viernes, 3 de julio de 2020

CONVENIENCIA EN TIEMPOS DE LOS REINOS DE TAIFAS


CONVENIENCIA EN TIEMPOS DE LOS REINOS TAIFAS

Publicado por EDITORES

Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles

BRIAN A. CATLOS
UNIVERSIDAD DE COLORADO EN BOULDER

El siglo XI fue un período notable en la historia de la Península Ibérica y en las relaciones étnicas y religiosas en el Occidente medieval. De las cenizas del Califato de Córdoba, que se derrumbó como resultado de una guerra civil que comenzó en el año 1009, surgió una constelación de taifas, o pequeños “reinos de bandos» o facciones. Mientras estos reinos luchaban entre sí buscando aumentar su poder y prestigio, se convirtieron en dinámicos y cosmopolitas centros de innovación cultural e intelectual, cuyas estructuras políticas reflejaban la diversidad de la Península Ibérica. Musulmanes, cristianos y judíos, ya fueran andalusíes nativos, bereberes o recién llegados de tierras francas, compitieron y colaboraron en su empeño por aumentar su poder, ampliar conocimientos y expresar el sentido de la condición humana. Este tiempo, a menudo caracterizado como una “Edad de Oro”, tanto de las letras hebreas como de las árabes, también constituyó el inicio del proceso de apropiación latina de la cultura islámica que transformaría el Occidente cristiano. Esta fue una época en la que los judíos obtuvieron posiciones de poder e influencia en toda la Península ibérica y en la que los cristianos y los musulmanes lucharon y sirvieron a reyes infieles.

Pero también fue un periodo de intenso conflicto, tanto entre los reinos taifas como entre los principados cristianos del norte, y entre aquellos que identificaban una lucha más amplia entre la cristiandad y el islam. Aún así, los gobernantes cristianos y musulmanes fueron aliados y enemigos. Mientras tanto, el vacío político resultado del debilitamiento de los reinos taifas abrió la Península a nativos y foráneos que enmarcaron sus ambiciones en términos de conflicto religioso. Los almorávides llegaron del Magreb con la bendición de los ulemas andalusíes y bajo el estandarte del yihad, mientras que los cristianos de la Europa “franca” reforzaron a los nuevos y confiados príncipes del norte, que comenzaron a desarrollar una ideología de “reconquista” cristiana y que se aferraron a una noción de “Cruzada.” El siglo XI y el siguiente serían testigos del colapso de los almorávides y del ascenso y declive de los almohades, ya que los príncipes cristianos tomaron bajo su control cada vez mayores extensiones de territorio andalusí, que estaban pobladas por súbditos musulmanes y judíos.

La historia en jaque

La naturaleza de las relaciones entre cristianos musulmanes y judíos en este período de la historia de la Península Ibérica, y de hecho en el transcurso de la Edad Media y en todo el Mediterráneo, ha constituido un enigma para los historiadores, que, en su mayoría, se han posicionado como pertenecientes a dos campos de interpretación opuestos. Por una parte, los inspirados por Américo Castro han tendido a definir las relaciones etno-religiosas de esta etapa de manera positiva, proponiendo una era de convivencia “tolerante”, en la que las ideologías de confrontación de cristianos y musulmanes eran aberrantes o excepcionales. Por otra parte, hay quienes, inspirados por la posición de historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz, ven esta historia como un choque inevitable entre “civilizaciones” fundamentalmente distintas y antagónicas: la islámica, la cristiana y la judía (o la islámica y la “judeo-cristiana”).  Durante buena parte del siglo pasado la historia de este período se ha interpretado a partir de estos dos enfoques incompatibles.
Pero cada uno de estos posicionamientos parecen ser tanto ideológicos como académicos, y reflejan más los prejuicios, las presunciones y los programas de quienes los defienden, que no un esfuerzo genuino por comprender la historia de la sociedad humana. Con el tiempo, sus partidarios se han ido afianzando cada vez más, construyendo historias que a menudo simplemente ignoran o restan importancia a las pruebas que las contradicen. El resultado ha sido una especie de estancamiento conceptual o metodológico. A pesar de que más estudiosos, en particular aquellos formados en historia comparada y en enfoques interdisciplinarios, expresan su insatisfacción con las presunciones excesivamente simplistas y esencialistas de las que depende cada una de estas posiciones, nadie, al parecer, puede escapar plenamente de la poderosa simplicidad de este modelo binario o del vocabulario de “tolerancia” y “conflicto” usado para caracterizar el pasado.

Sin embargo, ninguno de estos dos enfoques, largamente establecidos, resulta convincente. Cado uno se inclina hacia una perspectiva platonizante que presume que el cristianismo, el judaísmo y el islam son sistemas sociales y culturales claramente definidos y coherentes internamente; que las civilizaciones (cualesquiera que sean) actúan como agentes históricos; y que quienes se identifican con esas afiliaciones religiosas lo hacen de manera coherente y están motivados por los dictados de esas ideologías. Lo que es más grave es que ninguno de los dos modelos puede eficazmente dar cuenta de las pruebas que contradicen sus posiciones fundamentales, y ninguno de los dos ofrece una explicación convincente de las causas. Ninguno de los dos aborda las tres “paradojas de la pluralidad”: el hecho de que miembros de comunidades religiosas que eran mutuamente antagónicas en cuanto a doctrina pudieron integrarse social, política y culturalmente, que las comunidades de sujetos minoritarios fueron tratadas de manera beneficiosa por gobernantes cuya legitimidad estaba arraigada en su propia identidad religiosa, y que individuos e instituciones a menudo siguieron políticas o tomaron medidas que parecen contradecir sus ideologías formales.

La “inteligibilidad mutua” y la cultura mediterránea

“Inteligibilidad mutua” es un término lingüístico que denota escenarios en los que hablantes de diferentes dialectos y lenguas que existen en un “continuo dialectal” pueden entenderse entre sí sin conocer necesariamente las lenguas de los demás.  En este artículo, el concepto se aplica a las culturas de la región mediterránea medieval, y más específicamente, a la Península Ibérica. Horden y Purcell han argumentado de manera convincente que desde el Neolítico la geografía del Mediterráneo propició el desarrollo de una economía regional interdependiente caracterizada por la especialización, el intercambio y la movilidad. Como consecuencia, en la Edad Media ya existía en toda la región una potente cultura común, aunque informal, o un habitus, caracterizado por la religión abrahánica, las instituciones romanas, la ciencia y la filosofía heleno-persa y el esoterismo egipcio. Las lenguas vernáculas comunes rompieron las divisiones étnicas, así como la existencia de metalenguajes de las escrituras. El latín, el hebreo, el griego y el árabe pueden ser cada uno de ellos emblemáticos de una única tradición religiosa, pero fueron hablados, leídos e incluso venerados por otros. Además, estos grupos compartían tradiciones populares, prácticas religiosas y mágicas y costumbres sociales, y adoptaron tecnologías comunes e instituciones similares. Esto era aún más evidente en el Mediterráneo occidental, donde las semejanzas geográficas entre el Magreb y la Península Ibérica son sorprendentes, además ambas regiones fueron parte del Imperio Romano.

La “inteligibilidad mutua” era fruto de la cultura compartida en la que participaron las diversas comunidades etno-religiosas del Mediterráneo, que propició que pudieran entenderse en términos que les eran inteligibles. Para los conquistadores no era necesario erradicar la lengua o las instituciones de los conquistados para aumentar su “legibilidad”. No había necesidad de buscar un “punto medio” (middle ground en inglés), porque existían ya muchas similitudes. Esto proporcionó un marco para el comercio intrarregional y sirvió como incentivo para la expansión política. También explica la facilidad con la que los árabes y los bereberes que llegaron a la Península en el siglo VIII pudieron insertarse y cooptar la estructura de poder visigoda, y cómo trescientos años más tarde los cristianos del norte pudieron infiltrarse en el gobierno de los reinos taifa de al-Andalus (cuyas cortes reales, por esta misma razón, contaban con numerosos judíos, cristianos y musulmanes extranjeros).
Los gobernantes cristianos y musulmanes de la España del siglo XI puede que se presentaran como abanderados de religiones rivales, pero también se manifestaron como competidores por el gobierno de la misma circunscripción sociopolítica. De ahí la famosa caracterización de Alfonso VI como al-Imbratur dhu’l-millatayn (“Emperador de las dos comunidades religiosas”), que reclamaba en árabe a su rival bereber musulmán, Yusuf ibn Tashfin, su legitimidad como gobernante tanto de musulmanes como de cristianos, en virtud de un título romano.

La conveniencia y la coacción 

Esto nos lleva a preguntarnos por qué los gobernantes peninsulares y mediterráneos medievales querían tener súbditos infieles. El motivo no tiene nada que ver con una ideología de “tolerancia,” era una cuestión de pragmatismo. Las conquistas sólo son valiosas si generan ingresos, y esto implica que hay que mantener la economía activa. Si se dispone de un gran número de colonos es posible eliminar a la población nativa, pero incluso en los casos en que esto es posible, no acostumbra a ser lo preferible. En la compleja, comercializada e interconectada economía del Mediterráneo, los conquistadores que expulsaron o interfirieron con los pueblos conquistados lo hicieron a riesgo de socavar su propio poder y posición. Era mejor hacer todo lo posible para asegurar la continuidad. De ahí que en el período taifa hubiera pocas conquistas territoriales por parte de los cristianos y, en cambio, se implementara una política de parias, o de cobro de tributos, que dejó toda la economía y el gobierno de los reinos taifa intactos, pero dependientes. Una de las consecuencias que tuvo fue la dramática integración de las iniciativas políticas y militares cristianas y musulmanas.

Era necesaria una política de mínima interferencia porque los cristianos de la España de finales del siglo XI y del siglo XII estaban conquistando territorios más poblados y más sofisticados a nivel institucional que los suyos. Al igual que les sucedió a los árabes del siglo VIII, no tenían la capacidad de administrar los territorios que acababan de conquistar. Tampoco podían arriesgarse a tener una población nativa hostil, que requiriera una ocupación activa, en un momento en el que se encontraban bajo presión para conquistar y consolidar el territorio contra rivales tanto cristianos como musulmanes. Así pues, al igual que los primeros musulmanes desarrollaron la dhimma como una estrategia para incorporar a los pueblos sometidos al dar al-islam, los gobernantes cristianos hicieron lo que pudieron para conseguir que los musulmanes sometidos permanecieran en sus tierras bajo dominio cristiano. Esto se efectuaba típicamente mediante acuerdos bilaterales (a veces llamados convenienças) que garantizaban a la población conquistada su seguridad personal y la de sus propiedades y autonomía legal y religiosa como comunidades sometidas. La inteligibilidad mutua propició que esto fuera factible. Los musulmanes disponían de un marco conceptual para comprender esta nueva realidad: se veían a sí mismos como dhimmis, con las obligaciones y los derechos que tal sistema comportaba.

Tanto las parias como el establecimiento del mudejarismo tuvieron como resultado la integración de cristianos y musulmanes en las mismas estructuras de poder y marcos institucionales. También favorecieron la integración económica y social entre cristianos, musulmanes y judíos. Esto, a su vez, estimuló la interpenetración social, por la que miembros de diferentes comunidades religiosas vivieron en entornos mixtos que propiciaron su integración en redes económicas de producción y distribución dominadas por cristianos. A medida que sus miembros gravitaron hacia nichos económicos y profesionales específicos, las comunidades minoritarias se volvieron, si no “indispensables”, sí “útiles” y “necesarias” para el régimen cristiano. Siempre que las comunidades minoritarias pudieran establecer múltiples relaciones de beneficio mutuo con diversos elementos de la sociedad cristiana, estarían seguras y aisladas de políticas chovinistas, dado que los cristianos que reconocieran los beneficios que los intereses mutuos compartidos con súbditos musulmanes les generaban, les defenderían. En ausencia de la percepción de relaciones de beneficio mutuo, las comunidades minoritarias eran vulnerables a la marginación, la pérdida de privilegios o la represión.

La concepción medieval de la religión como ley (es decir, un musulmán se encontraba bajo la lex sarracenorum) requería que los conquistadores establecieran sistemas legales plurales. Esto otorgó una legitimidad limitada a la ley islámica, y le propició un lugar en la estructura institucional cristiana. Los judíos estaban en una posición similar. Acordando estar en desacuerdo, o participando en una “suspensión voluntaria de la creencia”, los cristianos y los musulmanes se vieron obligados a reconocer las buenas intenciones del otro a pesar de sus diferencias. Así pues, el pluralismo “tomó forma” en las instituciones legales cristianas españolas en este período formativo del siglo XI (como había sucedido con la dhimma en el caso del islam temprano). Por supuesto, pluralidad no significa igualdad, pero tampoco se esperaba. Los regímenes cristianos, al igual que el islam, presumían de una jerarquía de jurisdicción legal y prestigio social en la que la “religión correcta” tenía más poder y sus fieles merecían más privilegios. Esta era una situación que satisfacía las expectativas tanto de las comunidades minoritarias como de las mayoritarias.
La integración económica y administrativa, a su vez, facilitó la aculturación tanto en el plano erudito como en el popular, como evidencian la difusión del pensamiento científico y religioso, la cocina, la vestimenta, el lenguaje, los tropos literarios, los repertorios simbólicos y las tradiciones populares. Todo esto puesto que, como no era infrecuente en los ambientes mediterráneos, la cultura de los pueblos conquistados era más sofisticada y urbana que la de los conquistadores. Consecuentemente, la aculturación era bilateral, lo que intensificó la inteligibilidad mutua. Además, esto ofreció a las comunidades minoritarias una ventaja adicional en forma de capital cultural, al menos hasta el momento en que los conquistadores ya se hubieran apropiado de sus ventajas o cuando estas ya no fueron consideradas valiosas. La corriente de aculturación más importante afectó a los conquistados, ya que paulatinamente se vieron obligados a modelar sus instituciones y costumbres para que se ajustaran a las de los conquistadores. Pese a que por un lado esto comprometía la integridad religiosa de sus sistemas sociales y judiciales, por otro lado, les proporcionó un medio y un soporte para defender a sus comunidades utilizando los principios y prácticas de sus nuevos señores, usando “las armas de los débiles”.

La identidad y la complejidad

En estas sociedades multiconfesionales, la afiliación religiosa fue el modo de identidad más significativo. Determinó la condición jurídica, marcó el prestigio, afectó a las oportunidades económicas y delineó las interacciones sociales. Sin embargo, constituyó sólo una modalidad de identidad. Cada individuo encarnaba simultáneamente una serie de identidades, muchas de las cuales no coincidían con su comunidad religiosa. Según las circunstancias, éstas podían ser más convincentes y llevar a determinados individuos a definirse como miembros de comunidades que cruzaban las líneas religiosas. Ya fuera como miembros de una profesión u oficio, como soldados o intelectuales, como súbditos del mismo rey, miembros de la misma clase económica, hablantes del mismo idioma, adoradores del mismo Dios o habitantes del mismo pueblo o barrio.

Los sociólogos se refieren a este tipo de solidaridades con el término “círculos sociales transversales” (en inglés, cross-cutting circles). El modo preciso de identidad que un individuo expresaba en cada momento dado dependía del contexto en el que se encontraba. En muchas circunstancias, los individuos interactuaban no como cristianos, musulmanes o judíos, sino como aliados, clientes, socios, mecenas, vecinos o incluso amigos, a pesar de que tenían siempre presente la jerarquía entre las comunidades religiosas en las que vivían y las asimetrías de poder que generaban. La inteligibilidad y conveniencia mutuas estimularon el desarrollo de “círculos transversales.” Esto podía apreciarse cuando los miembros de las diversas comunidades religiosas exhibían solidaridad social, colaboración económica o se unían para formar élites interconfesionales, ya fueran políticas, militares, administrativas o intelectuales, y constituyó una de las características del período taifa de al-Andalus.

Sin embargo, no todos los modos de identidad son iguales. Las sociedades son sistemas complejos, caracterizados por una multiplicidad de vectores de identidad. Los sistemas complejos pueden pensarse en tres niveles: macro, meso y micro, cada uno de los cuales entra a su vez en relación con el tamaño y las características de las comunidades imaginadas o concretas a las que corresponde. En esta época, la identidad de nivel macro o “ecuménica” correspondía a la identidad religiosa formal y dogmática. Sólo se podía ser cristiano, musulmán o judío. Cuando uno se pensaba a sí mismo o se expresaba en esos términos, acarreaba consigo una oposición u hostilidad hacia los miembros de las religiones rivales. Sin embargo, sólo en algunas situaciones específicas la gente se definía a sí misma y a los demás de este modo. Mayoritariamente, las personas interactuaban unas con otras en los niveles de identidad meso y micro. El modo de identidad de nivel meso o “corporativo” correspondía a la pertenencia a comunidades concretas, ya fuera organizadas o informales, como, por ejemplo, los súbditos del reino, los profesionales del comercio o la profesión, los habitantes de una ciudad o los súbditos de un señor. Algunos de esos grupos se limitaban a los miembros de una sola comunidad religiosa, pero muchos incluían a miembros de comunidades rivales. En esos casos, la identidad religiosa se relegaba a una importancia secundaria o se ignoraba por completo. Esto tiene una importancia crucial porque fueron las organizaciones y las instituciones, las “empresas” (como las llaman los economistas, firms en inglés) las que impulsaron el cambio histórico, motivadas en gran medida por preocupaciones pragmáticas y un análisis de tipo coste-beneficio. El nivel micro representa el modo de identidad “local” o “individual,” en el que los individuos interactuaban de manera inmediata, no estructurada o intuitiva con otros individuos, como cuando conversaban con los transeúntes, se mezclaban en el mercado o admiraban el físico de otra persona. Tampoco en este caso era probable que la identidad religiosa figurara como el factor determinante en las interacciones entre diferentes grupos religiosos.

En otras palabras, es probable que en determinados contextos los individuos imaginaran el mundo definido por tres comunidades religiosas antagónicas, como cuando se veían a sí mismos ante todo como fieles, o en el contexto de comunidades organizadas que se limitaban a su propia afiliación religiosa. Pero esto representaba una proporción relativamente pequeña de los encuentros que la mayoría de las personas tenían a diario. La mayoría de las actividades tenían lugar en el micro nivel o en contextos de meso nivel que, al menos en principio, no eran religiosamente excluyentes. Debido a la inteligibilidad mutua y a la conveniencia, había muchos contextos en los que se podía considerar a miembros de otros grupos religiosos en términos de solidaridad o indiferencia, y se podía interactuar social, económica y políticamente con los “infieles” sin problemas.

Sin duda, aquellos que se sentían fuertemente involucrados en su identidad religiosa formal (como los miembros del clero, los rabinos o los ulemas) podían tener la tendencia a ver casi todas las interacciones en macro-términos, pero estos individuos eran la excepción. De igual modo, cuando un grupo formado por individuos que se identificaban con una única comunidad religiosa (por ejemplo, los cristianos) competía con un grupo de miembros de una comunidad diferente (por ejemplo, los musulmanes), podían articular su oposición en términos de diferencia religiosa, aunque esta no fuera la causa de su conflicto. Así, cuando los nobles cristianos luchaban contra sus homólogos musulmanes podían inclinarse a pensar que se trataba de una guerra religiosa, aunque fuera simplemente un conflicto por el territorio o los recursos. Por otra parte, cuando luchaban codo con codo, su vocación común les proporcionaba un marco de solidaridad que superaba sus diferencias religiosas. En suma, el conflicto religioso en esta época no era ni omnipresente ni inevitable, y a menudo, aunque se enmarcara como conflicto religioso, era de hecho mundano.

El paradigma y la paradoja

En el periodo taifa, la mayor parte de las interacciones, ya fueran entre correligionarios o con miembros de otros grupos, fueron de naturaleza pragmática o intuitiva más que ideológica. Cada individuo no sólo incorporaba una serie de identidades, sino que muchas de ellas eran inconsistentes o estaban en desacuerdo entre sí. Así es la naturaleza humana. De hecho, en la “escala de identidad” esbozada anteriormente, se puede observar una correspondencia con los elementos de la estructura de la mente de Freud: superego, ego e id. Al tener en cuenta los tres elementos del “Principio de conveniencia”: la inteligibilidad mutua, la conveniencia y la escala de identidad, desaparecen las aparentes paradojas existentes en las relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos. Figuras como El Cid, el paladín cristiano que luchó para reyes musulmanes; Samuel ibn Naghrilla, el rabino que celebraba fiestas regadas en vino con musulmanes y que escribía odas a jóvenes hermosos; al-Mu’tamid, el rey poeta que empleaba a un astrólogo judío; y Alfonso IV, el proto-cruzado y protector de los mudéjares, se revelan bajo esta perspectiva como personalidades históricamente inteligibles, complejas y realistas.
La aplicación de este paradigma no sólo a esta época, sino a toda la Edad Media ibérica y mediterránea, permite analizar los procesos históricos sin recurrir a categorías problemáticas, nebulosas y casi sin sentido, como convivencia, reconquista, tolerancia, yihad y cruzada. Por otra parte, ¿podemos afirmar que cada encuentro o evento encaja necesariamente en este modelo de conveniencia? No, pero lo aquí propuesto no es un mecanismo determinista, sino un medio para discernir de manera sistemática pautas y principios más amplios que conformaron la historia de este período. Dado que nuestra comprensión de la Edad Media se ha transformado en los últimos veinte años, debemos idear nuevos modelos y conceptos para analizarla y un nuevo vocabulario para describirla. Debemos dar un giro copernicano en el que desafiemos lo que durante mucho tiempo se han considerado verdades a priori y categorías inamovibles basadas en la observación empírica. La identidad religiosa no está en el centro de esta nueva manera de entender la historia, de la misma manera que el planeta tierra no está en el centro del universo, aunque pueda parecerlo cuando se analiza la cuestión de manera superficial.

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