lunes, 6 de agosto de 2012

Historia de los cristianos en al-Ándalus. La Europa cristiana


LA EUROPA CRISTIANA


La Europa cristiana es un bello ente de razón que se ha ido forjando en la cabeza de los historiadores como secuela de esa obligación profesional de dividir y delimitar los acontecimientos históricos, reduciendo a conceptos simples estructuras sociales y culturales muy complejas. Se la llama también «cristiandad occidental» para distinguirla del «oriente cristiano» aquella parte de la cristiandad, también en Europa, bajo el dominio de Bizancio sin influjo directo del Papa de Roma. En la historiografía centroeuropea se viene identificando el Occidente cristiano con el sacro Imperio romano-germánico cuya cabeza visible era en lo temporal el emperador y su cabeza espiritual el papa de Roma. El conflictivo eje emperador-papa se complicó con las pretensiones de la casa real francesa de presentarse como protectora del Papa y aprovecharse de las ventajas que tal preferente trato suponía para sus pretensiones de dominio del área mediterránea. En resumidas cuentas, la historia de la cristiandad occidental hasta la ruptura de su pretendida unidad con la Reforma protestante, se cuenta en los libros de historia de los países de Centroeuropa como un tira y afloja entre los dos poderes, el civil y el eclesiástico, es decir, entre el emperador y el Papa. Una historia de conflictos que se centra en un área geográfica limitada a Alemania, Francia e Italia. Todo el acontecer político fuera de este reducido espacio se ve como periférico complemento de ese conflicto central. La historia de los otros países europeos se estudia casi exclusivamente en función de esa confrontación o como mera ilustración de la misma.

Si la historia política sigue ese esquema, en el campo de la historia cultural esa visión unitaria de la cristiandad medieval tiene como punto de referencia la Universidad de París, que era el centro indiscutible del pensamiento cristiano en los siglos medievales. La cultura de la cristiandad occidental tiene a partir del siglo XII en París su última y definitiva referencia.

La simple necesidad de querer ver la cristiandad occidental como algo compacto y perfectamente delimitado reduce el horizonte de nuestra visión de la ciencia y cultura medievales e impide ver la Europa medieval como algo más complejo y diversificado. En el marco de una visión francogermánica de la cultura medieval juega el área geográfica del Mediterráneo occidental un papel secundario. Dentro de esa visión centroeuropea que pretende ver la cristiandad como un todo armónico la periferia mediterránea sería algo que no toca al meollo y a la esencia de aquella pretendida unidad de religión y destino. Desde esta perspectiva sería el Mediterráneo un punto de encuentro de diferentes culturas y religiones que tocaría sólo de una manera accidental y exterior el concepto redondo que se fue formando de la Europa cristiana. Ese escenario, enormemente conflictivo donde la cristiandad hubo de enfrentarse con los enemigos de la fe común europea sería, siguiendo esa concepción, más impedimento que forja de esa pretendida unidad de la cristiandad occidental. Todo lo tocante al sur de la cristiandad quedaría decididamente al margen del devenir histórico que galvanizó la formación de Europa. Europa se habría formado en un espacio central interior e íntimo, mientras lo ocurrido en sus márgenes y frentes externos seria algo accidental que enmarcó pero no determinó el devenir histórico fundamental.

La investigación sobre la Edad Media y el pensamiento medieval en los últimos treinta años ha roto decididamente con esa visión parcial y rudimentaria. Nuestra visión de la Edad Media no se contenta con la bella quimera de una cristiandad medieval unida y cerrada, ejemplo de armonía y estabilidad ideológica La apertura y ampliación del horizonte hacia la periferia europea permite fijar la atención en aspectos olvidados o marginados en el idealizado panorama anterior permitiendo englobar todas las manifestaciones culturales de los siglos medievales y no sólo aquellas controladas y dinamizadas por una exigencia de unidad y ordenamiento jerárquico. Este necesario cambio de perspectiva tiene un fundamento objetivo y subjetivo. Se puede constatar, por un lado, un cambio en el objeto mismo pues la nueva historiografía, relativizando el devenir político, ha abierto nuevos campos de observación que nos muestran un objeto más complejo, variado y lleno de contrastes. Por otro lado, podemos constatar una nueva forma de acercamiento a ese objeto sin presupuestos y exigencias ideológicas partiendo de una visión más global por encima del raquítico horizonte dictado por historias de signo nacionalista.

Está claro que, bajo las premisas de una visión centroeuropea menos diferenciada, todo lo que ocurrió en la península ibérica durante la Edad Media, aunque no carece de interés, no tiene nunca ni puede tener un carácter definidor y decisivo para el desarrollo de la historia europea en su conjunto. Ocuparse de la historia de España responde únicamente al imperativo de redondear una visión total del marco europeo. Una actitud de este tipo crea una tendencia interpretativa propicia a generalizaciones y simplificaciones pues el trato detallado y diferenciado de los hechos que daría su verdadera dimensión real complicaría las visiones unitarias preconcebidas. Por eso se han cimentado con respecto a la historia de España una serie de tópicos que, como todo tópico, no son fruto de una reflexión sobre los hechos, sino el resultado de adaptar esos hechos a una visión generalizada y terminada.

En los países centroeuropeos se ha fomentado en los últimos siglos una visión de España como ejemplo de fanatismo e intolerancia religiosa, donde la Inquisición española sirve para demostrar el carácter marginal del cristianismo ibérico y su influjo negativo de cara a una pretendida evolución más tolerante y abierta de la cristiandad europea en los siglos que siguieron a la Reforma. Curiosamente se va dibujando en la historiografía centroeuropea de los últimos decenios otra imagen extrema de España como un ejemplo jamás repetido de tolerancia y convivencia de las tres religiones del área mediterránea: judaísmo, cristianismo e islam. Esta paradójica confrontación de dos visiones extremas de cara a la realidad cultural y religiosa de la península ibérica parece estar pidiendo una explicación de cómo se pasó de una sociedad ejemplo de tolerancia y convivencia pacífica a una sociedad ejemplo de intolerancia y represión ideológica. Sobre el origen y las consecuencias de tan extrema dicotomía no ha sido hecha, que yo sepa, una reflexión a fondo. Hasta qué punto se podría justificar la necesidad o urgencia de tal reflexión es sumamente cuestionable. Un análisis de esos tópicos pondría muy pronto de manifiesto que las actitudes del cristianismo peninsular no fueron tan extremas como se pretende hacer ver. Seguramente no fue tan tolerante la pretendida tolerancia ni tan intolerante la pretendida intolerancia. Una reflexión sobre esta temática resulta más interesante si se atiende al origen y evolución de ese tópico y no tanto a su pretendida realidad. El motivo y contexto de tales afirmaciones es siempre más interesante que la verificación del contenido real de las mismas. En otras palabras: más interesante que la constatación de una extrema tolerancia o intolerancia en una época concreta del devenir histórico español es descubrir las razones que llevaron a admitir la existencia de tal esquema interpretativo.



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España fue durante muchos siglos un país de frontera en la cristiandad occidental. Apurando esta afirmación se puede decir incluso que España era la única región de la cristiandad occidental que vivía en contacto directo con otras religiones. Ese contacto entre las religiones en España no fue sólo de signo conflictivo sino que tuvo desde el siglo VIII hasta el siglo XV manifestaciones de convivencia e intercambio muy dispares. Desde la diáspora mozárabe hasta los levantamientos moriscos del siglo XVI el cristianismo español hubo de ensayar, por pura necesidad, una serie de modelos de convivencia entre los miembros de varias religiones. Esos modelos eran reacción a situaciones históricas y planteamientos sociales muy diversos. Las consecuencias de tales esfuerzos tuvieron necesariamente resultados muy diferentes.

El simple hecho de que los cristianos en España vivían en contacto con el Islam y en un orden social donde los judíos jugaban un papel decisivo en los centros urbanos, tanto bajo dominio musulmán como cristiano, tuvo enormes consecuencias para la identidad personal de cada individuo cristiano dentro de aquella sociedad plurirreligiosa. Un cristiano en el norte de Francia tenía necesariamente otra visión del mundo que la del cristiano en la Córdoba musulmana o, más tarde, en la frontera del reino nazarí de Granada. El infiel para el francés era un ser humano fuera de la sociedad cristiana, una persona que no creía en todo aquello en lo que se fundamentaba su existencia, pero una persona, sobre todo, de la que adivinaba su existencia pero que jamás había visto. Ese cristiano, fuese culto o analfabeto, podía vivir cien años sin encontrar una persona no cristiana. Para el cordobés, en cambio, era el infiel una persona de carne y con la que se encontraba a diario en la calle y de quien podía necesitar asistencia médica, a quien compraba el pan o las berenjenas, o con quien de niño había jugado a las canicas. Esta sencilla realidad no se puede olvidar al plantearse las diferentes visiones de la humanidad dentro de una generalizada e hipotética cristiandad occidental.

Desde que Juan de Mariana inventó el término «reconquista» para definir la expansión de los reinos cristianos peninsulares hacia el sur lleva éste una carga ideológica sumamente equívoca. Esos reinos cristianos, en principio enemigos del Islam, pusieron en práctica, por razones de supervivencia, una generosa política de asentamientos y repoblación dictada por motivos económicos muy concretos dejando en segundo término consideraciones de carácter religioso. Los fueros de las ciudades admitían y garantizaban el libre ejercicio de la religión. Judíos y musulmanes podían vivir en paz y sin temor a ser perseguidos. Las complicadas estructuras jurídicas y sociales de esa difícil convivencia ofrecían una amplia superficie para conflictos de todo tipo. La tolerancia, aun siendo real, no se fundaba en las premisas del concepto moderno de tolerancia. La tolerancia religiosa tiene hoy en día su fundamento, o bien en la indiferencia religiosa, o bien en el respeto a la dignidad y libertad de la persona humana, conceptos ambos que no caben dentro de una visión medieval del mundo. En la España medieval funcionó una tolerancia política que nunca estuvo dictada por reverencia a las demás religiones o por respeto a la libertad de los otros creyentes, sino, simplemente, por la necesidad de integrar dentro del sistema político una existente realidad social.

Esta tolerancia no supuso una mezcla o asimilación de las religiones. Los jerarcas de las tres religiones lucharon decidida y eficazmente por el mantenimiento de las diferencias. Tampoco la Iglesia se preocupó por fundamentar teóricamente la situación de hecho: de un lado sacaba todas las ventajas que aquella circunstancia singular le ofrecía y por el otro trataba de crear las condiciones para su eliminación. En frase de Américo Castro la tolerante estructura social medieval en España fue el «resultado de un modo de vivir y no de una teología». La Iglesia y los representantes de los otros grupos religiosos estaban teóricamente en contra de aquel orden y no hacían nada por conservarlo. La Iglesia oficial, en simbiosis con el poder civil, aceptaba esta situación sin canonizarla. La consecuencia inmediata de tal situación fue una sociedad multicultural que se diferenciaba enormemente de los postulados de la uniforme cultura cristiana en Occidente, determinada fundamentalmente por un ideario clerical, es decir, por los intereses de curas y frailes.

El grado de literalidad y formación científica de los judíos, cristianos y musulmanes fue, a lo largo del Medioevo español, muy diferente. Durante el dominio árabe fueron los musulmanes y su clase dirigente la que determinó la nervatura cultural en la península ibérica. En todas las manifestaciones culturales, desde la arquitectura a la música, la cristiandad española se adaptaba a su entorno. Con el dominio cristiano la cultura de los musulmanes, casi todos en menesteres agrícolas y artesanales, fue descendiendo paulatinamente, aunque no hay que olvidar que esos musulmanes sabían leer, pues por exigencias de su religión tenían que recitar los textos coránicos. La población judía fue conservando un alto grado de cultura y fueron desempeñando en la sociedad multirreligiosa bajo dominio cristiano una función de portadores de cultura, ejerciendo oficios que exigían un alto nivel de alfabetización. La cultura judía registró en la España medieval una verdadera edad dorada. En sus aljamas no sólo se cuidaban las ciencias relacionadas con el estudio de la Biblia, su alto nivel cultural motivó que numerosos judíos ocupasen en la administración de los estados cristianos puestos clave y ejerciesen una enorme influencia en las finanzas y estructuras administrativas de los mismos. También hubo judíos en otras partes de Europa. Fuera de España, sin embargo, vivían marginados y tuvieron que esperar al siglo XIX para emanciparse y afirmarse dentro de la sociedad. La conocida tesis de Américo Castro sigue siendo válida: mientras la historia de la Europa medieval se puede exponer sin nombrar a los judíos, la historia de España no se puede explicar sin considerar la acción e influjo de las aljamas judías.

Frente al alto nivel cultural de los judíos, se constata con claridad un alto déficit cultural en las masas cristianas. La cristiandad española era una sociedad de frontera, una sociedad que había encontrado su identidad en la lucha contra el infiel. La ideología de la clase dirigente estaba dictada por las armas y no por las letras. El catálogo de virtudes del cristiano español correspondía a una mentalidad militar y a un ideario castrense sin concesiones hacia manifestaciones de carácter cultural o humanístico. Al término de la primera gran expansión de los reinos cristianos a finales del siglo XIII, la cristiandad española hizo enormes esfuerzos por recuperar la tradición cultural musulmana y afirmar su hegemonía política en el campo de las letras. Con el apoyo de intelectuales judíos se procedió, sobre todo bajo Alfonso X, el Sabio, a una traducción y asimilación del acervo cultural árabe. Esta acción no sólo supuso un enorme empuje a las estructuras jurídicas de los reinos hispánicos, sino también en la literatura y en las artes plásticas. La labor cultural de los cristianos españoles, sobre todo en la traducción de la ciencia árabe, influyó en Europa y fue, sin duda alguna, la mayor aportación de España a la cultura europea.

Esta cultura cristiana, empapada de tradiciones musulmanas y judías, que se fue estableciendo en España se diferenciaba substancialmente de la cultura clerical tal y como se desarrollaba en la Europa cristiana bajo los postulados teológicos y jurídicos de las universidades de París y Bolonia. La cultura de los reinos cristianos descuidaba sus vínculos con la cultura de la cristiandad europea. Sobre todo en el pensamiento jurídico se ignoraban sacrosantos principios de la tradición civil y canonística de corte cristiano. Los juristas de la curia romana y la ciencia oficial desconfiaban de los fundamentos jurídicos del orden social de la cristiandad española. La famosa fundación de un colegio para estudiantes españoles en Bolonia, promovida por el influyente cardenal Gil de Albornoz, tenía como finalidad primaria la formación de juristas según el espíritu del derecho romano cristiano tal como se concebía y se venía dictando en los medios intelectuales de la jerarquía eclesiástica. Con ello se pretendía frenar el camino especial y las estructuras originales de la sociedad hispana cuyo derecho estaba influenciado por las concepciones del derecho judío e islámico, que imperaban todavía en numerosas estructuras vitales de la sociedad hispana. También las compilaciones de Raimundo de Peñafort, que tanto éxito tuvieron en la formación del Derecho eclesiástico, contribuían a dejar en claro las bases jurídicas de la sociedad cristiana y a crear un cuerpo jurídico único y válido para toda la cristiandad bajo la clara y decidida superioridad del obispo de Roma.

El golpe decisivo a la estructura multicultural en España lo dieron los frailes mendicantes. Los dominicos y los franciscanos dependían directamente de Roma y estaban exentos de la jurisdicción territorial de los obispos. Toda su labor pastoral estaba dictada por los postulados monárquicos y exclusivistas del Papa romano. La formación intelectual de los frailes estaba dictada por la Universidad de París, donde muy pronto se hicieron fuertes, determinando decisivamente el desarrollo de la cultura cristiana occidental.

Desde un punto de vista estrictamente cristiano, la cultura que se desarrollaba en España bajo el influjo de la ciencia árabe y judía no estaba en consonancia con los ideales unitarios de la cristiandad. El orden social que se imponía en España era un escándalo más allá de los Pirineos. Sobre todo, el trato que se daba a los judíos era criticado dura y constantemente desde la Curia romana. En España no se regulaba la convivencia y el trato con los judíos con la rigidez que se imponía en Europa. Tampoco se dictaron normas sobre su vestimenta y obligaciones de tipo social. Los europeos constataban en España un estilo de vida que difería fundamentalmente del estilo de vida cristiana en el resto de Europa. Cuantos más extranjeros visitaban España tanto más cundía el escándalo y la incomprensión sobre formas de vida extrañas al resto de la cristiandad. Pero fue, sobre todo, cuando los españoles empezaron a atravesar los Pirineos, donde se dejaron constatar más esas diferencias.

La representación de lo español como algo no acorde con lo europeo surge preferentemente en las repúblicas marineras de Italia cuando los «hispani» procedentes de la franja mediterránea de la península ibérica, comienzan a mostrar sus pretensiones de dominio en las islas del Mediterráneo occidental. Poco a poco, se va formando en Europa una actitud de reserva frente a todo lo hispano. Los europeos comienzan a ver en España un país de frontera no del todo cristianizado con costumbres que califican, por el mero hecho de no darse en el resto de Europa, de no cristianas y contaminadas de islamismo y judaísmo. Con el término «español» se denomina todo lo que resulta extraño y se sale de la norma. Aún hoy en alemán para decir que una cosa nos suena a chino se utiliza, en lugar de «chino», el término «spanish». Los viajeros del resto de la cristiandad occidental constatan en aquella tierra, para ellos tan lejana como hoy para nosotros la China, raras reglas de conducta. En las cortes y en las ciudades anotan raras costumbres y comportamientos orientalizantes que, unidos a una presencia masiva de miembros de otras religiones, causan extrañeza, admiración y, en espíritus pusilánimes, temor por la pureza de la fe. El lema «Spain is different» se hizo realidad en las conciencias europeas mucho antes que lo hiciera suyo la propaganda turística.

La imagen de España toma las conturas clásicas de una representación colectiva sobre una nación y cualidades diferenciales de un pueblo. Las afirmaciones sobre los hombres de la península ibérica son cada vez más tajantes y negativas. En ellas se expresa el miedo a perder aquella idealizada identidad cristiana y el claro orden jerárquico que ella implicaba. Esa representación negativa se hace lugar común en la literatura oral y escrita de los pueblos europeos. El español es un mal cristiano, una mezcla de judío, cristiano y moro, un medio judío, un medio moro o un cristiano judaizante. Esta imagen se propaga sobre todo cuando la casa real de Cataluña y Aragón comienza a poner en práctica sus pretensiones imperialistas por el mar Mediterráneo. Aquellos mercaderes, aventureros, marineros y guerreros a sueldo que merodeaban por los centros del comercio marítimo en la Italia septentrional o entraban a sangre y fuego por tierras de Grecia y Sicilia eran «hispani» y como tales se les denominaba y temía. Las brutales aventuras del caballero de origen germánico Roger de Flor o de aquel caballero calabrés Roger de Launa al mando de mercenarios catalanes entraron en la historia de los pueblos que las sufrieron como obra de españoles. Esos «españoles» desdecían en los centros donde prevalecía la refinada cultura de la naciente burguesía mercantil italiana. Aquellos «hispani» por donde pasaban imponían nuevos criterios de dominio destruyendo la formal y rígida estructura de su entramado social. Al español se le odia y se le identifica con un objeto ya anteriormente odiado y despreciado en la cristiandad: el judío y el moro. Los italianos veían en la raza española rasgos de las odiadas razas judía y mora. Los españoles pertenecen a un pueblo impuro y proceden de una sociedad no del todo ortodoxa, una sociedad no del todo integrada en la sociedad cristiana.

Esta representación del español, que con tanto cuidado y fidelidad a las fuentes ha descubierto el investigador sueco Sverker Arnoldson y magistralmente ha interpretado Pierre Chaunu, es el comienzo de algo que se puede, o no se puede, llamar «leyenda negra». Sea negra o blanca, fue una representación colectiva que tuvo una larga cola. Esa imagen nacida en Italia se propagó por el norte de Europa como secuela de las guerras de religión. Se utilizó como propaganda bélica para desprestigiar al enemigo español. Con ella se pretendía frenar la expansión de una nación periférica defensora del Papa identificándola con las odiadas razas no cristianas. Para el europeo es España una tierra de raza inferior y dudosa ortodoxia. Esta representación colectiva se fue afianzando y reforzando porque en ella se iban recogiendo solamente aquellos aspectos que apoyaban los prejuicios ya admitidos. Así, en la propaganda antiespañola de los franceses durante las guerras de Italia, el rey de Aragón es un «fis de marran et marrane». Para el poeta alemán Opitz los españoles son «scheubliche Maranen, Scheinchristen und Dreckskerle» (horripilantes marranos, cristianos sólo en apariencia y tipos puercos). Martín Lutero, por ejemplo, prefería ver Alemania dominada por los turcos que por los españoles. Es decir, Lutero prefería verse bajo el dominio de los árabes otomanos que bajo los judíos o árabes magrebíes. En resumidas cuentas: la cristiandad occidental veía en España una tierra donde no se había logrado plenamente la cristianización. Cuando esos mediocristianos comienzan a dominar con sus ejércitos el norte de Europa, se levanta la conciencia cristiana de esas naciones y deja al descubierto tendencias nacionalistas y racistas recubiertas de un manto religioso.

Esta visión tan negativa e insistente hería de lleno la conciencia y el orgullo de los cristianos españoles. La nobleza hispana, que siempre se preocupó en demostrar su ascendencia gótica, se consideraba tan cristiana como el que más. ¿No habían luchado durante siglos en la vanguardia de la fe defendiendo y extendiendo las fronteras de la cristiandad? El altivo hidalgo español que constataba esa imagen negativa por Europa adelante no podía comprender como alguien podía dudar de la pureza de su cristianismo. Sin este contexto malamente podríamos llegar a comprender con que seriedad y extrema consecuencia los españoles se dedicaron durante siglos a demostrarle al mundo la pureza de su sangre cristiana. Todo un género literario que floreció en los siglos XVI y XVII y que se podría denominar «Laudes seu defensio Hispaniae» se dedicó a contrarrestar esa propaganda negativa sobre las gentes de España. Este tipo de literatura tuvo su corona en la magna y hoy, por desgracia, poco leída y reconocida versión latina de la Historia de España del jesuita Juan de Mariana, quien página a página va construyendo una idea de España en claro contraste con las representaciones negativas relativas a su nación que él había conocido todavía muy joven en sus estancias en Italia y Francia.

Esta defensa de España solía comenzar con la demostración de la pureza cristiana de raza y fe de los habitantes de la península ibérica llamados por Dios a ser punta de lanza en la lucha por la expansión del cristianismo. Todo el impresionante tinglado de los estatutos de limpieza de sangre y aquella burguesía traicionando sus orígenes en una costosa carrera por conseguir cartas de hidalguía, es decir, todas aquellas cosas relativas al linaje que marcaron la convivencia española en los primeros siglos de la modernidad son, en gran parte, reacción a este herido orgullo de raza. Los españoles querían demostrar al mundo la integridad de su religión. Integrarse plenamente en Europa significaba eliminar el pasado judío y musulmán que la especial situación de frontera había impuesto en la sociedad española, es decir, los hechos diferenciales de la cristiandad española frente a la europea. Con cierto tono provocativo se podría decir que España dejó de ser una sociedad abierta a otras culturas y religiones en el momento en que pretendió, a toda costa, integrarse en la cristiandad europea. Una cristiandad que defendía un modelo de sociedad cerrado, totalmente cristiano, sin concesiones a otras religiones o formas de vida.

El modelo europeo de cristiandad acabó con todos los intentos de integración de las otras comunidades religiosas y sus secuelas culturales en el cuerpo social español. La sociedad española pretendió cristianizar sus estructuras según la normativa europea de sociedad cristiana. Los modelos ensayados en España estaban en abierta contradicción con la visión clerical y exclusivista de la cristiandad europea. Europa exigió de España la reconquista de su identidad cristiana sin concesiones a formas de convivencia o formas de cultura que ponían en entredicho la intolerante concepción exclusivista del «orbis christianus» donde sólo cabía una alternativa: creer en Cristo o morir. España dejó de ser tolerante cuando se quiso adaptar al modelo de cristiandad propugnado en Europa. En frase de Pierre Chaunu: «la intolerancia entró en España con vientos que venían de fuera».

La progresiva integración de la España medieval en la cristiandad europea tiene un paradójico epílogo. Aquella zona de la cristiandad a la que se le imputaba una cierta negligencia en aceptar las reglas sociales comunes a la cristiandad medieval se convierte, durante los primeros siglos de la Edad Moderna, en defensora a ultranza de todos aquellos presupuestos que tanto le había costado recuperar. Cuando una Europa dividida en naciones se preocupaba y luchaba por intereses particulares, interesándole un pito todos los programas de carácter universal que Roma y su clerecía seguían declamando, seguía España creyendo y esperando contra toda esperanza que se podían defender los sacrosantos valores de una cristiandad unida en un destino común. En el altar de la defensa de esos valores universales no se dudaba en sacrificar otros valores civiles y entorpecer el desarrollo de los derechos y libertades del individuo, tal y como imponían los nuevos tiempos.

Aquella España, que apenas había conocido la Inquisición medieval, desarrolló en la Edad Nueva una nueva Inquisición cuyo inicial objetivo fue erradicar todo el substrato judío en su cuerpo social. Un perfecto control ideológico que se puso al servicio de unos ideales obsoletos que ningún estado en su entorno se atrevía ya a hacer suyos.

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Esta breve reseña sobre las derivaciones que conlleva la situación periférica de la cristiandad medieval en España exige una consideración final que pretende aplicar todo lo dicho a la investigación del pensamiento medieval en la península ibérica.

Es muy importante considerar que, en España, hubo pensadores que vivieron conscientemente esa situación de frontera y la integraron en su pensamiento, en claro distanciamiento con el ideario teológico propuesto desde París. En la historia de la teología medieval española se pueden constatar actitudes y concepciones originales, desarrolladas por personas que reflexionaron sobre el cristianismo en su situación fronteriza, es decir, un cristianismo en diálogo con las otras religiones. Estos pensadores no exigían otra fe, sino la consideración de la fe en una perspectiva más universal. Eran personas conscientes de la situación real de un cristianismo que se creía centro del mundo y era en la conciencia de frontera una religión minoritaria dentro del ancho mundo. Por eso no dejaban de criticar profunda y seriamente la visión particularista del cristianismo cerrado, un cristianismo exclusivista ensimismado en sus problemas particulares sin la visión universal y dinámica del mandamiento de Cristo al final del Evangelio de San Mateo: «id por el mundo y predicad el evangelio a toda criatura». Sólo quien vivía en contacto con el infiel podía comprender que el cristianismo no era todo el mundo, sino una parte del mismo. Desde Álvaro de Córdoba a Bartolomé de las Casas, pasando por Raimundo Lulio, se puede trazar una línea de pensamiento cristiano consciente de ser levadura y no masa. Un pensamiento centrado en la comprensión del otro y en el mandamiento de propagar la fe que se planteaba necesariamente una cristiandad abierta al mundo y no un mundo cristiano reducido a los limitados horizontes de Centroeuropa.

Estos pensadores han de ser estudiados en su contexto hispano y no como corolario de los grandes pensadores de la cristiandad medieval. Los planteamientos escolásticos contemporáneos no son suficientes para definir una visión de la cristiandad que había nacido en un contexto más amplio y completo. Los estudios de teología medieval estuvieron hasta hace poco decisivamente determinados por los postulados teóricos de la Neoescolástica. Esta investigación, aunque supo mostrar el valor perenne de los planteamientos y soluciones de la época medieval, dejó, sin embargo, una visión parcial, monolítica y, por ello, incompleta del pensamiento medieval en su conjunto. Se estudiaba las aportaciones intelectuales de la cristiandad española como un corolario prescindible al margen de los geniales sistemas escolásticos. Los pensadores de la península ibérica se analizaban sólo en relación a esa sistemática.

Quizá sea Raimundo Lulio el pensador más característico en este sentido. Lulio desarrolló un sistema aparentemente hermético al que sólo se puede acceder si se tiene en cuenta su circunstancia de habitante de Mallorca en la generación que siguió a la reconquista de la isla por Jaime I. La metodología neoescolástica no permite acercarse a su pensamiento. La interpretación que se vino haciendo de Lulio dentro esa neoescolástica visión del pensamiento medieval, se limitaba a estudiar los escritos de Raimundo Lulio como reflejo del monolítico pensamiento escolástico, buscando afinidades y divergencias con Santo Tomás y, sobre todo, con la tradición franciscana, lamentando casi siempre la falta de rigor intelectual que se excusaba en Lulio por su falta de formación universitaria. Contra esta visión se viene resaltando en los últimos años, el carácter original de su pensamiento sin medir sus logros o deficiencias de cara a la teología escolar contemporánea. La grandeza del pensamiento luliano no se comprende en relación con los grandes autores medievales, sino en el hecho de haber encontrado o intentado Lulio nuevos y originales caminos en la comprensión de los problemas fundamentales de su tiempo.

Raimundo Lulio desarrolló su pensamiento en más de 250 obras escritas durante los cincuenta años que median entre su conversión (ca. 1263) y su muerte (1316). Su obra, sin embargo, no sólo es difícil de comprender a causa de su volumen sino, sobre todo, por la amplia gama de temas tratados que van más allá del monolítico temario lógico y teológico de la enseñanza escolar. También su estilo singular nacido del contacto con otras religiones, otras culturas y otras lenguas hace que los no habituados vean en sus escritos una extraña mezcla de geniales pensamientos con increíbles representaciones, singulares malabarismos gramaticales y aburridas repeticiones. A esto hay que añadir la barrera de su hermético lenguaje. Los que conocen el latín medieval encuentran en la mayoría de sus obras un lenguaje insulso y mediocre (por no decir deficiente). Además de este no fácil acceso formal a la lectura de sus obras el pensamiento luliano está íntimamente ligado a su personalidad y a su agitada biografía, todos los temas están tratados desde una perspectiva muy personal y en la íntima convicción de estar llevando a cabo una tarea impuesta y dictada por Dios.

Las dificultades del discurso luliano vienen condicionadas, no tanto por la complejidad de los conceptos y sus aparentes contradicciones, sino por las censuras y silencios que impone la lectura de sus obras en las que no se plantea presentar una exposición académica y sistemática de sus presupuestos intelectuales. Su única y exclusiva finalidad es la conversión del infiel. La determinante del discurso luliano no es, por ello, discursiva sino fundamentalmente apologética. Toda su obra se subordina a ese único fin. Todo lo que en Lulio tiene parecido con el común discurso intelectual de la época tiene que ser interpretado siempre desde esa determinante perspectiva de hombre de frontera, es decir, ha de tener su explicación en las constantes apologéticas que determinan la obra de Raimundo Lulio en general, y su teología en particular. Estas constantes se reducen a una doble finalidad: de un lado se persigue que el creyente alcance una mayor comprensión y vivencia moral de su fe, mientras la otra se propone proporcionar a ese creyente un instrumento para la acción misionera. El Ars de Raimundo Lulio es el medio en que se hallan contenidos los principios que fundamentan y hacen posible esta doble tarea, en tanto que dichos principios coinciden o reflejan exactamente los principios ontológicos universales.

Comienzo, fundamento y razón de todo quehacer luliano es el objetivo misionero, es decir, la conversión del infiel. Un objetivo que está fuera de las coordenadas en que se movían los intelectuales de su tiempo en los centros de cultura de la cristiandad europea. Pero la acción misional, en el caso de Lulio, no sólo se ocupa de los infieles, destinatarios naturales de la acción misional, ni de los medios para realizarla, sino también intensamente del actor, del misionero. Metodológicamente, el misionero es el primer destinatario de la incansable actividad luliana como escritor, y punto de referencia de su pensamiento. Esta prioridad, sin embargo, no sólo obedece a la lógica de los acontecimientos, sino que se convierte en condición de producción del sistema. La labor persuasiva del misionero se fundamenta y se realiza a través de los elementos que constituyen el proceso de formación propio. Los argumentos que convencieron al propio misionero en su reflexión comparativa con las otras religiones son los mismos argumentos que convencerán al destinatario final. El pensamiento luliano, su Ars como instrumento apologético y argumentativo debe considerar y repetir el proceso operado en el mismo sujeto que pretende convencer al infiel o simplemente al artista del Arte luliano. El Ars de Lulio no se inscribe en la normal transmisión del saber, sino que se presenta como obra de autor, algo nuevo en la cultura y causa, sin duda, de la profunda incomprensión del sistema. Lulio presenta el Ars como punto de llegada de un proceso personal. El calificarla como don divino y la constante referencia autobiográfica explican y definen constitutivamente su estilo y pensamiento. La comprensión intelectual de los artículos de la fe sirve, tanto para describir el punto final del esfuerzo personal del misionero y del artista, como punto final de todo esfuerzo de cara al infiel o al fiel alumno.

Desde su Mallorca natal pensó Lulio, con cierta ingenuidad, que todos los principes y jerarcas de la cristiandad estaban convencidos de la necesidad de convertir a los infieles. Lo único que él veía problemático era convencerlos de la viabilidad de tal tarea. Lulio, temperamento pragmático, bien sabía que sus planes de conversión necesitaban una base económica firme con el fin de financiar la formación de misioneros sabedores de la lengua árabe que habían de comunicarlo a los infieles. El desengaño de Raimundo en este sentido fue enorme. Cuanto más se aleja de Mallorca tanto más recibe el impacto de una cristiandad mirándose a su ombligo. Con la ilusión y optimismo del converso se había hecho una imagen de la cristiandad totalmente falsa. Ese encuentro de Lulio, hombre de frontera, con la cristiandad europea ignorante de sus fronteras está lleno de dramatismo. Lulio llegó pronto a la conclusión que «por culpa de la Iglesia los infieles permanecen en el error» (propter defectum ecclesiae infideles permanent in errore)[1]. Este defecto fundamental de la Iglesia, que se despreocupa de su funcion primordial, la recuerda Raimundo Lulio constantemente. A esta tarea de concienciar a los cristianos la llama él expresamente: «Facere conscientiam de errore fidelium»[2], que es su principal tarea como abogado procurador de los infieles.

Con el tiempo, se da cuenta de que toda tarea de conversión es ineficaz porque falta el entusiasmo y la voluntad de los cristianos de cara al infiel. Obsesionado por la difusión de su obra, que él continuamente perfeccionaba, se encontró el apoyo de sus correligionarios que lógicamente deberían ayudarle en su empresa. Dispuesto a batirse en la frontera con el infiel se percata Lulio que la fe se ha extendido pero las costumbres se han corrompido. La Iglesia se ha dilatado pero la multitud de los pecados es cada vez mayor. La virtud de la fe y la inteligencia de esa fe está por los suelos. Llegó, pues, a la conclusión que era inútil luchar en el frente infiel cuando la retaguardia seguía inmersa en una indiferencia total hacia ese problema.

Por eso tiene el término «conversión» en Raimundo Lulio una doble cara. De un lado, la aceptación de la fe cristiana por parte del infiel; de otro, la aceptación por parte del cristiano de sus obligaciones frente al infiel. El cristiano, ensimismado en los problemas internos de su entorno social, ha de ampliar su horizonte en función del ideal que aglutinó toda la existencia de Lulio y que formuló con toda claridad en la primera de sus obras, el Libro del gentil y de los tres sabios:

«E así como habemos un Dios, un creador, un señor, oviesemos una fe, una ley, una secta y una manera de amar e honrar a Dios, e fuésemos amadores e ayudadores los unos de los otros y entre nos no fuese ninguna diferencia e contrariedad de fe nin de costumbres...»[3].

Esta visión utópica de la humanidad es, para Lulio, una realidad alcanzable por la sencilla razón de que tal unidad es lo que Dios quiere. Si no se ha alcanzado y parece tan lejana su consecución, se debe a que aquellos que tienen en sus manos el llevarla a cabo no quieren poner los medios para realizarla. Todo el pensamiento luliano se explica desde esa experiencia de hombre de frontera en contacto con un cristianismo que no cumple con su función de ser elemento de unidad para toda la humanidad. Lulio exige de los cristianos que vivan conscientes de sus limites, de sus fronteras y que planteen su existencia individual y colectiva de cara a la conversión de todos al único Dios. Han de mirar hacia fuera por encima de los conflictos y pequeñeces de su administración interna.

No es el momento de analizar a fondo todos los aspectos de la alternativa luliana. Sólo importa darse cuenta de que el estudio de Lulio, o de cualquier pensador medieval fuera del recinto escolástico, ha de hacerse desde su circunstancia concreta y no como fuente de posibles relaciones con esta o aquella tendencia escolar. Sólo así se puede captar su originalidad. La consideración de su ideario nos proporcionará una visión de la ciencia y la cultura medievales más compleja, más amplia y más diversificada. Raimundo Lulio, un pensador en la frontera de la cristiandad al margen de las instituciones académicas, es también uno de los pocos pensadores de la península ibérica que ha traspasado las fronteras y ha acaparado la atención de importantes figuras del pensamiento europeo. Por haber asumido conscientemente su experiencia como hombre de frontera, aunque difícil de comprender, estuvo su pensamiento presente en la historia intelectual de Europa desde la Edad Media, pasando por los sueños de una ciencia universal en el Renacimiento, hasta las discusiones sobre el método científico de la primera modernidad. Gracias a su consecuente manera de plantearse la realidad cristiana, para encomiarlo o para censurarlo, pasó Raimundo Lulio por la mente y atrajo la atención de pensadores de signo muy diverso e intenciones dispares. La pacífica figura del laico Raimundo buscó toda su vida la concordia de la cristiandad como punto de partida de la unidad final de la humanidad. Fantástico programa de aquel «vir phantasticus» que vivía al margen de la cristiandad pero más consciente de las verdaderas dimensiones del mundo y el papel del cristianismo dentro de ese mundo.

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[1] Cf. Liber de consilio III, 6 (Raimundi Lul1i opera latina, tom. X, Corpus Christianorum Continuatio mediaevalis 36, p. 197, lin. 436).

[2] Ibidem, p, 198, lin. 485.

[3] Reproducimos aquí el texto del Libro del gentil en una versión castellana del siglo XV, inédita, que se encuentra en el manuscrito de la British Library Add. 14041. La cita corresponde al fol. 80r.



Fuente: http://www.hottopos.com/notand3/frontera.htm


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