SEVILLA: 23 DE NOVIEMBRE DE 1248
Alejandro
Irie
El 23 de
noviembre de 1248 (según el calendario gregoriano), 626 después de la Hégira , la medina de
Sevilla cae en poder del reyezuelo Fernando III de Castilla y León. Se inicia
así para nuestra ciudad y sus habitantes un proceso de oscurantismo del que aun
no nos hemos recuperado.
La medina de
Ishbiliya y las poblaciones de su alrededor más inmediato son las últimas
plazas que conservaba el estado sevillano, constituido en república desde el
declive del poder almohade a partir de 1212. El joven Abdul Hassan ibn Abu Ali
fue designado por el consejo republicano para dirigir la defensa de Sevilla y
sus últimas posesiones extra muros al inicio de la invasión castellanoleonesa. Hijo
de Abu Ali, notable del consejo, Abdul Hassan no fue coronado rey en ningún
momento como citan algunos cronistas cristianos -cuyo desconocimiento de la
democracia o cualquier régimen parecido a ésta era absoluto-. Será el general
sevillano y voz del consejo, Abdul Hassan, el encargado de rendir
condicionalmente la ciudad y entregar las llaves al déspota Fernando III. Los
sevillanos, tras más de dos años de guerra ininterrumpida y asedio, privados de
víveres desde hacía meses y afectados de enfermedades, rinden así la ciudad a
las hordas bárbaras.
Tras la
rendición, el estado sevillano deja de existir. La efímera experiencia
republicana ha durado sólo 36 años, en una taifa de más de dos siglos. El
reyezuelo Fernando, con sus caudillos militares y líderes religiosos toman
posesión de la medina -cuyos muros no pudieron traspasar hasta que la ciudad se
rindió por hambre- el día 22 de diciembre, pocas semanas después de la
capitulación. La Sevilla
andalusí deja atrás su destacado pasado y su libertad.
Profanadas las
principales mezquitas de la medina, y sustituidos los símbolos sevillanos por
los de los invasores, el reyezuelo, sus súbditos y la Iglesia se reparten el
botín. Las fuentes cristianas, en un miserable acto de falsificación, hablan
del éxodo de la población sevillana -unos autores aseguran que fue voluntario,
otros que fue obligatorio o que formaba parte de las condiciones de rendición-
y de que la ciudad se quedó vacía. No es algo casual, veremos que las historias
de destierro y repoblación se repiten en casi toda la crónica de la conquista
cafre de Andalucía, como forma de romper el vínculo entre antepasados y
descendientes, y fomentar así un origen fantástico de la población nativa. En
el caso de Ishbiliya, pensar que una población de al menos varios miles de
personas dejaran atrás sus hogares y se desplazaran sin un destino seguro
repugna al intelecto. Aunque bárbaro, el reyezuelo Fernando III no estaba mal
aconsejado, y de haber permitido el abandono de Sevilla por sus habitantes
habría provocado un colapso logístico que contradice todo el esfuerzo bélico
llevado a cabo y el sentido común. Simplemente, no había en los reinos
cristianos de la península tantos hombres válidos para la administración y
dirección de una ciudad tan importante como Sevilla.
El déspota
Fernando III de Castilla y León muere en 1252 y su cuerpo es enterrado en el
templo mayor de Sevilla, que hoy es catedral católica, según el bárbaro ritual
de sus antepasados.
Cabe destacar
que los habitantes de las comarcas adyacentes a la medina de Sevilla acudieron
de forma leal a la defensa de la ciudad cuando Abdul Hassan les convocó en
virtud de la asabiyya – a sabiendas de que tenían que enfrentarse a un enemigo
superior en número y dejaban sus propiedades a merced del invasor-. La suerte
de estas gentes no será mejor que la de los sevillanos de la urbe. Acabada la
contienda, vuelven a sus tierras para convertirse en siervos de los caudillos
militares y líderes religiosos, como así lo dispuso el reyezuelo Fernando III
en el reparto del botín de guerra.
Este mercadeo
de seres humanos, propio de los bárbaros y su régimen feudalista, que negaba a
los hombres su libertad y el producto de su trabajo, chocaba de frente con los
principios del din del islam -y hasta de la misma shahada-, por los que un
hombre no tiene otro señor que Allah.
A esta
situación de privación de libertad individual se une la persecución que los
conquistadores hacen del idioma (árabe andalusí y romance aljamiado), de las
costumbres y del islam. Todo esto desembocará en -las llamadas por los
cronistas cristianos- “revueltas mudéjares”, importantes rebeliones que tendrán
lugar tanto en el campo como en las medinas, y se sucederán a lo largo de 1264
y 1266, con réplicas en el reino de Aragón que se prolongarán hasta 1300
aproximadamente. Hechos como estos niegan por sí mismos las teorías de
repoblación y demuestran que los cronistas de la época no estaban coordinados
bajo ningún control a la hora de escribir, pudiendo darse paradojas como ésta.
Sofocadas las
rebeliones y reprimida la población, la ciudad de Sevilla inicia un declive en
el que perderá paulatinamente su identidad. Usada como puerto al océano
Atlántico, los bárbaros se lanzarán a piratear, sirviendo la ciudad de base
para sus incursiones de saqueo y conquista en el norte de Africa y las islas
Canarias.
Con el
supuesto descubrimiento de un “nuevo mundo” en 1492, será Sevilla desde donde
se monopolice el expolio que los españoles harán en Abya Yala (las Américas),
para nuestra vergüenza.
Las décadas se
sucederán, y se convertirán en siglos. Los conflictos sociales no cesarán, irán
incluso a más conforme nos acercamos a la actualidad, en una ciudad que sufre
el régimen colonial español como toda población andaluza.
Hoy en día
heredamos una ciudad que sufre una decadencia endémica; en la que las
instituciones civiles (ya sea por desconocimiento o por mala fe) honran a los
conquistadores de Sevilla; donde la Iglesia Católica , destacada benefactora de la
toma, venera cada 23 de noviembre el cuerpo del déspota Fernando III, en un
acto ridículo y grotesco a partes iguales.
Hoy, 23 de
noviembre de 2010/16 de Dhu l-Hidjdja de 1431, los sevillanos deben conocer su
historia tanto o más que cualquier otro día. La que hemos contado, y que tiene
por sevillanos a los que defendieron las muros de la medina y sus
descendientes, y no los extranjeros que osaron asaltarla y cuyas mentiras han
corrompido la identidad de generaciones enteras.
Imagen:
Fernando III “el Santo”, o como le llamaba Blas Infante “El Vizco”
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