HISTORIA
DEL GENOCIDIO DE LOS MUSULMANES, CRISTIANOS Y UNITARIOS JUDIOS EN ESPAÑA
AHMAD
THOMSON
CAPÍTULO:
LA OTRA PARTE DE LA HISTORIA
El
exilio de los últimos musulmanes de al-Andalus
El país estaba plagado de ignorancia,
temor y superstición. Si algo iba mal, se culpaba a los moriscos y los rumores
de que los moriscos se hacían cocineros para envenenar a sus amos y médicos
para matar a sus pacientes cristianos, se convirtieron en algo usual. Se decía
incluso que los moriscos habían matado cristianos para beber su sangre. Por
otro lado, los moriscos seguían siendo acosados por la Inquisición y esto
lograba únicamente aumentar el odio que sentían por sus amos:
En cualquier
momento, la traición o el juicio de uno de ellos podía implicar a toda una
comunidad. En 1606, una muchacha de diecinueve años llamada María Páez, hija de
Diego Páez Limpati, trajo la desolación a los moriscos de Almagro, acusando a
sus padres, hermanas, tíos, primos, parientes y amigos. Las incriminaciones,
por supuesto, se extendieron. El padre de la muchacha fue quemado por
impenitente porque no confesaba; su madre, que confesó, fue reconciliada y
condenada a prisión perpetua y así hasta un total de veinticinco moriscos de
Almagro, de los cuales cuatro fueron entregados al brazo secular. Puesto que la
confiscación de bienes acompañaba siempre a la sentencia, la Inquisición reunió
con toda probabilidad una abundante cosecha. Las comunidades moriscas eran
objeto de devastaciones de este tipo constantemente.1
Las malas relaciones entre los católicos y
los moriscos habían llegado a tal extremo, que Felipe II se vio obligado a
considerar seriamente qué debía hacerse con los moriscos. En el último cuarto
del siglo XVI éstos habían aumentado notablemente en número y aunque no se les
veía practicar el Islam externamente, parecía posible, si no probable, otra
revuelta. Era evidente que los violentos métodos utilizados por la Inquisición
habían dejado de servir para algo más que una muestra exterior de conformidad
por parte de los moriscos que no habían muerto. Parecía que el único remedio
residía en ponerles de rodillas por el uso de una fuerza aún mayor y las
propuestas más razonables que habían hecho unas pocas voces aisladas en el
pasado, estaban claramente desechadas. Cuando se las sugirieron al Rey, fueron
rechazadas, pues suponían un reconocimiento parcial del camino del Islam.
La primera de esta proposiciones había
sido la de que los moriscos fuesen obligados a casarse con cristianos viejos,
hasta quedar absorbidos dentro de la población general de España. Tales
matrimonios, que habían sucedido libre y espontáneamente cuando los musulmanes
llegaron a España, fueron descartados. No sólo eran ilegales, de acuerdo con la
ley del país, sino que además eran completamente contrarios a la doctrina de la
"limpieza de sangre" que estaba marcada indeleblemente en los
corazones de muchos cristianos de la época.
La segunda era más liberal aún y, por lo
tanto, rechazada con más vehemencia. Se sugería que se les permitiera a los
moriscos vivir como quisieran y seguir el camino del Islam si lo deseaban. De
esta forma, se les podría atraer a la religión oficial poco a poco y
convertirles al catolicismo romano sin derramamiento de sangre. Los
inquisidores se aseguraron de que tal propuesta fuera desestimada. Sabían que
los musulmanes nunca iban a aceptar el cristianismo voluntariamente. Es más, el
Papa no lo permitiría ya que ello equivaldría al reconocimiento de la libertad
de conciencia prohibida por los cánones de la Iglesia. Semejante idea era una
"herejía protestante", totalmente inaceptable para la Iglesia
católica romana. Más aún, según el Papa, el bautismo oficial era un matrimonio
del alma con Dios. En el Concilio de Trento de 1565 se había decidido que los
niños de padres bautizados debían ser bautizados al nacer y obligados, bajo
pena, a llevar una vida cristiana. Los moriscos eran los niños recientemente
bautizados por la Iglesia -se respondía- y por tanto, a la Iglesia correspondía
la responsabilidad, como una madre amante, de no descuidar o separase
voluntariamente de ninguno de sus hijos. Por otra parte, si a los moriscos se
les hubiera permitido vivir abiertamente de acuerdo al Islam, muchos cristianos
podían verse inducidos a unirse a ellos, poniendo de esta forma en duda la
religión oficial.
Las otras propuestas hechas a Felipe II
eran, al igual que las tradiciones establecidas por la Iglesia, mucho más
violentas. Estaban alimentadas no sólo por el temor a una revuelta dentro de
España, sino también por la posibilidad de una invasión desde Marruecos, al
tiempo que los musulmanes de Turquía seguían haciendo nuevas conquistas:
La amenaza constante
de la expansión turca y las repetidas incursiones a las costas españolas de
algunos merodeadores hizo disminuir más aún la tolerancia con los moriscos. En
1579 en Andalucía y en 1586 en Valencia, se prohibió a los moriscos vivir cerca
de las costas, por la facilidad de escapada y de invasión que ello suponía.2
Estos temores de invasión desde fuera
aumentaron tras la derrota de la Armada Invencible por Gran Bretaña, una
victoria que dejó a España incapaz de rechazar una invasión por mar. La
posibilidad de una reconquista de Al-Andalus por parte de los musulmanes
parecía cada vez más probable; a la luz de tales circunstancias se hicieron las
siguientes sugerencias:
En primer lugar, que los niños moriscos
fuesen separados de sus padres y distribuidos entre los cristianos viejos. Esta
fue desestimada ya que se había intentado en el pasado sin gran éxito, aparte
de lo cual había ahora 40.000 nuevos niños moriscos cada año, un número
demasiado alto a la hora de distribuirlos. Más aún: una medida como ésta podría
provocar una rebelión.
En segundo lugar, que los niños moriscos
fueran obligados a asistir a escuelas cristianas, de forma que aunque los
padres no pudieran ser integrados en la religión oficial, al menos lo fueran
sus hijos. Esta sugerencia fue rechazada también, por poco práctica ya que no
existían aún escuelas para niños moriscos.
Tercero, se sugirió que se reconsiderase
la propuesta hecha por el Duque de Alba en 1581 de poner a los moriscos en
embarcaciones y abandonarlos en alta mar. Esta proposición, junto con la de
Martín de Salvatierra, obispo de Segorbe, el cual había sugerido en 1587 que
los moriscos fueran expulsados como lo habían sido anteriormente los judíos, en
un principio fueron rechazadas debido a la presión ejercida por los señores
nobles de los moriscos.
La propuesta de expulsión, sin embargo,
ganó cada vez más adeptos, especialmente entre los eclesiásticos, y en 1590 se
sugería de nuevo seriamente que el Rey procediese contra los moriscos sin
excepción, sin perdonar a ninguno. Había que matarlos, exilarlos para siempre o
ponerlos en galeras de por vida. El Arzobispo Ribera sugirió que se esclavizara
a todos los varones, enviándoles a las minas de las Indias. Los hijos de los
moriscos debían quedarse y cuando alcanzaran la edad laboral, deberían partir
hacia allá, para prestar una ayuda adicional. Y calculó que, si su propuesta
era aceptada, serían enviados cada año 4.000 jóvenes más a las Indias.
Que estas proposiciones estaban hechas en
serio lo demuestran los edictos de 1591 y 1593, que exigían la sumisión de
todas las armas que quedasen en manos de los moriscos, preparación necesaria
antes de una expulsión masiva o un acto de genocidio. Lea escribe:
Dos inquisidores
recorrieron el país, confiscando 7.076 espadas, 3.783 arcabuces, 489 ballestas,
1356 picas, lanzas y alabardas y un gran número de armas de otros tipos. Los
cuchillos estaban permitidos, pero pronto aumentaron de tamaño y algunos se
volvieron de tamaño formidable, hasta que dos o tres funcionarios de la
Inquisición fueron muertos con ellos cuando practicaban arrestos; entonces un
edicto publicado en 1603 prohibió los cuchillos puntiagudos. Los resultados de
estas precauciones dieron su fruto cuando se aplicó el edicto de expulsión y
cayeron asesinados los hombres desesperados que intentaron una inútil
resistencia.3
De esta forma quedaba abierta la
preparación de la expulsión y el genocidio de los moriscos y lo único que
faltaba era la sanción pública de la Iglesia.
A pesar de ser tan feroces e inhumanos,
estos proyectos no turbaron la conciencia de nadie. Había bastantes teólogos y
eruditos que estaban deseosos de asegurar que estas propuestas para la
eliminación final de los musulmanes de Al-Andalus, estaban dentro de los
límites de la ley canónica. Argumentaban que en virtud del bautismo, los
moriscos eran cristianos. En virtud de sus acciones privadas y de lo que creían
secretamente, eran herejes que habían renegado de su bautismo, por lo tanto,
merecían morir. El simple hecho de permitirles vivir era un exceso de
generosidad y misericordia. Su "culpa" era tan evidente, que para
condenarles no eran necesarios ni pruebas formales ni juicio. Una sentencia de
muerte común para todos ellos sería un servicio a Dios.
Todas las propuestas presentadas para
tratar de resolver el "problema morisco" fueron estudiadas por la
Sagrada Congregación de Ritos. Esta declaró que no encontraba nada en ellas
contrario a la doctrina y a la práctica ortodoxa de la Iglesia. Fray Bleda
aceptó las sugerencias como acordes con las enseñanzas de la Iglesia católica
romana. Publicó unas "irrefutables" autoridades eclesiásticas en las
que mostraba que el Rey podía ordenar que los moriscos andaluces fueran
vendidos como esclavos o matados de una vez, si así lo deseaba. El mismo Bleda
era partidario de la matanza con preferencia a la expulsión. Sus escritos y
puntos de vista fueron universalmente aprobados por la Iglesia oficial de
España y el Rey pagó todos los gastos de imprenta de su obra.
Los argumentos esgrimidos por Fray Bleda
en favor de la masacre de los moriscos o la expulsión masiva, fueron estudiados
detenidamente por el Papa Clemente III, que declaró que estaban libres de todo
error. La sanción final y la aprobación por parte de la Iglesia de la
eliminación de los musulmanes que quedasen en Andalucía estaba dada. Esto
sucedió cuando se estaba viviendo el momento de máxima tensión por miedo a otra
invasión musulmana.
En 1596 se hizo público que había
veinte mil moriscos andaluces y toledanos, con unos ingresos de veinte mil
ducados anuales. El antiguo temor de que los moros nativos decidieran ayudar a
las fuerzas turcas en su invasión a España, se hizo sitio en la mente popular.4
Lo único que consiguió impedir la
expulsión de los musulmanes en ese momento fue la influencia de los nobles y
los terratenientes. Aunque los líderes de la Iglesia oficial hubiesen preferido
librarse de los moriscos, los nobles enfatizaron la crisis económica y los
males consecutivos a la expulsión, si se escuchaban sus consejos, y el empobrecimiento que supondría para los
nobles, las iglesias, los monasterios, los propietarios y ciudadanos, que
habían obtenido sus riquezas de las rentas cargadas a los asentamientos
moriscos, que ascendían a once millones de ducados, la disminución de los
ingresos reales por los guardacostas, la desesperación de los moriscos que les
impulsaba a la rebelión y la enemistad del pueblo con los nobles.5
La Iglesia, sin embargo, como había
quedado demostrado por los bautizos masivos de los mudéjares del norte de Al-Andalus
setenta y cinco años antes, era más poderosa que los nobles, y que sus líderes
consiguieran su propósito era ya cuestión de tiempo.
Hubo un breve respiro en el debate en el
momento de la sucesión del trono. Consumido por la gota y estrangulado por el
asma, el rey Felipe II permaneció en el lecho de muerte durante dos meses. A
duras penas podía moverse, pero le quedaba vida suficiente para tener plena
consciencia de su propio sufrimiento. Estaba cubierto de tumores y abcesos que,
cuando se abrían, despedían un hedor tal que no podía ser disimulado ni por los
perfumes más fuertes. Finalmente, su reinado, que había durado cuarenta y dos
años, terminó con su muerte el 13 de septiembre de 1598. Los musulmanes
andaluces tomaron su lenta muerte como una señal de Allah y como parte de la
retribución por los errores que Felipe II había cometido con ellos.
Felipe III ascendió al trono, pero por
aquel entonces su actuación se reducía a la de un mero comparsa. El Duque de
Lerma, Marqués de Denia, se convirtió prácticamente en el gobernador de toda
España; se sabe que el 2 de febrero de 1599 éste expresó la opinión de que
todos los moriscos comprendidos entre las edades de 15 a 60 años merecían morir.
Los hombres y mujeres mayores de esta edad, debían embarcar rumbo a Africa,
mientras que los niños menores de quince años debían entregarse a la Iglesia
católica romana. El trato para con los moriscos empeoró, aunque no había aún
llegado el tiempo de llevar a la práctica estas propuestas a escala nacional.
En 1602 fue descubierta una conspiración
en la que estaban implicados los moriscos y Enrique IV de Francia, que no tenía
buenas relaciones con España. Se publicó inmediatamente un decreto por el cual
se concedía a los moriscos un mes de plazo para vender sus propiedades y
abandonar el país. A los que se quedasen les esperaba la muerte y la
confiscación de bienes. Estos decretos no se pusieron en práctica de hecho en
todo el país, pero sí crearon mucha tensión entre los musulmanes. En los años
siguientes, los moriscos fueron tratados con creciente desconfianza y
brutalidad y no puede sorprendernos que en 1608 se informase al Rey de que los
moriscos estaban haciendo repetidas peticiones de ayuda a los musulmanes de
Marruecos. De resultas de ello, los movimientos de los moriscos andaluces
fueron aún más severamente restringidos por los decretos de 1608:
Los cuales reforzaban el estado de
servidumbre en el cual vivía la mayoría de los moriscos, al prohibirles cambiar
de domicilio o trasladarse de una provincia a otra, bajo pena de muerte.6
La presencia de los moriscos en Al-Andalus
fue tolerada un año más, pero estaba claro que la situación no podía mantenerse
así indefinidamente. La tensión aumentaba inexorablemente en todo el país,
hasta que alcanzó un punto máximo. Finalmente y de repente, se tomó la decisión
de expulsar a todos los musulmanes andaluces.
* * *
A principios de septiembre de 1609, se
reunió lo que quedaba de la Flota española en Valencia, donde estaba la mitad
de los moriscos de la Península y, por tanto, era en potencia la provincia más
peligrosa. Había allí sesenta y dos galeras y catorce galeones, que daban
cabida a ocho mil soldados disciplinados, los cuales, con la infantería,
formaban un conglomerado que daba indicios de la magnitud de la empresa
emprendida y de los peligros que se daban por hechos en su ejecución. Hacia el
17 de septiembre habían llegado ya a sus correspondientes destinos en Alicante,
Denia y los Alfaques de Tortosa y los hombres comenzaron a desembarcar. Tomaron
posesión de la Sierra de Espadán y guardaron las fronteras para impedir la
entrada de moriscos aragoneses en ayuda de los moriscos valencianos, caso de
producirse alguna resistencia a la expulsión.
El 21 de septiembre, los señores y grandes
terratenientes que habían de colaborar en la organización de la expulsión de
sus vasallos, recibieron del rey sus instrucciones. En sus cartas éste les
recordaba las constantes llamadas de socorro de los moriscos a los musulmanes
turcos, a Muley Gidan, a los protestantes y a los restantes enemigos de España,
quienes habían prometido ayudarles. Resaltaba también en estas cartas el
evidente peligro que suponían, junto con el valor del servicio que rendirían a
Dios al acabar con la "herejía y apostasía" de los moriscos, de una
vez por todas. Anunciaba, por lo tanto, su decisión de expulsarlos a todos y
pedía a los nobles que cooperasen con Mejía, el Virrey, que era el encargado de
todo lo referido a la expulsión. Mejía, seguía diciendo, les informaría de que
obtendrían las propiedades de sus vasallos y, además, les prometía que se
aseguraría por todos los medios posibles de que quedasen debidamente
compensados por las pérdidas que les ocasionara la expulsión.
El edicto de expulsión se publicó el 22 de
septiembre de 1609. Comenzaba con la acostumbrada letanía de la
"traicionera correspondencia" de los moriscos con los enemigos de
España y de la necesidad de aplacar a Dios, -al Papa, en otras palabras- por
las "herejías" de aquellos; por lo tanto, en vista del fracaso de
tantos esfuerzos por convertirles, el Rey había determinado enviarles a todos a
Berbería.
Las condiciones de la expulsión eran menos
inhumanas en comparación con las medidas de Isabel y Fernando, o de Carlos V,
lo cual refleja la consciencia del debilitamiento del poder para dominar la
resistencia. Tales condiciones eran que, bajo la irremisible pena de muerte, en
el plazo de los tres días siguientes al de la publicación del edicto, todos los
moriscos de ambos sexos, con sus hijos deberían partir de las diferentes
ciudades y pueblos para embarcarse en los puertos designados por un comisario.
Podían llevarse cuantas posesiones pudieran cargar a la espalda. Encontrarían
barcos preparados para conducirles a Berbería y se les alimentaría durante el
viaje, aunque debían llevar consigo cuantas provisiones pudieran. En esos tres
días debían permanecer en sus lugares de residencia, esperando las órdenes del
comisario y pasados los tres días, quienquiera que fuese encontrado fuera de su
vivienda podría ser robado por el primero que llegase y entregado a los
magistrados, o ser asesinado en caso de ofrecer resistencia. Como veremos, esta
última previsión fue interpretada por muchos cristianos viejos como una
autorización para robar y matar a los moriscos que se marchaban.
El edicto también tuvo en cuenta a los
señores y nobles que iban a ver repentinamente menguada su mano de obra. Toda
hacienda real y toda propiedad personal que los moriscos no pudieran llevarse
consigo, pasaría a propiedad de sus señores. A quien escondiese o enterrase sus
posesiones, o prendiera fuego a las casas o cosechas, se le mataría junto con
los demás habitantes del lugar. Para conservar las casas, el molino azucarero,
la cosecha de arroz y los canales de irrigación y para instruir en su uso a los
nuevos pobladores cristianos, se le permitió quedarse a un seis por ciento de
los moriscos, pero solo podía tratarse de labradores, los más ancianos y los
que hubieran manifestado una mayor inclinación a hacerse cristianos.
Había previsiones especificas en lo que se
refería a los niños de los moriscos. Los niños menores de cuatro años que
quisieran quedarse podían hacerlo, con el consentimiento de sus padres o
tutores. Los niños menores de seis años cuyos padres fuesen cristianos viejos,
podían quedarse al igual que sus madres moriscas. Si el padre era un morisco y
la madre cristiana vieja, tenían que irse y los niños menores de seis años
debían quedarse con la madre.
Aquellos moriscos que hubieran vivido
durante dos años entre cristianos viejos sin haber visitado nunca las aljamas,
o barrios donde vivía la mayoría de la comunidad morisca, y que hubiesen
recibido la comunión voluntariamente, estaban autorizados a quedarse en
Andalucía. Los fugitivos escondidos eran castigados con seis años de galeras y
les estaba estrictamente prohibido a los soldados y cristianos viejos el
insultar o injuriar a los moriscos de palabra o hecho. Más aún, para demostrar
a los moriscos que la extradición a Berbería iba a llevarse a cabo de buena fe,
tras la llegada de cada remesa debía permitirse que volvieran diez de ellos
para explicar a los moriscos que aún esperaban ser embarcados el trato
satisfactorio de que habían sido objeto.
Cuando los nobles oyeron que se había publicado el
decreto de expulsión, elevaron sus protestas, pero éstas no sirvieron para
contrarrestar la influencia de la Inquisición. La expulsión era el último
eslabón en la creación de una sociedad cerrada. En sí mismo, era parte del
proceso adelantado inexorablemente por el Santo Oficio y por los mecanismos del
gobierno castellano. Cada etapa del problema morisco fue controlada y dirigida
por la Inquisición, que con su colaboración hizo posible la expulsión. Dentro
de Valencia fueron los clérigos quienes
favorecieron la expulsión y los nobles los que se opusieron:
A pesar de las compensaciones
previstas en el decreto de 1609, los nobles fueron a asegurarle al rey y al
duque de Lerma que Valencia quedaría completamente arruinada si se expulsaba a
los moriscos ya que ellos eran quienes realizaban todo el trabajo.7
La decisión de expulsar a los moriscos
estaba, sin embargo, tomada y nada podía ya hacerse. El 27 de septiembre de
1609 el arzobispo Ribera predicó un sermón que fue muy alabado entonces por
haber facilitado en gran manera la aceptación del decreto por parte de los
cristianos de España.
Justificó la expulsión con
minuciosidad considerable, por medio de citas de la escritura en las que
prohibía la amistad y las relaciones con los infieles y los herejes. Dijo a
quienes le escuchaban que los moriscos habían ofrecido ayudar al Turco con
150.000 hombres y que a la siguiente primavera habrían visto la flota turca
desembarcar en sus orillas y pintó un horrible cuadro del momento en que sus
hermanos e hijos fuesen matados y en toda España se venerase el nombre de
Muhammad y se blasfemase el de Cristo. Para impedir esto, el Rey tenía que
emplear un remedio que, aparte de ser el único posible, era tan admirable, tan
divino, que no podía haber sido pensado por prudencia humana sin iluminación de
lo alto, como ejemplo para todo el mundo y admiración de todos los que viven y
los que vivirán más tarde. ¿Quién podría expresar la cristiandad, la prudencia
y magnanimidad y la grandeza de esta obra?. Las iglesias que habían sido
ocupadas por dragones y bestias salvajes lo serían ahora por ángeles y
serafines. Todos ellos confesarían humildemente, él el primero, por haber
vivido durante cuarenta años en paz con los moriscos, viendo con sus propios
ojos las "blasfemias" que proferían. Tampoco quería dejar de ofrecer
consuelo material a los nobles y propietarios por la disminución temporal de
sus ingresos hasta que las cosas volvieran a su cauce, asegurándoles que todo
les sería completamente repuesto, habida cuenta de la gran certeza de las recolectas.8
Aparte de los nobles, la única gente que
inicialmente se opuso al decreto fueron, por supuesto, los mismos moriscos. Al
principio sus dirigentes intentaron que el decreto fuese anulado, pero de forma
repentina e inesperada, se sometieron a éste:
Se reconoció que la resistencia era
inútil y la sumisión inevitable, siendo el argumento más poderoso el de que,
tras la derrota, sus hijos serían llevados y enseñados como cristianos,
mientras que las profecías de las que se hablaba prometían una bendición
inesperada. En consecuencia resolvieron irse todos, incluido el seis por ciento
con permiso para quedarse, y sería considerado como apóstata el que decidiera
quedarse. Esto produjo tal efecto que, algunos que habían estado luchando por
ser incluidos entre el seis por ciento, ofreciendo incluso grandes sumas a sus
señores, de pronto se negaron a quedarse aunque se les concediera lo que
pidieran. El Duque de Gandía sufrió las consecuencias de ello: su cosecha de
caña de azúcar era la mejor que se conocía hasta la fecha; todos los operarios
de sus molinos de azúcar eran moriscos y nadie más conocía los procesos. No
podía ofrecer lo único que podía inducirles a la tentación, porque ellos
prometían su permanencia si se les permitía el libre ejercicio de su religión.
El duque fue a suplicar al Virrey, pero Ribera declaró que se trataba de una
concesión que estaba incluso más allá del poder del Rey o del Papa, puesto que
estaban bautizados.9
Este ejemplo de disociación de
pensamiento, la práctica de sostener dos puntos de vista contradictorios
simultáneamente, era típico de la Iglesia de aquel tiempo. Los moriscos, que
eran cristianos a efectos técnicos, no tenían permitido abrazar el Islam
abiertamente, porque habían sido bautizados de modo irrevocable y por tanto
eran técnicamente miembros de la Iglesia hasta que murieran. Sin embargo, a
pesar de comportarse como cristianos, no pudieron quedarse porque eran
moriscos. De forma que el bautismo oficial era demasiado fuerte para liberar a
los moriscos de la religión oficial y demasiado débil para conservarles dentro
de la Iglesia. Los moriscos fueron condenados a la expulsión por la Iglesia
porque no eran aceptados como cristianos ni tampoco les estaba permitido vivir
como musulmanes.
Una vez que el decreto fue aceptado por
los nobles y por los moriscos, los preparativos para la partida de los
musulmanes empezaron ya en serio. Los moriscos comenzaron a vender todo cuanto
pudieron de sus posesiones por un precio mínimo. El país entero se convirtió en
un mercado. Caballos, ganado, aves, cereales, azúcar, miel, ropas, útiles
domésticos y joyas fueron vendidos por una pequeña fracción de su precio real y
al final acabaron por regalarse. Muchos de los nobles se quejaron de ello,
porque, de acuerdo a los términos del decreto, se suponía que la mayoría de
estos objetos estaban incluidos en su compensación. El Virrey, pues, publicó
una proclama el 1 de octubre de 1609, prohibiendo bajo pena de nulidad, la
venta de toda propiedad real, animales, cereales, aceite, censos o deudas, pero
esto produjo un inminente peligro de rebelión y no se insistió.
La expulsión se llevó a cabo en breve
espacio de tiempo y, aunque hubo muy poca o ninguna resistencia por parte de
los moriscos, no tuvo lugar tan pacíficamente como lo garantizaban los términos
del decreto:
Una vez que se sobrepusieron al
desconcierto de tener que abandonar sus posesiones y dejar el hogar de sus
antepasados, la perspectiva de llegar a una tierra donde pudieran practicar
abiertamente su fe y verse libres de tan insoportable opresión despertó en
muchos de ellos un gran anhelo por marcharse. Competían por las plazas de las
primeras embarcaciones y los comisarios no encontraron problema alguno al
supervisar su instalación y conducirles a los puertos designados en grandes grupos.
Las tropas salieron a su encuentro para escoltarles hasta las galeras,
protección necesaria debido a los muchos ladrones que se agolpaban allá. Se
proporcionó comida a quienes la necesitaban, se atendió a los enfermos y se
dieron órdenes estrictas de que nadie les injuriase de palabra o de obra, de
forma que la buena impresión de los primeros animara a los siguientes. Al
tiempo que se hacía este esfuerzo por suavizar el camino del exilio, era
imposible refrenar la ambición de los cristianos viejos, que estaban
acostumbrados a considerar a los moriscos como seres desprovistos de derechos.
Salían en bandas, robando y con frecuencia matando a quienes encontraban en su
camino. Fonseca nos cuenta que yendo de Valencia a San Mateo, vio las
carreteras llenas de moriscos muertos. Para detener esto, se publicó un edicto
real el 26 de septiembre, ordenando que se mantuviera la seguridad de las
carreteras, en las proximidades de pueblos y ciudades. Esto demostró ser
ineficaz y el 3 de octubre y posteriormente el día 6, el Virrey contó al Rey
que los robos y asesinatos continuaban, aumentando la ansiedad más que la
producida por la deportación de los moriscos.10
Tres días después de la publicación del
edicto, estos robos y asesinatos fueron pasados por alto por las autoridades,
debido a la cláusula que afirmaba que cualquiera que saliera de su morada
pasados tres días, podía ser robado por cualquiera que le encontrase y
conducido a las autoridades, o ser muerto, caso de que ofreciera resistencia.
Ya que el proceso de expulsión continuaba, el número creciente de robos y
asesinatos seguramente inflamó aún más el odio de los moriscos hacia los
cristianos.
Pasados tres meses del decreto, se habían
embarcado unos 15.000 moriscos. Una vez que éstos se fueron la posibilidad de
una resistencia a gran escala desapareció, por lo que los que quedaban
sufrieron crecientes provocaciones, mientras esperaban la llegada de los barcos
que habían de llevárselos. Se produjo una revuelta, a pesar de su absoluta
falta de armas y se refugiaron en las montañas. La rebelión fue sofocada con
sumo cuidado, del mismo modo que habían sido otras en el pasado, de acuerdo al
mismo patrón que el empleado en los bautizos masivos de los mudéjares un siglo
antes. En la Sierra del Agua murieron luchando 3.000 moriscos. En la Muela de
Cortes, se rindieron 9.000 moriscos bajo la promesa de un salvoconducto. Sin
embargo, 6.000 de ellos murieron allí mismo y los restantes supervivientes, en
su mayoría niños y mujeres fueron conducidos a los puertos.
Los niños de los moriscos sufrieron
grandes desventuras durante la expulsión. Desde el principio se hicieron
grandes esfuerzos para neutralizar el permiso, finalmente concedido, de que los
niños acompañasen a sus padres en el viaje. Balaguer, obispo de Orihuela, trató
de retenerlos por todos los medios, comprometiéndose a cuidar de ellos tan
celosamente como si se tratara de sus propios hijos, pero los padres declararon
que antes despedazarían sus cerebros que dejarles educar como cristianos.
Muchos niños, sin embargo, fueron separados a la fuerza de sus padres:
Doña Isabel de Velasco, esposa del
Virrey, dio ejemplo de esto, empleando a varias sirvientas, que le
proporcionaron algunos, también buscó mujeres a punto de tener hijos,
escondiéndolas para que los niños fueran bautizados.11
Como el trato hacia los moriscos
empeoraba, especialmente como resultado de la matanza de los que se
resistieron, muchos niños quedaron huérfanos, por lo que fueron vendidos o
robados, porque se aproximaba el otoño y empezaba a escasear la comida:
Cuando las
provisiones desaparecieron durante el confina miento a la espera de embarcarse,
algunos vendieron sus hijos para librarse todos ellos del hambre. Lo mismo
sucedió con aquellos que se rebelaron en la Sierra del Agua, después de ser
vencidos y camino del embarque en Denia, algunos niños fueron vendidos a cambio
de un puñado de higos o un poco de pan. En el desastroso intento de resistencia
de la Muela de Cortes, los soldados capturaron a gran número de niños y los
vendieron, aquí y allá, por 8, 10, 12 y 15 ducados cada uno.12
El trato tanto hacia los
niños como hacia los padres que se embarcaban, empeoró tras el primer embarque
masivo de moriscos que hizo desaparecer la posibilidad de una rebelión con
éxito. A medida que el proceso de expulsión continuaba, se veían expuestos a
crecientes privaciones y abusos:
El destino de los
exiliados era deplorable. Arrancados de sus casas sin tiempo para prepararse
para su nueva y extraña vida y despojados de la mayor parte de sus propiedades,
su sufrimiento era, cuando menos, terrible, pero la deshumanización se
multiplicó por diez. En cualquier dirección que tomaran, se veían expuestos a
expolios o cosas peores. El viaje a Africa en los barcos reales era, sin duda,
bastante seguro, sin embargo, los dueños de los barcos privados que estaban
contratados no tenían escrúpulos en robarles o asesinarles. Muchos de los que
embarcaron, nunca llegaron a puerto; otros simplemente fueron privados de sus
objetos de valor y obligados a firmar cartas que permitían a los amos exigir el
precio depositado del pasaje.13
Hubo casos en que los
dueños de los barcos fueron castigados por sus crímenes:
Fonseca cuenta que
él fue testigo en Barcelona, en diciembre de 1609, de la ejecución del capitán
y la tripulación de una barca que había salido de Valencia hacia Orán con
sesenta moriscos. Aliándose con una falucha napolitana, las tripulaciones
reunidas conspiraron para matar a los pasajeros y dividir el botín, que
ascendía a 3.000 ducados. Ante la promesa del perdón, un marinero descontento
reveló el crimen en Barcelona y no sólo los españoles fueron convenientemente
castigados, sino que también el Virrey de Cataluña escribió al Virrey de
Nápoles con detalles que permitieron detener y ejecutar a la tripulación de la falucha.14
Tal castigo fue, sin
embargo, una excepción a la regla general ya que se trataba de
"empresas" en las que el beneficio obtenido era mucho y las víctimas
generalmente despreciadas. Había pocos testigos presenciales y resulta
significativo que los diez hombres que, según los decretos de expulsión, debían
volver después de cada expedición para asegurar a los moriscos que quedaban el
trato satisfactorio que habían recibido durante el viaje, de hecho nunca lo
hicieron.
Una vez que
desembarcaban, los supervivientes del viaje tenían que enfrentarse aún con más
contratiempos, pues los dejaban en la parte de Africa controlada por los
españoles, sin musulmanes cercanos que pudieran ayudarles. Así pues, al
desembarcar en Orán, su viaje estaba solamente mediado, porque aún tenían que
llegar a tierras que estuvieran en posesión de los musulmanes y el trato que
recibían por el camino era terrible:
Tenían fama de
llevar dinero consigo y por ello sufrían robos y asesinatos y sus mujeres eran
raptadas sin compasión, tras la llegada de la primera remesa a buen puerto.15
Más tarde se calculó que
del número de moriscos expulsados de Al-Andalus, dos tercios perecieron en la
empresa y Lea dice que es de opinión general que la proporción era de por lo
menos las tres cuartas partes.
Algunos de los escasos
moriscos que sobrevivieron a las duras pruebas, volvieron a España, a pesar de
los edictos salvajes que condenaban a galeras a quienes intentasen volver. Sin
embargo, los aceptaron ya que manifestaron su deseo de vivir como cristianos y
servir como esclavos:
Se planteó la
cuestión de si esto era permisible después de tales edictos y hubo un cierto
número de teólogos que firmaron una argumentación, dirigida al Virrey de
Valencia, para demostrar que, al igual que la Iglesia recibía y bautizaba a los
moros que querían hacerse cristianos, no podía rechazar a los ya bautizados que
deseaban volver a su seno, aunque estuvieran movidos por una servil atrición,
que según el concilio de Trento era suficiente. Fray Bleda dio un toque de
alarma, dirigiéndose al Rey acerca del tema y recordándole el destino de Saúl
por haber dejado marchar a los malaquitas. El rey Felipe II replicó el 23 de
mayo, dándole las gracias y diciéndole que ya había dado órdenes al Virrey para
que no quedase un solo morisco en el reino.16
* * *
Cuando ya habían sido
expulsados los moriscos de Valencia, a principios de mayo de 1610, empezó el
embarque de los de Aragón y Cataluña. El trato recibido no fue mejor que el
dado a los de Valencia y todo intento de resistencia fue inmediata y
brutalmente sofocado:
Cuando, durante la
expulsión de Aragón, se reunieron en una pradera unos 12.000, a orillas del río
Tagus, vieron cómo una pareja de cristianos viejos robaba un niño y se levantó
tal tumulto que fue necesario que apareciese el comandante Don Alejo Mar y Mon,
para aplacarlo. Ordenó que se colgase al más alborotador frente a su vivienda,
lo cual les acalló. Después conmutó la pena de muerte por la de galeras.17
Conscientes ya de los
peligros del viaje en barco, muchos de los moriscos aragoneses y catalanes
evitaron los puertos de embarque y huyeron hacia el norte; unos 20.000 ó 25.000
se dirigieron a Francia. Allí no fueron recibidos bien por los cristianos y se
les obligó a volver a Al-Andalus. Su sufrimiento era digno de lástima. La
mayoría murieron a manos de los ejércitos de ambas naciones, de enfermedades y
agotamiento:
Tantos murieron y
enfermaron por el calor del verano, que temían que acarrearan la peste a los
barcos.18
Algunos huyeron a
Italia, donde no se les trató mejor que en los demás lugares. Otros, los más
fuertes y jóvenes, consiguieron llegar a Constantinopla y sus descripciones del
trato a los moriscos andaluces impulsaron al califa Ahmed a escribir a los gobernadores
de España:
Para pedir la
protección real para los exiliados, porque los gobernadores oficiales les
habían despojado de sus pertenencias y les habían matado, mientras que otros
fueron es candalosamente maltratados por los dueños de los barcos, que les
robaron y les abandonaron en islas desiertas, llevándose como esclavos a sus
mujeres e hijos.19
Si bien la carta
especificaba de forma concisa las depredaciones infligidas a los moriscos, esto
no influyó para que cesaran y los moriscos que quedaban en el norte de
Al-Andalus fueron expulsados de un modo u otro. Aunque la mayoría embarcó rumbo
a Berbería, algunos llegaron a Francia en barco:
La imagen más
precisa nos la da quizás una carta del 25 de julio de 1611 de uno de los
refugiados a un amigo español, contando cómo unos mil de ellos, la mayoría
extremeños, llegaron a Marsella, donde se les recibió dándoles la bienvenida y
con promesas de buen trato, pero esto cambió repentinamente al conocerse la
noticia del asesinato del rey Enrique IV, del cual se atribuyó responsabilidad
al Rey de España. Se buscaron víctimas y se acusó a los moriscos de ser espías
españoles; corrieron grandes riesgos personales por cierto tiempo y finalmente
les fue arrebatado casi todo su dinero por una sentencia judicial.20
Aquellos moriscos se
vieron, en consecuencia, forzados a abandonar Francia. Embarcaron rumbo a
Italia, donde no se les permitió quedarse y probablemente siguieron viaje hacia
Argel.
La expulsión de los
moriscos del sur de Al-Andalus, es decir de Andalucía, Granada y Castilla, tuvo
lugar casi al mismo tiempo que la de Aragón y Cataluña. El edicto de expulsión
se publicó en estas zonas el 2 de enero de 1610:
Su forma era algo
diferente de la de Valencia. Se exigía a los moriscos que marcharan, so pena de
muerte y confiscación de bienes, sin necesidad de juicio ni sentencia; les
concedía treinta días para hacer sus preparativos; les permitía vender sus
bienes y llevarse consigo las ganancias, invertidas en mercancía compuesta por
objetos españoles, tras pagar los impuestos normales de exportación; prohibía
llevarse dinero, lingotes de oro o plata, joyas o letras de cambio, excepto lo
estrictamente necesario para afrontar los gastos del viaje por tierra y por mar
y confiscaba sus tierras para el rey, para el servicio de Dios y del pueblo.21
Estos moriscos del sur
de Al-Andalus fueron los más afortunados de los que habían sido expulsados,
pues su viaje fue corto. Marruecos estaba a pocas millas cruzando el estrecho
de Gibraltar y allí había musulmanes para ayudarles una vez desembarcados.
Estos no ofrecieron resistencia ante el edicto y muchos de ellos esperaban la
salida que hasta entonces se les había impedido.
En el sur, como en el
norte, se exponían al robo y al asesinato por parte de los cristianos viejos,
pero sus sufrimientos eran pequeños comparados con los de los moriscos
expulsados del norte de Al-Andalus. Cuando arribaban a las costas africanas, no
se encontraban con las privaciones que constituían una plaga para los moriscos
que desembarcaron en Orán. Por el contrario, las comunidades musulmanes de
Marruecos los integraban y muchos de ellos se establecieron en la ciudad de Fez.
Tras la expulsión de los
moriscos, como prometió Felipe III, se llevó a cabo una expedición para
asegurarse de que no quedaba un solo morisco en el reino y para echar a los que
se habían escondido. La última zona que se purgó de moriscos fue la del sur de
Murcia, que no se limpió definitivamente hasta los primeros meses de 1614. A partir de entonces,
la promesa de Felipe III se convirtió en una realidad.
Sin embargo, era
imposible llevar a cabo de un modo completo tal empresa y había,
inevitablemente, cristianos, que tenían parte de sangre morisca en las venas,
que se quedaron. De los musulmanes, sin embargo, ni declarados ni secretos,
quedaban huellas visibles y a este respecto, la meta que pretendía la expulsión
en masa de los últimos moriscos de Al-Andalus se alcanzó con éxito. La gran
mayoría de los moriscos ya no estaban en Al-Andalus ni en el mundo. Sin
embargo, resultaba inevitable que quedasen los más inofensivos y los más
difíciles de reconocer, además de los numerosos niños moriscos que habían sido
vendidos o robados por los cristianos oficiales durante la expulsión. Una vez
desaparecida de la ley del país la doctrina de la "limpieza de
sangre", fueron integrándose gradualmente en la población general de
España, hasta nuestros días, en que la palabra "morisco" sólo aparece
en los libros de historia.
De esta forma, la
eliminación de los últimos musulmanes de Al-Andalus pasó en corto espacio de
tiempo de ser una propuesta a un hecho y nueve siglos después de que llegasen a
Al-Andalus, sus descendientes fueron expulsados de la tierra que habían
enriquecido y adornado con su trabajo. No se sabe cuántos moriscos fueron
expulsados. Los cálculos fluctúan entre 600.000 y 3.000.000. El hecho es, en
cualquier caso, que los musulmanes estaban en Al-Andalus y todos ellos
desaparecieron.
La historia recuerda
muchas vicisitudes, pero pocas tan completas como ésta. El Cardenal Richelieu describió
este hecho como el más furioso y bárbaro registrado en los anales de la
humanidad.22
La meta de la Iglesia, que había sido la
de eliminar a todo aquel que afirmara y adorase la Unidad Divina y que
rechazara la religión oficial en Europa, se había conseguido de esta forma. El
proceso de eliminación había comenzado con la represión de los cátaros
paulicianos de Francia e Italia y la conquista del norte de Al-Andalus; había
continuado con el traidor derrocamiento del Reino de Granada y con la expulsión
llegaba a su conclusión inevitable y lógica. Ya no había Islam en Al-Andalus.
Solo quedaban las obras hechas por las manos de los musulmanes que habían
vivido allí como un recuerdo de los que se habían ido para los que vendrían
después. Muchas de estas obras aún conservan grabadas o esculpidas en ellas la
inscripción árabe:
La ghaliba il-la Allah
(No hay victorioso excepto Allah)
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