LOS JUECES DE LA CÓRDOBA CALIFAL
A los
jueces los nombraba el soberano, en quien residían
de modo eminente todas las facultades judiciales: se consideraba al monarca
como juez nato, y de la fuerza de su autoridad pendía la eficacia de las
resoluciones de los jueces; pero como el pueblo de Córdoba en muchas ocasiones
se mostró muy celoso de sus intereses,
y durante largo tiempo poseyó bastante vivo su
civismo, insinuó su intervención en la forma en que podía, imponiendo al
monarca la condición de que el juez fuese grato y aceptado por el elemento
popular. No ha de extrañar, por consiguiente, que los monarcas tomaran
precauciones para acertar en su nombramiento; al efecto, consultaban con
ministros y personas de prestigio en Córdoba, los cuales indicaban a los posibles candidatos. Son raras las ocasiones en la que los jueces de Córdoba
fueron nombrados sin una
consulta previa, por consideraciones de mera
simpatía personal o por intriga política.
Para el cargo de juez (cadí), se nombraba a una única persona, que había de desempeñar
personalmente las funciones sin delegar en otro que le sustituyera. Cuando
la edad o los achaques no consentían el ejercicio personal y directo del cargo,
se le destituía y se nombraba otro.
En una sola ocasión, se cuenta que el
monarca estableció turno entre dos jueces que se alternaban, ejerciendo un año
cada uno de ellos; pero este hecho se refiere a tiempos en que por su
lejanía no es posible asegurar plenamente la veracidad de las tradiciones
orales sobre este asunto.
Entre las cualidades intelectuales
exigida al juez mayor de Córdoba, no parece que en los primeros tiempos se le exigiera una buena instrucción literaria, ni aun jurídica. Fueron nombrados bastantes
jueces que no las tenían; siendo tildado alguno de ellos de supino ignorante.
Cuando eran verdaderamente instruidos, los
narradores históricos lo hicieron notar, si algún juez es hombre ducho en
materias notariales, lo dicen; si sabe un poco de literatura, lo declaran; si
es verdaderamente literato, no dejan de consignar tal noticia, diciendo que
sabe escribir al dictado o redacta documentos en forma retórica elegante, o es
muy culto, o es orador.
No debe sorprendernos su poca
instrucción literaria y aun la jurídica, si se tiene en cuenta, que en su curia
había casi siempre algún letrado o letrados (muftíes), que
eran sus consejeros técnicos y los que le orientaban en sus decisiones.
Para la elección del cargo de cadí, la
condición que más peso e importancia se tenían en cuenta, eran
las cualidades morales del candidato. Estas eran las que principalmente exigía
a sus jueces el pueblo andalusí. Los cadíes de Córdoba
se distinguieron generalmente por su integridad, de la que
era garantía la escrupulosa publicidad de sus actos judiciales, acompañada
ordinariamente de la llaneza de trato y la simplicidad de vida, que
rayaba frecuentemente en el ascetismo.
La mayoría de ellos fueron popularísimos
por la valentía de su equitativo criterio en la administración de justicia y su
enérgica resolución; así como la constancia y firmeza de carácter de los que
ocuparon esa dignidad.
Convirtiendo su vida en un ejemplo a seguir, y sus actos en la legislatura en principios sociales de aplicación práctica, potenciando las normas de igualdad social establecidas por la ley islámica (Sharî'a). Los
jueces daban ejemplo con su resuelta actitud contra las demasías de la
pretendida nobleza de quraish, contra palaciegos y cortesanos y, en ocasiones
célebres, contra los monarcas mismos, los cuales tuvieron que aceptar como
criterio de gobierno esas normas democráticas e igualitarias.
Como fenómeno curioso puede citarse el
cuidado que pusieron algunos monarcas en no elegir para el cargo de cadí a
sujetos que tomasen las cosas a broma, sino que escogían a personas de
reconocida seriedad y formalidad.
La cualidad de hombres entregados a las
prácticas del Islam, la exigía la circunstancia de que el juez de Córdoba había
de ser, por delegación del monarca, Imam del Salat al-ÿumu’a en la gran
mezquita de Córdoba; pero como no era esencial que las dos dignidades (la de
juez y la de Imam) estuviesen desempeñadas por un solo individuo, pudo originar casos como siguiente,
en el que el monarca cordobés al nombrar como
juez de Córdoba a un andalusí no entroncado a ningún linaje de origen árabe, originó el rechazo de muchos cordobeses; por lo que el monarca, separó esos dos cargos, dando
el juzgado al andalusí y el cargo de Imam de la mezquita al-ÿama’a a un
musulmán con un
acuñado linaje árabe. Desde entonces, estos dos cargos
quedarrían en
ocasiones separados.
Los jueces, en su calidad de Imam del
salat al-ÿumu'a, podían
ser sustituidos en algunas ocasiones.
Los andalusíes que hacían valer su pretendida estirpe árabe (lo que les
otorgaba un cierto rango moral de nobleza) formaron un grupo aparte y jugaron
un papel importante dentro de carrera militar y política del califato andalusí. Acaparando cargos públicos e impidiendo que éstos fuesen ocupados
por otros que no tuvieran la distinción moral que les otorgaba el linaje árabe,
aunque con el correr de los tiempos, tal distinción dejó de tener tanta importancia.
El juzgado de Córdoba fue ocupado
primitivamente y durante largo tiempo por musulmanes (presuntamente) de origen sirio o egipcios, es decir, por los personajes más cultos
y preparados para el cargo. Se
ve, pues, por este solo indicio que los califas que tomaron para sí el título
de Omeyas, tuvieron cuidado de elegir, de entre los “árabes”, aquéllos que
mejor pudieran desempeñar esa magistratura.
Luego, cuando los andalusíes se
distinguieron en el conocimiento de la jurisprudencia islámica (fiqh),
estos califas comenzaron a nombrar algunos jueces entre aquellos musulmanes
andaluces que no presentaban entre sus credenciales, linajes
que los entroncasen a la amada Arabia, cuna del Islam; siendo éstos, los que
realmente organizaron del modo más perfecto y acabado,
aquella curia.
En el cargo de juez (cadí) reside
de modo eminente, dentro de la organización islámica, la competencia en todos
los asuntos que han sido regulados por ley islámica (sharî’a). En
este sentido se halla por encima de toda autoridad, incluso la del propio
monarca, sus ministros, palaciegos y la pretendida nobleza de quraish.
Hay que hacer notar, que
la competencia del judicatura no traspasaba los límites del territorio o provincia de Córdoba. Las
otras ciudades y provincias tenían sus jueces, los cuales no
dependían
jerárquicamente del cadí de la capital del califato,
aunque se le considerase de mayor rango, por el prestigio inherente al cargo de
juez de la ciudad
de Córdoba (Qurtuba).
Los fallos del juez de Córdoba eran
inapelables ante una autoridad superior. Únicamente tenía sobre su autoridad a la
del monarca, el cual podía invalidar sus providencias, ordenarle que se
inhibiese para atraer sobre sí el asunto, o destituirle; pero los
monarcas, en la inmensa mayoría de los casos, se abstuvieron de intervenir
personalmente, y hasta para destituir a un juez tomaron la precaución de abrir
informaciones públicas entre los elementos más prestigiosos de la ciudad, sobre
todo cuando las quejas del pueblo se hicieron muy patentes.
El cargo era, en cierto modo vitalicio, y las
separaciones y destituciones se realizaron o por disgustos, celos personales
del soberano, por razones de estado, lucha de jurisdicciones con otra
autoridad, por haberse puesto en su contra a los alfaquíes (expertos en
jurisprudencia islámica), por impopularidad, o por haber caído en
descalificación.
La única autoridad que podía realmente
reformar sus providencias (caso de que el propio juez, mediante queja, no las
reformara) o amonestarle por su conducta, era el nuevo juez que se nombraba al
destituir al anterior; pero se ve que evitaban llegar a ese extremo, por el
desprestigio que al cargo podía resultar con las sentencias condenatorias del
juez destituido. Se esquivaba ese procedimiento apelando en casos apurados a la
prueba de juramento obtenido secretamente.
La importancia del cargo y la conducta
ejemplar que siguieron en su ejercicio los jueces de Córdoba hicieron tan
respetada su autoridad y persona, que constituyó timbre de nobleza, por voto
popular, el hecho de haberlo ocupado. Algunas veces ejercieron altos cargos en
la milicia y sustituyeron a los propios monarcas en sus ausencias de Córdoba.
Al arbitrio del juez quedaba la elección
del lugar en que había de ejercer públicamente sus funciones, bien en su casa,
bien en una mezquita; pero lo más frecuente y usado fue tener el despacho o
audiencia en la gran
mezquita al-ÿama’a. Allí se sentaba e1 juez, sin
grande aparato, y ante él acudían los litigantes.
El demandado tenía que presentarse
mediante citación judicial. El orden se conservaba por el simple respeto que el
juez imponía, o porque el público se interesaba en que lo hubiese, o mediante la
pena de azotes que allí mismo se propinaban, o por amenaza de la pena de
deshonra.
Demandante y demandado, por turno,
exponían hechos y razones, oral y directamente al juez. Si al demandado no le
era posible acudir, había que comunicarle por escrito la demanda, concediéndole
para contestar un plazo prudencial que estaba al arbitrio del juez. Contestada
la demanda, se procedía a la prueba, bien documental, bien testifical.
Si el juez dudaba acerca de algún punto
de derecho, podía contar con los alfaquíes de su consejo, los cuales le
informaban. Estos informes, en los primeros siglos, se exponían oralmente;
después hubieron de ser comunicados por escrito, quedando en el archivo
judicial en la misma forma que las sentencias, como documentos de consulta para
estudiar la jurisprudencia andalusí.
Cuando el juez, se decidía a resolver.
formalizaba la sentencia con las firmas de testigos y procedía a la ejecución.
Para las actuaciones judiciales había un
secretario encargado de la
redacción de los escritos que el juez ordenara, especialmente las actas
oficiales. A menudo se citan los adules o
testigos, de cuyo testimonio hace fe; los sayones o alguaciles, bien para citar a las partes, bien
para cumplir las órdenes de ejecución de sentencia, y los abogados o procuradores, que podían
utilizar las personas de algún viso social, a quienes se dispensaba de acudir
personalmente al juzgado.
En algunas ocasiones, el juez, que era
árbitro para aceptar o no aceptar la intervención de esos intermediarios, se oponía
a tales representaciones exigiendo la comparecencia personal de la parte
interesada.
Acerca del archivo judicial se dan algunas referencias. Del
sueldo que disfrutaban los jueces se habla en varios pasajes.
Leyendo la crónica de al-Jushanî, causa
algo de sorpresa la forma poco aparatosa, familiar y patriarcal en que durante
ese período se ejerce la función de enjuiciar en la capital del califato
andalusí: semeja a veces la simplicidad y llaneza de un juzgado de paz en un
pueblecillo de la sierra, y cuesta trabajo explicarse el prestigio inmenso que
esa autoridad llegó a tener en al-Andalus; pero se hace evidente la altura
moral que fue adquiriendo el cargo si se comparan los jueces de Córdoba, con
los de otras comarcas musulmanas orientales. El historiador árabe al-Qindí
escribió la historia de los jueces de la capital de Egipto. La comparación es
muy sugestiva.
Egipto fue una de las comarcas cuyos
sabios influyeron más en las doctrinas jurídicas que se aceptaron en
al-Andalus; sin embargo, el juez de Córdoba apenas se parece al juez de Egipto.
El juez de Egipto tiene jurisdicción sobre un extensísimo territorio: alguna
vez llegó hasta las provincias de Palestina, Jordania y Damasco. En su curia se
deciden no solo los pleitos entre los musulmanes, sino también entre cristianos
y entre judíos. No sólo se ciñe el juez a entender en asuntos civiles, sino que
tiene también jurisdicción criminal.
Al cargo de juez de Egipto se unieron, algunas veces, cargos políticos, extraños a su competencia. Esta acumulación de cargos produciría en ocasiones
complicaciones en la curia, y por consecuencia, la necesidad de muchos secretarios
para despachar los asuntos. Hubo de crearse, además, un registro y oficina
especial para el examen de la veracidad y honorabilidad de los testigos.
En medio de este cúmulo de potestades,
el juez de Egipto no podía atender a todo personalmente,
por lo que le fue preciso delegar sus funciones, bien en sus secretarios, bien
en otra persona que hiciera sus funciones.
Esto debió de dar por resultado el que
el juez de Egipto se desentendiera de inspeccionar
directamente el despacho de las asuntos y, al desentenderse de ellos, se dedicara a asustos ajenos a sus funciones, viéndose mezclado en las luchas políticas del momento, exponiéndose al descrédito su autoridad.
Por la antedicha complicación de
oficinas y la falta de inspección personal y directa, se explica el que los
abusos fueran mayores en aquella curia, sobre todo en la administración de las
fundaciones caritativas, que en ciertas épocas fue deplorable.
Si a esto se une el que los califas
orientales no atendían al voto popular para nombrar los jueces, la falta de
permanencia en el cargo por la inestabilidad frecuente, y que en ocasiones,
recaía el nombramiento en personas de dudosa moralidad, no es de extrañar que estos
abusos, llegaran al extremo de levantar violentamente la furia del pueblo
para sacudirse de su obediencia y apelar a las más graves colisiones.
En Córdoba, esa dignidad presentó
caracteres muy distintos; aunque era la misma ley islámica (la sharî’a)
la que regulaba sus funciones, la práctica fue casi antitética:
1.° El juez de Córdoba tenía en su
jurisdicción escaso territorio.
2.° No incluyó en sus atribuciones el
dirimir contiendas entre cristianos ni entre judíos, los cuales tenían en
Córdoba sus autoridades judiciales propias.
3.° Se ciñó a entender en los asuntos
civiles, dejando los menudos y fastidiosos asuntos de policía al zalmedina y al
zabazoque.
4.° No desempeñó cargos políticos
conjuntamente. Aun el cargo de Imam del salat al-ÿumu'a en
la mezquita mayor de Córdoba, fue a veces desempeñado por otras personas; y
cuando el juez iba a la guerra, cesaba en su oficio de juez.
5.° La curia era sencilla y poco
numerosa: un solo secretario; ninguna oficina especial informadora de testigos.
6.° El juez atendía personal y
directamente a despachar los asuntos, sin delegaciones ni sustitutos.
7.° No se mezcló inconsideradamente en
las luchas políticas. Si alguno de palabra se desmandó, fue destituido inmediatamente.
8.° Los abusos fueron parciales y
corregidos enseguida.
9.° Hubo bastante estabilidad en el
cargo.
10.° Los monarcas atendieron
escrupulosamente al voto popular en la elección.
11.° Ninguna persona de dudosa
moralidad, ocupó esa dignidad; y si recayeron sospechas sobre alguno, fue
prontamente destituido.
Merced a tales circunstancias se hace
evidente la justa adquisición del prestigio islámico y social que esta dignidad
disfrutó en al-Andalus.
Indudablemente, a ese efecto debieron
contribuir en gran parte las virtudes islámicas del pueblo
andalusí.
El juez de Egipto, en lugar de
estar prevenido contra la nobleza de linaje árabe, es precisamente el que forma
y guarda en sus oficinas el registro de la nobleza árabe que habitaba en el
país. Los coptos, es decir, el elemento cristiano egipcio, en vez de permanecer
esquivos y separados de los musulmanes, pretenden adquirir al igual que ellos, el
abolengo árabe, por medio de falsas certificaciones de nobleza, estimulados tal
vez por la conducta de los jueces, los cuales, por parcialidad evidente, solían
dar a los de linaje árabe,
por ejemplo, la administración de los bienes de los
huérfanos, etc. El juez de Egipto, además, procuraba
rodear su persona de un imponente aparato: hasta prohibía a los
alfaquíes y personas principales el uso de prendas de vestir que consideró como
exclusivas suyas.
En al-Andalus era todo
lo contrario: los jueces no se atreven a usar más prendas de vestir que las
usuales a su pueblo: ni siquiera el turbante, el cual los andalusíes poco usaban . Las audiencias se daban sin gran pompa. La vida
del cadí andalusí era sencilla, llana, humilde. Casi todos le distinguen, como hemos dicho,
por su criterio democrático contra los abusos de la nobleza. Esto no ocurriría si no tuviesen ellos
la intención de contentar al pueblo de
andalusí, el cual fortalecía con su apoyo el prestigio de su autoridad.
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