SEFARAD. LOS JUDÍOS EN ESPAÑA
Formación y expansión de las comunidades judías en España
Los orígenes de
la presencia de los judíos en la Península Ibérica son francamente inciertos.
Las propias élites hebreas se ocuparon de diseñar varias mitologías
genealógicas que alejaran a este pueblo de la crucifixión de Jesús, pues el
estigma del deicidio los acompañó a lo largo de toda la Edad Media en Europa.
Cuando los
visigodos se establecieron definitivamente en Hispania, las principales
comunidades hebreas se localizaban en Tarragona, Tortosa, Sagunto, Elche,
Córdoba y Mérida. La comunidad judía de Toledo iría cobrando importancia y
aumentando su tamaño una vez que esta ciudad se convirtió en capital del reino
visigodo a mediados del siglo VI.
La convivencia
transcurriría sin demasiados sobresaltos hasta la celebración del III Concilio
de Toledo, en el año 589, donde los judíos empezarían a ser vistos como una
amenaza para la unidad religiosa del reino, como ocurriría nueve siglos
después. Es a partir de ahora cuando se pondrían en marcha leyes antijudías,
bien inspiradas directamente en las del Concilio o bien radicalizándolas.
unidad judía y Al-Andalus
No se puede
descartar que años de política antijudía continua empujaran a las comunidades
hebreas a apoyar directamente a los invasores musulmanes procedentes del norte
de África en el año 711. Historiadores occidentales y musulmanes han puesto de
relieve esta colaboración que consideran suficientemente probada.
Se ha tendido a
asegurar, en este consenso, que fueron precisamente los mayores núcleos de
población de confesión hebraica los que se mostraron como colaboradores más
activos. El esfuerzo transgresor no fue en vano: las comunidades gozaron de la
protección de las primeras autoridades musulmanas; gracias a ello, vieron
crecer el número de miembros y la posición social y económica de los mismos
mientras que, aquellos que habían sido convertidos forzosamente al
cristianismo, pudieron volver al judaísmo.
Sin embargo, la
libertad plena no existía en tanto que siempre serían considerados súbditos de
segunda mientras no se convirtieran al Islam. A partir del año 716, con el
establecimiento del califato omeya, algunos judíos pasarían a colaborar
estrechamente con las autoridades andalusíes. La estrella de los judíos comenzó
a apagarse cuando se vieron directamente implicados en las guerras civiles de
los reinos de taifas que sangrarían Al-Andalus a partir del año 1031.
La presencia de
comunidades judías en los reinos cristianos del norte peninsular que iniciarían
la (re)conquista de los territorios musulmanes de Al-Andalus, es prácticamente
obviada en las fuentes que se conservan entre los siglos VIII y IX. Tan sólo en
la Marca Hispánica se poseen más testimonios, quizá porque al tratarse de un
territorio que era parte del Imperio Carolingio, la cohesión social y política
de redundaba en un aumento de los testimonios escritos, los cuales hablan de la
importancia de la comunidad judía asentada en Montjuic.
Por lo que se
sabe a través de otros pocos testimonios escritos semejantes y lo que se deduce
de los mismos, las comunidades hebreas se hallaban perfectamente asentadas en
los diferentes reinos cristianos y su marco legal estaba definido de modo
concreto, en el caso de Barcelona, por ejemplo, por lo que marcaban los
privilegios establecidos por los condes de Bacelona y los Usatges.
El Conde de
Barcelona acogía a los judíos bajo su protección pero esto suponía -como
ocurría con el resto de reyes de la Edad Media- que quedaban por completo a
merced -más que en otros casos- del soberano y del derecho consuetudinario
local.
re
la aceptación y la desconfianza
Entre los siglos
XII y XIII los judíos son aceptados y bien recibidos debido a la necesidad de
repoblar los territorios conquistados a los musulmanes. Salvo problemas
aislados y de carácter muy local, con la expansión política y militar del
cristianismo, la convivencia con otras confesiones religiosas se hizo más fácil
en estos territorios. Algunos cronistas de la época, como Ramón Llull, dan
testimonio de esta situación. Sin embargo, el bagaje antijudío que arrastran
consigo numerosas fuentes cristianas seguía vigente, alimentando un sentimiento
de rechazo larvado que crecería a partir del siglo XIII.
Se
puede asumir que los judíos nunca fueron totalmente integrados aunque sí
ampliamente tolerados. Las dificultades económicas serias serían el detonante
para un estallido antijudío en una acción convergente de los estamentos
populares y las élites dirigentes. Y es que, con la persecución, todos ganaban:
los primeros hallan un chivo expiatorio al que culpar de sus dificultades
utilizando argumentos religiosos, mientras que los poderosos observan la
utilidad de la demonización de los judíos como un recurso para desviar la
atención de las iras de la población hacia sus propias personas.
La política de
aceptación y protección que habían disfrutado los judíos de la Península
Ibérica bajo el mandato de Pedro I, se hizo añicos por la guerra civil librada
por este monarca contra Enrique II y los nobles rebeldes que lo apoyaban. La
propaganda antijudía, que no había dejado de crecer en todo el siglo XIII y la
primera mitad del XIV, mostraba ahora sus efectos en toda su crudeza. La
propaganda del hijo bastardo de Pedro -Enrique II- nunca fue un secreto, y,
tras el triunfo de los sublevados, las Cortes y las clases populares se
lanzaron conjuntamente contra los judíos.
De 1366 a 1369, la comunidad
hebrea vivió sus años más negros, en los que, a las confiscaciones se les sumó
las sanciones económicas, el saqueo de aljamas y la matanza de parte de sus
habitantes, aprovechando el desconcierto sembrado por la guerra civil.
Con el triunfo de
Enrique II se puso de manifiesto quién era quién en la política antijudía. La
casa Trastámara había utilizado la propaganda de rechazo al judío como un medio
para ganar adeptos para su causa, desprestigiando así a Pedro I. En 1369
Enrique ordena suspender el pago de la deuda a judíos y musulmanes pero esta
decisión vino dada por la resistencia que ciertos miembros de esta comunidad
habían opuesto al avance de sus tropas.
En octubre de ese
mismo año, un decreto de este mismo monarca ordena la satisfacción de la deuda
en el menor plazo de tiempo posible. Las Cortes demandaron una prórroga en el
plazo que, finalmente, sólo fue ampliado a dos meses por la estrechez económica
que sufrían las aljamas, cuyos habitantes volvieron a experimentar un
recrudecimiento del odio.
Esta elevación de
la tensión tuvo lugar en las Cortes de Toro de 1371, donde se llegó a pedir la
validez del único testimonio de un cristiano en los procesos civiles y
criminales donde se viera implicado un judío. Sin embargo, una presión mayor si
cabe sobre este colectivo vino por parte de los procuradores de las ciudades
que llegaron a exigir el aislamiento de los judíos, la obligatoriedad de llevar
un distintivo en la ropa que los identificara claramente y la prohibición de
vestir prendas determinadas y de arrendar las rentas.
Enrique II apeló
a la legislación de Alfonso XI para curarse en salud, y sólo accedió a las
peticiones antijudías más circunstanciales, por decirlo así. No se validó la
superioridad del testimonio de un cristiano en los pleitos civiles y criminales
sino sólo en los criminales y con varios testigos. Tampoco dejaron de actuar
como arrendadores y prestamistas, desarrollando esta función, incluso, para la
Corona en ciertos casos.
hazo, acoso y expulsión
La protección
dispensada por Enrique II a los judíos no impidió que a la muerte de éste el
sentimiento contra esta colectividad se mantuviera intacto e, incluso, volviera
a crecer debido a la coyuntura económica. Los pleitos se sucedieron a partir de
1379 junto con todo tipo de resistencias para evitar el pago de la deuda a los
judíos. La situación empeoró para ellos cuando se vio comprometida la razón que
justificaba la protección real: el manejo y gestión de las finanzas de la
Corona.
Si se veían
imposibilitados y maniatados para ejercer esta función -la minoría que la
ejercía- toda la comunidad hebrea podía quedar desprotegida. Juan I, heredero
de la Corona, tuvo que enfrentarse a un problema espinoso: la independencia del
movimiento antijudío, es decir, el establecimiento de unos principios de base
más definidos que serían alentados por predicadores exaltados fuera de la
órbita de control de la propaganda original de los Trastámara.
La espiral de
odio y rechazo tuvo como punto álgido el pogrom de 1391, que trajo como
consecuencia una disminución drástica de la comunidad judía en la Corona de
Castilla, tanto por los asesinatos como, sobre todo, por las conversiones
forzosas o, de alguna manera, autoimpuestas. Burgos, Palencia, Toledo y Sevilla
fueron las ciudades donde las aljamas resultaron más castigadas y donde el mapa
religioso cambió de modo irreversible.
En Sevilla,
numerosas sinagogas fueron cedidas a la Iglesia y los bienes de los más
destacados miembros de la comunidad hebrea fueron parcelados y entregados a los
colaboradores más directos del Rey. Se dejaba así el terreno abonado para
intensificar la persecución por medio de disposiciones como las de las Cortes
de Valladolid que, entre 1405 y 1412, promulgaron el enclaustramiento de las
comunidades en sus aljamas.
La declinación
del antijudaísmo a lo largo del siglo XV, fue dejando paso a la aversión y
suspicacia hacia el converso, es decir, hacia aquellos que habían abandonado el
judaísmo a favor del cristianismo. Muchos de ellos sufrieron el acoso moral de
sus antiguos correligionarios que los tachaban de renegados y de sus nuevos
hermanos de fe, quienes pronto comenzaron a sospechar de la sinceridad de sus
nuevas creencias. La mirada suspicaz reparaba en aquellos hábitos
gastronómicos, sociales y lingüísticos que pudieran sugerir, aunque fuera
lejanamente, que el sospechoso aún no había roto lazos por completo con la
comunidad judía.
La fundación de
la Inquisición en 1478 y su puesta en funcionamiento en 1480, tuvieron en la
aversión al converso uno de sus máximos exponentes. Aunque el clima era de
creciente intolerancia hacia quienes aún profesaban la religión mosaica en la
Península, lo cierto es que la institución inquisitorial se ocupó especialmente
del nuevo motivo de preocupación para las autoridades eclesiásticas: los falsos
conversos, entre otras cosas, porque se hallaban dentro de la jurisdicción y
ámbito de actuación de la misma, a diferencia de los judíos que, al profesar
otra confesión, escapaban al alcance del Pontífice.
A partir de
entonces, seguirían acciones como la expulsión de los judíos en 1483 de las
diócesis de Sevilla y Córdoba, y de los obispados de Jaén y Cádiz. Se trató de
todo un ensayo de la Inquisición previo a 1492 y que contó en todo momento con
el conocimiento y aprobación de los Reyes Católicos.
(Autor del texto
del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
José Joaquín Pi Yagüe )
José Joaquín Pi Yagüe )
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