VIDA COTIDIANA
El legado andalusí
La vida de un pueblo no se mide sólo a través de sus
logros artísticos y científicos, sino, sobre todo, desmenuzando la vida de cada
día, las costumbres, las estructuras sociales y la organización. También en
este terreno fue al-Andalus avanzada y culta. Forjó un nuevo tipo de sociedad
urbana muy estructurada, al tiempo que revolucionó las tareas del campo,
vitalizando la agricultura, y aportando nuevos métodos de cultivo y un sinfín
de especies agropecuarias.
El núcleo urbano era la medina, de trazado apretado y
denso, que, a su vez, se organizaba en dos zonas: la comercial y la vecinal. El
zoco era un lugar de encuentro, sobre todo masculino, en el que, en medio de un
frenético deambular, se sucedían las más diversas transacciones, y también las
más insospechadas intrigas. Los oficios y los puestos se extendían por áreas
especializadas, en las que se podían hallar las más variadas mercancías. Desde
especias y perfumes hasta hortalizas y frutas, carne, tejidos, orfebrería y
cerámica. Una estricta serie de normas regían la vida comercial –normas que aún
podemos encontrar en los completos tratados de hisba de Ibn Abdun–, cuya
honradez, no siempre garantizada, vigilaba atento el almotacén, inspector del
zoco. Al-Andalus estableció una sólida administración y un sistema judicial
harto complejo. Las compras se efectuaban con dinero contante y sonante, que se
acuñaba en la ceca de Córdoba, primero, y de otras ciudades en época de taifas.
Dinares, dirhems y feluses eran moneda de pago corriente.
La mezquita era también un lugar frecuentado, no sólo
para efectuar la oración comunitaria, sino para convocar distintas reuniones de
tipo social y vecinal, o simplemente para estudiar con un poco de sosiego, o
escapar a los calores estivales entre la umbría del bosque de columnas. La vida
doméstica se desarrollaba fuera del recinto comercial, en los barrios
fortificados de la medina que, para mayor seguridad, se cerraba de noche
mediante dos puertas y estaba vigilada. Las viviendas, austeras y sobrias en su
exterior, podían ser muy lujosas en su interior y, en cualquier caso, eran un
refugio de paz y confort, muy por encima de lo habitual por entonces en otros
lugares del resto de Europa. Organizadas todas en torno a un patio –si la
familia se lo podía permitir, en él se ubicaba una alberca o, cuando menos, un
pozo– las alcobas, salones y la cocina se abrían a este espacio y se
distribuían también en torno a la galería superior. El mobiliario era sencillo,
apenas unos arcones, una mesa baja de taracea, y algunos altillos y hornacinas
en los que depositar un libro o algún adorno de marfil. De dar calidez al
entorno se encargaban las esteras y alfombras tupidas de lana, unos mullidos
almohadones de seda o lana bordada y un buen brasero.
En toda vivienda existía un "aseo" digno, y
el alcantarillado, lo mismo que el alumbrado de la ciudad, se distribuía
mediante una red perfectamente organizada. Algo extraordinario teniendo en
cuenta que hablamos de los siglos IX y X.
Los baños públicos eran muy numerosos. Tanto, que en
la Córdoba califal llegaron a existir más de seiscientos. En ellos, los
clientes no sólo se lavaban, se relajaban y se dejaban masajear enérgicamente.
La tarde estaba destinada al turno de las mujeres, que se acicalaban, charlaban
e incluso merendaban. Pasta depilatoria, alheña (henna), aceite de violetas,
perfume de almizcle y jazmín, jabón arcilloso para el cabello, antimonio para
realzar la mirada (kohol), corteza de nuez para tintar labios y encías...,
constituían un auténtico arsenal cosmético para el cuidado y la belleza de la
mujer andalusí.
La huerta floreció como nunca antes lo hiciera,
llenándose de nuevas hortalizas como la berenjena, la alcachofa, la endibia, el
espárrago..., y nuevas frutas como la granada, el melón, la cidra y los albaricoques.
Entre ellos, las flores rezumaban fragancia y color: crecían el alhelí, la
rosa, la madreselva y el jazmín. Las acequias corrían apresuradas y las norias
chirriaban cargadas de agua clara.
Se mejoró la técnica de los injertos, y se crearon
jardines botánicos con fines medicinales junto a los hospitales, que también
los había.
La educación, como antes veíamos, era un bien muy
preciado por los musulmanes, que se preocuparon, desde las instancias
oficiales, de garantizar y desarrollar. El estudiante podía acudir a la
mezquita o la madraza y recibir la enseñanza que él eligiese, siempre, claro
está, que ya dominase los textos sagrados y las ciencias teológicas. Cuando el
alumno procedía de familia acomodada, un tutor se encargaba en su propio
domicilio de su enseñanza privada.
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