EL ESPAÑOL HABLADO EN ANDALUCÍA
Tartesos, Bética, Al-Andalus, Andalucía
Un
primer consenso es unánime, al menos entre los lingüistas. Poco o nada tienen
que hacer en la historia del andaluz las lenguas que se hablaron en el Sur de
la Península, desde los tiempos prehistóricos, antes de que las tropas de
Fernando III de Castilla y León emprendieran, en la década de 1220, la
conquista del valle del Guadalquivir. Ni tartesios ni romanos, ni siquiera
árabes o cristianos mozárabes, son padres o abuelos del habla andaluza. Los
primeros porque se diluyeron en la Historia y sus herederos, desde el s. I a.
C., solo hablaban latín. Los romanos, porque el cultísimo latín de Corduba o de
Hispalis, convertido en el romance de hispanogodos e hispanorromanos, de
cristianos mozárabes y de muladíes de Al-Andalus, también acabó perdiéndose en
la Historia (hay consenso entre los especialistas sobre los finales del s. XII
o el principio del XIII como época definitiva de extinción del romance
andalusí). El latín de las grandes ciudades de la Bética no es, pues, el
antecesor directo del habla de Sevilla, Cádiz o Córdoba.
Pero, ¿cómo pudo perderse ese idioma romance, si tanta gente lo hablaba que los
historiadores hoy están de acuerdo en que Al-Andalus fue durante mucho tiempo
una sociedad bilingüe, árabe y románica? ¿No pudo pervivir hasta fundirse con
el castellano de los guerreros de Castilla y León? Es una vieja idea, que
aparece y desaparece como el Guadiana, y que no es exclusiva de Andalucía: esa
fusión entre romance de Al-Andalus y lengua de reconquistadores es la que
generó el castellano de Toledo en el siglo XI, el aragonés de Zaragoza y el
portugués de Lisboa en el s. XII, y la que, para algunos fanáticos, sostiene la
irreal lengua valenciana, anterior y distinta al catalán de aquel territorio.
Pero en nuestra región no tiene verosimilitud. ¿Quién hablaba todavía romance en
el valle del Guadalquivir a principios del XIII? Nadie: su base humana había
desaparecido en los dos siglos anteriores, la cristiana porque había sido
diezmada hasta el final por almorávides y almohades; la musulmana muladí,
porque en su afán de parecer buenos creyentes ante los fanáticos africanos
había precipitado el proceso de arabización (que, por cierto, venía de muy
atrás, y que había alcanzado también a los cristianos). El romance de
Al-Andalus solo logró, antes de morir por abandono, insertar algunas palabras
en árabe, que después este devolvió: marisma, almatriche,
cauchil. Nada muy distinto de lo ocurrido en el castellano general,
salpicado también de voces de este origen, desde gazpacho hasta corcho. Por lo demás, su fonética era muy
distinta a la andaluza de hoy: si acaso, solo la confusión del arcarde y la palte podría
vinculárseles; pero es cambio tan extendido en la Península, que no parece
tener mucho sentido seguir por ese camino.
Pero ¿y los árabes? ¿Cómo no va a estar el árabe en el habla andaluza, en sus
sonidos aspirados y guturales, en tantas de sus palabras...? ¿No es acaso
creíble que los mudéjares y moriscos andaluces, obligados por la fuerza de las
circunstancias, o por la mera fuerza bruta, a abandonar su vieja lengua la
infiltraran en el castellano que aprendieron hasta hacerlo distinto de cómo
había llegado a la región? Castellano domeñado por la dulzura arábiga, al igual
que el ser humano andaluz continuaría esa mezcla de hispanos y de bereberes, de
árabes y judíos, solo cubiertos por un superficial barniz castellano-leonés y
cristiano... Imagen tópica, puesta en marcha por el romanticismo de ingleses y
franceses a principios del XIX, y que hoy, bendecida por la corrección política
y el prestigio bienpensante de la idea de mestizaje cultural, se ha reforzado
hasta formar parte del imaginario colectivo. Pero no por ello deja de ser una
imagen radicalmente falsa.
Para empezar, no es Andalucía la región más árabe de España; y, por supuesto, Al-Andalus y Andalucía solo
son realidades parecidas por el nombre; en todo lo demás, se refieren a
entidades completamente distintas: Al-Andalus siempre
nombró el territorio hispano en manos musulmanas, por lo que su extensión
cambió al ritmo de conquistas y poblamientos (andalusíes fueron Tudela,
Zaragoza, Tortosa, Denia, Toledo…); la Andalucía histórica que
conocemos nació, como nueva realidad, a partir de las conquistas castellanas
del s. XIII sobre el valle del Guadalquivir. Si nos atenemos a la duración de
su permanencia, no más de quinientos años estuvieron esos árabes (nombre en el
que englobamos a gentes de muy variado origen, unificados solo por la religión
que practicaban y la lengua común en la que se entendían; muchos, por cierto,
de raigambre hispana, "pura" o mezclada con los llegados del norte de
África o de Oriente) en la Andalucía desde Jaén a Cádiz. Tres siglos más
vivieron en Valencia, Murcia o Teruel. Y si nos atenemos al habla, nadie ha
demostrado que el habla andaluza tenga más arabismos que la de Murcia o Toledo.
Y, desde luego, tiene menos que el portugués de Lisboa o del Algarve. Porque en
la conservación de arabismos, no puede decirse que Andalucía tenga una
situación especial; el arabismo caracteriza a todo el ámbito hispanorrománico
en su conjunto (como distingue igualmente al siciliano en Italia). Pero solo en
el terreno léxico: en otros aspectos de la lengua, no hay manera de vincular la
pronunciación andaluza a la del árabe, ni siquiera a la del árabe vulgar de
Al-Andalus; mucho menos hay vínculo gramatical. Se han hecho, sí, intentos,
algunos recientes. Pero ninguno de los rasgos que distinguen la(s) manera(s) de
hablar hoy en Andalucía tiene al árabe, no ya como fuente básica, sino ni
siquiera como humilde apoyo para su origen y desarrollo.
No hay que olvidar, además, que la modalidad lingüística andaluza debió de
nacer en el valle del Guadalquivir, entre Sevilla y la costa atlántica. Y en
ese territorio, el contingente humano árabe y musulmán que se mantuvo tras las
conquistas de Fernando III fue expulsado en su mayor parte en la década de
1260. Incumplimientos de pactos, insidias del rey de Granada... muchas fueron
las razones que hubo tras la rebelión de los mudéjares andaluces, sofocada por
las tropas de Alfonso X y que acabó en un rotundo fracaso. Los gobernantes
castellano-leoneses no quisieron una quinta columna de ese calibre tan cerca de
la más peligrosa frontera de su reino. Y la despoblación fue la consecuencia.
Mucho tardó Andalucía en verse poblada, y muchas vicisitudes sufrió en ese
proceso: pero lo que sí es claro es que, desde 1265, la minoría árabe en el
valle del Guadalquivir fue un grupo humano muy pequeño, concentrado en pocas
poblaciones y de escasa relevancia en la vida de la región. Quedaba Granada, sí,
pero Granada se incorporó en el XVI a una Andalucía ya hecha, y a una forma de
hablar ya puesta en marcha.
Ni bases lingüísticas ni continuidad humana. Andalucía se formó como una nueva
entidad humana, económica y social antes que política, imaginaria antes que
real, después de la conquista de Fernando III. Antes, no hay Andalucía: estaban
la Bética o Al-Andalus, pero ninguna era ni siquiera prefiguración de la
novísima Castilla. Del mismo modo, su forma de hablar se fue modelando a partir
de la nueva lengua asentada en la región, el castellano de los guerreros del
Norte, pero también de Toledo y de Extremadura, por obra precisamente de esos
nuevos pobladores. Solución de continuidad o borrón y cuenta nueva: Andalucía y
el andaluz nacen, o en el siglo XIII, o a partir de él. Y lo hacen como una
prolongación de Castilla, como una Castilla, por cierto, mucho más homogénea en
lo humano, en la población y en lo lingüístico que la de Toledo o Ávila. Todo
lo demás no son sino especulaciones, ingenuas o interesadas, manipuladoras o
angelicales, líricas o pretendidamente rompedoras,pero en cualquier caso
carentes de toda base histórica y lingüística.
Extraido de: Rafael Cano Aguilar,
"La historia del andaluz", en Actas de las Jornadas sobre "El
habla andaluza. Historia, normas, usos", Ayuntamiento de Estepa, 2001,
33-57
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