 el emir Hišām, liberado ya de los problemas fraternos, toma medidas decididas y envía una expedición militar al mando de uno de sus generales favoritos, ‘Ubayd Allāh b. ‘Uṯmān, para desalojar a Maṭrūḥ. El cerco no tiene éxito, por lo que las tropas omeyas se instalan en Tarazona, desde donde continúan asediando a distancia la capital de la Marca. De nuevo son los muladíes los que facilitan las cosas a Hišām: habiendo salido de caza Maṭrūḥ acompañado únicamente de dos compañeros, en un momento de descuido fue atacado por éstos, que lo mataron, le cortaron la cabeza y se la llevaron al general ‘Ubayd Allāh, que pudo entrar entonces en Zaragoza. Uno de los asesinos de Maṭrūḥ era ‘Amrūs, sirviente de la familia que, años antes, había arriesgado su vida para salvar la de su señor, ‘Aysūn, hermano de Maṭrūḥ. A partir de la muerte de Maṭrūḥ, ‘Amrūs inició una larga y productiva carrera política a las órdenes de los omeyas, en cuyo transcurso se encargó del gobierno de la Marca Superior y del aplastamiento de la rebeldía toledana en la célebre “Jornada del Foso”.

En cuanto al levantamiento beréber de la Serranía de Ronda (Takurunna en las fuentes árabes), no son muchas las noticias que sobre él poseemos. Los bereberes de esa zona se habían alzado en armas contra el emir, que envió a sus tropas en el año 794 para sofocarlo. Tan violenta debió ser la represión que, según refieren las crónicas, los supervivientes huyeron a Talavera y Trujillo —zonas de gran presencia beréber también— y la comarca quedó despoblada durante siete años.

La tranquilidad interna durante el reinado de Hišām le permitió dedicar toda su atención a los reinos cristianos del norte, tanto al de Asturias como al de los francos. Su actividad militar registró grandes éxitos, como el saqueo de Narbona o el de Oviedo, pero también conoció derrotas más o menos serias.

En el año 791 se llevaron a cabo dos campañas: la dirigida contra “Álava y los Castillos” —por emplear la denominación utilizada por los cronistas árabes— estuvo comandada por ‘Ubayd Allāh b. ‘Uṯmān, que se internó en territorio enemigo tras la toma de Zaragoza antes mencionada, mientras que Yūsuf b. Bujt se ponía al frente de la columna que entraba en los territorios de Vermudo e infligía una dura derrota a los ejércitos asturianos en el río Burbia (en el Bierzo). Algunos autores atribuyen a esta derrota la renuncia al trono del rey Vermudo el Diácono, que dejó como sucesor a Alfonso II el Casto.

La más renombrada gesta guerrera de los ejércitos de Hišām tuvo lugar en la Septimania franca, con el asedio a Narbona del año 793, saqueo que, si bien militarmente no produjo ningún rédito, ya que la ciudad no fue tomada, como expedición de rapiña constituyó un memorable éxito: el botín obtenido era recordado muchos años después por los cronistas como término de comparación insuperable, tanto por las riquezas que inundaron Córdoba como por el amplísimo número de cautivos que acabaron como esclavos en las ciudades andalusíes. Precisamente fue un grupo de estos esclavos francos los que sirvieron para formar el núcleo de la guardia personal del emir. Las tropas, al mando del general ‘Abd al-Malik b. Mugīṯ, de regreso de Narbona, tuvieron un encuentro con los francos mandados por Guillermo, conde de Tolosa —San Guillermo de Gellone, el Guillermo d'Orange de las gestas épicas— cerca del pueblo de Villedaigne, a orillas del Orbieu; la victoria cayó del lado musulmán e Ibn Mugīṯ pudo regresar a Córdoba triunfador y cargado de botín.

Las campañas militares de los dos últimos veranos anteriores al fallecimiento del emir, 794 y 795, están envueltas en cierta confusión, puesto que las fuentes árabes y cristianas discrepan en sus fechas y en sus resultados. A pesar de la minuciosidad con la que algunos investigadores han descrito itinerarios y batallas, lo único que parece claro es que hubo varias expediciones, como mínimo dos, que fueron dirigidas por los hermanos Ibn Mugīṯ, ‘Abd al-Malik y ‘Abd al-Karīm, que en alguna de ellas fue asolada la recientemente fundada capital del reino asturiano, Oviedo, y estuvo a punto de ser capturado su rey, Alfonso II, y que, de regreso de una campaña, el general ‘Abd al-Malik b. Mugīṯ sufrió una emboscada de la que salió malparado, aunque, en contra de lo que mantienen las crónicas cristianas, ni fue un desastre de importancia para los ejércitos omeyas, ni en ella murió el general ‘Abd al-Malik b. Mugīṯ, cuya actividad política y militar en el reinado del sucesor de Hišām, al-Ḥakam I, está plenamente documentada.

El 22 de abril del 796 moría en Córdoba el emir Hišām, tras siete años y medio de reinado. Había designado como sucesor a su hijo al-Ḥakam que, como había ocurrido en su propio caso, no era el primogénito, que había caído en desgracia y se hallaba en prisión. En esta ocasión nadie en el alcázar cordobés se opuso a su entronización, aunque no por ello se vio a salvo de querellas dinásticas: muy pronto los obstinados Sulaymān y ‘Abd Allāh regresarán de allende el Estrecho para intentar arrebatar el poder de manos de su sobrino. En éste, como en tantos otros aspectos, el breve reinado de Hišām no había supuesto cambio alguno en el devenir de los acontecimientos de al-Andalus: los problemas que habían quedado en pie a la muerte de ‘Abd al-Raḥmān I allí seguían sin resolver, si bien es preciso reconocer que durante la etapa de Hišām dichos problemas permanecieron larvados, sin provocar dificultades dignas de mencionarse.

Hišām I es considerado unánimemente como un soberano mesurado y de profunda religiosidad. Bajo su mandato se concluyó la primera fase de la mezquita aljama de Córdoba y se llevaron a cabo numerosas obras públicas, entre las que los cronistas destacan la reconstrucción del puente sobre el Guadalquivir en Córdoba. Pero esta imagen de Hišām como emir piadoso y preocupado por el bien de la comunidad no debe hacernos pensar en un monarca débil o pusilánime; ya se ha visto anteriormente que su actividad militar contra los reinos cristianos fue intensa y que las revueltas internas fueron sofocadas con firmeza y habilidad, en el caso de sus hermanos, y con dureza y crueldad, en el de los bereberes de Ronda. Pero es que, además, tampoco le tembló el pulso cuando se creyó en la necesidad de actuar contra posibles intrigas palatinas: otro de sus hermanos, Maslama, apodado Kulayb, fue encarcelado y murió en prisión durante el reinado de al-Ḥakam I, e idéntica suerte corrió el primogénito de Hišām, ‘Abd al-Malik, ambos por sospechas que las fuentes no nos detallan.

El reinado de Hišām I constituyó un período de relativa tranquilidad en la etapa de arraigamiento de la dinastía omeya en al-Andalus, entre los gobiernos de su padre ‘Abd al-Raḥmān, que tuvo que luchar sin tregua para instaurarla, y de su hijo al-Ḥakam, que se vio en la necesidad de conjurar con mano férrea los peligros que la amenazaban desde el interior muy seriamente.

 

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Luis Molina Martínez