Por Juan Eslava Galán
A cinco kilómetros de Santa
Elena, el pueblo más septentrional de la provincia de Jaén, junto al paso de
Despeñaperros, existe un paraje donde los restos de armas antiguas son tan
abundantes que durante siglos han surtido a los labriegos de la comarca del hierro
necesario para la fabricación de sus herramientas. Es el campo de batalla de
las Navas de Tolosa.
El combate ocurrió en el año 1212, pero en
realidad, toda la historia comenzó mucho antes. Cuando el califato de Córdoba
se descompuso en un mosaico de pequeños estados (los llamados reinos taifas),
los reinos cristianos del Norte aprovecharon la oportunidad para ampliar sus
fronteras hasta el río Tajo y tomara Toledo. Los débiles reyezuelos de taifas
tuvieron que comprar la paz y la protección de los monarcas cristianos pagando
crecidos tributos anuales.
Por aquel tiempo los almorávides, una
confederación de tribus bereberes, habían forjado un poderoso imperio que se
extendía por lo que hoy es Marruecos, Mauritania, parte de Argelia y cuenca del
río Senegal. La creciente presión cristiana no dejaba más alternativa a los
cada vez más débiles reyezuelos andalusíes que solicitar ayuda a los
almorávides. Pero no se atrevían a dar este paso porque temían que sus rudos
correligionarios del desierto se prendaran de las fértiles huertas y populosas
ciudades de al-Ándalus y se las arrebataran. Finalmente el rey Motamid de
Sevilla se atrevió a dar el paso decisivo y firmó un pacto con el sultán
almorávide. Prefería, alegó, ejercer de camellero en África a ser porquero en
Castilla.
Los almorávides enviaron un ejército que
derrotó a los castellanos en Zalaca o Sagrajas (1086). Después ocurrió lo que
se temía: barrieron a los reyezuelos de taifas, unificaron al-Andalus y lo
incorporaron a su imperio. Como suele ocurrir, los fieros vencedores acabaron
siendo conquistados por la superior cultura de los vencidos y los nuevos
conquistadores se aficionaron al refinamiento de la sociedad hispanomusulmana,
suavizaron sus costumbres y se civilizaron. Es decir, desde la óptica
fundamentalista, se corrompieron. Hacia 1140 la fortaleza moral y el
militarismo de los almorávides se habían mitigado tanto que su imperio se
fraccionó y en al-Andalus volvió a aparecer una generación de pequeños reinos
taifas tan débiles como los anteriores. La balanza del poder militar se
inclinaba de nuevo hacia los reinos cristianos.
La decadencia almorávide favoreció el surgimiento de un grupo beréber en
los macizos del Atlas, que se rebeló contra los almorávides y formó una
confederación de cábilas regentada por dos asambleas de jeques. Tras los
violentos combates, los almohades conquistaron el norte de África y pusieron
sus ojos en al-Andalus. Sus califas adoptaron el título de Miramamolín (Amir
ul-Muslimin) o Príncipe de los Creyentes.
Al rey Alfonso VII de Castilla no se le
ocultaba el paralelismo de la nueva situación con la del período anterior. Por
lo tanto se propuso evitar el fortalecimiento de los reinos de taifas o el
intervencionismo, ya iniciado, de los almohades.
Alfonso VII logró asegurarse los pasos que
comunican Andalucía con la
Meseta y en una audaz expedición conquistó el puerto de
Almería (1147), pero a la postre la empresa resultaba excesiva para las fuerzas
de Castilla e incluso para las del propio rey, que al regreso de una de sus
expediciones se sintió enfermo y expiró un caluroso día de agosto bajo una
encina del puerto de Fresneda, en Sierra Morena.
Muerto el rey, toda su obra en Andalucía se
desmoronó al instante y sus temores no tardaron en confirmarse. Los almohades
atravesaron Sierra Morena y atacaron Castilla: el nuevo rey Alfonso VIII,
intentó contenerlos en Alarcos (1195), pero sufrió una tremenda derrota.
Después de Alarcos Castilla no tenía nada
que oponer a la furia africana. Los almohades asaltaron la plaza fuerte de
Calatrava, cuya guarnición pasaron a cuchillo, y alcanzaron en sus correrías
hasta las puertas de Toledo y Madrid. La línea del Tajo apenas podía
contenerlos. Sin embargo el prolongado esfuerzo de uno y otro bando y los
aconteceres de la política interior del imperio almohade aconsejaron pactar. En
1197 Castilla y el Miramamolín concertaron una tregua de diez años.
Alfonso VIII tenía, además, problemas con
los reinos cristianos de León y Navarra: pactó con el rey de León para tener el
flanco cubierto y luego cayó con todo su poder sobra los dominios de Sancho el
Fuerte, rey de Navarra, su recalcitrante enemigo, al que obligó a firmar la
paz.
Después de las rencillas y guerras en el
período anterior, el primer lustro del siglo XIII trajo laboriosa calma para
todas las partes. Desde el desastre de Alarcos, Alfonso VIII solo vivía para
preparar la revancha. En 1209, sintiéndose ya suficientemente fuerte, atravesó
la frontera para atacar Jaén y Baeza mientras los freires de Calatrava iban
contra Andujar. Después de este preludio bélico, los dos bandos preparaban la
guerra.
Alfonso VIII sólo contaba con la amistad de
Aragón y tenía motivos para temer que León y Navarra atacarían su reino por el
norte si concentraba su ejército en el sur. Solamente el Papa podía garantizar
la neutralidad de sus enemigos si declaraba Cruzada su guerra contra los
almohades, lo que automáticamente obligaría a los otros reinos cristianos a
respetar sus fronteras so pena de incurrir en excomunión.
El Papa Inocencio III accedió. En los
púlpitos se toda Europa se predicó la nueva Cruzada para mayo de 1212. Los que
concurrieran e ella obtendrían plena remisión de los pecados. Además el Papa
excomulgaría a cualquiera que pactara con los mahometanos y ordenó a los reyes
cristianos que aplazaran sus discordias personales en favor de la magna empresa
común.
Por la parte almohade los preparativos no
eran menos activos. Al-Nasir, el Miramamolín de los almohades, hijo del
vencedor de Alarcos y de la esclava cristiana Zahar (flor), salió de Marraquech
al frente de un gran ejército en febrero de 1211. Al-Nasir tenía treinta años.
Era, según una crónica árabe, alto, de tez pálida, barba rubia y ojos azules,
valeroso, cauto y avaro. No hablaba mucho porque era tartamudo. Se decía que
había jurado sobre el Corán conducir a sus tropas hasta Roma y abrevar sus
caballos en el Tiber.
El ejército almohade se dirigió primero a
Rabat y de allí a Alcazarquivir. Mientras tanto sus correos recorrían el imperio
instando a los gobernadores a preparar lo necesario para la próxima y decisiva
Guerra Santa. El ejército almohade iba creciendo con las tropas que llegaban de
su vasto imperio. Su magnitud planteaba problemas de administración y
abastecimiento pero Al-Nasir procuraba enmendar lo yerros y estimulaba a sus
colaboradores haciendo decapitar a los funcionarios incompetentes.
Una potente escuadra aguardaba el ejército
en Alcazar Seguer. En mayo, las tropas cruzaron el Estrecho y desembarcaron en
Tarifa adonde solícitos funcionarios de al-Andalus acudieron para homenajear al
Miramamolín.
Pasó un año antes de que los ejércitos se
enfrentaran en una acción definitiva. En este tiempo Alfonso VIII hizo una
cabalgada por Levante y llegó hasta el mar. Al-Nasir por su parte puso sitio a
la plaza fuerte fronteriza de Salvatierra. La fortaleza resistió dos meses de
riguroso asedio antes de entregarse. En este tiempo, dice un cronista, las
golondrinas que habían anidado en la tienda de Al-Nasir, empollaron y sacaron
sus crías a volar. Conquistada la plaza, el Miramamolín regresó a Sevilla e
intensificó los preparativos guerreros.
Poco después de caída Salvatierra falleció
el infante Fernando de Castilla, todavía adolescente. La muerte de su hijo bienamado,
que ansiosamente esperaba hacer sus primeras armas contra los almohades, apenó
profundamente a Alfonso VIII. El rey buscó alivio a su dolor entregándose a una
intensa actividad militar mientras duró el buen tiempo, y en invierno se
enfrascó en los aspectos diplomáticos de la Cruzada.
LLEGAN LOS CRUZADOS
En la primavera de 1212, los caminos de la Cristiandad se
llenaron de cruzados cuya meta era Toledo. Los pobres iban a pie, mendigando
por los caminos; los nobles, a caballo, seguidos de sus mesnadas. Entre ellos
no sólo concurrían guerreros. También afluían muchedumbres fanatizadas de
mujeres, jovenzuelos y personas inútiles para la guerra que acompañarían al
ejército expedicionario compartiendo sus privaciones y sometidos a su suerte
favorable o adversa.
El primero en llegar fue el caballeroso Pedro
II de Aragón, el amigo de Alfonso VIII, que aportaba tres mil caballeros con su
correspondiente acompañamiento de peones. ¿Y los reyes de Navarra y de León? De
estos no se esperaba que movieran un dedo para auxiliar a Alfonso VIII. Es más,
el de Navarra sólo estaba esperando a que acabasen las treguas concertadas con
Castilla para atacarla; el de León, por su parte, hizo saber que sólo se uniría
a la Cruzada
si le eran devueltos ciertos lugares y castillos fronterizos que reclamaba como
suyos.
A principios de junio llegaron cruzados de
ultrapuertos, es decir los de fuera de la Península , capitaneados por el arzobispo de
Narbona. Eran en su mayoría franceses aunque también los había italianos,
lombardos y alemanes.
El ejército almohade se puso por fin en
movimiento. Subiendo por los antiguos arrecifes romanos y califales que
remontan el Guadalquivir llegó a tierras de Jaén y ascendió en busca de los
desfiladeros de Sierra Morena. Al-Nasir estaba bien informado sobre la
actualidad y calidad de las tropas que se iban reuniendo en Toledo y procedía
con cautela. En lugar de atravesar los pasos de Sierra Morena para enfrentarse
a su enemigo en Castilla, como hizo su padre cuando lo de Alarcos, decidió
mantenerse a la defensiva y dejar que fueran los cristianos los que hiciesen el
viaje por la meseta castellana y los desfiladeros del Muradal. Así tendría de
su parte dos elementos: el cansancio y desgaste de los cristianos al final de
tan dura marcha y un favorable campo de batalla, puesto que os almohades
ocuparían posiciones ventajosas y forzarían a los cristianos a aceptar el
combate.
Mientras tanto, en Toledo, los turbulentos
huéspedes llegados de Francia no dejaban de causar problemas. El previsor
arzobispo había dispuesto que los cruzados acampasen en terreno amable, entre
huertas, a orillas del Tajo, apartados del núcleo de la ciudad; pero los
extranjeros, sea porque no estaban tan habituados como los peninsulares a la
convivencia y respeto con gente de otras religiones o culturas, o simplemente
por impaciencia de la sangre y botín que esperaban conseguir en la Cruzada , asaltaron la
judería toledana y la saquearon e incluso asesinaron a una parte de sus
moradores, lo que llenó de pesar a Alfonso VIII.
El 20 de junio, el ejército cristiano
partió de Toledo camino del sur. En el cuerpo de vanguardia iban ultramontanos
guiados por don Diego López de Haro. A los cuatro días de marcha avistaron la
aldea y castillo de Malagón, que era de los moros. Inmediatamente se lanzaron
al asalto, arrasaron el lugar e irrumpieron en el castillo que los defensores
habían ofrecido entregar a cambio de que se respetaran sus vidas, trato común
razonable muy al uso de las contiendas peninsulares. Pero los ultrapuertos,
herederos de la tradición intolerante de las Cruzadas, pasaron a cuchillo a
casi todos los defensores y refugiados que albergaba la fortaleza. Cumplida la
jornada, acamparon allí mismo en espera del grueso del ejército con los reyes
de Aragón y Castilla, que llegó al día siguiente, 254 de junio. Ya para
entonces se manifestaban los problemas de abastecimiento que eran la plaga de
toda expedición importante en aquella época.
En aquella tierra que atravesaban los
cristianos, casi despoblada y ayuna de recursos, estas privaciones se acentuaban.
Con tales problemas llegaron a las márgenes del Guadiana y buscaron los vados
para atravesarlo. En estos lugares de aguas poco profundas los almohades habían
esparcido artefactos metálicos de cuatro puntas, los llamados abrojos, que se
clavaban en los pies de los peones y caballos inutilizándolos para el combate.
Con todo, los cristianos sortearon la vía fluvial que los separaba de
Calatrava.
CALATRAVA, LA
MANZANA DE LA
DISCORDIA
Calatrava era, y aún es en sus ruinas, una
importante fortaleza que vigilaba el estratégico paso entre Andalucía y
Castilla. En 1158, los templarios que la guardaban se reconocieron incapaces de
contener el empuje musulmán y la abandonaron. Entonces un grupo de caballeros y
de monjes cistercienses se establecieron en ella y la defendieron de los
almohades. Esta fue el origen de la
Orden de Calatrava, orden monástico-militar que el Papa
aprobó en 1164. Sin embargo, a la muerte de Alfonso VII, el convento-fortaleza
fue conquistado por los almohades.
El ejército cruzado acampó cerca de Calatrava y durante tres días sus
jefes estudiaron un plan de ataque. Todos estaban de acuerdo en que no era
prudente dejar a sus espaldas una plaza tan importante y buen abastecida que,
además, estaba defendida por el andalusí Abu Qadis, experto guerrero de la
frontera. Por lo tanto debían tomar el castillo. El día 30 de junio lo atacaron
violentamente y lograron conquistar su parte más accesible. Los defensores parlamentaron
y Alfonso VIII les concedió franquicia para retirarse salvando sus vidas y
algunos bienes. Este acuerdo indignó a los cruzados extranjeros que ya contaban
con repetir la degollina de Malagón. Por otra parte, venían muy quejosos de las
calores excesivas del mes de junio, de las arideces de la meseta y de las
privaciones que desde hacía unos días venía sufriendo el ejército cristiano, a
todo lo cual estaban más acostumbrados los peninsulares. Por estas causas, el
30 de junio, la mayoría de los extranjeros se retiraron de la Cruzada y regresaron a sus
países de origen.
Los más exaltados pretendían
tomar Toledo, la capital desguarnecida de Castilla, para vengarse de Alfonso
VIII, pero finalmente se conformaron con ir saqueando las juderías de las poblaciones
por donde pasaban. Otros se dirigieron a Santiago de Compostela para ganar la
peregrinación y no hacer el viaje en balde; todos, en fin, se perdieron por los
caminos del Pirineo tal como habían aparecido. Un historiador calcula que la
deserción de los ultramontanos redujo al ejército cristiano en un tercio de sus
efectivos. La perdida mas grave no fue, sin embargo, el número, sino la
calidad, pues muchos de ellos eran veteranos de guerra y soldados
profesionales.
En Calatrava, ya recuperada para su Orden,
descansaron los ejércitos de Castilla y Aragón y se repusieron de hambres
pasadas, pues habían encontrado la fortaleza bien avituallada. Allí se les
unieron doscientos caballeros navarros al mando de Sancho el Fuerte, que había
decidido deponer temporalmente su rencor y enemistad con el castellano para
participar en la Cruzada.
A dos jornadas de camino estaba Alarcos, a
pocos kilómetros de la actual Ciudad Real. Muchos recuerdos tristes debieron de
acudir a la memoria de Alfonso VIII a la vista de aquellos campos yermos. En
ellos los almohades habían machacado literalmente a su flamante ejército
diecisiete años atrás. Durante todo este tiempo el fantasma de Alarcos había
perseguido al rey castellano, había mediatizado sus actos y había alimentado su
sed de venganza. Otro responsable de Alarcos compartía los sentimientos de
Alfonso VIII y volvía a contemplar con él, después de tantos años, el escenario
de su desdicha: don Diego López de Haro, el belicoso señor de Vizcaya al que
muchos hacían responsable de aquella infamante derrota. Después del abandono de
los ultramontanos ninguno de los dos personajes estaría completamente seguro de
no estar encaminándose a otro Alarcos de dimensiones aún mayores.
Los días 7, 8, 9 de julio los cruzados
acamparon a la vista de Salvatierra, otro antiguo castillo cristiano en poder
de los musulmanes. Allí pasaron revista a sus efectivos y se prepararon para la
batalla.
Mientras tanto llegaban informes del
ejército almohade. Al-Nasir esperaba a los cristianos a pocos kilómetros de
allí, al otro lado de las gargantas del Muradal, donde había montado sus
campamentos en estratégicas posiciones.
El grueso del ejército almohade se había
asentado frente al desfiladero de la
Losa , garganta rocosa tan áspera y difícil que "mil
hombres podrían defenderla de cuantos pueblan la tierra". El ejército
cristiano había de recorrer forzosamente este camino.
El día 11, los cristianos acamparon en las
Fresnedas. Don Diego López de Haro envío a su hijo don Lope con un destacamento
a las alturas del puerto del Muradal, hoy Despeñaperros, para que reconociese
el terreno y ocupase la pequeña meseta que allí existe. Los expedicionarios
ganaron rápidamente las alturas y avistaron el castillo de Ferral, adelantado
de Sierra Morena, donde se había instalado la avanzada almohade que vigilaba el
desfiladero de la Losa. En
cuanto descubrieron a los cristianos, los almohades salieron a hostigarlos.
Al día siguiente, 12 de julio llegó el
ejército cristiano al pie de Sierra Morena y nuevas tropas reforzaron a la
vanguardia instalada en la meseta del Muradal. Al amanecer del día 13, el resto
del ejército se les unió y acampó en la llanada. Los vigilantes almohades
abandonaron prudentemente el castillo del Ferral y se replegaron hacia el sur.
Los dos ejércitos estaban separados
solamente por el desfiladero de la
Losa fuertemente custodiado por los almohades. La situación
de los cristianos era delicada. Sus enemigos podrían hacer, son dificultad, una
carnicería de cualquier ejército que se aventurase por aquellas angosturas. Por
otra parte, el paraje donde habían acampado los cruzados era áspero e
inhóspito.
Quizá lo más sensato fuera abandonarlo lo
antes posible y bajar de nuevo al llano porque, además, los víveres escaseaban
nuevamente. Avanzar hacia el ejército almohade a través de la mortal ratonera
de la Losa era
suicida. Hubo consejo de reyes y señores. Los más prudentes proponían desandar
lo andado, descender al pie de la sierra y buscar otro paso que atravesara las
montañas.
Pero Alfonso VIII temía que esta retirada
acabara por agotar y desmoralizar a sus huestes. Por otra parte, lo más
probable era que los almohades guardaran igualmente todos los pasos de la
comarca. No había alternativa. Tratarían de forzar el desfiladero de la Losa yendo en línea hacia el
enemigo. La perspectiva de repetir lo de Alarcos debió de amargar aquel día a
muchos veteranos.
EL PASTOR DE LAS NAVAS
Los cristianos necesitaban un milagro y el
milagro ocurrió. Al menos eso sostiene la tradición. Ante Alfonso VIII se
presentó un pastor que decía conocer un paso seguro que los almohades no
vigilaban. Nada se perdía con probar. Don Diego López de Haro y un destacamento
de exploradores acompañaron al rústico que los llevó primero hacia el oeste y
luego hacia el sur, a través de los actuales parajes del Puerto del Rey y Salto
del Fraile. Así fueron a salir, esquivando los relieves más comprometidos de
aquellas montañas, a la explanada de la
Mesa del Rey, donde se establecieron. Don Diego López de Haro
comunicó al rey que el paso del pastor era perfecto, justamente lo que
necesitaban. En cuanto amaneció el día siguiente, el grueso del ejército
levantó el campamento y fue a acampar en la Mesa del Rey.
Por fin se encontraban los dos inmensos
ejércitos frente a frente sin obstáculo natural que los separase. Perdida su
ventaja inicial, Al-Nasir decidió plantear la batalla lo antes posible para
evitar que los cansados cristianos y sus caballos se repusieran de las fatigas
de la caminata. Formó pues a su ejército en orden de combate, se situó
favorablemente sobre el terreno y envió columnas de caballería y arqueros para
que hostigaran a los cristianos en sus posiciones. Pero los reyes cristianos no
mordieron el anzuelo y la actividad bélica de la jornada se redujo a pequeñas
escaramuzas sin importancia.
Al día siguiente, domingo, 15 de Julio los
almohades amanecieron formados en orden de combate y se mantuvieron de esta
guisa hasta mediodía, pero los cristianos eludieron nuevamente el encuentro y
se contentaron con escaramuzar. Los adalides de uno y otro bando analizaban la
fuerza y disposición del adversario y tomaban las medidas oportunas para
asegurarse la mejor fortuna en la batalla campal que se avecinaba.
LOS EJÉRCITOS ENFRENTADOS
Pocos conseguirían conciliar el sueño en
los campamentos de las Navas la noche del día 15 de Julio de 1212. Unos y otros
contemplarían el parpadeo de las luces del campamento enemigo mientras
esperaban impacientes la amanecida del día decisivo. Todavía era de noche
cuando en el campamento cristiano circuló la orden de prepararse para el
combate. Pasaron los clérigos administrando la absolución a los cruzados que
aprestaban arreos y armas.
Cuando clareo el día ya se habían
desplegado las fuerzas. En el campo cristiano tres cuerpos de ejército
dispuestos en línea ocupaban la llanura. El central estaba formado por las
tropas de Castilla; a su izquierda, las de Aragón con Pedro II al frente y a la
derecha los navarros de Sancho el Fuerte. Las dos alas habían sido forzadas con
tropas de varios concejos castellanos. Cada uno de estos cuerpos estaba a su
vez dividido en tres líneas ordenadas en profundidad.
La vanguardia del cuerpo central, que sería
el eje de la lucha, iba mandada por el veterano don Diego López de Haro. En la
segunda línea se ordenaban los caballeros templarios, al mando del Maestre de la Orden , Gómez Ramírez; los
caballeros hospitalarios, los de Uclés y los de Calatrava.
En la retaguardia iba Alfonso VIII
acompañado por el arzobispo de Toledo y otra media docena de obispos
castellanos y aragoneses y probablemente también por el arzobispo de Narbona.
Los nobles caballeros y freires de las órdenes militares eran guerreros
profesionales y se hacían acompañar de peones y servidores igualmente
experimentados, pero a las tropas de los concejos, aportadas por las ciudades
castellanas, les faltaba experiencia guerrera y entrenamiento. Por eso se había
dispuesto que combatieran mezcladas con las tropas profesionales. De este modo
la calidad sería más homogénea y la infantería y la caballería se prestarían
mutuo apoyo.
El ejército almohade presentaba también
tres cuerpos: en el primero un núcleo de tropas ligeras; en el segundo, el
heterogéneo conjunto del ejército integrado por voluntarios de todo el dilatado
imperio, incluyendo a los contingentes de al-Andalus; en la retaguardia, los
almohades propiamente dichos ocupando la ladera del cerro de los Olivares en cuya
cima Al-Nasir había plantado su emblemática tienda roja, en el centro de una
fortificación de campaña construida por una amplia empalizada de troncos unidos
y reforzados por cadenas. Este ingenio desempeñaba el papel de las alambradas
en la guerra moderna. Defendía la empalizada una nutrida guardia de voluntarios
armados de picas, arcos y hondas. Es de notar que muchos de éstos estaban
atados por los muslos y enterrados hasta las rodillas. Al-Nasir, sentado sobre
su escudo a la puerta de la tienda, leía el Corán e impetraba la protección de
Alá en el apurado trance de aquella batalla decisiva.
UNA INFINITA MUCHEDUMBRE
¿Cuantos combatientes se enfrentaron en las
Navas de Tolosa? Los cronistas árabes hablan de seiscientos mil combatientes
musulmanes y de una innumerable muchedumbre de cristianos. Los cristianos se
refieren a casi doscientos mil jinetes musulmanes y la consabida infinita
muchedumbre de peones. Modernos estudiosos de la batalla cifran los efectivos
almohades entre 100000 y 150000 combatientes (probablemente el primer número se
más exacto que el segundo) y los cristianos entre 60000 y 80000. Incluso
admitiendo las cifras más modestas, hemos de reconocer que el choque debió ser
de los más espectaculares y sangrientos de la historia medieval.
En general puede decirse que los cristianos
estaban mejor armados que los musulmanes, especialmente en lo tocante a
armamento defensivo: escudos, cotas de malla y yelmos de metal o cuero. El
ofensivo abarcaba una amplia panoplia: lanza, espada, cuchillo, maza o hacha,
alabarda, arco y honda. Por la parte almohade el armamento defensivo se
limitaba prácticamente al escudo. Sus peones iban provistos de lanzas y
espadas, azagayas, arcos y hondas. El predominio de las armas arrojadizas en el
campo musulmán se refleja en las enormes reservas de flechas y venablos que
cayeron en manos de los cristianos. El arzobispo de Narbona calculó que dos mil
acémilas no serían suficientes para transportar las cajas de flechas
encontradas.
La táctica empleada por los ejércitos
almohade y cristiano se basaba en concepciones del arte militar diametralmente
opuestas y ambas igualmente eficaces. Por la parte cristiana, Alfonso VIII
había tenido mucho tiempo para meditar sobre las enseñanzas de Alarcos. Además
conocería las contramedidas que los cruzados habían desarrollado en Siria y
Palestina para hacer frente a similares tácticas musulmanas. Frente al
formidable bloque de la caballería cristiana que cargaba frontalmente en
compacta formación, los musulmanes oponían tropas ligeras capaces de
dispersarse ágilmente en todas direcciones, hurtando el blanco a la acometida
enemiga, para luego agruparse y desplazándose rápidamente, envolver el enemigo
y devolver el golpe en sus puntos vulnerables, la retaguardia y los flancos.
Algo parecido ocurrió en Alarcos: los almohades desorganizaron las tropas de
los concejos que formaban las alas del ejército castellano y rodearon al núcleo
de la caballería atacándolo por los lados. Por eso, en las Navas, Alfonso VIII
dispuso que los concejos combatieran mezclados con guerreros profesionales,
freires o caballeros. Además reforzó convenientemente los bordes exteriores de
las alas.
El plan de combate de los reyes cristianos
debía algo a la experiencia ajena, a los cruzados de Siria. Después del
encuentro de Doriela, que enfrentó por vez primera en batalla campal a cruzados
y turcos en 1097, los cristianos desarrollaron nuevas tácticas para evitar que
las ligeras y ágiles tropas musulmanas los cercaran. Bohemundo, el gran táctico
cristiano, ideó proteger los flancos del ejército con obstáculos naturales,
conservar la formación cerrada para evitar el desmoronamiento de las líneas y
sobre todo, mantener un cuerpo de reserva con el que atacar al enemigo cuando
intentara cercar al cuerpo principal. En Palestina, la reserva era mandada por
Bohemundo personalmente. En las Navas de Tolosa vemos a Alfonso VIII al frente
del cuerpo de retaguardia. De la oportuna intervención de esta reserva, ni
demasiado pronto ni demasiado tarde, dependía el resultado de la batalla.
EL EJÉRCITO DE AL-NASIR
El dispositivo almohade no era menos formidable que el cristiano. Tropas de las más variadas procedencias, representantes de cada cábila y tribu del imperio, habían convivido durante un año y medio y se habían preparado para este encuentro. El plan de batalla almohade era simple, tópico y efectivo.
Primero sus tropas ligeras desorganizarían
y cansarían al enemigo. En la vanguardia pondría sus peores tropas, la
muchedumbre de fanáticos voluntarios árabes, bereberes, almohades y andalusíes
atraídos por la Guerra
Santa , los que aspiraban a ganar el Paraíso. Mientras los
cristianos se cebaban en esta carne se cañón y la perseguían hasta posiciones
desventajosas, los hábiles arqueros de Al-Nasir sembrarían la muerte en las
líneas castellanas. Cuando el enemigo estuviera cansado y en terreno
desventajoso, entrarían en combate los almohades para dar el golpe de gracia.
Si alguna carga de los cruzados llegaba hasta el cuerpo de zaga o retaguardia
almohade, las formidables defensas de su palenque y la guardia bastarían para
detenerla.
Los componentes de la guardia del palenque
no eran, como sostiene la tradición historiográfica cristiana, desgraciados
esclavos negros encadenados unos con otros para evitar su huida y obligados a
combatir hasta la muerte. Más probablemente se trataba de fanáticos
voluntarios, los llamados imesebelen (desposados) los que, ligados por un
juramento, ofrecían sus vidas en defensa del Islam y se hacían atar por las
rodillas para asegurarse de que se sacrificarían llegado el caso. La de los
imesebelen es una institución que ha perdurado hasta nuestros días. Escribe
Huici: "Los franceses han sido muchas veces testigos de su valor en las
campañas argelinas. En 1854 dos columnas francesas penetraron en la Gran Cabilia y
encontraron soldados desnudos hasta la cintura, vestidos tan sólo con un calzón
corto y atados unos a otros por las rodillas para no huir: eran los imesebelen
a quienes había que rematar a bayonetazos sin conseguir que se rindiesen"
Una fuente árabe sostiene que en las Navas
combatieron diez mil arqueros Agzaz. Esta tribu de arqueros turcos había
llegado al imperio almohade, vía Egipto, unos veinticinco años atrás. El padre
de Al-Nasir, el vencedor de Alarcos, uno de los más expertos generales de su
tiempo, los incorporó a su ejército y los pagaba espléndidamente. El secreto de
los arqueros turcos radicaba en sus arcos especialmente potentes y en la
táctica que empleaban. Podían disparar con el caballo a todo galope y en
cualquier dirección. Fueron, en Siria y Palestina, la pesadilla de los cruzados
hasta que estos desarrollaron tácticas capaces de contrarrestar sus ataques. Es
evidente que los servicios de información de ambos ejércitos funcionaban a la
perfección y que cada bando conocía de antemano los efectivos del contrario y
el uso que probablemente haría de ellos. Los dos estados mayores tomaron las
contramedidas oportunas, aunque el cristiano se probó más acertado al adoptar
las tácticas avaladas por los cruzados en Oriente.
COMIENZA LA BATALLA
Cuando amaneció, los dos ejércitos estaban
formados frente a frente a una cierta distancia. En la vanguardia del
cristiano, capitaneando sus tropas de choque, don Diego López de Haro escuchaba
esta advertencia de labios de su hijo: "Padre, que lo hagáis de modo que
no me llamen hijo de traidor y que recuperéis la honra perdida en
Alarcos". A lo que el viejo guerrero respondió: "Os llamaran hijo de
puta, pero no hijo de traidor". (Lo decía don Diego porque su esposa era
de costumbres libres y lo había abandonado.) Don Lope prometió a su padre:
"Seréis guardado por mi como nunca lo fue padre de hijo, y en el nombre de
Dios entremos en batalla cuando queráis".
La caballería cristiana capitaneada por don Diego cargó por la pendiente de
El terreno favorecía a los musulmanes, que
estaban en alto. Los cristianos llegaban a ellos cansados por la cabalgata y
desorganizados por los previos encuentros. Por otra parte, las tropas que los
esperaban eran de mejor calidad que las de vanguardia. No sólo rechazaron el
ataque fácilmente sino que contraatacaron pendiente abajo con gran grita y
ruido de los tambores de la zaga y obligaron a los cristianos a ceder terreno.
Las tropas de los concejos comenzaron a desmayar, la situación no podía
sostenerse ni siquiera con los refuerzos que llegaban de la segunda línea de
los cruzados. Fatalmente la vanguardia cristiana se había desorganizado y
desmoronado ante el empuje almohade.
Hasta este punto todo parecía desarrollarse
con arreglo a la estrategia musulmana. Desde su puesto en la tercera línea, el
rey Alfonso VIII contemplaba, entre la polvareda lejana, la retirada de las
banderas de sus tropas. Creyó distinguir entre ellas el pendón de don Diego
López de Haro y volviéndose al arzobispo de Toledo que a su vera estaba,
comentó con disgusto: "Mirad como vuelve la seña de don Diego" Andrés
Roca, ciudadano del concejo de Medina del Campo, escuchó lo que el rey decía y
le replicó: "Cierto no es aquella la seña de don Diego, mas mirad adelante
y veréis vuestra seña y don Diego con la suya. Los que huyen los villanos
somos, que los hidalgos no, que aquella que huye la seña es de Madrid".
Por menospreciarlos ante el rey con estas palabras, los aludidos asesinarían
luego a Andrés Roca.
Don Diego y los suyos se mantenían a pie
firme sin ceder terreno, pero era evidente que las dos primeras líneas
cristianas, asaltadas desde mejores posiciones por los veteranos almohades y
penetradas y envueltas por caballería ligera del enemigo, se hallaban en
desesperada situación, desorganizadas y al borde del colapso. Además, ofrecían
un blanco casi inmóvil a los arqueros y hondero se Al-Nasir. Estaba claro que
las fuerzas cristianas en liza no podrían, por si solas, salvar la situación.
Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo
resultado dependía la suerte de la jornada.
Según la crónica, el rey dijo al arzobispo
de Toledo: "Arzobispo, vos y yo aquí muramos". Y sin más plática
cargaron al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban
batallando en la ladera del palenque del Miramamolín. Al propio tiempo,
sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las
reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y Navarra.
Tal como se había planteado el encuentro
del lado cristiano, esta carga tenía que ser la última y decisiva. De que fuese
capaz de perforar todo el dispositivo almohade dependía la suerte final de la
batalla. Si era frenada y perdía su conexión hasta verse infiltrada y
desorganizada por los elementos ligeros musulmanes, como había ocurrido con los
destacamentos precedentes, era seguro que la nueva derrota dejaría en mantillas
al desastre de Alarcos. Los historiadores cristianos rodean la acción de Alfonso
VIII de una aureola de heroísmo, como si en el supremo instante su decisión y
valentía personal hubiesen salvado una batalla que estaba perdida. En realidad,
como estamos viendo, la batalla no estaba decidida sino que iba discurriendo,
por uno y otro bando, con arreglo a planes preconcebidos y cuidadosamente
ejecutados.
Los cruzados jugaban su última carta que
era la carga definitiva de cuy éxito todo dependía. A esta oponían los
musulmanes la resistencia pasiva pero formidable de una de las fortificaciones
de campaña calculadas para sustituir con ventaja la falta de una caballería
pesada.
La carga de los tres reyes enfiló su
objetivo y cruzó el campo de batalla sin perder cohesión: con su ímpetu inicial
apenas mermado llegó al palenque del Miramamolín. De aquel momento supremo y
verdaderamente decisivo del combate apenas tenemos noticias fiables. Fuentes
tardías sostienen que fue Sancho el Fuerte de Navarra el primero en romper las
cadenas y pasar la empalizada, lo que justifica la incorporación de cadenas al
escudo de Navarra, pero el caso es que las cadenas y palos ardiendo aparecen en
los escudos nobiliarios de muchas casas que podrían blasonar igualmente de la
hazaña. Lo más probable es que la empalizada, directamente atacada en toda su extensión,
fuese penetrada simultáneamente por vario lugares. Los imesebelen sucumbieron
en sus puestos, fieles a su promesa.
El degüello dentro de la fortificación del
Miramamolín fue terrible. El hacinamiento de defensores y atacantes en este punto
y la coincidencia de estar dilucidando la suerte suprema de la batalla,
espolearía el desesperado valor de unos y otros. Pero no existía en aquella
época ninguna forma humana de detener una carda de caballería pesada cuando se
abatía sobre un objetivo fijo y lograba el cuerpo a cuerpo (todavía no se había
divulgado en Europa el arco largo galés y las armas de fuego que darán al
traste con la caballería en los dos siglos siguientes, como en su momento
veremos). En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de
los caballeros, principalmente por la vulnerabilidad de sus caballos, no
podrían actuar debidamente, cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La
carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla los caballos
apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El
ejército de Al-Nasir se desintegró. En la terrible confusión cada cual buscó su
propia salvación en la huida.
EL ALCANCE
Lo que sucedió al enfrentamiento no fue
menos terrible que el propio combate. El "alcance" que coronaba la
batalla medieval dio comienzo. La caballería cristiana, dispersa en pequeños
destacamentos, prosiguió su carrera alanceando y derribando a los fugitivos. La
cifra de bajas almohades fue tan crecida porque en el alcance perecieron casi
tantos hombres como en el combate propiamente dicho. Perseguidos y
perseguidores atravesaron el abandonado campamento almohade y prosiguieron
hacia el sur. Los fugitivos intentaban refugiarse en la fortaleza de Vilches,
la más cercana al lugar de la batalla. Un cronista tardío escribe:
"Hallaban a los moros en las encinas y en los alcornoques y allí les daban
muchas lanzadas y así los derribaban".
Los jefes cristianos habían prohibido, bajo pena de excomunión,
dedicarse al saqueo de los despojos y campamentos enemigos antes de que los
almohades hubiesen sido completamente exterminados. Esta medida estaba
plenamente justificada: sabían por experiencia que algunas batallas que
parecían ganadas se comprometían o acababan en franca derrota por causa de la
codicia de la soldadesca que, creyendo favorablemente decidido el combate,
desatendía la lucha por saquear las tiendas de los vencidos.
Sofocada toda resistencia almohade, los cruzados se precipitaron sobre
el bien abastecido campamento enemigo, ya arrasado y en completa confusión, en
busca de objetos valiosos, oro, plata, seda y vestidos, además de armas,
caballos y vituallas. De todo hallaron en cantidad -- exagera probablemente el
cronista-- que, aunque cada uno tomó lo que quiso, dejaron todavía más de lo
que cogieron.
Mientras tanto, el arzobispo de Toledo y los otros obispos y clérigos
que acompañaban a la expedición entonaron el Te Deum Laudamus en el mismo campo
de batalla, en acción de gracias por la victoria.
Antes de que anocheciera, los cristianos levantaron el campamento de la Mesa del Rey y lo trasladaron
al emplazamiento donde había estado el campamento almohade. Luego sepultaron a
sus muertos.
Nadie contó los cadáveres de sarracenos que quedaron en el campo para
pasto de alimañas. Los cronistas cristianos cifran los muertos en unos cien
mil, lo que parece exagerado. Por el lado cristiano, hablan de veinticinco o
treinta muertos, una cifra absolutamente inaceptable que sólo se explica por el
deseo de revestir el encuentro con el carisma de lo milagroso. También aseguran
que, a pesar de la espantosa carnicería producida, no se encontraron en el
campo manchas de sangre. En cuanto al pastor que mostró a los cristianos un
paso alternativo del desfiladero de la
Losa , aseguran que era un ángel del cielo o San Isidro
labrador en persona (otros dicen que era humano y se llamaba Martín Halaja).
A SANGRE Y FUEGO
El ejército cristiano descansó en su nuevo campamento durante dos noches
y un día. Durante este tiempo los vencedores alimentaron sus hogueras con
lanzas, arcos y flechas almohades recogidas en el campo o en los depósitos
capturados. A pesar de ello, sólo se pudieron deshacer de una mínima parte del
material disponible.
El miércoles 18, los cruzados trasladaron el campamento más al sur
probablemente porque, con los valores de julio, la putrefacción de los
cadáveres se había acelerado y el hedor llegaba a las tiendas. Algunos
destacamentos tomaron los cercanos castillos de Vilches, Baños y Tolosa y
degollaron a sus defensores y a los fugitivos de la batalla refugiados en
ellos.
Las noticias de estas matanzas sembraron el terror en la región. Cuando
el ejército cristiano llegó a Baeza, tres días después de la batalla, encontró
la ciudad despoblada e excepción de algunos ancianos e impedidos que se habían
acogido a la mezquita mayor. Los conquistadores incendiaron el templo con
cuanto contenía.
Al día siguiente los cruzados cercaron Úbeda, ciudad populosa y bien
defendida pero abarrotada de refugiados. Los cristianos dejaron pasar un día
sin atacar, escrupulosos observadores del domingo, y el lunes 23 asaltaron las
murallas por varios puntos simultáneamente. El Rey de Aragón consiguió
desmoronar una torre minando sus cimientos. Los cruzados irrumpieron por la
brecha e invadieron la ciudad. Los musulmanes que pudieron se refugiaron tras
una segunda línea defensiva que cercaba el barrio alto de la ciudad y
ofrecieron a los cristianos comprar la paz y sus vidas mediante fuerte rescate.
Los tres reyes accedieron a cambio del pago de un millón de maravedíes en oro,
una enorme suma imposible de reunir por los sitiados. Pero estos desgraciados
tenían un problema aún mayor: las dignidades eclesiásticas que formaban parte
de la expedición y velaban por el cumplimiento de sus ideales de cruzada
hicieron saber que los cánones eclesiásticos prohibían todo trato con infieles.
Por lo tanto Úbeda fue destruida y su población degollada después de espigar
los que valían para esclavos.
Con la base del sistema defensivo almohade, completamente desmantelada parecía que la
conquista del resto de Andalucía era empresa fácil y hacedera. Pero una
epidemia de disentería, causada por la falta de higiene y el calor, a la que
cabría añadir el agotamiento de la tropa (no sólo de la batalla y los asedios
sino también de sus excesos con las moras cautivas), postraron en sus tiendas a
gran número de cruzados. Hubo que suspender la expedición.
Cubiertos de gloria y cargados de botín, los expedicionarios
desanduvieron lo andado y regresaron a Castilla. La conquista de la fértil
Andalucía quedaba aplazada para mejor ocasión.
Alfonso VIII, embriagado por la gloria de su señalada victoria y
cumplidamente vengado de Alarcos, entró triunfalmente en Toledo y derramó
bienes y promesas sobre cuantos habían contribuido a la Cruzada. El rey de
León, que no sólo no lo había apoyado sino que, aprovechando la escasa
guarnición de la frontera castellana, le había tomado algunos lugares, temía
que Alfonso VIII cayera sobre él con su victorioso ejército. Pero Alfonso
generoso y magnánimo, no sólo le ofreció la paz sino que renunció a sus derechos
sobre los lugares en disputa. A Sancho de Navarra, su enconado enemigo, que
había asistido a las Navas, también le entregó los castillos y lugares
fronterizos que codiciaba.
La batalla de las Navas de Tolosa marcara un hito en la historia de España:
alejó el peligro de una invasión musulmana de los reinos cristianos y
contribuyó, aunque no de modo tan decisivo como se pretende, al desmembramiento
y ruina del imperio almohade. Además hizo saltar el cerrojo de la puerta de
Andalucía y consolidó la frontera castellana en Sierra Morena facilitando las
grandes conquistas castellanas en el siglo XIII.
Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo,
se encerró en su palacio de Marraquech y se entregó a los placeres y al vino.
Murió, quizá envenenado a los dos años escasos de su derrota. Alfonso VIII sólo
lo sobrevivió unos meses. Pedro II de Aragón, el rey caballero, pereció al año
siguiente en la batalla de Muret, combatiendo a los cruzados que Inocencio III
había convocado contra los herejes albigenses (Pedro II estaba auxiliando a su
cuñado Raimundo IV de Tolosa), Sancho el Fuerte de Navarra sobrevivió veintidós
años a la batalla. Al final de su vida, atacado de alguna especie de
neurastenia "a causa de su mucha grossura y de la poca salud que
tenía", se recluyó en su palacio de Tudela, donde permaneció encerrado
hasta su muerte en 1234.
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