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jueves, 21 de marzo de 2024

LA RACIALIZACIÓN DE LOSJUDÍOS EN LA ESPAÑA MEDIEVAL

 

LA RACIALIZACIÓN DE LOS JUDÍOS EN LA ESPAÑA MEDIEVAL

Muchos «cristianos viejos» compartían la creencia de que no ya algunos, sino todos los conversos y sus descendientes eran herejes. Esa creencia se basaba en la idea de que «la fuerza de la sangre» operaba en ellos de manera inevitable, haciéndolos herejes por naturaleza.

FERNANDO BRAVO LÓPEZ
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

Familia judía celebrando la Pascua (Séder de Pésaj) según una miniatura de la Haggadá hermana (Barcelona, s. XIV), British Library, ms. Or. 2884, f. 18r.


El concepto de “racialización” es uno de los que más se ha consolidado en las ciencias sociales durante los últimos años. Quizás por eso mismo es también uno de los más manoseados y maltratados; de los que más se abusa y, a la postre, de los peor comprendidos. Sin embargo, entendido en sus términos correctos, resulta ser de gran utilidad para analizar determinados procesos de construcción identitaria, y, en este sentido, es también de utilidad para la Historia.

Dicho brevemente, la “racialización” es el proceso por el cual un grupo humano es concebido por otro —y, a veces, también por sus propios miembros— como una “raza”, se use o no este término para designarlo —esto resulta más bien irrelevante—. El concepto se basa en el hecho de que las razas no existen de manera natural, de que no son una división biológica de la humanidad, sino que son una construcción social: nosotros, nuestras sociedades, en diferentes contextos, las hemos imaginado, construido. Dicho de otra forma: un grupo humano nunca es una raza, porque las razas no existen, pero sí puede ser percibido como tal y ser tratado en consecuencia.

Esto no es algo que se dé de un día para otro. Se trata, como hemos dicho, de un proceso que puede durar décadas o incluso siglos, dependiendo del contexto. De hecho, es un proceso que nunca se completa totalmente, en el sentido de que ni todos los miembros del grupo que racializa, ni tampoco todos los miembros del grupo racializado, tienen por qué ver las cosas de la misma manera. Así, siempre puede quedar un número indeterminado de personas en los dos grupos que sigan manteniendo una concepción diferente de la identidad de ambos. Su número depende de cuán profundo sea el proceso de racialización, cuánto tiempo lleve en marcha y cuánto poder tenga el grupo racializador y cuánto el racializado.

Ahora bien, ¿cuándo se puede decir que un grupo ha sido racializado? Esto sucede cuando a ese grupo se le atribuye un origen biológico común, el cual se identifica por una serie de “marcadores” —por ejemplo, el color de la piel, el origen geográfico, los nombres y apellidos, el origen religioso o una serie de costumbres—, y además —lo subrayamos, pues este es el paso fundamental— se considera que de ese origen biológico común emanan necesariamente una serie de características culturales comunes que definen al grupo, lo hacen ser como es y lo diferencian del resto. Por tanto, según este punto de vista, todos los miembros del grupo compartirían necesariamente un carácter, una manera de ser, porque todo ello formaría parte de la herencia biológica que comparten. Esas características culturales estarían, así, determinadas por “la sangre”, y serían, por ello, innatas e inalterables: no se podrían aprender ni desaprender, se nacería con ellas y no se podrían eliminar ni cambiar, tal y como uno no puede eliminar ni cambiar a voluntad el color de sus ojos. Supuestamente, uno nacería predeterminado y no podría hacer nada para evitarlo. Sería, usando una de las metáforas más extendidas dentro del discurso racializador, “la fuerza de la sangre” —una metáfora que sigue siendo usada en la actualidad, a pesar de que sabemos que no es la sangre la portadora del material genético que transmitimos—.

A esas características culturales heredadas, además, se les atribuiría un valor: serían positivas o negativas, mejores o peores, superiores o inferiores, dependiendo del grupo que fuera racializado. De esa manera, según esa concepción, la capacidad de trabajo que se atribuye a un grupo humano, el laconismo, la mansedumbre, la crueldad o valentía, la capacidad para discernir el bien y el mal, para producir obras artísticas o literarias, para filosofar, para inventar herramientas o para dar forma a una civilización digna de ese nombre; la capacidad de seducir, de engañar, de pervertir, de odiar y de destruir a otro grupo humano; todas esas capacidades, y las demás capacidades culturales atribuidas, dependerían de la herencia biológica de ese grupo humano y, por lo tanto, no se podrían aprender ni eliminar. Todo estaría determinado por el linaje, por los ancestros, por la genealogía: “la sangre” lo sería todo.

De forma que, si consideramos que la capacidad de esfuerzo en el trabajo es algo positivo, y consideramos que esa es una capacidad que está determinada por el “grupo racial” al que pertenecemos, pensaremos que el grupo racial que tiene esa capacidad será mejor que el que no la tiene. Y si se hace ese ejercicio con todas las capacidades y características culturales atribuidas a los diferentes grupos raciales, eso permitirá establecer una gradación, una jerarquía entre ellos: habrá unos más capaces y, por tanto, mejores y superiores a otros. En ocasiones la jerarquización se disimulará haciendo uso del discurso de la “diferencia”: un grupo no será mejor que otro ni superior, sino simplemente diferente; aunque casualmente coincida que esas mismas características que hacen a ese grupo “diferente” resulten ser las que se consideran mejores y más deseables.


«El alemán es un orgulloso joven, listo para trabajar y luchar…». Ilustración del libro antisemita para niños Trau keinem Fuchs auf grüner Heid und keinem Jud auf seinem Eid (1936), de Elvira Bauer. German Propaganda Archive.


Esa jerarquización, sin embargo, no siempre es evidente. Desde el punto de vista racista, se puede considerar que un grupo racializado es superior en algunos aspectos, sin por ello concluir que eso le convierte en una “raza superior”. Más bien al contrario, esa superioridad parcial refuerza la caracterización de ese grupo como globalmente inferior o amenazante. Se puede pensar que los negros son más fuertes físicamente que los blancos, pero eso sólo refuerza su carácter general de raza hecha para el trabajo físico. Se puede pensar que los judíos son más inteligentes, pero eso sólo implica que son una amenaza aún mayor. Además, la inferioridad del grupo racializado se puede formular en términos morales y no de capacidades: ellos representan el Mal, nosotros, en cambio, el Bien; y el Mal, evidentemente, es inferior al Bien.

Si el concepto de “grupo racializado” se hace, por tanto, necesario es, precisamente, porque hay grupos humanos que son concebidos y tratados como razas a pesar de que sabemos que las razas no existen. Por tanto, seguir hablando de “razas” —aunque se haga con buenas intenciones, como una forma de reivindicar la identidad de las minorías racializadas o para denunciar las injusticias que sufren— no es sólo un error en términos científicos, sino que también contribuye a perpetuar la creencia de que los seres humanos efectivamente pueden ser divididos de esa manera. En definitiva, significa perpetuar la ficción sobre la cual se ha construido todo el pensamiento racista.

Otro error muy extendido consiste en confundir los conceptos de “etnia” y “raza”; incluso hay quien piensa que “etnia” es simplemente un eufemismo “políticamente correcto” de “raza”. De esta confusión se puede derivar la idea de que el concepto de “grupo racializado” es inútil o innecesario, porque ya tenemos el de “etnia”. Pero lo cierto es que, aunque se puedan llegar a confundir en la práctica, ambas cosas no son lo mismo.

Un grupo racializado es un grupo, como hemos dicho, al que se le atribuyen los atributos de una «raza». Puede, incluso, llegar a ser concebido explícitamente como tal y ser tratado en consecuencia. Por eso, una persona racializada es una persona que es concebida por quien la racializa como una persona determinada por su pertenencia a una determinada «raza»; es una persona, por tanto, cuya cultura y forma de ser están inevitablemente determinadas por su herencia biológica. El cambio cultural en ella es imposible. Nunca puede dejar de pertenecer a esa «raza», haga lo que haga. Una etnia, en cambio, es una comunidad cultural, en la que elementos como la lengua, la religión o las costumbres suelen desempeñar un papel central como marcadores de demarcación identitaria. Es una comunidad que comparte una historia, unas tradiciones; pero, aunque los miembros de un grupo étnico se pueden concebir a sí mismos como miembros de una comunidad con ancestros comunes, esto no implica que la pertenencia al grupo se conciba como determinada por ese origen. Aunque no siempre es un proceso sencillo, uno pude entrar o salir de la etnia a través de ritos de paso o de conversión. El individuo de una etnia puede dejar de pertenecer a esa etnia adoptando otra cultura y otra identidad. Esto puede ser un proceso doloroso, incluso traumático, pero no imposible.

Otro aspecto importante de la etnicidad es que los elementos culturales que un grupo étnico usa para diferenciarse del resto cambian continuamente dependiendo de las necesidades. Así, por ejemplo, frente a otros grupos étnicos de la misma religión, puede usar la lengua; frente a otros de la misma lengua, puede usar la religión o cualquier costumbre que se considera exclusiva. Dependiendo de cuáles sean los elementos que se destacan en cada momento, los ritos de paso estarán enfocados también hacia la adquisición de uno o varios de ellos: religión, costumbre, lengua, etc.

Esta diferenciación neta que aquí hacemos entre etnia y grupo racializado en la práctica no siempre es tan clara, precisamente porque un grupo étnico puede sufrir o experimentar un proceso de racialización, por el cual su identidad empieza concebirse como totalmente determinada por la herencia biológica supuestamente compartida. Pero, repetimos, a pesar de esas confusiones que se pueden dar en la práctica, no son lo mismo y es importante mantener la diferencia.

Otro error muy extendido es el de que la racialización tiene que ver con el color de la piel, y que un grupo racializado es simplemente un grupo humano con un color de piel diferente. Pero lo cierto es que ése es sólo un aspecto secundario. El color de la piel puede ser importante a la hora de identificar a determinadas personas con un determinado origen. Pero lo que constituye a ese grupo humano como “raza” no es el color, sino, como hemos dicho, las características culturales innatas que se le atribuyen por ser identificado con un mismo origen biológico —o, en términos premodernos castellanos, con un “linaje”, una “generación”, una “casta” o, a veces, una “nación”—.

La cuestión es que, desde el punto de vista racista, en algunos grupos humanos está tan indisolublemente ligado el color de la piel con las características culturales atribuidas —porque ambas cosas están, desde ese punto de vista, determinadas por la herencia biológica—, que a veces el color de la piel termina convirtiéndose en metáfora de los rasgos culturales que se atribuyen a ese grupo poblacional: sólo hace falta referirse al color para que, inmediatamente, de manera casi automática, se deduzca todo lo demás: pereza, inteligencia, creatividad, crueldad, etc. El color de la piel, sin embargo, es algo que, en contextos con alta diversidad, en los que el grado de mezcla entre diferentes grupos es la norma —contextos que, en realidad, son la mayoría, porque el número de grupos poblacionales totalmente aislados es, y ha sido históricamente, más bien escaso—, puede volverse algo tremendamente complejo de determinar, con gradaciones infinitas en las que resulta imposible determinar fronteras entre un grupo y otro. Cuando esto sucede, es necesario utilizar otros marcadores de pertenencia. El principal de los cuales, al final, siempre es la genealogía. Así, en contextos como los mencionados, una persona de piel clara puede llegar a ser clasificada como perteneciente la “raza negra” porque un antepasado fue clasificado como perteneciente a ella. Esta fue, por ejemplo, la llamada «one drop rule» que existía en el Estados Unidos de la segregación —y cuyos efectos todavía pueden sentirse—. En la concepción racista del mundo, por tanto, es siempre el origen lo que determina.



One drop rule en Virginia: «El registrador local debe estar seguro de que no hay huella alguna de sangre de color en nadie que quiera registrarse como una persona blanca». Instrucciones para preservar la integridad racial, Virginia, EEUU, 1924. Encyclopedia Virginia.


Por otro lado, en muchos grupos humanos racializados el color de la piel, o los rasgos somáticos en general, desempeñan un papel escaso —si es que desempeñan alguno— en su proceso de racialización. En esas ocasiones son necesarios, como ya hemos señalado, otros marcadores de identificación. En algunos casos, es suficiente con una palabra para poner en marcha el razonamiento racializador —para que de esa palabra se deduzcan toda una serie de características culturales que normalmente se consideran negativas o, incluso, amenazantes—. Eso es lo que sucede con la palabra “judío”.

Las comunidades judías de Europa han vivido a lo largo de su historia diversos procesos de racialización. El más conocido es el que se produjo a lo largo del siglo XIX y que terminó con uno de los mayores crímenes de la humanidad: el asesinato programado de más de cinco millones de judíos de toda Europa a manos del régimen de extrema derecha que gobernó Alemania entre 1933 y 1945. La mayor parte de los especialistas piensa que la causa que puso en marcha este proceso fue la reacción contra la llamada “emancipación” de los judíos; es decir: la progresiva equiparación legal de los judíos con el resto de los ciudadanos. Esto no se produjo en todos los países de Europa a la vez, pero lo que parece claro es que allí donde fue aprobada una legislación igualitaria, fue surgiendo en paralelo una reacción en contra. Si ahora los judíos podían alcanzar la igualdad sin necesidad de convertirse al cristianismo, era necesario, entonces, erigir nuevas fronteras, nuevos límites identitarios que permitieran legitimar una discriminación que ya no era posible legitimar apelando a la diferencia religiosa.



«El judío es de una raza diferente y enemiga de la nuestra». Cartel electoral de un candidato antisemita francés (1889). Wikimedia commons.


La idea de que el pueblo judío no era un grupo religioso, sino una “raza”, permitió ese tipo de legitimación: daba igual que los judíos se convirtieran, daba igual que abandonaran la religión o que “aparentemente” se integraran en la sociedad mayoritaria. Su sangre, y no sus creencias, determinaba lo que eran y cómo eran. Siempre seguirían siendo judíos, y por esa razón nunca podrían asimilarse realmente, siempre seguirían siendo “un cuerpo extraño” dentro de la nación —un “tumor” dirán algunos—, siempre serían seres peligrosos, una amenaza vital para la sociedad cristiana europea. Otorgar la igualdad a los judíos era, en tal caso, una temeridad, era facilitar su labor de destrucción de la civilización cristiana, favorecer la judaización de la sociedad. Así, los grupos políticos que empezaron a llamarse a sí mismos “antisemitas” defendieron que lo que había que hacer era discriminarlos, expulsarlos de todos los ámbitos sociales en donde pudieran tener poder, despojarlos de sus derechos, de su ciudadanía, devolverlos al gueto, convertirlos en parias. Así la civilización occidental cristiana —o “aria”, para algunos— estaría a salvo.

Pero ¿cómo identificar a los judíos y poder así discriminarlos, expulsarlos, aniquilarlos? ¿Cómo hacerlo en un momento en el que ya la religión no era algo público, en el que pocos llevaban vestimentas diferenciadoras, en el que tenían una apariencia física indiferenciable de la del resto de ciudadanos, en el que incluso muchos habían cambiado sus nombres y apellidos buscando la asimilación? La única forma de hacerlo fue a partir de la identificación con una genealogía, con un linaje judío. No es extraño, por tanto, que los nazis llamaran al procedimiento para identificar a los judíos Sippenforschung: investigación del linaje.



Criterios genealógicos para identificar a judíos, medio judíos y «alemanes de sangre» según las Leyes de Núremberg (1935). Holocaust Encyclopedia.


En Castilla y Aragón —y más tardíamente también en Portugal—, durante el siglo XV, se vivió un proceso semejante. El detonante fueron las masivas conversiones forzosas que tuvieron lugar entre finales del siglo XIV y principios del XV —producto del gran estallido antijudío de 1391 que asoló cientos de juderías y acabó con el asesinato de miles de judíos en toda la Península; o bien como consecuencia de la presión social estimulada por las predicaciones de Vicente Ferrer—. En muy poco tiempo, miles de judíos se convirtieron en cristianos, lo que formalmente eliminaba de un plumazo toda discriminación, toda barrera: significaba la igualdad jurídica con el resto de la población cristiana: se trataba de una verdadera “emancipación”, al menos en teoría.

Pero, como sucedería en el siglo XIX, la teoría no fue sólo teoría. En muchos casos la igualdad se hizo efectiva y muchos conversos o “cristianos nuevos” —como empezó a llamárseles— hicieron uso de su nueva situación jurídica y empezaron a prosperar socialmente: ingresaron en las órdenes religiosas, se hicieron obispos —Pablo de Santa María y su hijo Alonso de Cartagena son los más claros ejemplos—; entraron en las universidades y en el servicio de la Corona. A algunos el éxito en los negocios les permitió ocupar un lugar de privilegio en las instituciones urbanas, convertirse en regidores, incluso emparentar con la nobleza a través del matrimonio. Para mediados del siglo XV, la integración de la población conversa era una realidad casi plena.

Sin embargo, entonces apareció la reacción contra la igualdad. Signos de este tipo de reacción se pueden detectar más atrás en el tiempo: formas de rechazo a la población conversa y sus descendientes por parte de algunos sectores de la sociedad mayoritaria. Por esa razón, los reyes cristianos medievales tuvieron que promulgar leyes que protegían a esta población y perseguían cualquier forma de ultraje o discriminación. Alfonso X, por ejemplo, dejó establecido en Las siete partidas que:

“Otrosí mandamos que después que algunos judíos se tornaren cristianos, que todos los del nuestro señorío los honren: et ninguno non sea osado de retraer a ellos nin a su linage de cómo fueron judíos en manera de denuesto: et que hayan sus bienes et sus cosas (…), et que puedan haber todos los oficios et las honras que han los otros cristianos.” (Partida VII, Título XXIV, Ley VI).

Leyes semejantes promulgaron después Enrique III y Juan II, reiteraciones que muestran que algunos súbditos seguían rechazando e injuriando a la población conversa por sus orígenes. Esto indica que en la época era posible encontrar personas que empezaban a concebir la identidad judía como algo determinado por el origen, y no tanto por las creencias. Aunque de forma muy minoritaria, encontramos antes del siglo XV algún ejemplo explícito de racialización de la identidad judía —es decir, de la creencia en que la identidad cultural judía tenía fundamentos naturales, biológicos, y, por tanto, inalterables—. Así, por ejemplo, el propio arcediano de Écija que con sus predicaciones estimuló el asalto de las juderías castellanas de 1391, afirmaba que sólo cuando “el negro de Tiopía perdiesse la negrura que tiene, estonce en aquel tiempo farán los judíos bien”. (Amador de los Ríos, Historia, II, p. 588). Según él, el carácter malvado de los judíos era perenne, tan inalterable en ellos como la negrura en la piel del etíope.

De manera que a veces se pensó que el origen determinaba no sólo la identidad, sino también la forma de ser, las capacidades, el carácter y también las creencias. Según esto, si los conversos no se mostraban públicamente como judíos era porque mentían. En secreto seguían siendo judíos, seguían pensando que Cristo no era Dios y seguían practicando los ritos judíos, viviendo como judíos; porque, en realidad, no podían hacer otra cosa: su comportamiento y sus creencias venían determinados por su origen genealógico. Y si eran formalmente cristianos, pero creían en otra religión y practicaban sus ritos en secreto, entonces eran herejes. De esta forma se extendió la idea de que los conversos y sus descendientes eran herejes por naturaleza, o, cuando menos, eran sospechosos de serlo, porque su sangre les abocaba a ello. Y si eran herejes, o sospechosos de serlo, debían ser perseguidos como tales.

Es evidente que muchos conversos de la primera generación —es imposible saber cuántos— seguirían apegados a sus antiguas creencias y prácticas religiosas. Pero muchos cristianos viejos creían que no sólo algunos, sino todos los conversos y sus descendientes, eran herejes o sospechosos de serlo, únicamente por tener ancestros judíos. El número de ancestros daba igual: era suficiente con que uno de los ocho bisabuelos hubiera sido judío, con que lo hubiera sido sólo uno de los dieciséis tatarabuelos, o uno de los treinta y dos trastatarabuelos… Una sola gota de sangre judía servía para «machar» a todo un linaje y convertirlo en sospechoso. Como dirían algunos: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1Cor. 5:6; Gal. 5:9). La one drop rule operaba aquí también.


Toledo a mediados del siglo XVI. Civitates orbis terrarum (1599), Biblioteca Nacional de España, ER. 2447.


La gran revuelta que estalló en Toledo en 1449 contra Juan II se legitimó en buena medida sobre esa idea. Si en un principio se originó como una protesta contra las exigencias fiscales del condestable Álvaro de Luna, muy pronto se volvió anticonversa. Los líderes de la rebelión argumentaban que los conversos y sus descendientes, como naturalmente judíos, practicaban en secreto los ritos del judaísmo, seguían profanando los símbolos cristianos y las iglesias, pervertían a las damas, robaban, engañaban, hacían, en definitiva, todo el mal posible a los cristianos. Mantenían intacto el deseo que siempre habían tenido sus ancestros de acabar con el cristianismo, porque de ellos lo habían heredado. Su sangre les empujaba a ser y actuar así. Además, el rey, al protegerlos, demostraba que había caído en sus garras, que estaba judaizado y que, por ello, se había convertido en un tirano. Siendo así, la revuelta contra él no sólo era legítima, sino un deber de todo cristiano. Los rebeldes, de hecho, pensaban que actuaban siguiendo los deseos del Altísimo. La revuelta, la masacre de conversos, la imposición de un régimen de terror en la ciudad era, por tanto, una forma de legítima defensa y un deber sagrado.

La aparición de esta forma de “racialización” de la identidad judía conllevó también una “racialización” de la identidad cristiana, la cual, a partir de ese momento, empezó a ser percibida por muchos como una identidad que también estaba determinada por la ascendencia. Los “cristianos viejos”, que eran los verdaderos cristianos según este punto de vista, también estaban determinados por la sangre, solo que, en este caso, esa herencia les proporcionaba una serie de características positivas, deseables, que hacían de ellos seres leales, fieles a la Corona y a la Iglesia, trabajadores honrados, honorables, virtuosos.

Este proceso, como sucedería en la Europa del siglo XIX, no se produjo sin fuertes resistencias y tampoco se completó totalmente. Ya como consecuencia de la revuelta toledana surgieron voces muy autorizadas que clamaron contra esta diferenciación entre cristianos en función de su origen. Alonso de Cartagena, Juan de Torquemada y otros consideraron que se trataba de un escándalo, una perversión que iba en contra del Evangelio. El mismo papa Nicolás V declaró que quienes defendían tales ideas y tales prácticas discriminatorias contra los conversos y sus descendientes debían ser excomulgados y castigados. A pesar de ello, la ideología de la “limpieza de sangre” siguió ganando adeptos poco a poco, de manera que, para finales de siglo, ya había varias instituciones que habían logrado aprobar estatutos que impedían el ingreso de miembros con ascendencia —o supuesta ascendencia— conversa. Algunas de esas normativas llegaron incluso a contar con la aprobación papal, de manera que la condena de Nicolás V se convirtió, con el tiempo, en letra muerta. Eso no significó, de ninguna forma, que la oposición a la limpieza de sangre desapareciera: siempre existió, pero ahora había pasado a convertirse en una postura sospechosa. Tampoco significó que todas las formas de discriminación aprobadas fueran siempre totalmente efectivas. Muchas familias identificadas con unos orígenes conversos pudieron prosperar a pesar de todo.

Sobre la influencia que esta ideología tuvo en la historia de España se ha escrito muchísimo y no es lugar este para abordar la cuestión. Sólo diremos que pocos niegan que marcó de manera muy profunda la forma que el catolicismo adquirió a partir de entonces en España y Portugal, algo que no tuvo paralelo en el resto del mundo católico. Esta forma de catolicismo era ya sólo formalmente universalista. Ahora defendía, explícita o implícitamente, que había algunos grupos humanos para los que el catolicismo y la salvación no era posible, porque su destino estaba prefigurado, determinado por su ascendencia. La sangre se había impuesto al espíritu.

De nada servía ya la evangelización, de nada la educación, de nada el cambio social: ellos seguirían siendo siempre como eran, porque su propia naturaleza les impedía ser de otra forma. No sólo eran despreciables, sino que eran también un peligro constante, una amenaza vital. Y siendo encarnación de todo lo malo e indeseable, la defensa contra ellos siempre estaría legitimada como una lucha del Bien contra el Mal.

Así, como una forma de legítima defensa se han legitimado históricamente, y se siguen legitimando, diferentes formas de discriminación, exclusión, segregación, persecución y exterminio en todo el mundo. La racialización nunca es inocua. Siempre constituye una forma de construcción identitaria que conlleva la idealización del grupo propio y la subestimación, denigración e incluso demonización del grupo ajeno. Y cuando el grupo racializador se imagina, además, amenazado por el grupo racializado, las consecuencias siempre son desastrosas.


PARA AMPLIAR:


AL-ANDALUS, SEGÚN AL-HAYÂRI

 

AL-ANDALUS 

SEGÚN AL-ḤAŶARÍ


El intelectual y polígrafo morisco Afocay al-Ḥaŷarí (c.1570-c.1641) hace un uso anómalamente personal de «al-Andalus», concepto enigmático cargado de historia y sentimiento. Sin embargo, esta anomalía léxica no se debe a un insuficiente conocimiento de la lengua árabe por parte de al-Ḥaŷarí, sino a su posición ideológica para con la causa morisca, erigiéndose en defensor a ultranza de los derechos de sus paisanos por medio de la palabra. Eso es lo que este artículo argumentará utilizando evidencia textual del propio al-Ḥaŷarí


ISMAIL EL OUTMANI
UNIVERSIDAD MOHAMMED V DE RABAT


Andaluziae nova descript., d


e Jodocus Hondius (1563-1612). Biblioteca Digital Hispánica.


Al-Andalus

Por lo común y salvando matices, el término “al-Andalus”, cuyo origen ha dado lugar a diferentes hipótesis a lo largo de la historia, remite, desde el ángulo geopolítico, al territorio peninsular, extenso o reducido, en poder de musulmanes durante el periodo 711-1492. Evidentemente, no podían faltar en el presente contexto palabras derivadas como “andalusí”, “andaluz” o “Andalucía”.

La palabra “andalusí” designa o alguien natural de al-Andalus o algo perteneciente o relativo a al-Andalus o a los andalusíes. En la práctica, “andalusí” fue sustituyendo al antiguo “andaluz”, adjetivo aparecido a mediados del siglo XIII para designar el territorio peninsular todavía bajo control musulmán, mientras que el “andaluz” actual deriva de “Andalucía” y define o a alguien natural de esa comunidad autónoma o algo perteneciente a ese territorio o a los andaluces.

Cabe puntualizar que “Andalucía” no se refería originalmente a las ocho provincias que la forman en la actualidad, sino a los territorios de la zona sur de la Península todavía bajo dominio andalusí. En cuanto a la etimología del concepto, no existe consenso al respecto, pero lo más probable es que “Andaluzia” sea una castellanización del árabe “al-Andalusíya”, que significaría un “al-Andalus” reducido, como consecuencia de la “conquista cristiana de al-Andalus”, comparado con “al-Andalus” extenso de los tiempos de la conquista musulmana.

“Al-Andalusíya” (Andalucía) ocurre una sola vez en la escritura de al-Ḥaŷarí. Mientras comenta en Náṣir al-Dín el proceso de expulsión de los moriscos, el autor escribe: “Apenas hubo salido la gente del reino de Valencia, se ordenó salir a los que estaban en al-Andalusíya” (Cap. XI). Me limito aquí a citarlo a título anecdótico, pero este caso de “al-Andalusíya” tiene, sin duda, un valor documental y lingüístico que merece ser explorado.

Revisando la historia, descubrimos que Alfonso X hace referencia a “Andaluzia” en la segunda mitad del siglo XIII, que el morisco Alonso del Castillo (1525-1607), romanceador de escrituras arábigas en Granada y su reino, utiliza “Andaluzia” en el siglo XVI al romancear textos árabes de la época musulmana  y que Francisco de Orellana (1511-1546), navegador para Carlos V, reivindicó para España la región amazónica de Macapá llamándola “Nueva Andaluzia”.

Pero lo que queda por saber es cómo estaba escrito el nombre originalmente en árabe antes de ser romanceado como “Andaluzia”. A la espera de poderse averiguar documentalmente, al-Ḥaŷarí seguirá siendo el primer autor que ha escrito “Andalucía” correctamente en árabe —“al-Andalusíya”—, diferenciándola netamente de “al-Andalus”. 

Afocay al-Ḥaŷarí

Shiháb al-Dín Ahmad Ibn Qásim al-Ḥaŷarí al-Andalusí, conocido también como Afocay al-Ḥaŷarí, pertenece a la comunidad de andalusíes que fueron perseguidos en su tierra de al-Andalus entre 1492 y 1609 y obligados a cristianizarse en los siglos XVI-XVII antes de ser finalmente desterrados como “moriscos” por orden de Felipe III. Pero al-Ḥaŷarí no es un morisco cualquiera.

Al-Ḥaŷarí, bautizado como Diego Bejarano, nace alrededor de 1570 en España, de la que se escapa en 1599 para exiliarse en Marruecos. Durante sus cuarenta años en el país norteafricano, profundiza estudios, trabaja sucesivamente en la corte de tres sultanes, vive holgadamente, se casa y tiene dos hijos y dos hijas, antes de acabar sus días en Túnez capital, en la que  fallece después del año 1641.

La trayectoria de al-Ḥaŷarí es singular por el alto nivel cultural que poseía (Islam, teología, historia, letras, medicina, geografía, glosa, astrología, etc.), las lenguas que manejaba (árabe y español con destreza, portugués medianamente y latín y francés elementalmente) y las amistades y relaciones que entabló (Alonso del Castillo, El Chapiz y familia, el rebelde alpujarreño y suegro suyo El Partal, el caíd marroquí Ibn Túda, el Arzobispo de Granada de Castro y Quiñones, ulemas maliquíes como el célebre egipcio Al-Uŷhúrí o el inconformista Baba al-Súdání, deportado de Tombuctú a Marrakech en 1593 por oponerse a la ocupación saädí de su ciudad natal, el príncipe holandés Mauricio de Nassau y su enviado personal, los orientalistas Erpenius, Golius y Hubert, y un largo etcétera).

A eso se añaden las ocupaciones que llegó a ejercer (mercader/ pasador de moriscos, traductor del pergamino de la Torre Turpiana, guardián, secretario intérprete para Muley Zaydán y dos de sus hijos, curador espiritual, etc.), las misiones que llevó a cabo (destacando la de emisario del sultán a Francia para recuperar bienes expoliados a moriscos), las traducciones que realizó (Kitáb al-‘Izz de Ibn Ghánem, el Almanach perpetuum de Abraham Zacuto, pasajes del Kitáb al-Šifá del Qáḍī ‘Iyáḍ, la Orden anti-morisca de Felipe III en 1609, etc.), las disputas religiosas que tuvo con cristianos y judíos, los viajes que hizo (a Marruecos, Francia, Flandes, Egipto, Meca, Túnez, etc.), su contribución al nacimiento del arabismo francés (a través de Hubert) y holandés (a través de Erpenius y Golius), etc.

Al- Ḥaŷarí, autor

La información que acabo de ofrecer sobre el polifacético al-Ḥaŷarí, salvo la referente a su traducción del libro Kitáb al-‘Izz, está contenida en su obra titulada Náṣir al-Dín ‘alá al-Qawm al-Káfirín (El defendedor de la Religión frente a la gente descreída). Escrita en árabe, combinando autobiografía con crónica de viajes, esta obra es, en realidad, un extractado de El periplo de Shiháb para reunirse con sus seres queridos, composición más extensa del propio autor que, a día de hoy, se da por perdida.



Portada de la edición del Kitāb Nāṣir ad-dīn ‘alā al-qawm al-kāfirīn, editado por Ismail El Outmani (Rabat: Dar al-Aman, 2020).


Además de esta principal fuente en árabe, que es Náṣir al-Dín, contamos con un apéndice de gran valor autobiográfico que al-Ḥaŷarí inserta al final de su ya citada traducción al árabe, hecha a petición de su autor, de Kitáb al-‘Izz, obra escrita originalmente en español hacia 1631 por el patrón de barco y artillero llamado Ibn Ghánem, morisco contemporáneo de al-Ḥaŷarí exiliado en Túnez.

Contamos asimismo, esta vez en español, con datos (auto-)biográficos adicionales, aunque escasos y fragmentarios, que se encuentran en la segunda de las tres partes que forman el MS. 565 B.U.B; manuscrito conservado en la Biblioteca Universitaria de Bolonia y que J. Oliver Asín fue pionero en estudiar. Pero por su relevancia, el texto de al-Ḥaŷarí que más nos interesa del manuscrito es la traducción española, hecha hacia 1625, de su propia carta escrita en árabe en 1612 desde Paris y destinada a unos moriscos en Constantinopla.

Material y método

El material que voy a utilizar para sustentar mi argumento sobre el vínculo ideológico de al-Ḥaŷarí con “al-Andalus” lo constituye, sobre todo, Náṣir al-Dín y lo complementan el Epílogo de Kitáb al-‘Izz y la Carta de 1612. Prescindiré del original árabe para evitar que el artículo se vuelva voluminoso y citaré, en traducción mía, uno por uno todos los casos de “al-Andalus” y “andalusí(es)”, categorizando cada caso como topónimo (top.), gentilicio (gent.) o adjetivo (adj.), con su(s) correspondiente(s) significado(s) contextual(es). Los pocos casos de uso regular de “andalusí(es)” serán simplemente señalados. Luego, haré lo mismo con la Carta, citando, en su caso, los equivalentes españoles de los términos árabes en cuestión, con su correspondiente categoría y significado. Los casos extraídos serán comentados aunque, por razones formales, figurarán aparte en un apéndice documental.

Náṣir al-Dín

Al repasar los casos en Náṣir al-Dín, observamos que “al-Andalus” adquiere un carácter polisémico que discrepa a menudo del topónimo de siempre, desafiando las reglas de la lengua. “Al-Andalus” de al-Ḥaŷarí es doblemente topónimo y gentilicio a la vez. Cuando es precedido por “tierra de”, “al-Andalus” equivale a “España”. Lo entendemos así porque, las veces que utiliza literalmente “España”, el propio autor explica “que es la tierra de al-Andalus” o que “quiero decir la tierra de al-Andalus”, o habla del español como “la lengua aljamía manejada en la tierra de al-Andalus”.

Sin embargo, el topónimo “al-Andalus” viene a significar también la Península Ibérica, es decir España y Portugal, tal y como se puede constatar en los capítulos V (1) y X (1, 8, 12). Si bien el uso de al-Andalus para referirse a la Península Ibérica era bastante frecuente en los textos árabes medievales, no se puede descartar que al-Ḥaŷarí tenga presente aquí el mapa político de su época, como consecuencia de la Unión Ibérica. Recordemos que fue una unión dinástica que reunió, durante el periodo 1580-1640, a toda la Península Ibérica, así como a las posesiones de ultramar portuguesas y españolas, bajo el mismo soberano español (Felipe I, Felipe II y Felipe III) de la Casa de Austria. Por lo que concluimos que la tierra de “al-Andalus” se refiere en principio a España, pero puede referirse también a la Península Ibérica, España más Portugal.

Cuando es utilizado a solas, “al-Andalus”, exceptuando la única ocasión (Cap. VI, 3) en la que hace de topónimo, se convierte en un gentilicio, gramaticalmente anómalo, que significa “gente de al-Andalus” o “andalusíes”, sea antes o después de la conquista cristiana de al-Andalus. Para al-Ḥaŷarí, adjetivando a los andalusíes en “moriscos” después de dicha conquista es un intento pensado para desarraigarles de su identidad, de su tierra y de la historia. Por eso, como veremos, rehúsa llamarlos “moriscos”, rehuyendo discretamente del término incluso cuando ejerce su oficio de traductor.


Portada del Kitāb Nāṣir ad-dīn ‘alā al-qawm al-kāfirīn. Biblioteca de Al-Azhar. Wikimedia commons.


Al-Ḥaŷarí parece desentenderse de las normas de la lengua árabe en aras de conservar, simbólicamente al menos, intacto e indivisible “al-Andalus”, como entidad geopolítica y como identidad nacional, sea como forma escritural o como imagen mental. Por regla general, al-Ḥaŷarí convierte el espacio de al-Andalus en gentilicio, haciendo que lugar y pertenecientes al mismo sean una y la misma cosa. Es lo que explica que, a la hora de hablar de los oriundos de al-Andalus, el autor no utilice “andalusí” o “andalusíes”. Llama la atención en este contexto que al-Ḥaŷarí, después de utilizar “andalusíes” en dos únicas ocasiones (Cap. I, 4 y Cap. XIII, 1) en la versión original (cairota) de Náṣir al-Dín, rectifique, por coherencia, en la versión tunecina sustituyendo la palabra gramaticalmente acertada “andalusíes” (al-Andalusiyyín) por “al-Andalus”. Al-Ḥaŷarí fusiona gente y tierra, los entrelaza, haciéndolos indisociables e intercambiables, llevando, como se verá, su concepción al extremo cuando escribe en español, con la introducción del término “nación” para referirse indistintamente a su tierra y a su gente.

Por ahora, veamos cómo gestiona al-Ḥaŷarí un concepto clave como “moriscos” a la hora de verter el decreto de Felipe III en Náṣir al-Dín. Hay que señalar que momentos antes, en el mismo Capítulo XI, al-Ḥaŷarí emplea su vocabulario de siempre, llamando “al-Andalus” a los moriscos durante su conversación con el príncipe neerlandés Mauricio sobre la orden de expulsión de 1609 precisamente. Pero al pasar a traducir el decreto en cuestión, tratará de ser también fiel al texto, como es de esperar de un buen traductor.

Así, donde Felipe III dice “moriscos” la primera vez, al-Ḥaŷarí  dice en árabe “cristianos nuevos al-Andalus”, que sería una adaptación de la definición cristiana de entonces “cristianos nuevos de moros”. O sea, por un lado evita el uso del término “moriscos” y por el otro anda al uso adoptando la definición vigente, pero solo a medias, porque al-Ḥaŷarí, fiel a sus convicciones, va a sustituir “de moros” por “al-Andalus”. Más adelante (Cap. XIII, 5), afinará la denominación, por boca de un juez en un sueño, llamándolos “al-Andalus nuevos”.

Sin embargo, al traducir las menciones siguientes de “moriscos” por Felipe III en el decreto (Cap. XI, 24, 25, 26 y 27), al-Ḥaŷarí retoma pronto su terminología habitual, utilizando el gentilicio “al-Andalus” o “andalusíes”, como para decir que, ahora que mi lector sabe de qué va el tema, vuelvo a lo mío. Con esa estrategia discursiva, al-Ḥaŷarí consigue dos pájaros de un tiro: no traicionar, como andalusí, su compromiso con la causa morisca y no ser, como traductor, infiel al texto original (real decreto).

Kitáb al-‘Izz

Son seis casos de “al-Andalus” en la traducción que hace al-Ḥaŷarí del Epílogo de Kitáb al-‘Izz wa al-Manáfi‘ li al-Muŷáhidín fí sabíl Aláh bi al-Madáfi‘ (Libro de gloria y utilidad para los luchadores por el Islam con cañones).

Como podemos observar, al traducir Kitáb al-‘Izz, al-Ḥaŷarí mantiene la misma actitud, empleando el concepto “al-Andalus” de la misma forma y con el mismo fin. De hecho, los usos de “al-Andalus” en este texto, exceptuando el último, se refieren no a la tierra sino a la gente de al-Andalus aunque, aquí también, topónimo y gentilicio son, para al-Ḥaŷarí, una y la misma cosa.

Carta de 1612

Al-Ḥaŷarí firma la traducción de su carta así: Ehhmed bencaçim bejarano andaluz, y en la misma se dirige a sus paisanos como “andaluzes”. Pero si en este texto en español “andaluz” y “andaluzes” son a todas luces versiones primitivas de “andalusí” y “andalusíes” respectivamente, resulta llamativo el descarte total y absoluto del concepto “al-Andalus”, omnipresente en Náṣir al-Dín y Kitáb al-‘Izz, y su reemplazo por “la nación”. Pero al-Ḥaŷarí no tardará en iluminarnos al respecto.

Al igual que hizo con el concepto “al-Andalus”, el autor adscribe a “la nación” (casos 3, 7 y 9) dos indisociables e intercambiables significados en uno, para ser topónimo y gentilicio a la vez. Tampoco hay que excluir que al-Ḥaŷarí pretenda hacer algo más con el término “nación”: universalizar la causa de al-Andalus y los andalusíes, valiéndose del peso idiosincrático y nomenclatural que, desde luego, tiene el concepto original “Umma”, que en árabe significa la comunidad de los creyentes del Islam.

F. Núñez  Muley, liberal y pionero de la defensa de los moriscos, ya hablaba de “nación” en su Memorial, pero la suya es una concepción muy diferente a la de al-Ḥaŷarí. Núñez Muley defiende los valores culturales de los moriscos desde el acatamiento de la religión y moral católicas y el vasallaje y lealtad al rey, reivindicando su asimilación, porque “naturales de este reino”, por nacimiento, ya lo son. Al parecer, “nación” en la visión de Núñez Muley se circunscribe precisamente al “nacimiento”, o “natio”, latinismo del que proviene “nación”, lo que hace de los moriscos una comunidad de nacidos en al-Andalus/ España, aunque con costumbres propias que él solicita preservar.

Por su parte, al-Ḥaŷarí, movido por su celo religioso, defiende ante todo el carácter musulmán de los moriscos, es decir de aquello que hace de ellos una “seta” que Núñez Muley vitupera en su Memorial. Al-Ḥaŷarí ampara la causa morisca con amplio conocimiento de causa y de la coyuntura geopolítica en el Mediterráneo, enfocándola desde la relación con sus hermanos en la fe, con los que los moriscos comparten “nación”. Es al menos lo que se desprende de la lectura de Náṣir al-Dín.


Moriscos en el Trachtenbuch de Christoph Weiditz (s. XVI), Germanisches Nationalmuseum Nürnberg, Hs. 22474, fol. 100.


La otra particularidad del texto español la constituye la inclusión de “moriscos”, que el autor descarta completamente cuando escribe en árabe. Al-Ḥaŷarí rechaza el término “moriscos”, y no es por temor al contagio a la reputación de su comunidad por parte de un puñado de andalusíes convertidos en renegados (caso p. ej. de Yahyá al-Naŷŷár), en eclesiásticos fervorosos (caso p. ej. de F. López Tamarid) o en musulmanes inobservantes (dando lugar a refranes como: “Andalusíes, maldad y mala estrella”).

Tampoco es porque “morisco” derive de “moro”, pues él mismo llama en su carta “moros” a los musulmanes y “la morisma” al mundo musulmán. Lo rechaza, probablemente, por ser considerado por los cristianos como “moro bautizado”. Los moriscos, según ellos, son “cristianos nuevos de moros”, es decir un grupo humano de origen musulmán y carácter islámico que ahora forma parte de la sociedad española cristiana. Es decir una exclusión camuflada de inclusión.

En fin, inclusión de “moriscos” en su texto español sí, pero no sin matices. De hecho, al-Ḥaŷarí utiliza de manera pragmática este término religioso-político, más o menos consolidado en aquella época, o cuando está reproduciendo, con cierta equidistancia y sin la empatía habitual en él, un mensaje ajeno que lo incluye (casos 6 y 10), o para vehiculizar eficazmente la información que quiere transmitir sobre unas gentes conocidas en el ambiente oficial y semioficial, de España y del entorno mediterráneo, con el nombre de “moriscos” (casos 4, 9 y 10).

A modo de conclusión

Afocay Al-Ḥaŷarí es un morisco volcado con la causa morisca, siendo su sueño recuperar el carácter andalusí de España y su voluntad “desbautizar” sociopolíticamente a los moriscos. Y a la espera de lo que haga el Destino y la diáspora morisca en este sentido, al-Ḥaŷarí, consciente del peso político, religioso y simbólico de “al-Andalus”, emprende su lucha basada principalmente en una buena comunicación, mediante el uso adecuado de la palabra.

Tras examinar el uso principalmente de “al-Andalus” en dos textos árabes de al-Ḥaŷarí, y evocar su equivalente (“la nación”) en español en un tercero, hemos podido comprobar que ese uso anómalo de “al-Andalus”, lejos de ser fortuito o fruto de algún error lingüístico, es intencionado y revelador. Ha quedado demostrado que “al-Andalus”, palabra que para este ingenioso andalusí no admite flexión, es mucho más que un simple topónimo, lo que le ha llevado a idear una lexicalización del concepto. Se trata de cambiar el significado léxico de “al-Andalus”, empleándolo en una forma no autorizada por la gramática normativa. El resultado es un uso anómalo de “al-Andalus” desde el punto de vista gramatical pero muy revelador desde el punto de vista ideológico.

En suma, “al-Andalus” según al-Ḥaŷarí es un concepto identitario, perenne e invariable, que denota a la vez la tierra y la gente de al-Andalus.

Apéndice documental

Náṣir al-Dín

Prefacio

1.  Aláh sembró en mi corazón la pasión por escapar de la tierra de al-Andalus… (top.: España)

2.  Aláh alivió a al-Andalus (gent.: los andalusíes) musulmanes

3.  muchos musulmanes al-Andalus (adj.: andalusíes)

4.  los musulmanes bereberes trataron bien a al-Andalus (gent.: los andalusíes)

5.  con un hombre de entre al-Andalus (gent.: los andalusíes) que llevaban algún tiempo en aquella ciudad…

6.  Hablo primero de la tierra de al-Andalus (top.: España)

7.  … expulsar a al-Andalus (gent.: los andalusíes) musulmanes

8.  Juez de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

9.  las bendiciones con las que Aláh me agració en la tierra de al-Andalus…(top.: España/ Península Ibérica)

Capítulo I

1.  un pergamino bien grande escrito en árabe y en la aljamía manejada en esa tierra, tierra de al-Andalus (top.: España)

2.  se convocó a al-Ukayḥal al-Andalusí (adj. El andalusí/ uso regular), traductor licenciado, al devoto anciano al-Ŷabbis y a otros al-Andalus (gent.: andalusíes) de edad avanzada

3.  el arzobispo mandó a los dos al-Andalus (gent.: andalusíes) ya citados, al-Ukayḥal y el alfaquí al-Ŷabbis y a otros hombres al-Andalus (adj.: andalusíes)

4.  los traductores al-Andalus (adj.: andalusíes)

5.  Sabed, Señor, que soy andalusí (gent./ uso regular)

6.  conocí allá a un hombre médico andalusí (adj./ uso regular)

7.  en ningún otro de la tierra de al-Andalus,…(top.: España)

8.  el libro de al-Yawharí, en dos tomos y grafía andalusí (adj./ uso regular) antigua

9.  la trajo consigo a la tierra de Al-Andalus (top.: España)

10.                la tradujo a la aljamía manejada en España, que es la tierra de al-Andalus (top.: España)

11.                Y debido a ese pánico, al-Andalus (gent.: los andalusíes) tenían miedo unos de otros

12.                Instruía a cualquiera de al-Andalus (gent.: los andalusíes) deseoso de aprender

13.                al verme en esa situación, al-Andalus (gent.: los andalusíes) decían…

14.                el médico andalusí al-Háÿ Yúsef, (adj./ uso regular)

15.                la copia del docto al-Ukayḥal, el traductor andalusí (adj./ uso regular)

16.                el alfaquí e imam andalusí (adj./ uso regular) 

17.                Ambas las había traído consigo uno de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

18.                Cogió a ciento cuarenta hombres entre los potentados al-Andalus (gent.: andalusíes) de esta ciudad y los mató

19.                Vosotros, gente de al-Andalus (gent.: andalusíes), tenéis una costumbre censurable

20.                Lo que le conté sobre el andalusí… (gent./ uso regular)

Capítulo III

1.  “¡Cómo puede haber en la tierra de los cristianos entre al-Andalus (gent.: los andalusíes) quien diga en tan exquisito árabe semejante cosa!

2.  Se holgaron de ello todos al-Andalus (gent.: los andalusíes) veteranos del lugar

3.  el rey cristiano de la tierra de España, quiero decir la tierra de al-Andalus (top.: España), de nombre Felipe III, mandó desterrar de su país a todos al-Andalus (gent.: los andalusíes) musulmanes

4.  Al-Andalus (gent.: los andalusíes) hacían la travesía

5.  acudieron a Marrakech unos al-Andalus (gent.: andalusíes) hurtados por los franceses

6.  un hombre andalusí (adj./ uso regular) desde la tierra de Francia había mandado solicitar una procuración

7.  guiados por uno de al-Andalus (gent.: los andalusíes) que hubiera salido antes que ellos de la tierra de al-Andalus (top.: España)

Capítulo IV

1.  Sabía la lengua aljamía andalusí (adj./ uso regular)

Capítulo V

1.  la ciudad de Lisboa, en la tierra de Al-Andalus (top.: Península Ibérica/España & Portugal)

2.  Al Juez de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

3.  y sustraía a los ricos entre al-Andalus (gent.: andalusíes) la quinta parte de su dinero

4.  Al confirmársele al sultán de Estambul la expulsión de al-Andalus (gent.: los andalusíes).

5.  Esa carta sería de inmensa utilidad para al-Andalus (gent.: los andalusíes)

6.  apoderado y portavoz de todos al-Andalus (gent.: los andalusíes)

7.  Sabía la lengua aljamía que se hablaba en la tierra de al-Andalus (top.: España)

8.  el cuento del andalusí (gent./ uso regular) Ascua

9.  un hombre andalusí (adj./ uso regular) llamado Ascua

Capítulo VI

1.  Juez de al-Andalus (gent.: los andalusíes) francés

2.  Está en ese lugar al que llegan al-Andalus (gent.: los andalusíes) por primero, localidad francesa adyacente a la frontera entre Francia y la tierra de al-Andalus (top.: España) que se llama San Juan de Luz

3.  los últimos al-Andalus (gent.: andalusíes) en salir de al-Andalus (top.: España)

4.  Un hombre andalusí (adj./ uso regular)

5.  el total definitivo de al-Andalus (gent.: andalusíes)

6.  despachaba asuntos de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

Capítulo VII

1.  Entiendo decir el Juez de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

2.  Sabía, como ya he dicho, la lengua aljamía andalusí (adj./ uso regular)

3.  todo cuanto fuera recuperado de lo hurtado a al-Andalus (gent.: los andalusíes)

4.  veintiún patrones que habían expoliado, cada cual a bordo de su navío, a al-Andalus (gent.: los andalusíes) que los habían fletado

Capítulo VIII

1.  el alfaquí Ali Ibn Mohamad Al-Buryi al-Andalusí (adj./ uso regular)

2.  los patrones que habían expoliado a al-Andalus (gent.: los andalusíes)

Capítulo IX

1.  En casa del Juez de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

2.  dominaba la lengua aljamía andalusí (adj./ uso regular)

3.  lo había leído en la tierra de al-Andalus (top.: España)

4.  la lengua aljamía de la gente de la tierra de al-Andalus (top.: España)

Capítulo X

1.  se les encuentra en la tierra de al-Andalus (top.: la Península Ibérica), mayormente en Portugal.

2.  Se deslizaban entre los cristianos más que al-Andalus (gent.: los andalusíes)

3.  haciéndoles mucho daño, sobre todo a al-Andalus (gent.: los andalusíes)

4.  contra cristianos o al-Andalus (gent.: los andalusíes)

5.  Consulté un ejemplar de la Torá en lengua aljamía andalusí (adj./ uso regular)

6.  Oí en la tierra de al-Andalus… (top.: España)

7.  el rey de la tierra de al-Andalus (top.: España y Portugal)

8.  que se extiende desde el Mar Negro hasta el extremo de la tierra de al-Andalus (Top.: la Península Ibérica)

9.  Y la tierra de al-Andalus (top.: España), con las islas que ostenta en el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo.

10.                un hombre andalusí (adj./ uso regular) me contó…

11.                Hemos estimado la longitud de la tierra de al-Andalus (top. España o la Península Ibérica)

12.                zarpó de Portugal, en la tierra de al-Andalus (top.: la Península Ibérica)

13.                el rey de España, que es la tierra de al-Andalus (top.: España)

14.                los pactos que concluyó con los musulmanes al-Andalus (adj.: andalusíes) al tomar su tierra y que luego rompería

15.                Tras ordenar a al-Andalus (gent.: los andalusíes) salir de su país

16.                Nosotros en la tierra de al-Andalus (top.: España) lo teníamos

17.                Uno de los alfaquíes al-Andalus (adj.: andalusíes)

18.                todos y cada uno de al-Andalus (gent.: los andalusíes) poderdantes míos

19.                el alfaquí Ahmad al-Maeyub al-Fasi, andalusí (adj./ uso regular) por filiación

Capítulo XI

1.  quiero decir de la tierra de al-Andalus (top.: España)

2.  se habían levantado contra el rey de España, es decir la tierra de al-Andalus (top.: España)

3.  En la tierra de los ingleses hay un habla, la gente de Francia tiene una lengua distinta y en la tierra de al-Andalus (top.: España) una aljamía aparte

4.  algunos al-Andalus (gent.: andalusíes) decían

5.  el rey de la tierra de al-Andalus (top.: España) había enviado unas galeras

6.  Yo hablo francés –me dijo- y comprendo la lengua de España, ]que es, como ya he dicho repetidas veces, la lengua aljamía de la gente de la tierra de al-Andalus[ (top.: España) pero no la hablo.

7.  ¿Cuál es, a vuestro parecer, el motivo que ha llevado al rey de España a expulsar a al-Andalus (gent.: los andalusíes) de su país?

8.  Sabed que al-Andalus (gent.: los andalusíes) eran musulmanes a escondidas de los cristianos

9.  Entre al-Andalus (gent.: los andalusíes), no había ni sacerdotes, ni monjes ni monjas

10.                Si llegamos a un acuerdo con los líderes de al-Andalus… (gent.: los andalusíes)

11.                Al-Andalus (gent.: los andalusíes) no pueden acordar…

12.                tomarían la tierra de al-Andalus (top.: España)

13.                Envié la carta a un hombre andalusí (adj./ uso regular)

14.                Egipto, Marruecos, al-Shám y la tierra de al-Andalus (top.: España)

15.                Ahora vamos a citar las alegaciones del rey de Al-Andalus (top.: España) en su decreto para justificar la expulsión de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

16.                las razones que habían llevado al rey de los cristianos a desterrar a al-Andalus (gent.: los andalusíes) 

17.                Para desterrar a los musulmanes al-Andalus (adj.: andalusíes)

18.                censar a todos al-Andalus (gent.: los andalusíes)

19.                en la tierra de al-Andalus (top.: España) hubo más de doce reyes con el nombre Alfonso

20.                censar a todos al-Andalus (gent.: los andalusíes), menores y adultos

21.                nadie entre al-Andalus (gent.: los andalusíes) sabía realmente el secreto que guardaba aquello.

22.                Ordenándole iniciar la expulsión de al-Andalus (gent.: los andalusíes)

23.                Entendido tenéis lo que  […] he procurado la conversión de los cristianos nuevos al-Andalus (adj.: moriscos)

24.                todos al-Andalus (gent.: los andalusíes) de ese reino

25.                queden seis al-Andalus (gent.: andalusíes) con los hijos y mujer que tuvieren

26.                Los niños hijos de cristianos han de quedar, y sus madres con ellos aunque sean andalusíes (gent./ uso regular)

27.                Pero si el padre fuere andalusí (gent./ uso regular)

Capítulo XIII

1.  Con la gracia de los musulmanes al-Andalus (adj.: andalusíes)

2.  y hablara demasiado de mí a al-Andalus (gent.: los andalusíes)

3.  En la tierra de al-Andalus (top.: España), acudió a mí un hombre que padecía hidropesía

4.  El médico andalusí (adj./ uso regular)

5.  Me preguntó acerca de al-Andalus nuevos (adj.: los andalusíes nuevos)

6.  Ibrahim al-Qal’i al-Andalusí (adj.: el andalusí/ uso regular)

7.  Al-Ukayḥal al-Andalusí (adj.: el andalusí/ uso regular)

8.  Yusef Qalbu al-Andalusí (adj.: el andalusí uso regular)

9.  El libro quedó entonces en manos de uno de nuestros hermanos al-Andalus (gent.: andalusíes), que lo guardó celosamente, porque algunos al-Andalus (gent.: andalusíes), hombres de la ciencia, lo andaban buscando.

10.                traducción de la carta del rey de España, que es la tierra de al-Andalus (top.: España), en la que ordenaba desterrar a los musulmanes al-Andalus (adj.: andalusíes)

Kitáb al-‘Izz

1.  El rey de los cristianos ordenó a todos al-Andalus (gent.: andalusíes)

2.  El rey de los cristianos ordenó desterrar a todos al-Andalus (gent.: andalusíes)

3.  Y quise escaparme de esa tierra hacia la tierra de los musulmanes con un grupo de al-Andalus (gent.: andalusíes)

4.  Encontré allá entre al-Andalus (gent.: los andalusíes) muchos compañeros y seres queridos

5.  Me puso al mando de doscientos hombres al-Andalus (adj.: andalusíes)

6.  El habla española, que es el habla aljamía manejada en la tierra de al-Andalus (top.: España)

Carta de 1612

1.  La carta la había escrito muchos años antes de la corte de Paris a los andaluzes que asistían o vivían en Constantinopla.

2.  Al señor doctor Pérez Bolhaç y al señor Baldivia y a los demás andaluzes…

3.  Hallamos [en Marrakech] un barrio poblado de gente de nuestra nación.

4.  También hallé a Villegas y su hermano que cargaron de moriscos en el navichuelo y aportaron todos allá.

5.   Los desventurados andaluzes que había en el reino [de Marruecos] de tiempo antiguo…

6.  Dice [el rey de Francia] en la comisión que es su voluntad y mandamiento que los bienes de los moriscos se me entreguen y […] que, sobre los negocios de los moriscos,…

7.  … una nación  que […] ha sido atropellada en estos tiempos.

8.  Al señor Baldivia beso las manos que por oídas le conozco y a todos los demás de la nación que ahí [en Constantinopla] están.

9.  …no se cansen en pedir en favor de la nación, que los moriscos no eran nada en cuanto al temporal. Ahora son algo…

10.                Yo he escrito a los reinos de África cómo el gran Señor [sultán otomano] ha escrito cartas […] en favor de los moriscos y se han holgado.


PARA AMPLIAR:

  • Abad Merino, Mercedes (2011). “La traducción de cartas árabes en un pleito granadino del siglo XVI. El fenómeno del romanceado como acto judicial: Juan Rodríguez y Alonso del Castillo ante un mismo documento”. Al-Qantara 32/2, 481–518.
  • Al-Hindi, Ihsán (ed.) (2013). Kitáb al-‘Izz wa al-Manáfi‘ li al-Muŷáhidín fí sabíl Aláh bi al-Madáfi‘ (Libro de gloria y utilidad para los luchadores por el Islam con cañones). Abu Dhabi: Dar al-Kutub al-Wataniya.
  • Asin, Jaime Oliver (1996). Conferencias y apuntes inéditos (edición de Dolores Oliver). Madrid: AECI, 123-164.
  • Epalza, Míkel de (1992). Los moriscos antes y después de la expulsión. Valencia: Fundación Mapfre.
  • García Sanjuán, Alejandro (2003). “El significado geográfico del topónimo al-Andalus en la fuentes árabes”. Anuario de Estudios Medievales 3/1, 3-36.
  • Outmani, Ismail El (ed.) (2020). Afocay al-Ḥaŷarí : Náṣir al-Dín ‘alá al-Qawm al-Káfirín (El defendedor de la Religión frente a la gente descreída). Rabat: Dar al-Aman.
  • Ramírez del Río, José (2017). “Acerca del origen del topónimo al-Andalus”. eHumanista/IVITRA 12, 124-161.
  • Sabio González, Rafael (2004). “Al-Andalus. Una reinterpretación histórica sobre la etimología del término”. Nouvelle Revue d’Onomastique 43-44, 223-228.
  • Vallvé, Joaquín (1983). “El nombre de al-Andalus”. Al-Qanṭara 4, 301-355.
  • Van Koningsveld, P.S., Q. al-Samarrai & G.A. Wiegers (eds.) (2015). Ahmad Ibn Qasim al-Hajari: Kitab Nasir al-Dín ala al-Qawm al-Kafirin. Madrid: CSIC, (1ª ed. 1997).
  • Viguera, María Jesús (1999). “Al-Andalus y España.” En J. Valdeón ed. Las Españas medievales. Valladolid: Universidad y Fundación Duques de Soria, 95-112.
  • Zaccaron, Valentina (2017). La edición de la obra en castellano de Ahmad Bencaçim Bejarano. Roma: Stamen.
  • Palabras clave: Al-Andalus – al-Ḥaŷarí – Anomalía léxica – Causa morisca – Posición ideológica