CRISTIANOS Y JUDÍOS
Martine
Charageat / Miguel Ángel Motis Dolader
Diferentes
maneras de vivir el matrimonio y la sexualidad en las comunidades cristianas y
en las hebreas
ENTRE CRISTIANOS
La confrontación de los rituales y
del Derecho Canónico permite hoy en día un conocimiento bastante completo y
homogéneo de la institución matrimonial en el Occidente cristiano, tanto de la
formación del vínculo como del papel desempeñado por la sexualidad. Los textos
a este respecto explícitos y sus contemporáneos en teoría lo veían muy
claramente. Una pareja «bien casada» lo era per verba legitima de praesenti,
con matrimonio solemnizado en faz de la Iglesia y consumado mediante cópula
carnal. Sin embargo, la historia de la sexualidad en el Medievo y el
Renacimiento se divide con demasiada rigidez en cuanto a sus enfoques: Historia
de la Medicina, Derecho Foral y Canónico, crítica textual y análisis de un
discurso teológico centrado en el pecado. El estudio de las normas ofrece un
planteamiento importantísimo, pero esencialmente teórico.
Tribunales eclesiásticos
Los
procesos eclesiásticos y los seculares brindan la oportunidad de acercarnos a
una realidad distinta, la realidad judicial, que a veces permite tamizar lo que
verdaderamente opina la gran mayoría de la sociedad de la época, y no sólo las
elites que ejercen el poder político e intelectual. Los testigos con frecuencia
manifiestan la existencia de creencias o representaciones mentales que divergen
de la norma. Por ejemplo, para muchos, sus vecinos son marido y mujer
sencillamente porque viven en la misma casa, comen en la misma mesa y duermen
en el mismo lecho, además de referirse el uno al otro como marido y mujer
respectivamente. No es falta de respeto al sacramento ni a la Iglesia; los
testigos se refieren a la parte visible del matrimonio cuando no han asistido a
la boda, bien sea porque tuvo lugar en otra localidad, bien sea porque la unión
es clandestina. Esta práctica sigue siendo muy frecuente y constituye un grave
problema moral y social, lo que no hace más que agravar la indefensión jurídica
de las personas abandonadas.
La documentación que lo aborda es
fundamentalmente civil. Los procesos matrimoniales canónicos son instruidos por
el vicario general, representante del arzobispo de la diócesis. Las causas
permiten medir su relación con la norma legal, aproximarse a las prácticas
comunes y averiguar su adecuación con las creencias de sus protagonistas.
Asimismo, permiten identificar la percepción que de la transgresión -adulterio,
concubinato, etc.- tienen los actores de los procesos.
Institucíón y sacramento
Para
el estudio de la sexualidad, el matrimonio, entendido como institución,
sacramento y marco de las relaciones conyugales y extraconyugales, es el
referente esencial. Para analizar y entender correctamente los procesos es
imprescindible conocer las normas canónicas, sinodales, municipales y forales,
así como los códigos de comportamiento implícitos, no escritos, relacionados
con el sentimiento de honor. Dentro del consistorio, la primera relación que se
establecía entre matrimonio y sexualidad era casi umbilical, puesto que así lo
determinaba la Iglesia y así tenía que ser la norma de referencia del juez
eclesiástico, lo que hacía que una sexualidad legítima obviamente tuviera como
único objeto la consumación del vínculo y la procreación. Estos últimos no
ilustraban otra cosa que la unidad de Jesucristo y el alma.
El orden matrimonial, por tanto, abarcaba y
controlaba el orden sexual; la transgresión de uno provocaba la del otro, en
reciprocidad total. Es decir, la sexualidad nunca se libraba del matrimonio. El
estado de no casado ( o no casada) ya no sitúa la sexualidad bajo el signo de
la consumación del matrimonio, de la realización perfecta del sacramento y de
la procreación, sino que entra en el campo del placer y de los sentimientos.
La
«cabalgada» designaba la unión carnal entre amantes y «poner la pierna encima»
recordaba el derecho de pernada y aludía a la apropiación de la mujer de otro
Sexualidad lícita e ilícita: el coíto o
«comercio carnal»
El
término «sexualidad», palabra anacrónica para la época, designa la cópula
carnal o coito, es decir, el conjunto de relaciones sexuales, pero no sólo en
su estricta dimensión física. El acto sexual o «comercio carnal» entre dos
individuos laicos se convierte en objeto de interés dentro del proceso por sus
consecuencias y efectos jurídico-sociales. Ello sitúa al historiador, en el
marco de los procesos canónicos matrimoniales, en la encrucijada del papel
masculino y femenino ( esfera pública ), de las prácticas sexuales ( esfera
privada) y de las sensibilidades íntimas.
Los dos campos semánticos de la «sexualidad»
lícita e ilícita reflejan la partición fundamental de los sujetos sociales
entre casados y no casados. La sexualidad lícita se refería al comercio carnal
autorizado y se resumía en la fórmula siguiente: per copula carnal consumado.
Fuera del matrimonio, la expresión aludía
directamente a la transgresión: no es posible consumar una unión que no existe;
hombres y mujeres tienen entonces mero acceso carnal, se juntan o se conocen
carnalmente, se acuestan juntos. No se solían utilizar calificativos
biológicos, excepto en dos casos: la cabalgada y el hecho de poner la pierna
encima. La cabalgada designaba con frecuencia la unión carnal entre amantes,
cuya connotación física indicaba el nivel de inmoralidad alcanzada. Además,
implicaba una especie de violencia desenfrenada que escapaba de todo control y
raciocinio. En el siglo XVI «poner la pierna encima» recordaba, cuando se
admitía su existencia, al derecho de pernada feudal -un mal uso o abuso del
poder señorial- e insistía en la apropiación de la mujer de otro o de una
soltera con las cuales no existía vínculo marital alguno.
El léxico de la sexualidad lícita pone de
relieve una forma de discriminación entre los comportamientos masculinos y
femeninos. Por ejemplo, los discursos procesales de la demanda o de la defensa
hablaban de forma diversa del adulterio. La mujer casada cometía adulterio o
era adúltera; el varón casado estaba amancebado, tenía concubina, vivía con una
amiga. El crimen contra el sacramento del matrimonio abrumaba más a la mujer
que al hombre, con lo que la discriminación en el campo de la fidelidad
conyugal entre los géneros era explícita.
Transgresión y pecado
Las
normas, prácticas y transgresiones aparecían en casi todo los procesos. La
norma se expresaba de modo manifiesto o solapado. La transgresión del orden
matrimonial y social mediante el acto carnal ilícito no servía tanto para la
búsqueda de la verdad como para desacreditar a la parte adversa. El asunto
matrimonial se juzgaba, en la jurisdicción civil o penal, según criterios
canónicos en los tribunales eclesiásticos, mientras que primaban los económicos
y penales en los tribunales seculares.
La sexualidad se convertía así en un
argumento autónomo para retratar al demandado o al querellante, para arruinar
la reputación o recusar al testigo. Cada uno de los autores pretendía demostrar
que el adversario carecía de crédito personal y social porque era mala persona
y de mala vida. Así, la «fama pública» extendida por el pueblo, la ciudad o el
reino acreditaba que vivía amancebado o amigado, o que cometía adulterio
mientras estaba casado.
Le competía al juez la decisión final en
cada litigio en sus distintas vertientes: «crimen de adulterio», solemnización
de esponsales, divorcio ( separación de cuerpo y habitación) o anulación del
vínculo. En suma, debía conformarse a la vez con las reglas que validaban el
matrimonio y las esperanzas de hombres y mujeres que no siempre comprendían
bien dichas reglas.
EN SEFARAD
Uno de los ejes sobre los que se articula
la sociedad descansa en las relaciones mantenidas entre hombres y mujeres. Sin
embargo, este terreno, cuyos aspectos sociológicos, mentales y antropológicos son
decisivos, se resiente de la dispersión e inespecificidad de unas fuentes
preocupadas por lo excepcional o primordialmente por las clases dirigentes,
mientras se silencia la vida cotidiana y posterga a los estratos humildes,
entre los que se incluye el ámbito de la feminidad.
En estas coordenadas, la regulación religiosa
y el marco legal constituyen un factor crucial en la comprensión de la
sexualidad judía. El Talmud, por ejemplo, consagra diversos tratados a aspectos
de interés: Yébamot ( cuñadas ), Sotah ( adulterio ), Miqwaot (baños rituales
de inmersión), Níddah (impureza de la mujer), etc. De igual modo, los responsa,
nacidos de lás consultas elevadas por las aljamas a los rabinos de prestigio
para esclarecer la regulación aplicable en los casos planteados, permiten
estudiar la evolución de las costumbres a lo largo de la Edad Media. Los
procesos judiciales de los bet-dín y las sentencias de los tribunales
cristianos son elocuentes, aunque reflejan una mínima parte de las
transgresiones y dejan en el anonimato conductas morales ilícitas -sobre las
que la familia ejerce un poderoso control para que no trasciendan al exterior-,
que representan además la excepción frente a la práctica común.
En la órbita amorosa y sexual, los textos
morales, literarios y narrativos no proporcionan información sobre mujeres
reales, sino metáforas o estereotipos que carecen de voz propia, y presentan un
discurso netamente masculino que descarta la posibilidad de que la mujer sea,
no ya autora, sino tan siquiera lectora, y donde toda expresión femenina se
filtra a través de la censura del varón, que la representa no como sujeto sino
como objeto.
En
la sociedad judía el mundo de la afectividad se posterga en favor de intereses
familiares, donde el padre ejerce una poderosa autoridad sobre el destino de
sus hijos
Sexualidad legítima y bendecida: el
matrimonio
En
esta minoría étnico-confesional los vínculos de solidaridad se tienden en dos
niveles diferentes: la familia -paradigma de subsistencia- y la comunidad
religiosa -engranaje de creencias e identidades-. La sociedad judía es por
naturaleza endogámica. Frente a la Iglesia que califica de incesto la unión con
la prima por parte paterna -hija del hermano del padre-, aquí es matrimonio
estratégico porque consolida el linaje por encima del antagonismo entre
hermanos, junto con las nupcias con la prima por parte de madre -la hija del
hermano de la madre-. En este contexto, el levirato, institución nacida del
patriarcalismo, establece que, según los principios vertidos en el
Deuteronomío, si un varón muere sin descendencia, el hermano superviviente
soltero de más edad ha de contraer nupcias (yíbbum) con su cuñada, que no puede
casarse con un extraño, de manera que el primogénito que engendren llevará el
nombre del hermano fallecido para que no desaparezca su estirpe.
En el matrimonio, cuya naturaleza se define
en el Génesís, interviene una doble estrategia económica y religiosa; allí
donde existe un deseo legítimo de fundar una célula viable y equilibrada, el
mundo de la afectividad -con mayor razón entre las clases elevadas- se posterga
en favor de intereses familiares, donde el padre ejerce una poderosa autoridad
sobre el destino de sus hijos. La elección del cónyuge se lleva a cabo con sumo
cuidado y las preferencias se dirigen hacia una persona versada en la Ley o la
hija de un estudioso del Talmud, con lo que se sientan las bases para
consolidar la tradición.
Contraer matrimonio es formar una empresa de
futuro que persigue una doble perpetuación patrimonial y generacional, además
de un dispositivo de sexualidad. La obligación de contraer es universal para todo
judío y no resulta recomendable rebasar los 20 años, a excepción de los
estudiosos de la Torab. En este proceso, el ritmo de maduración sexual del
adolescente se modera para los chicos mediante un largo periodo latente,
mientras que en las jóvenes se acelera, tras un breve aprendizaje en el hogar
de su función de madre y esposa, donde estará sometida a la corrección del
marido.
La procreación: «creced y multiplicaos»
El estado al que ha de aspirar todo hombre o
mujer es el marital, bajo el imperativo de perpetuar la especie, según reza una
de las primeras prescripciones o mitzvah contenidas en la Torah. El judaísmo
consagra la legitimidad de la vida sexual sólo en los confines del matrimonio,
erigido en el primer instrumento de control de la vertiente constructiva de los
impulsos sexuales y freno de sus aspectos instintivos e irracionales. El que no
engendra descendencia comete un pecado similar al derramamiento de sangre y
causa que la Shejiná (presencia divina) abandone al pueblo de Israel.
Cada
criatura que viene al mundo reporta a sus padres una bendición y es el punto de
partida de una nueva progenitura, esencial para la redención que sólo se
alcanzará cuando todas las almas hayan venido al mundo.
El débito conyugal
Las fuentes bíblicas señalan como derechos
inalienables de una esclava -aplicables, por tanto, a una mujer libre casada-
el alimento (she'era), el vestido (kesutah) y el débito conyugal ( onah ). El
marido tiene un deber compensatorio hacia su mujer con respecto a la frecuencia
de las relaciones que han de ser complacidas y debe protegerla de la privación
sexual. Como señala Nahmánides, es exigible intimidad, regularidad y una
atmósfera apropiada, mientras que Rashi defiende que el marido procurará placer
a su mujer, aunque sólo como efecto, no como causa en sí.
La doctrina rabínica establece la frecuencia
del coito conforme a la actividad profesional del varón y fija un periodo de
abstinencia no superior a una o dos semanas. Sin embargo, existe una corrente
restrictiva o ascética que la considera un maxímum. Los ritmos, no obstante,
son estimativos y se basan en especulaciones sobre el deseo de la mujer, ante
el cual el marido debe ser dócil. Por su parte, el tratado de Yosef Albo,
Sbulhan Arukh, distingue entre los profesionales que trabajan en la misma
ciudad, obligados a realizar el acto dos veces por semana, y los que la
desarrollan fuera, cuya ratío se reduce a un encuentro marital, lo mismo que
los estudiosos de la Ley, a los que se recomienda la noche del viernes.
El Talmud tipifica las circunstancias en las
que el marido ha de atender especialmente las necesidades sexuales de su mujer:
antes de iniciar un viaje, en las vísperas de la menstruación, la noche de la
inmersión en el baño ritual o mikveh, cuando advierta «estrategias de
seducción» o en el periodo post partum. La importancia del deseo femenino es
reconocida incluso durante el embarazo, cuando no existe, obviamente,
posibilidad de una nueva concepción. El rabino Rabad enumera diversos
propósitos o kavanot donde el encuentro de los esposos en el tálamo no sólo es
recomendable sino deseable: procrear, mejorar la salud del feto, cumplir con el
débito conyugal, restringir la pasión del varón hacia su esposa y prevenir
enfermedades producidas por los impulsos no consumados.
En cualquier caso, es inadmisible destruir la
semilla (hashhatat zera) mediante la eyaculación en el exterior de la vagina,
aunque los teóricos dudan sobre la licitud de las prácticas que incrementan el
placer -realizar el coitus mediante la penetración por detrás, colocar a la
mujer en la parte superior- y prefieren la comúnmente llamada «postura del
misionero», que las tres religiones monoteístas señalan como la más natural. En
cualquier caso, en la Míshneh Torah de Maimónides, glosa universal del Derecho
Hebreo, frente a la creatividad de los actores se apuesta por la pura
procreación.
Las leyes de la pureza y la
menstruación
El judaísmo comparte con otras culturas
el temor a la sangre y disocia la fase
menstrual con la concepción y la vida, lo que convierte a la mujer en níddah o
excluida. Dichos patrones, que imponen periodos de abstinencia y un
distanciamiento físico de los esposos, al que se pone fin en virtud de diversos
actos de purificación coincidentes con una nueva ovulación, regula de una
manera precisa la vida sexual de la pareja -operativa en torno a la mitad del
año, si consideramos la etapa pre y postmenstrual- para favorecer, en teoría,
la procreación, porque dichas limitaciones hacen a la mujer más deseable a los
ojos de su marido.
Esta purificación ritual en el míkveh no se
considera un deber salvo cuando depende de ello la reanudación de las
relaciones sexuales. Por esta razón la mujer soltera no lo frecuenta y realiza
su primera tevilah antes de la boda. Tampoco puede procurar a su marido
aquellas atenciones que sugieran intimidad, como rellenar su copa, disponer la
cama y lavarle manos, pies y rostro.
En la níddah -regulada en el Levítico-- se
diferencia la menstruación ordinaria ( níddah ) del flujo anómalo (zavah). La
primera mácula durante una semana a la mujer, en la que está prohibida
absolutamente cualquier relación. Una vez transcurrido el séptimo día, si ha
desaparecido el flujo vaginal, realizará un baño purificador de inmersión y
lavará sus ropas y ya es considerada apta para la conyugalidad. Para evitar
transgresiones accidentales, se instauran los días impuros premenstruales y se
anima a la mujer a que realice una exploración de sus órganos reproductores
antes de iniciar una relación sexual para que no sobrevenga incidentalmente una
pérdida de sangre inesperada.
Un caso especial se contempla en la fase
post partum -cuya explicación es puramente biológica, pues el sangrado prosigue
durante las cuatro o seis semanas-, donde el periodo establecido dependerá del
sexo de la criatura: si alumbra un hijo, es de una semana y 33 días adicionales
de purificación; cuando se trata de una hija, el periodo se duplica (80 días ),
porque en su día se convertirá en mujer que menstruará y parirá.
El adulterio
Dada la importancia del vínculo
endogámico, el adulterio recibe especial atención en la Halakhah o Derecho
Hebreo, que consagra la fidelidad exclusiva de la mujer hacia su marido. Esta
unión es más restringida que la contemplada en el Derecho Canónico, pues
incluye las relaciones sexuales ilícitas y voluntarias con una mujer casada o
comprometida mediante la determinación de una dote, y un hombre distinto a su
marido. La deslealtad se sanciona con severidad y reporta gravísimas
consecuencias para los hijos bastardos o mamzerim, que hallarán muchos
impedimentos cuando pretendan casarse. Sin embargo, el adulterio es una
práctica relativamente extendida entre los judíos hispánicos, fruto de cierto
grado de relajación moral, especialmente entre las clases elevadas, y de la
convivencia de familias extensas bajo el mismo techo. Originalmente el marido
tenía derecho a castigar a la mujer adúltera y a su amante, pero en cuanto
ofensa a Dios requiere la intervención del rabino y de los tribunales de
Justicia. Es posible redimirlo mediante el pago de una multa, aunque no es
frecuente, y podría recaer pena de muerte si se realiza tras recibir una
amonestación pública. En la Bíblía se cita la lapidación, mientras que el
Talmud señala el ahorcamiento.
La ordalía de las aguas amargas se aplica a
las sospechosas de adulterio -tal y como se describe en el libro de Números- si
fue advertida previamente por el marido, mientras que si sólo existen
murmuraciones puede obligarla a someterse o dispensarle y repudiarla. En cualquier
caso, basta con que hubiese sido vista por la servidumbre o que existieran dos
testimonios a favor del adulterio y uno en contra para que se prescindiera de
este medio de prueba. Si es víctima de calunnia, parirá sin problemas, en tanto
que si no, se hinchará en su vientre la masa del bebedizo que el rabino le
obligará a ingerir, y experimentará un dolor inaguantable.
Han pervivido algunos procesos de esta
índole, como el protagonizado en la sinagoga de Zaragoza el 13 de octubre de
1368 por Lumbre, viuda de Salamon Anagni, perpuntero del rey, ante un tribunal
integrado por don Mayl Alazar, don Salamon Almali y el rabino Jaco Figel, «el
qual crimen la dita Ley ha por muy fuert peccado et orrible entrellos et esto
solo pertenescia a jugar a los judges esleydos por la dita aljama». La imputada
es tenida por convicta y confesa, ya que era probado y manifiesto dicho
«crimem» según la Ley, y con arreglo a ésta debía ser ejecutada. Sin embargo,
existe un margen de discrecionalidad que permite conmutar dicha pena por
azotes, exilio y trasquileo en cruz, es decir, dolor, destierro e ignominia.
La gravedad es máxima, según la legislación
cristiana, si se incurre en el tabú de las relaciones sexuales
interconfesionales. Así, el Fuero de Tudela se limita a una multa leve, siempre
y cuando se realice con miembros de las minorías confesionales: si un judío
mantuviere relaciones con una mujer que no fuera su legítima esposa, pagará
cinco sueldos, idéntica cantidad a la que pesa sobre el juego furtivo de los
dados; por cada hijo extramatrimonial abonará 30 sueldos. Por el contrario, el
adulterio con una cristiana irremisiblemente se castiga con la hoguera. El
Fuero de Teruel en su rúbrica De la mujer que sea sorprendída con un infiel
establece esta sanción por el mero hecho de yacer carnalmente: «Si una mujer es
sorprendida con un moro o con un judio y pueden ser capturados, ambos
conjuntamente serán quemados».
El
Fuero de Teruel establecía: «Si una mujer es sorprendida con un moro o con un
judío y pueden ser capturados, ambos conjuntamente sean quemados»
Prostitución
Los judíos insatisfechos con su vida marital
o sin excesivos escrúpulos requieren los servicios de meretrices cristianas o
musulmanas -en el diwan del poeta Todros Halevi se ensalzan las sutilezas de
éstas últimas en al-Andalus- y disponen de numerosas oportunidades para
consumar sus apetitos. De hecho, las fuentes ratifican la presencia de
prostitutas judías en la mayoría de las aljamas importantes, tanto de la Corona
de Aragón como de Castilla. Por ejemplo, en Barcelona existía un burdel en
Castell Nou, cerca del call.
A mediados del siglo XV el licenciado fray
Diego de Ubeda recrimina ante el concejo de Murcia que «en la juderia della en
algunas casas sennaladas... se fasia pecado de forniçio, no tan solamente
christianos con christianas, mas aun viniendo contra la fe nuestra yasian
jodios con christianas... cosa muy aborreçible de Dios e de la nuestra Santa
Fe». Los tribunales regios no reprimen tanto el ejercicio de las «fembras
publicas» cuanto que ofrezcan sus servicios fuera de la judería a personas
inadecuadas, como sucedía en Valencia.
Asistimos a una doble moral que hace del
prostibulum un mal necesario. Esta dualidad la ilustra rabí Yehuda ben Asher,
que narra el debate suscitado durante el siglo XIV en Castilla, y que escindió
la sociedad en dos corrientes: la primera anhelaba erradicar la prostitución y
echar a las cortesanas por considerarlas fuente de pecado; la segtunda.
representada por el rabí Isaac Arama, era permisiva, porque así se evitaba
acudir a prostitutas cristianas y compartir la «semilla divina» con los
gentiles, al tiempo que era un mecanismo de defensa de las doncellas y las
mujeres «respetables». Contribuía, pues, a mantener un equilibrio en el ecosistema
social.
Biblioteca Gonzalo de Berceo
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