ALFONSO X EL ALQUIMISTA Y EL LEGADO
ANDALUSÍ
Aunque se interesó
por la sabiduría traducida y creada por los musulmanes andalusíes, cometió
errores que evidenciaron que no se mantuvo siempre fiel a las rectas leyes
celestiales
Autor: Ángel Alcalá
Malavé - Fuente: Webislam
Alfonso X El Sabio
Cualquier
estudioso de la Historia que pose sus cansados ojos sobre el escenario del
mundo, advertirá determinados destellos de esplendor que obraron el milagro de
mantener, en esta tierra de la generación y la corrupción -así denominada por
Aristóteles y otros sabios a él adscritos-, un leve reflejo del Paraíso
celestial descrito por los profetas. Y a poco que agucemos la vista y los
oídos, advertiremos que fueron esos períodos luminosos los regidos por aquellos
gobernantes que abrazaron las causas por siempre defendidas por la filosofía
hermética, directamente emanadas del Cielo.
Recordemos, pues,
la primera de todas ellas anunciada por esa Tabla Smeragdina escrita por
Hermes, ese primer profeta llamado Idris por los musulmanes, y Enoc por los
cristianos: "Como es Arriba, es Abajo; como el Abajo, es Arriba". Es
decir, aquel gobernante que permitiera fecundar su reino por las aguas puras
procedentes de las leyes emanadas de la Fuente divina, lo conduciría rectamente
hacia la prosperidad y la sabiduría. Y La Historia ofrece numerosos ejemplos de
ellos, ciertamente escasos si los comparamos con los periodos de oscuridad en
los que los hombres fueron regidos por el ansia de gloria, de poder, de
riqueza, de vanidad. Lo cual no implica que esos mismos gobernantes sabios
quedasen atrapados por estos mismos cantos de sirena, mas no así las líneas
maestras que vertebraron sus respectivos reinados. Es decir, ellos en cuanto
que hombres, sí pudieron sucumbir a las pasiones del alma, mas no así las
directrices que, como riendas, imprimieron a los órganos de poder de sus
dominios.
Ahí tenemos a Alejandro
Magno, instruido sabiamente por el gran Aristóteles, quien al extender sus
conquistas desde la Macedonia al Indostán, estableció unas nuevas leyes para
los hombres conquistados que supusieron una completa revolución en la época
respecto a las denigrantes condiciones de esclavitud hasta entonces impuestas
por el vencedor al vencido. O algunos emperadores romanos, como Marco Aurelio,
autor de unas famosas Meditaciones que compendian todas las virtudes que el
alma humana podía hacer gala en su tránsito terreno. O el emperador Heracleo II
de Bizancio y su fabulosa labor de recopilador de todos los saberes del recién
fenecido Mundo Antiguo...o el gran califa Harúm ar-Rshid, fundador de la Casa
de la Sabiduría de Bagdad, centro traductor de toda la sabiduría procedente de
la Antigüedad Clásica, a cuyas alforjas añadiría la cosecha de esplendor
producida por las ricas viñas que fertilizaron los sabios musulmanes de la
época: Yabir Ibn Hayyán, Ibn Sina, Al Razi, Alfarabí y un largo etcétera...
Eslabones
de la áurea cadena
Y toda esa áurea
cadena de la filosofía hermética, como no podía ser de otro modo, también llegó
a irrigar los campos de la España andalusí de un modo mimético a la propia
naturaleza de esta filosofía, es decir, con enorme hermetismo, como un río de
oro subterráneo que desde el secreto y en complicidad con todos sus sabios, fue
vertiendo su líquido dorado en todas y cada una de las ramas del saber:
astronomía, matemática, agronomía, música, filosofía, medicina,
botánica...Porque la civilización árabe-islámica trajo a la península todo el
legado del saber del Mundo Antiguo, sobre todo a partir de los Omeyas
cordobeses. Con ellos llegó toda la sabiduría greco-latina, y con ella, la
hermética puerta de la alquima. Mas sobre todo, esa puerta se abriría
definitivamente con Abderrahmán II (822-850), quien demostró en sus treinta
años de reinado ser un digno eslabón de la majestuosa áurea cadena de la
alquimia (y de hecho, su sobrenombre sería el Majestuoso). A partir de él, se
inicia un periodo de contacto mayor con la Casa de Sabiduría de Bagdad, de
donde llegarían numerosísimos libros de extraordinaria importancia, como las
tablas de Al-Jwarizmi traducidas por el poliédrico talento del astrónomo, poeta
y alquimista Ibn Firnás.
Ahora bien, este
gobernante dio muestras de poseer e integrar los más preclaros conceptos de la
filosofía hermética a lo largo de varios detalles que salpican su mandato: el
auge cultural sobre el militar; la obligación de sanar gratuitamente a los
enfermos pobres a través de la botica del Alcázar cordobés con remedios
surgidos de la sabia mano del alquimista Yunus Ahmed al-Harraní -procedente de
la mágica ciudad de Harran, como indica su nisba-; y sobre todo, la manera en
que afrontó la problemática de la minoría cristiana de dentro de sus fronteras,
en ua al-Andalus donde aún el proceso de islamización no había irrigado después
de más de un siglo de permanencia en la Hispania postvisigoda.
Soportó durante
veinte años las provocaciones del fanático San Eulogio en su oculto deseo de
ser martirizado -según afirma la Crónica de Ibn Hayyán-, y al ir ascendiendo
éste en el tono, el fondo y la forma de sus invectivas, tras los insultos
brutales proferidos por este monje contra el profeta Muhammad (saw) en plena
mezquita, se vio en la obligación de ordenar su muerte. A él le seguirían otros
cuarenta cristianos que habían decidido imitar a su líder, y la intolerancia y
la sinrazón llegaron a tales niveles, que Abderrahmán II llamó a capítulo al
obispo de Sevilla, quien determinó a partir de entonces que sólo sería
admisible para el cristiano el martirio no provocado por él mismo. Toda una
declaración de principios sobre quiénes estaban violentando el espíritu de
tolerancia de la España andalusí...en ese momento de la Historia. Los españoles
siempre fuimos los más fieros enemigos de nosotros mismos, y así se practicara
una religión u otra, también en aquellos siglos tuvimos ocasión de demostrar
esta constante repetitiva y reiterativa que, a modo de martillo, anida en las
honduras de nuestro ser. Larra lo explicitaría magistralmente un milenio
después de aquellos hechos: "Aquí yace media España; murió de la otra
media"...porque en ambas planea la sombra de Caín, como cantó Machado.
Mas retornando al
emir Omeya. A partir de ahí, los gobernantes de la España andalusí tuvieron que
lidiar sus numerosos problemas internos, cada uno según sus propios criterios.
Y por sus obras se les reconocía. Abderrahman III y su hijo Alhakem, con sus
yerros evidentes -que los tuvieron: el primero por exceso de personalismo, y el
segundo por carencia de él a excepción de su papel de gran mecenas cultural...-
fueron faros que aún brillan en el firmamento de la Historia como ejemplos de
reinados donde las tres religiones convivieron con mayor armonía que tensión,
pues bajo el árbol de la sabiduría que plantó el califa Abderrahmán III -a
imagen y semejanza de aquel que mora en el del Jardín del Edén- cabían todas
las religiones gracias a las virtudes que, cual frutos floridos, colgaban de
él: la tolerancia, el amor a la sabiduría, el respeto mutuo... Sin embargo, el
cruel Almanzor dio muestras de todo lo contrario, y sus veinticinco años de
mandato fueron ejemplo de fanatismo, intolerancia, dogmatismo cerril contra la
convivencia pacífica, y militarismo brutal. Él sólo destruyó con estos
presupuestos la obra luminosa sembrada con tanto dolor -y también sangre- por
sus antecesores en el gobierno del Califato.
Alfonso X
y la alquimia andalusí
Tras la muerte de
la unidad política representada por el califato, los sabios alquimistas se
dispersaron por todos los reinos de taifas que surgieron en la España andalusí,
y fue así como se siguió transmitiendo la áurea cadena por las tierras
peninsulares, y gracias a este eslabón dorado que fue al-Andalus, llegaría a
Europa. ¿Qué reyes de la España cristiana bebieron, pues, de las fuentes de la
filosofía hermética, y ejemplificaron en su mandato los frutos que cosecha
quienes siembran esos principios en el jardín de sus vidas o sus reinos? Pocos,
pero sin duda alguna, el más brillante de todos ellos fue Alfonso X, llamado el
Sabio, quien gracias a sus aportaciones astronómicas logró que su nombre
quedara inmortalizado en un cráter de la Luna, ya en el siglo XX.
Observemos su
apodo, "el Sabio", es decir, al
hakim, en árabe...palabra que los sabios profanos de la época -y de
ésta- efectivamente tradujeron como "sabio", pero que fue empleada
por vez primera como sinónimo de alquimista por el gran Yábir Ibn Hayyán, el
mejor alquimista de todos los tiempos, allá por los entreveros del siglo VIII y
IX. ¿Ello constituye ya un motivo para que declaremos sin ambages su
adscripción al Arte Real y Ciencia Sagrada? No, le aplicaremos la misma lupa
que a los gobernantes anteriormente mencionados. Y tras su minuciosa y
silenciosa lectura, separando el grano de la paja -del mismo modo que los
alquimistas separaban la escoria, del oro- advertiremos que bajo los treinta
años de su mandato, procuró aplicar las directrices celestiales antes
mencionadas. No siempre, ni en todo momento, ni con el mismo equilibrio
independientemente de la religión practicada por los súbditos que vivieron bajo
su corona. Pero más que cualquier otro rey cristiano que le hubiera antecedido.
Por ejemplo: proporcionó a su pueblo unas leyes más justas y sabias, un periodo
de paz y prosperidad, trató de reordenar territorios despoblados por el brutal
avance conquistador de su padre Fernando III ¿¡el Santo!? Y, por encima de
todo, se percató del inmenso saber que sus paisanos del otro lado de la
frontera habían ido produciendo y atesorando durante los tres siglos de
esplendor que le habían antecedido.
A poco que leamos
los libros por él escritos -aparte de los que mandó traducir por parte de los
hebreos y arábigos que compusieron su corte de traductores- se nos revelará la
evidencia de su amor profundo a la sabiduría en general y a la alquimia en
particular, hasta el punto de escribir un famoso Lapidario -recetario de
piedras afines a cada grado del círculo zodiacal-, o revelarnos en su muy
desconocido Libro del Candado todos los pasos necesarios para la consecución de
la famosa piedra filosofal. Porque fue un rey versado en al alquimia. Sí,
versado. Y por tanto, transmitió en verso su legado de sabiduría, y aplicó una
métrica, es decir, unas medidas rectas a través de un conjunto de leyes -las
famosas Siete Partidas- que pretendieron emular un ritmo preciso: aquel que
marca el compás del sol bajo la bóveda del orden celestial. La elección que
efectuó a la hora de componer los así llamados Libros del Saber de la Astronomía no obedecieron a otros
criterios que los específicamente alquímicos, aunque como es natural, la huella
del hermetismo permaneció invisible bajo la capa de dicha decisión. Pero ahí
brilla el famoso Libro de la Octava Esfera,
el de la Azafea del gran
Azarquiel, el de la Lámina Universal del
muy desconocido Alí Ibn Jalaf, el de las armellas, el del astrolabio redondo,
el del astrolabio llano...Es decir, el estudio profundo del Cielo para
construir su reflejo en la Tierra, para que como era Arriba fuera Abajo...
El Rey alquimista
no quiso permitir a los desafueros oscuros y fanáticos de los representantes
eclesiásticos que redujesen a cenizas aquellos pergaminos cuajados de saber, y
bajo su protección y autoridad, se concibió un plan de traducción y escritura
que aún hoy resuena entre la convulsa Historia de España como un periodo de paz
y sabiduría. No quiere esto decir que Alfonso X no cometiera muy gruesos
errores, ya fuera en tanto que gobernante o como persona de carne y hueso que
ha de atravesar en este mundo, una a una, todas las pruebas del laberinto, a
imagen y semejanza del Hércules de los mitos (porque como es Arriba es Abajo).
Errores que evidenciaron que no se mantuvo siempre fiel a las rectas leyes
celestiales.
Por ejemplo, al
perseguir durante toda su vida las mieles confusas y vanas del poder terrenal,
por medrar continuamente para ocupar el trono del Sacro Imperio Germánico al
que tuvo derecho por descendencia materna. En cualquier otro gobernante, habría
sido lo lógico, mas no así en aquel que llevase el invisible sello de Hermes
cosido a su manto real ( y a este respecto, cabe señalar cómo Abderrahmán III,
tras la paliza sufrida en la Batalla de Alhándega por las tropas cristianas,
decidió sabiamente no volver a declarar ninguna guerra abierta contra los reinos
peninsulares, y dedicarse a proporcionar y nutrir de prosperidad y sabiduría a
los andalusíes de las tres religiones, como efectivamente hizo).
Porque de entre
todas las sombras del reinado de Alfonso X el Sabio, tal vez la más ominosa
fuera la de no amparar a los representantes de las tres religiones existentes
en su reino del mismo modo que al otro lado de la frontera habían efectuado
califas Omeyas o reyes de taifas, pues los mudéjares en todo momento salían
perdedores de todas sus cuitas, fueron siempre peor tratados que los
cristianos, y ya no concedieron crédito alguno a un rey que no cumplió
cabalmente las Capitulaciones firmadas con ellos...¿Fue por ello por lo que el
célebre médico Al Ricotí desechó su oferta de servirle como traductor y
consejero en su Escuela de Traductores, al reprocharle que él sólo servía a un
Único Señor? Tampoco el Rey empleó únicamente ese saber para menesteres
espirituales, pues qué duda cabe que los astrolabios constituyeron la
vanguardia científica de la época, ya fuera para la navegación de altura o para
calcular con la mayor precisión posible el día indicado para presentar una
batalla. Bien lo supo Almanzor, cuando se dejó aconsejar en estos menesteres
por el astuto Maslama al Mayriti...y ganó las cincuenta y una batallas
presentadas, pues la de Calatañazor, -aquella en la que perdió el tambor- bien
se sabe que fue pura leyenda.
Y es al medir con
la misma vara a este Rey Sabio, que a los otros monarcas españoles -fueras
musulmanes o cristianos- como comprobamos que indudablemente se interesó por la
sabiduría traducida y creada por los musulmanes andalusíes, pero mas para
acopiar saber y poder entre sus manos, que por regir justamente a su pueblo,
aspecto éste en el que no se ha incidido lo suficiente, tal vez por el indudable
valor cultural que supuso -y aún más en aquella época- su labor como rey
mecenas.
Pero en sus
decisiones políticas, Alfonso X el Sabio también sumó aciertos valerosos e
indudables. El mayor de ellos tal vez fue oponerse a los deseos belicosos de la
nobleza castellana y su insaciable sed de riquezas no precisamente celestiales,
asentado un periodo de paz, cierta prosperidad -los pastores fueron muy
beneficiados por las leyes de mestas-, y cultivo de la sabiduría. También
procuró que, tras el fallecimiento de su primogénito, fueran sus nietos los
directos herederos al trono, hecho que le supuso la enemistad y abierta
declaración de guerra de su propio hijo Sancho el Bravo, cuyo carácter rudo y
beligerante en todo se oponía al espíritu que el mismo rey había tratado de
cultivar bajo su prolífico mandato. Finalmente, acabarían declarándose la
guerra, y el Rey Sabio lo desheredaría de todos sus bienes y, por supuesto, de
su derecho al trono. Y en esas cuitas recibiria el apoyo de sus hasta hacía
poco enemigos nasríes y benimerines...¡Cosas de la España andalusí! ¿O de la
España eterna, tal vez? El juicio pertenece al Creador, qué duda cabe, a
nosotros nos compete señalar las luces que rigieron su reinado con indudable
rectitud de intención, siguiendo una regla invisible que el Creador empleó al
constuir el universo. ¿Será casualidad que todas estas palabras procedan de la
misma raíz: rey, regla, regencia, rectitud? Aplíquese este criterio a cualquier
gobernante de la Historia, y el juicio sobre él caerá con el peso de su propia
plomada. Y también a cualquier mecenas.
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