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sábado, 3 de abril de 2021

LAS CALLES DE AL-ANDALUS, 2ª Parte

 

LAS CALLES DE AL-ANDALUS

(segunda parte)

Publicado por MARIBEL FIERRO

La idea de un trazado irregular de calles que caracterizaría a la ciudad islámica por serlo ha sido abandonada por haberse demostrado que en ciudades fundadas por musulmanes hay una planificación con regularidad de trazado y porque el aspecto laberíntico lo produce en realidad una evolución histórica


MARIBEL FIERRO Y LUIS MOLINA
CCHS Y EEA (CSIC)



Callejón de las Cabezas (Córdoba). Wikimedia Commons

El derecho islámico distingue entre la calle verdadera, abierta por los dos extremosque es un camino público por donde todo el mundo (musulmanes y no musulmanes) tiene derecho a circular, y el callejón que la mayor parte de los autores considera una vía ‘privada’ que pertenece en co-propiedad a los vecinos.

La vía pública

El gobernante o sus delegados eran los responsables de establecer la mezquita del Viernes en los núcleos urbanos que así lo requerían, fijar la ubicación de los edificios del gobierno y del tesoro, el zoco, las murallas y sus puertas, así como las vías públicas que conectaban todas esas estructuras, especialmente las que iban desde el centro político-religioso de la ciudad hasta las puertas. Esas eran las vías públicas. Nadie posee esa vía en propiedad. Tal y como ha expuesto Jean-Pierre van Staevel:

«La vía pública es como un río, algo de utilidad general, que no es susceptible de apropiación sino de derecho de uso, de paso y circulación, por ello la ley se fija en aquello que causa perjuicio a ese derecho».

En la Mérida bajo-imperial, según Miguel Alba, se ha podido detectar cómo miembros de las élites logran apoderarse de espacios públicos. En la Córdoba musulmana conocemos un intento por hacerlo, estudiado por Christine Mazzoli-Guintard. El chambelán del emir ʽAbd Allāh, Ibn al-Salīm (m. 914), se apoderó de una parte de la calle incorporándola a su jardín y rodeando de un muro el espacio que había robado a la calle. Esto ocurrió entre 888 y 907. Los juristas emitieron —como era normal— dictámenes contradictorios sobre lo hecho por el chambelán. Pero la mayor parte se mostró contraria, siendo condenado Ibn al-Salīm a destruir el muro que materializaba su acaparamiento de la vía pública. En este caso, alguien se había erigido en muhtasib denunciando lo hecho por el chambelán. Algunos años más tarde, Ibn ‘Abd al-Ra’ūf estipulaba que nadie podía beneficiarse en su propio interés de los caminos y vías. En enero de 972, el califa cruzó con su cortejo un barrio de Córdoba y pudo comprobar que una calle que bordeaba un foso se había vuelto muy estrecha, por lo que hizo comprar y luego destruir las tiendas que bordeaban esa calle para asegurar la circulación por ella.


Calle Gumiel de San Pedro (Granada). Wikimedia Commons.

Ibn al-Imām de Tudela atribuye esta defensa de lo público al Profeta: “Quien se apodera sin derecho de un pedazo de tierra,  de un campo, de un camino público o del finā’ de una casa, Dios le pondrá un collar de la anchura de siete campos el día del Juicio”. La tradición es de dudosa autenticidad y establece un castigo de tipo religioso (tendrá lugar en el más allá) y no legal. El jurista malikí de Qayrawan Saḥnūn (m. 820) condenó toda usurpación de los caminos públicos, siendo obligada la restitución aunque hubiesen pasado veinte años “porque los caminos públicos no prescriben”. Pero introduce dos correctivos:

  • Acepta el hecho cumplido sobre el suelo usurpado si existe un edificio ocupado, la posesión se ha realizado desde hace tiempo, no se ha producido protesta alguna y se ha olvidado el origen exacto de la ocupación. Esa larga posesión en el tiempo implica que el ocupante queda protegido contra una posible reivindicación, pero sin conferirle la propiedad plena y efectiva. Es, en cualquier caso, una puerta abierta al abuso, sobre todo en época de desorden o de debilidad de la autoridad, y que pueda llevar a que se toleren usurpaciones del dominio público y a que se atente contra los caminos públicos.
  • Saḥnūn prohibió que se acaparase el finā’ si ello suponía que se impedía el paso, lo cual implica que se admite lo que no impide el paso. Otro jurista malikí admite el hecho cumplido como también lo hace Ibn al-Imām de Tudela cuando la invasión de la vía pública es tan leve que no incomoda a nadie, en concreto, si se sigue permitiendo el paso de camellos cargados con fardos, fijándose la dimensión mínima de la vía pública en 7 codos  (entre 3,36 y 3,78 metros), anchura en principio estimada para una calle privada por el fundador de la escuela malikí y que los malikíes acaban adoptando para las vías públicas (1). Muḥammad b. Talīd (m. 908) conectó la anchura de la calle a quienes pasan por ella: si son hombres, siete codos; si también ganado y vacas, 20 codos. Hubo otros juristas que se mostraron más severos. En Túnez, el cadí Ibn ‘Abd al-Rafī` ordenó a Ibn al-Rāmī (siglo XIV), maestro albañil, que destruyese las tiendas que habían sido construidas por los vecinos de una calle, en todos los tramos de esa calle, independientemente de si la calle se había estrechado mucho o poco. El hecho de que se mostrase tan firme indica que se sentía apoyado por un gobernante fuerte, ya que la norma parece haber sido la indulgencia.



Callejón de la Alcuza (Sayalonga, Málaga). Diputación de Málaga.

Otros casos de apropiación de la vía pública mencionados en los dictámenes legales son la construcción de un abrevadero o el caso de unos tintoreros que extienden sus tejidos teñidos y mojados sobre la calle molestando a los transeúntes  y ensuciando sus vestidos. También los tenderos tendían a ir acaparando la vía pública con sus puestos y en el caso de un zoco en Túnez, los cadíes intentaron evitarlo pero no lo lograron.

¿Quiénes son los que hacen apropiaciones? Si eran gentes poderosas, los afectados podían no iniciar un litigio y esta falta de acción en contra podía llevar a la prescripción adquisitiva (ḥiŷāza). El jurista qayrawaní al-Suyūrī (m. 1067) fue preguntado por el caso de una persona que había incluido dentro de su casa una parte de la vía pública y contra el que los vecinos habían iniciado un litigio después de veinte años. Contestó que lo que había sido construido debía ser destruido, restituyendo a la vía lo que le había sido robado si la prueba (bayyina) era clara. No podía haber prescripción adquisitiva en este caso. La tentación de apropiación parece haber sido fuerte y debía ocurrir con frecuencia: por ello, al-Ŷazīrī (m. 1189), autor de una compilación de documentos notariales, incluye un acta para casos de invasión de la vía pública.


Los callejones o adarves

Las calles y callejuelas sin salida eran consideradas propiedades privadas sobre las que tenían derecho los vecinos, ya fuesen individuos o grupos familiares. Su beneficio es común a todos los vecinos y por ello ninguno tiene el derecho de hacer nada en ellas —puerta, saledizo o foso, en la zona que sea— si no es con el acuerdo de las otras personas que allí residen. Por otro lado, cada vecino tiene un derecho de uso preferencial (mirfaq) a lo largo de su muro, junto a su puerta. Por ello, a los vecinos les interesa mostrar generosidad con los demás, permitiendo, por ejemplo, a su vecino poner una viga en sus muros o darle derecho de paso sobre su fondo, así como no molestarse entre sí (un vecino no puede abrir una puerta justo enfrente de la puerta de su vecino para evitar la intrusión visual). Para prevenir los litigios, se les anima a alcanzar el consenso y actuar en común.

Aparte de aquellos aspectos que estaban en manos del gobernante, la formación de una ciudad dependía en gran medida de las decisiones y acciones de los que residían en los barrios, ya que cuando construían sus casas y otras estructuras se veían influidos por las propiedades adyacentes a las que tenían que ajustar sus propios diseños. Las alineaciones de las calles respondían a las estructuras que a lo largo de ellas se creaban y a los cambios que ocurrían en ellas. El sistema era auto-regulador y adaptativo.

El barrio en una ciudad islámica pertenece a sus habitantes y de alguna manera es una prolongación de las casas, por ello Juan Zozaya dijo que los callejones estrechos penetrando en las manzanas siguen las mismas pautas que los pasillos en las casas, como sistema de acceso a los domicilios o a las habitaciones. Las vías internas de los barrios dependen en gran medida de la discreción de sus habitantes y de ahí que se forme una red arbórea de calles.

Callejón de la Soledad (Toledo).Wikimedia Commons.

Estas calles o callejones de los barrios que se ramifican de las vías públicas se conocen como adarves y pueden acabar siendo callejones sin salida. Los juristas no parecen haberse preocupado por fijar la anchura de los callejones. El fundador de la escuela malikí se limitó a decir que esa anchura debía equivaler a la distancia que permitiese el paso de una carga sobre una montura, refiriéndose posiblemente a las dos cargas simétricas cargadas sobre un camello  acompañado por su dueño (2).

Este tipo de callejones están atestiguados en las fuentes árabes andalusíes desde fechas muy tempranas. Leopoldo Torres Balbás concluye: “Los barrios de habitación de las ciudades hispanomusulmanas estaban, pues, formados en gran parte por una yuxtaposición de adarves, cuyas puertas se abrían a calles de tránsito libre. El adarve podía estar abierto por su otro extremo a una calle, a un corral, o cerrado, es decir, en este último caso, sin salida; unas veces se reducía a una pequeña calle o callejón —adarvillo o adarvejo en el castellano medieval— y otras tenía varias calles o callejuelas y aún, en ocasiones, como el de la Sueca de Toledo, una plazoleta en la que se celebraba un mercadillo. En el adarve podía haber pocas o muchas viviendas, según su extensión. Treinta y tres hemos visto que encerraba uno de Mallorca y nueve el de Dabuchec de la misma ciudad”.

¿Qué tipo de actuaciones se les permitía a los vecinos cuyas residencias daban a los callejones? ¿Podían actuar como quisieran, por ejemplo, abriendo puertas (3), o tenían que ponerse de acuerdo para cualquier modificación o innovación? Para los malikíes —de nuevo— rige el principio de lā ḍarar: cada vecino puede hacer lo que quiera mientras no moleste a los demás. La práctica de Córdoba era que toda apertura de puerta requería el acuerdo de los vecinos. El jurista de Qayrawan al-Suyūrī fue preguntado por una casa que estaba al fondo de un callejón cuyo propietario construyó una extensión metiéndose en la vía tres codos; cubrió además la extensión con una galería que incluía una cocina. La respuesta fue que era indispensable volver al estado original. Saḥnūn ya había dicho que era necesario tener el consenso de los vecinos para cualquier cambio que se hiciese en un callejón, de manera que es de suponer que el propietario no había buscado tal consenso. El jurista cordobés Ibn ʽAttāb (m. 1069) emitió una fetua en la que concluía que, si los vecinos estaban de acuerdo en reparar un adarve, el que rehusase contribuir debía ser obligado a hacerlo.

La práctica de cerrar un callejón con una puerta está atestiguada en ciudades como Qayrawan durante el siglo X y en las ciudades andalusíes desde el s. XIII. Ibn Saʽīd (m. 1286) registró en efecto que en las ciudades de al-Andalus había adarves con puertas que se cerraban por la noche y que en cada calle había serenos armados que llevaban una luz y  un perro de vigilancia. Esta precaución era necesaria para evitar los asaltos, robos y asesinatos nocturnos. Esto se hacía no sólo por razones de seguridad contra ladrones y tal vez contra soldados que exigían pagos, sino —como bien ha señalado Jean-Pierre van Stäevel— por fenómenos de cristalización puntual de grupos de solidaridad familiar y vecinal, marcados por una pertenencia topográfica común. Esta práctica podía dar lugar a litigios cuando nuevamente no había habido consenso entre los vecinos o cuando uno de los vecinos sufría molestias por el ruido de la puerta cuando se abría y cerraba. En Túnez, el dueño de varias casas que daban a un callejón puso una puerta para cerrarlo, pero el dueño de una de las casas que también daba al callejón lo denunció ante el juez y éste ordenó que la puerta fuese demolida y que con la venta de los escombros se pagase al operario encargado de la demolición. Otro caso —estudiado por Mazzoli-Guintard— recoge que un hombre construyó una casa cuya parte trasera daba a un callejón sin salida que pertenecía a un grupo familiar (qawm). El hombre abrió una puerta en ese callejón. Al cabo de tres años, las gentes del callejón vendieron su casa y el comprador quiso hacer cerrar la puerta alegando que se trataba de una modificación reciente. Los alfaquíes consultados contestaron que el nuevo propietario no tenía derecho a protestar y que solo los vendedores tenían ese derecho, es decir, sólo si hubiese habido un litigio anterior a la venta podría el nuevo comprador haber tenido derecho a actuar.

Saledizos

El derecho romano prohibía explícitamente la construcción de saledizos sobre una vía pública. En el derecho islámico y en concreto en el malikí no hay nada parecido. De nuevo, los juristas malikíes permitían esas construcciones siempre y cuando no causasen molestia a los transeúntes. Saḥnūn dice además que si alguien es propietario de una casa a cada lado de una calle puede construir un puente de unión entre ambas, mientras que otro jurista, Ibn Ziyādat Allāh, lo prohibió aunque no sabemos si las circunstancias eran las mismas. Esta permisividad se puede entender como una extensión del concepto de finā’. Entre las condiciones que se imponen está el hecho de que esas extensiones sobre la vía no debían provocar oscuridad, aunque el hecho de que esos saledizos quitasen luz podía no ser mal visto en sitios calurosos. Ese tipo de construcciones además tenían que tener la suficiente altura como para permitir el paso de quienes fuesen montados. Se llega incluso a contemplar la posibilidad de rebajar la calle para evitar causar perjuicio a los transeúntes que van montados.

Otros asuntos que dan lugar a discusiones legales

A diferencia del derecho romano, el derecho islámico no impone nada respecto a proteger el aspecto exterior de las casas y las calles. ¿Qué pasa cuando un edificio ha caído en ruinas en una calle y el lugar se llena de basura? Saḥnūn dijo que el dueño era responsable de la limpieza del lugar, bastando con que solo hubiese molestado a un vecino. Pero si molestaba a más, todos los vecinos eran responsables de ocuparse de la limpieza del lugar, pues, como dijo Ibn Abī Zayd, lo más probable era que hubiesen sido los vecinos los que hubiesen tirado la basura.

Respecto a la evacuación de aguas, se diferenciaba entre las aguas pluviales y las aguas fecales. La evacuación del agua de lluvia desde una casa a la calle no se veía mal siempre y cuando no afectase al vecino de enfrente por ser la calle estrecha. En un callejón sí se prohibía a no ser que se hubiese creado una costumbre. Si eran aguas sucias estaba prohibido que saliesen a la calle.

Callejón del Albaicín (Granada). Wikimedia Commons.

La puerta de la sala de abluciones de una mezquita que daba a la calle fue desplazada hacia el interior de la mezquita. A partir de ese momento, los niños y las gentes que no deberían entrar en la mezquita empezaron a meterse en la sala de abluciones. Algunas gentes del barrio opinaron que había que volver a colocar la puerta en su anterior sitio y algunos de los ulemas consultados se mostraron de acuerdo.

Se plantea la siguiente cuestión: el gobernante ha construido unas tiendas que alquilan las gentes para comerciar y junto a esas tiendas hay tres mezquitas con unos imames asalariados. Uno de los tenderos empezó a hacer la oración a mitad del día y a mitad de la tarde, parándose en medio de las tiendas en el momento de la oración y llamando a las gentes a que fuesen a rezar con él. Los otros tenderos empezaron a hacerlo así, dejando de acudir a las mezquitas ‘oficiales’. Los alfaquíes consultados condenaron que se rezase en el zoco. Entre los pocos hadices (tradiciones del Profeta) que tratan temas relacionados con las calles se cuenta uno en el que prohíbe que se rece en ellas.

Un tendero dijo a su empleado que echase agua sobre una vía pública y como consecuencia de ello una persona murió. El jurista hanafí Abū Yūsuf opinaba que si el tendero se beneficiaba por mojar la calle era responsable por el daño que tal acción podía haber causado. Si alguien monta a un animal en la vía pública y el animal se tropieza y mata a alguien, su propietario es responsable, pero solo si el animal ha utilizado las patas delanteras (que el propietario controla), no las patas traseras o la cola que el propietario no controla. También es responsable si había parado al animal en medio de la calle, pero no si el animal circulaba. En general, si el animal es doméstico el propietario no es responsable. Preguntado Mālik por la balconada de una casa que se había caído matando a un transeúnte, respondió que no se puede considerar responsable a quien la había hecho construir.

Reflexiones finales

La idea de un trazado irregular de calles que caracterizaría a la ciudad islámica por serlo ha sido abandonada por haberse demostrado que en ciudades fundadas por musulmanes hay una planificación con regularidad de trazado y porque el aspecto laberíntico lo produce en realidad una evolución histórica. ¿Cuándo se produce y por qué?

En la evolución histórica pudo haber influido la herencia de la Tardo-Antigüedad, la inseguridad ciudadana o la acción de grupos familiares; según Bulliet, el abandono del tráfico rodado ha de ser tomado en cuenta. Decisiva parece haber sido la influencia del derecho islámico que permite apropiaciones de la calle que poco a poco le van confiriendo un trazado irregular. A pesar de reticencias iniciales, los juristas malikíes dieron muestra de una gran tolerancia cuando el suelo acaparado estaba construido desde hacía tiempo, cuando la persona afectada no había protestado y sobre todo cuando la construcción invasiva no afectaba al tráfico. Para van Staëvel, la obstrucción de una vía y su transformación en callejón se produce por evolución y es circunstancial, no estructural. Mazzoli-Guintard nos recuerda además que la impresión de desorden es errónea: hay una jerarquización entre las calles que responde a las necesidades de la vida económica y social. Así, en Murcia había cuatro categorías de calles: las vías de comunicación principales, escasas en número, que ponen en relación el centro de la ciudad con las puertas; luego, las calles que salen de estas vías principales para articular en torno a ellas los sectores de la ciudad, las calles principales de los barrios; en tercer lugar, calles públicas secundarias que completan la red de las calles de un barrio; en cuarto lugar, los callejones que representan las últimas ramificaciones del sistema y que dan acceso a las viviendas. Frente a la interpretación tradicional de una ciudad que se transformaba de manera anárquica por la iniciativa individual, de las obras jurídicas se deduce una ciudad gestionada por sus ciudadanos para su beneficio común, recurriendo al aparato judicial para regular los abusos de los vecinos.

NOTAS:

Esta panorámica —que está basada en los estudios citados en la Bibliografía, donde se encuentran las referencias de los ejemplos dados— se presentó en 2017 en el VIII Taller Toletum ¿Conectando ciudades? Vías de comunicación en la Península Ibérica, Universidad de Hamburgo. https://www.toletum-network.com/es/2017/10/toletum-viii-staedte-verbinden-kommunikationswege-auf-der-iberischen-halbinsel/.

(1) Cf. la anchura de 5 y 6 metros de las vías de Mérida.

(2) En 1845 la anchura de una calle en El Cairo se determinó midiendo la anchura de dos camellos cargados con fardos.

(3) Mazzoli-Guintard ha señalado que la frecuencia de litigios a los que daba lugar la apertura de puertas en las calles se refleja en el hecho de que al-Yaziri en su formulario notarial incluye un acta para denunciar el perjuicio causado por la apertura de una puerta.

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jueves, 7 de enero de 2021

LA DIVERSIDAD DE JUECES EN AL-ÁNDALUS

 

LA DIVERSIDAD DE JUECES EN AL-ANDALUS

Está fuera de discusión que la piedra angular del aparato jurídico del islam medieval y, por tanto, de al-Andalus, es el cadí, el juez; pero, asimismo, hay que constatar que el ejercicio y la práctica del Derecho islámico eran de una gran sofisticación y complejidad, palpables tanto en su literatura jurídica, como en el número de sus hombres dedicados al Derecho y en la estructura de su administración de justicia; la diversidad y especialización de jueces es una prueba de ello.

JUAN MARTOS QUESADA
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

La maquinaria jurídica, la estructura jurídica, alcanza en al-Andalus un grado de complejidad y coherencia que difícilmente hallamos en otras instituciones de este tipo durante la época medieval. Ante la provisionalidad y la estrecha interdependencia con el poder central que registramos, por ejemplo, en la sociedad goda anterior a la entrada de los árabes en la Península Ibérica, las instituciones jurídicas andalusíes muestran, al menos teóricamente, su autonomía de funcionamiento respecto al emir o califa, y el juez, el cadí, no sólo emite sentencias, sino que sus soluciones crean jurisprudencia.

Por otra parte, la escasa atención que el Derecho romano concede a la creación de instituciones que arbitren litigios entre particulares, al estar más volcado en el Derecho público, no encuentra paralelo en el Derecho musulmán que, al fundamentarse en principios religiosos y éticos, hace del estatuto personal y del Derecho privado uno de sus campos favoritos de actuación.

La jurisprudencia y el estilo mismo de los tribunales musulmanes viene determinado por ese principio religioso que impregna las instituciones islámicas de una legitimidad diferente a la dada por el poder político y que, en última instancia, posibilita la formación de un poder legislativo al margen del gobierno y una vida de las instituciones jurídicas mucho más regular y autónoma al no depender de forma rígida del soberano. La asimilación de funciones no específicamente jurídicas por el juez y el papel central que juega en determinadas ceremonias religiosas, son otras tantas pruebas de esta relación Derecho-Institución-Religión, pero hay que tener cuidado de no hacernos caer en el simplismo de calificar el cargo de juez, de cadí —eje principal de toda la maquinaria jurídica— como un cargo religioso más: si bien durante la formación del Derecho musulmán, en los primeros tiempos de la hégira, es necesario hablar del cadí como una institución que se mueve a lo largo del mundo religioso, la posterior evolución, desarrollo, complejidad y autonomía que alcanza la estructura jurídica, nos obliga a ver al cadí desde una perspectiva fundamentalmente jurídica.

En cuanto a al-Andalus, la composición y características del elemento institucional jurídico no se diferencia, en líneas generales, del desarrollado en Oriente o el Norte de África, aunque, como veremos más adelante, ello no nos impida hablar de una “especificidad” del Derecho arábigo andalusí: los rasgos diferenciadores andalusíes del mundo jurídico se mueven, sin embargo, en las mismas coordenadas que se observan en todo el mundo musulmán.

Los datos dispersos extraídos de las fuentes han permitido recomponer el esquema básico de la estructura jurídica en al-Andalus que, tras varios tanteos durante el valiato y el emirato (siglos VIII y IX), acabó por decantarse en la forma administrativa del emir ‘Abd al-Raḥmān II (822-852). El sistema jurídico aplicado durante la época omeya, es decir, hasta principios del siglo XI, se repitió sin muchas variaciones durante los reinos de taifas (s. XI), los almorávides y los almohades (siglo XII), e incluso durante el reino nazarí de Granada (siglos XIII-XV).

El eje principal de toda la estructura jurídica es el juez, el cadí (al-qāḍī), aunque no era, desde luego, la única autoridad judicial de una ciudad o comunidad islámica. En la práctica, las funciones judiciales quedaban limitadas a cuestiones personales (conflictos matrimoniales, herencias, etc.) y a asuntos de índole civil que implicase perjuicio a un miembro de la comunidad, por ejemplo, el incumplimiento de un contrato.

El cadí al-Bunnāhī (siglo XIV), en su obra al-Marqaba, nos señala algunas de las funciones específicas del cadí: a) el juez debe juzgar entre los litigantes y aplicar la justicia a los infractores de la ley, procurando dar satisfacción en cada caso y debiendo seguir obligatoriamente la Ley religiosa (šarī‘a); b) debe imponer la justicia para con los oprimidos; c) debe velar por los intereses de los locos y de los disminuidos psíquicos; d) debe juzgar acerca de los testamentos y herencias; e) debe ocuparse del matrimonio y de los huérfanos; f) deberá administrar los bienes procedentes de donaciones piadosas; g) deberá velar por la seguridad de los caminos; h) deberá castigar a los infractores de la Ley: ladrones, adúlteros y borrachos; i) deberá juzgar con igual justicia entre los ricos y los pobres, entre los hombres y entre las mujeres; y j) deberá en todo momento elegir testigos fieles, dignos de todo crédito y honrados.

Su nombramiento era debido al soberano, que lo hacía tras consultar a sus más íntimos cortesanos, con lo que las intrigas palaciegas y las presiones de todo tipo no estaban a veces muy lejos de estas denominaciones; aparte de este modo de nombramiento, el escritor y cadí al-Jušanī (siglo X) nos ofrece, asimismo, algunos ejemplos de cadíes nombrados por los gobernadores de las provincias, los valíes, en representación del soberano. No obstante, se detecta también en al-Andalus, una tercera forma de nombramiento: la ancestral costumbre de que sea la misma comunidad la que elija a sus propios árbitros, a sus propios jueces, se da también, aunque siempre en nombre —formalmente— del emir o califa.

La circunscripción judicial de un cadí es un problema aún no resuelto de manera satisfactoria pues, aunque lo normal es encontrar un cadí por ciudad, en varias ciudades se registra la presencia simultánea de varios jueces. La duración del cargo de cadí en al-Andalus es de lo más variado y va desde los que ejercen sólo un día, hasta los que imparten justicia en una ciudad durante cuarenta años.

Los requisitos para el ejercicio del cargo en al-Andalus no son en absoluto técnicos o de conocimientos especiales en Derecho (función que cumplían los miembros de la šūrà, del Consejo consultivo del cadí), sino que, siguiendo las indicaciones del fundador de la escuela malikí, Mālik b. Anas, debe ser, ante todo, un hombre justo, recto, sabio y virtuoso. Otros autores, en sus obras jurídicas, nos han hecho llegar la lista de condiciones que los cadíes debían observar. Existen una serie de condiciones obligatorias y otra serie de condiciones deseables. Las condiciones obligatorias serían: a) el cadí debe ser varón; b) ha de ser inteligente y sensato; c) el juez nunca puede ser infiel, ha de ser siempre musulmán; d) el cadí debe ser una persona libre, un esclavo no pude ejercer el cadiazgo; e) ha de ser mayor de edad; f) el juez tiene que ser en todo momento justo y recto; g) deberá tener conocimientos suficientes del Corán y de las tradiciones, de la sunna ; h) han de tener buen sentido de la vista y el oído, así como no tener incapacidad física para hablar.

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Las condiciones deseables serían: a) el juez ha de procurar tener conocimientos suficientes de la lengua árabe; b) deberá tener, asimismo, conocimientos básicos de materia notarial; c) es conveniente que sea una persona piadosa; d) es deseable que sea rico, a fin de evitar la tentación de soborno, pero, si es pobre, el emir o califa deberá ayudarle con un sueldo por su labor; e) ha de procurar ser paciente, benévolo, indulgente, misericordioso y humano, en especial con los huérfanos y viudas; f) en la medida de lo posible, el juez deberá ser un sabio en asuntos religiosos; g) no deberán importarle las censuras y las críticas de la gente; h) deberá ser respetable, firme y recto en sus juicios; i) no deberá ser hijo de bastardo ni tampoco ser objeto de maledicencia; k) deberá no haber sido anteriormente castigado; y, por último, k) el cadí ha de procurar ser una persona hábil y no torpe en el ejercicio de sus funciones.

El cadí, aparte de sus funciones puramente judiciales, puede ser también el responsable del control de las fundaciones pías, de las fundaciones económicas de carácter religioso (awqāf  o bienes habices) y de la supervisión del amplio conjunto de servicios sociales para los que se habían instituido los bienes habices, lo que significaba el control de una considerable parte de lo que hoy llamaríamos “presupuesto municipal para acciones sociales”. 

Con el transcurso del tiempo, el juez urbano asumió responsabilidades tales como la administración de bienes de las personas incapacitadas mentalmente, de los huérfanos, etc., así como la supervisión de las últimas voluntades de las donaciones “mortis causa” o de la gestión del matrimonio de las jóvenes casaderas que no disponían de tutor para concertarlo.

En suma, el prestigio moral del cadí andalusí, su supuesto despego de la vida mundana,  hace que el juez tenga un relieve social y una incidencia decisiva en la comunidad islámica, que tendrá como consecuencia que el poder estatal, el poder central, intente  participar, cada vez más, en el control de estos jueces, una vez efectuado su nombramiento por parte de ese mismo poder.

Como era de esperar, el número y la diversidad de las responsabilidades sociales y judiciales de los cadíes, hicieron precisa la ayuda de un determinado número de colaboradores y ayudantes, así como el nombramiento de jueces especiales o auxiliares. Veamos el número y las funciones de estos jueces:

  • qāḍī l-ŷund (juez del ejército); este juez es, en Oriente y en las primeras crónicas de al-Andalus, el juez de las tropas en campaña, pero, en la Península Ibérica, según el historiador Ibn al-Qūṭiyya (siglo X), es el término también utilizado para designar al juez de Córdoba, al juez de la capital omeya, hasta la época del emir Muḥammad I (882-856), en que el cargo recae en un personaje que no pertenece al ŷund, al ejército de origen sirio, cambiándose el nombre por el de qāḍī l-ŷamā‘a (juez de la comunidad), 
  • qāḍī l-ŷamā‘a (juez de la comunidad islámica); sus funciones fueron paralelas y similares al denominado qāḍī l-quḍāt (juez de jueces) en el Oriente abasí, aunque en absoluto poseía en al-Andalus el carácter de vértice máximo de la jerarquía cadial que tenía en Oriente. Sin llegar a ser una especie de ministro de Justicia ni nada parecido, era un cargo nombrado por los soberanos omeyas andalusíes durante los siglos IX y X, con la misión de supervisar e investigar la conducta de algunos jueces acerca de los cuales se habían recibido denuncias.
  • qāḍī l-quḍāt (juez de jueces); este cargo solo apareció en al-Andalus durante la decadencia del califato, a principios del siglo XI, como una servil imitación de Oriente, pero sin que este cargo tuviera alguna autoridad sobre los otros jueces.
  • qāḍī l-naṣārà (juez de los cristianos); era el encargado de dirimir los litigios ente cristianos cuando estos decidían acudir a él, o bien cuando surgía un conflicto entre un cristiano y un musulmán; es de resaltar las escasas noticias que, acerca de este cargo, se detectan en las crónicas históricas.
  • qāḍī l-‘askar (juez del ejército); era el encargado de ejecutar la acción judicial entre las tropas de campaña; el nombre de qāḍī l-ŷund (cadí del ejército), al que hemos hecho referencia anteriormente, sólo se aplicaba en al-Andalus para las tropas de origen sirio que entraron en los primeros años.
  • qāḍī l-ankiḥa (juez del matrimonio); tenía su circunscripción en todo lo relacionado con el matrimonio, siendo muy popular y conocido a juzgar por las frecuentes menciones que de él se hace en las fuentes y por la abundancia de ejemplos prácticos que sobre este tema hay en los tratados jurídicos de la época.
  • qāḍī l-miyāh (juez de las aguas); tenemos noticias de la existencia de este juez de las aguas, entre cuyas atribuciones estaba la de arbitrar los conflictos causados por el derecho a la irrigación, etc.
  • qāḍī l-ṯagr (juez de la frontera); cadí con poderes y atribuciones más amplias, enviado a las zonas fronterizas de al-Andalus; este cargo fue más conocido en la época del reino nazarí de Granada.

Además de estos jueces especiales con funciones específicas, tenemos en al-Andalus una serie de jueces secundarios que, en la práctica, eran personas en las que el cadí delegaba ciertas funciones, ciertas tareas, y que dependían directamente de él. Mencionaremos a los tres más relevantes:

  • ḥākim; término utilizado a veces en lugar de cadí —en especial por los autores orientales—, y que ha sido una figura bastante confusa hasta ahora. Para algunos autores, como Gaudefroy-Demombynes, es un magistrado encargado de la justicia administrativa extra-coránica; para otros autores, como Dozy, sería un funcionario que ejecutaba la sentencia pronunciada por el cadí; mientras que para otros autores, como Lévi-Provençal, sus funciones se confundirían con las del ṣāḥib al-aḥkām, el auxiliar del cadí para la ejecución de las sentencias que, poco a poco, fue teniendo cada vez más importancia en la maquinaria jurídica andalusí, pero que, en un principio, era una especie de juez subalterno con competencia en asuntos de escasa importancia o en barriadas o lugares dependientes del cadí, en donde actuaba siempre en delegación del mismo.
  • musaddid; siguiendo las indicaciones del escritor Ibn Sa‘id (siglo XIII), esta institución era una especie de juez de competencias limitadas, parecido al actual juez de paz español, que resolvía en los pueblos y aldeas litigios de poca monta.
  • nā’ib alqāḍī; era un sustituto del cadí con plenos poderes para resolver cuestiones jurídicas de todo tipo.

Ya hemos adelantado que no sólo el cadí tiene competencia para juzgar. Dejando a un lado al emir o al califa y su plena potestad para juzgar cuando lo crean conveniente, hay una serie de instituciones que actúan como magistraturas secundarias, al tener entre sus funciones capacidad para juzgar y dar sentencia en determinados casos. Al menos cinco instituciones andalusíes más tienen esta capacidad: el ṣāḥib al-sūq, ṣāḥib al-šurṭa, ṣāḥib al-madīna, ṣāḥib al-radd y ṣāḥib al-maẓālim.

  • ṣāḥib al-sūq (el señor del zoco); ampliamente estudiado para al-Andalus por Pedro Chalmeta, fue un cargo municipal importante, encargado en particular del zoco, del mercado. Sus funciones judiciales se ven, por ejemplo, en su capacidad de actuar como árbitro en las disputas suscitadas entre patronos y empleados, así como en otros casos en que no era necesario presentar pruebas o en los que, en principio, los derechos de una parte no eran discutidos por la otra. Al contrario que el cadí, el señor del zoco puede intervenir por iniciativa propia, sin esperar que los litigantes vengan a él o que medie denuncia, a fin de evitar las disputas.
  • ṣāḥib al-šurṭa (el señor de la policía); era el encargado de la justicia represiva, de la policía, y hacía uso de sus atribuciones jurídicas en aquellos casos en que el cadí, tanto en materia civil como criminal, se declaraba incompetente para dictar sentencia, basándose en problemas de forma o procedimiento. Esta jurisdicción, que sin duda complementaba a la del cadí, era a su vez más flexible y arbitraria que ésta y tenía a su disposición una amplia gama de penas correccionales.
  • ṣāḥib al-madīna (el señor de la ciudad); el zalmedina, magníficamente estudiado para Córdoba por Joaquín Vallvé, aunque era un cargo muy específico, lo cierto es que, en la práctica concentraba en él una serie de funciones muy amplias y complejas, que iban desde garantizar el orden público hasta la recaudación de impuestos, así como algunas intervenciones de resolución de conflictos muy cercanas a las competencias del cadí. 
  • ṣāḥib al-radd (juez de apelaciones); aparecen en la época omeya dos jurisdicciones especiales, cuya naturaleza es obscura aún debido a las lagunas existentes en su documentación: el ṣāḥib al-radd y el ṣāḥib al-maẓālim. La primera es típica del Occidente musulmán y Lévi-Provençal la define, basándose en los datos proporcionados por Ibn Sahl, como una institución a la que iban a parar algunas sentencias recurridas, “devueltas”, de los cadíes, no dictando él mismo la suya más que en asuntos que los cadíes desviaban de sí por parecerles “dudosos” en su planteamiento o en alguno de sus aspectos. Esta institución cayó en desuso a partir del siglo XI a favor del ṣāḥib al-maẓālim.
  • ṣāḥib al-maẓālim; era en realidad una institución de apelaciones a la que cualquier musulmán podía recurrir si se sentía perjudicado o agraviado por una sentencia injusta; sentenciaba sólo en casos extraordinarios y, aunque tenía amplias facultades en Oriente, como hemos visto con anterioridad, su escasa incidencia en al-Andalus se ve confirmada por las raras citas que en las fuentes y crónicas andalusíes se hace de este cargo.

En conclusión, podemos afirmar que la estructura jurídica andalusí, la maquinaria jurídica de la España musulmana poseía una sofisticación digna de los Estados centralistas y con una sólida red administrativa.

PARA AMPLIAR:

  • LÓPEZ ORTIZ, José, Derecho musulmán, Barcelona, Labor, 1932.
  • MARTÍNEZ ALMIRA, M.ª Magdalena, Derecho procesal malikí hispanoárabe, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2006.
  • MARTOS QUESADA, Juan El mundo jurídico en al-Andalus, Madrid, Ediciones Delta, 2004.
  • MARTOS QUESADA, Juan, “Poder central omeya y poder judicial en al-Andalus: nombramiento y destitución de cadíes”, en Rachid El Hour (coord.), Cadíes y cadiazgo en al-Andalus y el Magreb medieval, Madrid, 2012, pp. 121-146.
  • PELÁEZ PORTALES, David, El proceso judicial en la España musulmana, Córdoba, Ediciones El Almendro, 2000.