viernes, 6 de septiembre de 2019

AL-HAKAM II



Abû-l-Mustarrif al-Hakam al-Mustansir Bi-llâh. Segundo califa andalusí. Nació en Córdoba el viernes 13 de Enero del año 915. Murió el 1 de Octubre del 976. Sería una gran injusticia ni incluir en un diccionario de autores andaluces el nombre de Al-Hakam II, de importancia capital en los anales de la cultura del pueblo andalusí.
 Cuando aún contaba pocos años recibió de su padre ‘Abd al-Rahmân III la investidura de heredero al Califato, dotándole de una intensa y esmerada instrucción en el conocimiento de todas las ramas que constituían en aquel momento el Arbol del Saber.
 Cuando falleció ‘Abd al-Rahmân, se procedió a la coronación de Al-Hakam II, que adoptó el sobrenombre honorífico de Al-Mustansir Bi-Llâh, "el que busca la ayuda victoriosa de Allâh".
 Los dos problemas más importantes que se encontró el nuevo soberano fueron ambos de política exterior: demostrar a los reyes cristianos del norte de la Península que Córdoba no iba a ceder ni un ápice de su soberanía sobre las tierras de Al-Andalus, y mantener el prestigio de los Banû Umaiyya por tierras norteafricanas, consolidando las posiciones alcanzadas por su padre, en un intento de detener el expansionismo fatîmî. Para lograr este segundo objetivo, Al-Hakam se limitó a continuar en el Magreb la táctica que había venido desarrollando su padre: ganarse a los más poderosos emires zanâtas, derramando sobre ellos un auténtico torrente de preciosas dádivas y cuantiosos subsidios monetarios.
Respecto a los reinos cristianos del norte peninsular, que aún no suponían un serio peligro para la soberanía andalusí, como lo era el califato fatîmî en el norte de África, Al-Hakam mantuvo con ellos unos pactos de clientela que los ligaba con el califato cordobés.
 Los cristianos del norte, creyendo ver una sombra de debilidad en el poderío andalusí con la muerte de ‘Abd al-Rahmân III, rompieron los compromisos de vasallaje contraídos con la admiración andalusí; Al-Hakam II, con vistas a esta situación y para imponer su autoridad, hizo las consiguientes reclamaciones que consistían en diez plazas fuertes en el Duero, que el monarca Sancho I de León debía entregar a los andaluces; así mismo, por parte de Navarra y Castilla, el rey García Sánchez I debía entregar en manos de Al-Hakam al intrigante conde Fernán-González. Acompañó ambas reclamaciones con la amenaza de ruptura del pacto de amistad que los unía.
 Desoídas las reclamaciones andaluzas, y como la actitud de los cristianos cada día se volvía más hostil y peligrosa para la integridad territorial de Al-Andalus, el monarca omeya no tuvo más remedio que organizar varias campañas sucesivas contra los cristianos. La primera de ellas, que se desarrolló durante el verano del año 963, la dirigió el monarca personalmente. Los resultados no se hicieron esperar: se conquistó la estratégica plaza de San Esteban de Gormaz, en el Duero; se le impuso un pacto de vasallaje al conde castellano Fernán-González; el gobernador de Zaragoza, Yahyâ b. Mwhammad al-Tuchibî derrotó a García Sánchez en sus propios dominios; y, por último, los generales andalusíes Galib y Sa’îd ocuparon la fortaleza de Calahorra. Acciones todas ellas que contribuyeron al reforzamiento de la hasta entonces insegura frontera norte de Al-Andalus.
Sin embargo, y pese a que en general el saldo de las campañas militares emprendidas por los ejércitos andalusíes resultaba positivo, Al-Hakam II no sólo sobresale en los anales de Al-Andalus por su caudillaje militar, sino por el impulso y fomento que dio al cultivo de las ciencias, las letras y las artes, y la protección a las minorías religiosas de muzárabes y judíos.
Nunca –ha dicho Dozy- ha reinado en Al-Andalus príncipe tan sabio; y aunque todos sus predecesores habían sido hombres cultos, aficionados a enriquecer sus bibliotecas, ninguno buscó con tanta ansia libros preciosos y raros. En El Cairo, en Bagdad, en Damasco y en Alejandría tenía agentes encargados de copiarle, a cualquier precio, libros antiguos y modernos. Su Palacio estaba lleno; era un taller donde no se encontraba más que copistas, encuadernadores y miniaturistas. Sólo el catálogo de su biblioteca se componía de cuarenta y cuatro cuadernos, de veinte hojas según unos, de cincuenta según oros, y no contenían más que el título de los libros y no su descripción. Cuentan algunos escritores que el número de volúmenes ascendía a cuatrocientos mil. Y Al-Hakam los había leído todos, y lo que es más, había anotado la mayor parte. Escribía, al principio o al fin de cada libro, el nombre, el sobrenombre, el patronímico del autor, su familia, su tribu, el año de su nacimiento y muerte, y las anécdotas que acerca de él se referían. Estas noticias eran preciosas. "Al-Hakam conocía mejor que nadie la historia literaria; así que sus notas han hecho siempre autoridad entre los sabios andaluces". Los libros compuestos en Persia y Siria éranle con frecuencia conocidos antes que nadie los hubiera leído en Oriente. Sabiendo que un sabio del ‘Irâk, Abû-l-Farach Ispahán, se ocupara en reunir noticias de los poetas y cantores árabes, le envió mil monedas de oro, suplicándole que le mandara un ejemplar de su obra en cuanto la hubiera terminado. Lleno de reconocimiento se apresuró Abû-l-Farach a complacerle, y antes que diera al público su magnífica colección, que es todavía la admiración de los sabios, envió al califa andalusí un ejemplar corregido, acompañado de un poema en su alabanza, y de una obra sobre la genealogía de los Omeyas: un nuevo regalo fue la recompensa. En general la liberalidad de Al-Hakam para con los sabios andaluces no conocía límites: así afluían ellos a su corte. El monarca los alentaba y protegía a todos, incluso a los filósofos…
 Bajo el reino de Al-Hakam, Córdoba se convirtió en una de las ciudades más importantes del mundo entonces conocido, y en el centro cultural del mundo musulmán. En ella se reunieron gran multitud de alumnos de todo el país para estudiar a los pies de los eruditos. Mandó el califa construir muchos hospitales y escuelas, poniendo la educación al alcance de todos los que la deseaban. De entre los sabios y eruditos a los que protegió Al-Hakam cabe destacar a Ibn ’Abd Rabbi-hi, Al-Kâlî, Al-Zubaydî e Ibn al-Kûtîyya, entre otros muchos.
 En consonancia con su espíritu pacífico y amante de la cultura, todos los historiadores coinciden en señalar que la primera orden dada por el soberano, una vez instalado en el trono de Al-Andalus, la cursó a su primer ministro, Cha’far b. ‘Abd al-Rahmân, "El Esclavo" -con quien había compartido la supervisión de los trabajos de la construcción del palacio de Madînat al-Zahrâ- para que se encargara de ampliar la mezquita cordobesa hacia el sur. Esta medida fue impuesta por el considerable aumento de la población cordobesa bajo el reinado de su sucesor ‘Abd al-Rahmân.
 Junto a importantes novedades introducidas en las formas como son los arcos polilobulados y las arquerías entrecruzadas, se admiran en ella estructuras verdaderamente portentosas por su originalidad y valentía de creación, como las que presentan los "qibab" o pabellones cuculiformes, destinados a dar luz y ventilación al edificio, y que componen, en conjunto, una espléndida colección de bóvedas nervadas, considerada como la más sobresaliente aportación que los alarifes andaluces hicieron a la Arquitectura (M. Ocaña Jiménez).
 Sin embargo tan extraordinaria ornamentación quedó empobrecida por el fabuloso mihrab o nicho de orientación, en cuyos vestíbulos se encuentran elementos decorativos tan diferentes como el mosaico bizantino y el ataurique andalusí, componiendo un conjunto artístico de tal colorido y belleza que no se encuentra en ninguna otra mezquita del mundo. Dotó Al-Hakam de agua a la mezquita mediante acequias de piedra, y en el lado oeste construyó un edificio destinado a la distribución de ayudas a los mas pobres (dar al-sadaqah), edificándose además viviendas destinadas a los más necesitados.
 Todos estos trabajos que se iniciaron el 18 de Octubre de 961, y que no terminarían hasta el año 971, obligaron a demoler un pasadizo cubierto o Rabat; éste ponía en comunicación el Alcázar califal con la Mezquita. Había sido construido por el emir ‘Abd Allâh, siendo sustituido por otro mucho más acorde con la majestuosidad de la Mezquita. También fue necesario reemplazar un pabellón de abluciones o mida’a, que desentonaba del conjunto por lo ridículo de su tamaño y la pobreza de su construcción. Nuestro califa mandó levantar en los costados orientales y laterales de la sala de oración, cuatro nuevos pabellones para la ablución, y purificación mediante el agua de los fieles, los dos más amplio para los hombres y los más pequeños para las mujeres.
 La culminación de su portentosa obra la constituyeron los magníficos trabajos de carpintería artística que encargó, una para el cerramiento de la parte acotada (maqsura), que estaba reservada para la oración del califa, y otra, la del público (minbar). En ambas se utilizaron con profusión las más raras y ricas maderas traídas de Oriente, utilizando en la segunda sándalo rojo y amarillo, ébano, boj y áloe, añadiéndosele además marfil, componiendo una decoración tan rica que sólo se exponía públicamente el tiempo justo que duraba el gran discurso (jutba) cada viernes, durante el cual se exponía el púlpito a la vista de los creyentes.
 Cuentan los cronistas de la época una anécdota que pone de manifiesto el amor y la identificación que nuestro soberano sentía por su pueblo: en cierta ocasión –nos lo cuenta el profesor Ocaña Jiménez- en que el califa tuvo que desfilar solemnemente a caballo por determinada calzada cordobesa, notó que la misma quedaba ocupada a todo lo ancho por su propio cortejo se producían grandes apreturas entre las gentes que presenciaban el desfile, con peligro de que alguien pudiese caer en un foso próximo, y, tan pronto como regresó del acto, ordenó comprar a buen precio todas las tiendas que bordeaban la calzada en cuestión, con el fin de que fuesen demolidas y sus solares incorporados a aquélla, para mayor holgura de los transeúntes y en evitación de desgracias, lo que se hizo rápidamente y con gran beneficio para todos. Hombre rígido y severo, exigía de todos los cortesanos el cumplimiento de un protocolo deshumanizado en exceso y una gran diligencia en el cumplimiento de todos sus deseos. Sin embargo, todo esto no fue obstáculo para que aprovechara la más mínima oportunidad para poner de manifiesto su generosidad y el afecto que sentía para con sus familiares y servidores; este amor a los suyos le llevó a ordenar a los alamines de la zalmedina de la ciudad que se ocuparan de atender y ayudar a las familias de sus difuntos hermanos, y a rehabilitar a los cortesanos separados de sus cargos, para quienes la amnistía venía acompañada de la concesión de un nuevo pue

sto o dádiva especial, según la categoría de los restituidos.
 Era nuestro califa, como casi todos sus ascendientes, de cabellos pelirrojos, ojos grandes y negros, nariz aguileña, tronco fornido, piernas cortas, brazos largos y voz fuerte. Por lo que respecta a su vida íntima, parece que fue enemigo de tener descendencia hasta que sintió sobre sí la responsabilidad de la continuidad de la dinastía de los Banû Umaiyya, y de que su sucesión se realizara por línea directa. Algunas narraciones de tono satírico, que circulaban por la Córdoba del momento, intentaban explicar el comportamiento de Al-Hakam, entonces príncipe heredero, en base a una supuesta animadversión de éste hacia las mujeres y ‘Abd al-Rahmân mando castigar muy duramente a los juglares que habían osado vituperar a su hijo. Lo cierto es que el califa sólo tuvo dos hijos, ‘Abd al-Rahmân y Haksam, y de una misma mujer, la concubina Subh, que era cautiva de origen vascón y a la que el califa prefería dar el nombre masculino de Cha’far; la llamaba así, como al visir eslavo, porque vestía como un muchacho, a la moda de Bagdad. Las ambiciones de ésta sólo tenían parangón con las de Ibn Abû Amîr, el futuro de Al-Mansûr, con quien formaría una alianza político-amorosa que terminaría por quedarse con la voluntad del califa, y que llegaría a resultar funesta para la supervivencia del califato Andalusí.
 Aquejado de una larga enfermedad, que ya lo había dejado parcialmente paralítico, decidió que el príncipe Hakssam recibiera el juramento de fidelidad de sus súbditos, en calidad de heredero del trono de Al-Andalus. Esto ocurría el 15 de Febrero del año 976. Y el día 1 de Octubre dejaba de existir el gran Al-Mustansir Bi-Llâh, segundo califa andalusí, a la edad de sesenta y un años, siendo enterrado en la Rawda o cementerio real del Alcázar de Córdoba, junto a los sepulcros de los soberanos de su dinastía
.-

ARTE GUIA

No hay comentarios:

Publicar un comentario