.
LA BATALLA DE GUADALETE Y LA PÉRDIDA DE ESPAÑA
Durante el mes de mayo
del año 711 un ejército procedente del norte de África desembarcó en el Peñón de
Gibraltar (Ŷabal Tariq) y ocupó la bahía de Algeciras. Dos meses después, este
ejército infligió una tremenda derrota al comandado por el rey visigodo
Rodrigo, a resultas de la cual se
inició la presencia y el dominio musulmán en la Península que habría de prolongarse más de siete siglos.
Aunque no sabemos con
certeza si el rey
Rodrigo murió en la batalla de Guadalete, esta ilustración le
muestra combatiendo desesperadamente, a pie, ya que su caballo ha caído bajo
las flechas enemigas. Su túnica y paludamentum –ceñido
con una fíbula chapada en oro– púrpuras habían sido adoptados por los monarcas
visigodos a imagen de la corte bizantina. Su yelmo sería una evolución
del spangenhelm, construido mediante la unión de varias
piezas de hierro o bronce –normalmente seis–, y se protege además con una cota
de malla. Acaba de dar muerte a un oficial árabe, un soldado profesional –muqatila–
que figuraría al frente de la tropa invasora, formada mayoritariamente por
levas de bereberes norteafricanos. El equipo del oficial está muy influido por
la panoplia sasánida, como su maza, su armadura de láminas y su yelmo de
hierro, similar a uno conservado en el Museo Británico de finales del siglo
VII. La cenefa con decoración floral de su túnica está basada en fragmentos
textiles de los siglos VII-VIII encontrados en Egipto. Solo los oficiales
podrían costearse un equipo tan completo y, en cambio, la tropa bereber,
incorporada al ejército árabe en condición de clientes o “esclavos” –mawali–, combatiría con azagayas o arcos. Aquí los
vemos rodeando a la guardia del rey Rodrigo –spatarii– que, dado
su estatus, van mejor armados que el común de la tropa visigoda, con cotas de
malla y yelmos. Cabalgan aún sin estribos –que probablemente aparecen en la
Península por influencia musulmana– y combaten con lanzas, para esgrimir la
espada como arma secundaría. Es probable que la infantería goda siguiera empleando
la francisca, el hacha arrojadiza, como la que vemos clavada en el pecho de un
bereber. © Ángel García Pinto
Los cristianos que vivieron en la Península esos
siglos fueron muy conscientes de la importancia del suceso y terminaron por
englobar todo lo ocurrido, sus explicaciones y algunas cosas que fueron
imaginando en lo que se denominó “la
pérdida de España”. Para generar una explicación, los eclesiásticos
acudieron al ejemplo proporcionado por el reino de David, Salomón y sus
descendientes. Dentro de esta comprensión, se insistía en el castigo divino frente al comportamiento
de los últimos monarcas visigodos: se trataba de señalar cómo Dios puede
castigar a los reinos cuyos monarcas pecan, como ya ocurriera en el bíblico
Israel. En las crónicas astures –redactadas en tierras norteñas a fines del
siglo IX– se subrayaba el pecado de lujuria de Witiza y su continuidad con el
rey Rodrigo. En un momento impreciso, aunque relativamente temprano, la leyenda
incorporó elementos de gran atractivo, sobre todo dentro de una percepción
aristocrática de las relaciones intranobiliarias y, específicamente, de las de
estos colectivos con el rey. Se construyó un motivo sobre el honor familiar
herido por la violencia ejercida por el monarca sobre la hija de un aristócrata
–Florinda o La Cava– quien, liberado así de su fidelidad, quedaría legitimado
para vengarse del rey e introducir a los musulmanes y destruir el reino. Este
suceso se ligaba no a la persona de Witiza, sino a la de Rodrigo, pues era
entonces cuando se había producido la invasión, de modo que sería su pecado el
que causaría el castigo. Obviamente, todas estas elaboraciones trataban de
encontrar una razón para un hecho
que les parecía incomprensible: la rápida destrucción de un reino
cristiano a manos de gentes de otra religión, victoria a la que se añadía un
componente dramático, pues noticias sobre una traición figuraban ya en las
fuentes más cercanas a los acontecimientos.
La expansión musulmana
Todo el conjunto de acontecimientos gira en torno a un
fenómeno decisivo. La expansión musulmana se había iniciado en vida
del profeta Muhammad, pero fue la victoria
del río Yarmuk en 636 la que provocó
que viejas provincias romanas como Siria o Palestina cayeran, más o menos
inmediatamente, en manos musulmanas. Más demoledora resultó la derrota de Qadisiya en 637, en la
orilla derecha del Éufrates, pues por la misma el grueso del Imperio de los
persas pasó a dominio de los conquistadores
musulmanes. Esta dinámica
expansiva continuó por el norte de África y desencadenó alteraciones decisivas
en esta ribera del Mediterráneo. En el área magrebí, los árabes iniciaron sus
campañas alejados de la costa, fundando Qayrawan en el 673 y llegando a ocupar
definitivamente Cartago en el 698. Durante esas décadas estuvieron combatiendo
a las poblaciones autóctonas y, en el área litoral, a los
restos del Imperio de Constantinopla. Además, en ese contexto cabe pensar en algún conflicto en el Estrecho que
afectara al reino visigodo y que dejaría el recuerdo de algún enfrentamiento
naval en época de Wamba.
Hacia el año 710 los árabes, dirigidos por Musa ibn Nusayr, se apoderaron de
Septem (Ceuta), una ciudad bajo control del Imperio, gobernada por un personaje
llamado Julián, que cobraría gran protagonismo en la conquista y la leyenda
posterior. El puerto y los barcos del litoral africano permitirán una operación
militar en la Península. Se trataba de una operación de gran envergadura, en
tanto que los contingentes que cruzan el Estrecho son considerables, pero no
fundamental, en cuanto que Musa se queda en África y delega el mando en un
subordinado suyo llamado Tariq
ibn Ziyad.
La monarquía visigoda
Mientras tanto, en el año 710 había muerto el
rey Witiza, asociado al trono por su
padre Égica y luego único monarca desde 702. Es verosímil que esta familia
tuviera algún proyecto sucesorio, pero un aristócrata vinculado a
Córdoba, Rodrigo, se hizo con el poder
empleando alguna medida de fuerza. Por eso, una de las crónicas más
interesantes para nosotros, la llamada Crónica anónima del
754, describe los sucesos transmitiendo elementos de consenso aristocrático –de
legitimidad por tanto– y, al tiempo, otros que implican alguna acción más
agresiva, sin entrar en mayores precisiones.
La monarquía
visigótica no se había
consolidado en ninguna familia, es decir, no
era decididamente hereditaria y una serie de fuerzas actuaban en
cada transmisión de poder. Un nuevo monarca podía acceder en virtud de diversos
procedimientos, como ser asociado al trono por su antecesor (su padre),
heredarlo sin pasar por la asociación o ser elegido por la aristocracia
presente tras la muerte del antecesor. También, desde luego, cabía emplear
acciones violentas y, si eran exitosas, conseguirlo. Entre los últimos reyes
visigodos encontramos estas posibilidades: Wamba fue elegido por el consenso de los aristócratas presentes
en la campaña militar del 672, una vez muerto el rey Recesvinto; Ervigio parece
haber llegado al poder en 680 como producto de un golpe palatino; Égica en 687
alcanzó el suyo como resultado de unos acuerdos con la familia de su antecesor
Ervigio, con cuya hija se casó materializando esos pactos; y Witiza, como ya
hemos señalado, fue asociado por su padre. En buena medida, cada cambio
generacional implicaba una cierta crisis, en la que las familias aristocráticas
y sus redes clientelares esperaban mejorar posiciones y ver debilitados a los
rivales. Se trataba de tensiones que, por una parte, implicaban competir por
alcanzar la monarquía y los recursos ligados a ella y, además, impedir que esa
fuente de poder quedara en manos de otros.
La batalla de Guadalete
A lo largo de la primavera del 711, los barcos
norteafricanos cruzaron el Estrecho transportando
a la Península un creciente ejército. En esta operación participó el poder
ceutí que, obviamente, no debía fidelidad alguna a Rodrigo. Serán leyendas
tardías árabes las que desarrollen el papel de este Julián, quien vería
recompensada su actuación al quedar como gobernador de ambos lados del
Estrecho. Ya en la Península, ninguna autoridad territorial parece haber
reaccionado, quizá por no estar muy seguros del éxito y esperaron la llegada
del ejército regio. Alguna fuente señala que el rey Rodrigo había salido en campaña desde
Toledo hacia el norte peninsular. No estamos seguros de que fuera así, pues es
sólo un testimonio árabe tardío el que lo menciona, pero no sería extraño, sino
todo lo contrario, que en el primer año de su reinado organizara alguna
expedición cómoda para aumentar su prestigio. En cualquier caso, enterado de la
situación que se estaba produciendo, el monarca dirigió sus tropas hacia el
lugar de desembarco.
Hemos tenido una percepción muy negativa de la
situación del reino en este período. Sin embargo, que este reino fuera capaz de
convocar un ejército numeroso y aprovisionarlo en su marcha hacia el sur pone
de relieve una notable capacidad organizativa y un
cierto nivel de funcionamiento. El ejército se desplazaría siguiendo la vía
romana que llevaba de Toledo a Córdoba, donde Rodrigo podía contar quizá con
más tropas y con más vituallas. No sabemos cuántos lo formaban, ya que las
fuentes árabes tienden a proporcionar números elevadísimos para así destacar su
éxito. Teniendo en cuenta los efectivos de que disponía Wamba en el 673 en una
campaña a priori no muy diferente, tiendo a pensar en números entre los 12 000
y los 14 000 hombres.
Desde Córdoba parece haberse dirigido a Écija, para
desde allí recorrer la vía que se dirigía a Carteya (San Roque). Era una opción
razonable, teniendo en cuenta que más retraso supondría posibles nuevos
desembarcos y un incremento en el ejército enemigo. Las fuentes árabes son las
únicas que proporcionan con alguna precisión el lugar de la batalla, aunque no
conseguimos eliminar todas nuestras dudas. Esta tuvo lugar –probablemente en
julio– en el Wadi Lakka, es decir, en el río del
lago, lo que suele hacerse corresponder con el río
Barbate o, preferiblemente, el Guadalete.
El asunto es relevante en cuanto que puede reafirmar la vía recorrida por
Rodrigo. La crónica cristiana –la Crónica anónima del 754– sitúa la batalla en los
“promontorios transductinos”, por tanto en la sierra al noreste de Algeciras
(el entorno de Grazalema),
todo lo cual avala el recorrido desde Écija hacia el mar sin pasar por Sevilla.
¿Traición?
Todas las fuentes coinciden en señalar que en el
encuentro se produjo una traición.
La tradición árabe y las crónicas cristianas menos antiguas insisten en el
protagonismo de la familia de Witiza,
a cuyos hijos el rey Rodrigo habría dado el mando de las alas de su ejército.
Estos descendientes de Witiza, en connivencia con los musulmanes, abandonarían
el campo de batalla, romperían el orden del ejército visigodo y provocarían la
debacle.
Sin embargo, esta presentación es poco creíble y no sólo
porque los hijos de Witiza no tuvieran edad para dirigir tropas. Hay más
argumentos. Primero porque ningún jefe militar daría el mando de las alas del
ejército a personas de dudosa fidelidad. Sólo unos pocos meses antes los
vitizanos habían sido desalojados del poder y es inverosímil que se les
encargara esa responsabilidad, siendo posible, además, que estuvieran ausentes
de la convocatoria militar. Por otra parte, abandonar el campo de batalla es
una operación que generaba gran inseguridad. El desorden generado provocaría,
antes o después, una desbandada en la que nadie estaría seguro de permanecer a
salvo. Dicho de otra manera, era un riesgo
elevadísimo para una acción que se supone planeada con
detenimiento.
Quizá la fuente cristiana más antigua pueda ofrecer
alguna luz. A partir de ella podríamos reconstruir lo sucedido. Un ejército
visigodo numeroso sabía de la presencia de esta fuerza, básicamente de
bereberes, que estaría formada por unos diez mil hombres o algo más. En buena
medida, las cifras proporcionadas por las fuentes árabes nos llevan a unos doce
mil, aunque pudieran estar algo infladas. La táctica de la época recomendaba
que un ejército sólo debía aceptar batalla campal cuando estuviera seguro de la
victoria. Obviamente, en caso de duda, Rodrigo podría haber buscado refugio en
las amuralladas ciudades y esperar más refuerzos. Si el rey visigodo no lo hizo
y asumió el desafío es porque consideró
la victoria más que probable. Quizá no sólo por el menor número de
enemigos, sino también porque estos apenas
tenían monturas. El ejército visigodo tenía un notable número de
caballos, lo que multiplicaba sus posibilidades de éxito frente a quienes, como
insisten las fuentes, apenas tenían. Solo tras la victoria dispusieron de esos
caballos para continuar y reforzar su operación de conquista.
Es entonces cuando, en los inicios de la batalla,
parte del ejército visigodo abandonó el campo. Es más verosímil que esta
conjura se produjera poco antes del encuentro, sin tiempo a generar dudas o a
que Rodrigo advirtiera lo que iba a suceder. La decisión fue de gran riesgo y
la Crónica del 754 nos dice que el ejército visigodo
fue aniquilado, incluyendo en esta gran mortandad a los traidores. Es, sin
duda, una exageración, pero apunta a un muy elevado número de bajas. Si hubiera
estado orquestado todo el proceso, tales resultados no se habrían producido:
los traidores habrían podido establecer mecanismos de escape con el
consentimiento de Tariq.
Corona votiva de Recesvinto (649-672),
Museo Arqueológico Nacional, Madrid. Los monarcas visigodos, a semejanza de los
emperadores bizantinos, ofrecieron cruces y coronas a algunas iglesias. Esta,
junto a otro conjunto de coronas y joyas, fue escondida en lo que ahora es el
pueblo de Guarrazar, en las cercanías de Toledo, probablemente coincidiendo con
la invasión musulmana. En el cronista Ibn Idarí, del siglo XIII, encontramos
eco de esto, que se enlaza con las leyendas sobre el fin de la Hispania
visigoda: “Y abrió (Ruderiq) la casa donde se guardaba el arca, en que se
escribía el nombre del Rey que moría y se había colocado la corona de cuantos
subieron al trono…Y cuentan que edificó en particular para sí otra casa
semejante a aquella, resplandeciente de oro y plata, novedad que no placía a
las gentes; y como pretendiera abrir la antigua y asimismo el arca…, cuando las
abrió encontró en la casa la corona de los Reyes y figuras de árabes,
blandiendo sus arcos y con turbantes en la cabeza, y en el fondo del arca
escrito: Cuando se abriere esta arca y se sacaren las figuras, entrará
Al-Andalus un pueblo con… turbantes en la cabeza […] Y cuando fue Táriq a
Tolaitola, halló en ella la mesa de Suleimán con figuras de árabes y bereberes
a caballo.” (Historias de Al-Andalus por Aben-Adhari de Marruecos, traducción
de D. Francisco Fernández González, 1860). © Wikimedia Commons
Los
motivos de la traición tienen más que ver con los recelos que
a diversos grupos aristocráticos les produciría el nuevo rey, un monarca que
habría de tener sus opositores, pues ya hemos visto lo problemático de su llegada
al poder. Durante los primeros años de gobierno del monarca
diferentes grupos aristocráticos podían tener interés en desprestigiar o
incluso dejar caer a determinada figura regia en provecho de otras
posibilidades y, sobre todo, del aumento de la cuota de poder de los miembros
de los colectivos afines.
Quizá
los vitizanos no tuvieron el enorme protagonismo en la derrota que les
atribuyeron noticias posteriores. Mas, tras la batalla de Guadalete, se inició
un proceso de descomposición
del reino de Toledo. Alguna noticia se refiere, no solo a
enfrentamientos contra los árabes, sino también al “intestino furor”, es decir,
a la guerra civil que
afectó al reino y que debilitó, aún más, cualquier posibilidad de repuesta. En
este enfrentamiento unos colectivos ya existentes, prestigiosos y ricos como
los vitizanos, se convertirían en los aventajados de la nueva situación.
Rápidos acuerdos con
los musulmanes salvaguardaron su poder económico y social, permitiendo a los
descendientes de la familia seguir ostentando posiciones principales. Vistos
tras alguna generación, transformados en los grandes favorecidos, al menos
relativamente, por la conquista, se tendió a adjudicarles la responsabilidad de
la invasión, lo que las fuentes más cercanas a los hechos no habían hecho.
También
conservamos testimonios de la pervivencia de poderes visigodos con título regio
en el cuadrante nororiental del reino, pero estos se desvanecerían con el
impulso conquistador. El ejército musulmán, tras vencer nuevamente a los
visigodos en Écija, se dirigiría a Toledo,
que, al parecer, capituló. Mientras tanto, reclamado por el éxito de su
subordinado, en el 712 desembarcaba Musa con un importante contingente. Hacia
el 714 entraban en Zaragoza y
en el 719 un nuevo gobernador, al-Samh, se apoderaba de Narbona, la
capital de la provincia gótica más allá de los Pirineos. No tenemos referencia
de ningún otro gran combate en campo abierto y nuestras evidencias apuntan a
conquistas al asalto de alguna ciudad y, sobre todo, a capitulaciones tras el
establecimiento de pactos.
Militarmente,
la victoria tuvo mucho que ver con la rapidez de las operaciones llevadas a cabo
por los conquistadores. La puesta en duda del poder regio visigodo en el momento
del combate decisivo fue la causa directa de la derrota del Guadalete. Mas
estas actuaciones remitían a un modo de entender ese poder dentro de una
sociedad en la que poderosas familias aristocráticas competían denodadamente
por alcanzar mayores cotas de poder y riqueza.
Bibliografía
·
Chalmeta, P.
(2003): Invasión e islamización. La sumisión de Hispania y la formación de
al-Andalus, Jaén, Universidad.
·
Isla, A. (2010): Ejército, sociedad y política en la Península Ibérica entre los
siglos VII y XI, Madrid, CSIC – Ministerio de Defensa.
·
Manzano, E.
(2006): Conquistadores, emires y califas. Los Omeyas y la formación del
al-Andalus, Barcelona, Crítica.
·
Sánchez Albornoz, C.
(1973): Orígenes de la nación española, Oviedo, Instituto de
Estudios Asturianos, vol I.
No hay comentarios:
Publicar un comentario