jueves, 18 de julio de 2024

AL-HAKAM I

 

AL-HAKAM I


Al-Ḥakam IAbū l-‘Asī, al-Ḥakam b. Hišām b. ‘Abd al-Raḥmān, al-Rabaḍī (el del Arrabal). Córdoba, 771 – Córdoba, 22.V.822. Tercer emir omeya de Córdoba (independiente).

Nacido en el alcázar de Córdoba durante el reinado de su abuelo, el fundador de la dinastía omeya de al-Andalus ‘Abd al-Raḥmān I, las fuentes lo describen como hombre de elevada estatura y complexión delgada, nariz recta y tez morena. Su madre Zujruf era una esclava regalada por Carlomagno a ‘Abd al-Raḥmān I cuando acordaron un pacto, aunque, de acuerdo con la cronología y de ser cierta la noticia, el presente debió de ser realizado con motivo de la subida al trono del futuro emperador (768) o inmediatamente después, ya que el nacimiento de al-Ḥakam se produjo en el 771.

En su juventud al-Ḥakam había desempeñado el gobierno de Toledo, ciudad en la que nació su hijo y sucesor ‘Abd al-Raḥmān a finales del año 792. Su padre, Hišām I, lo designó para ocupar el trono a su muerte, prefiriéndolo a su hermano mayor ‘Abd al-Malik, a quien había encarcelado por motivos que desconocemos y que falleció en prisión en época de su hermano al-Ḥakam.

Tras el fallecimiento de Hišām, al-Ḥakam fue proclamado emir el 29 de abril del 796. Heredaba un reino aparentemente pacificado, dado que su padre había sabido acabar con las revueltas internas, resolver los problemas sucesorios y castigar a los cristianos del norte, tanto asturianos como francos. Al-Ḥakam intentó continuar la política de su padre y, de hecho, pocas semanas después de su subida al trono, partía la habitual campaña estival contra territorio cristiano al mando del general ‘Abd al-Karīm b. Mugīt, en el transcurso de la cual conquistó Calahorra y alcanzó el Mar Cantábrico, obteniendo en ella un rico botín.

Pero en muy poco tiempo la situación iba a dar un giro radical: la cuestión sucesoria resurgía de nuevo y sus tíos Sulaymān y ‘Abd Allāh, que ya habían disputado el trono a su padre Hišām, regresaban a al-Andalus desde su exilio norteafricano. El primero en retornar fue ‘Abd Allāh, que se estableció con toda su familia en Valencia en el 797, donde consiguió el apoyo de los bereberes de la zona y desde donde se encaminó hacia la Marca Superior en un intento de atraerse a los sediciosos que campaban por la región. Tras diversas vicisitudes —‘Abd Allāh llegó a presentarse ante Carlomagno en Aquisgrán—, regresó con fuerzas suficientes para intentar derrocar al emir. Entre tanto Sulaymān, que había quedado en la costa norteafricana esperando noticias de su hermano, había cruzado el Estrecho en el año 798 y, una vez reunidos, se dirigen con sus tropas hacia Córdoba. Al-Ḥakam sale a su encuentro y derrota a Sulaymān —‘Abd Allāh sospechosamente se había rezagado y no participó en las batallas— en una serie de combates que tienen lugar entre noviembre del 798 y junio del 800 en la región de Écija. El último de esos encuentros significó la derrota definitiva de Sulaymān, que tuvo que huir hacia Mérida, donde esperaba hallar refugio entre la población beréber. Al-Ḥakam envió en su persecución a un destacamento de su ejército, pero no fueron los soldados omeyas quienes lo capturaron, sino los bereberes del caudillo de Mérida, Ibn Wansūs, que se lo entregaron a los hombres del emir. Sulaymān fue decapitado allí mismo y su cabeza, enviada a Córdoba. ‘Abd Allāh buscó entonces refugio en la Marca Superior donde, apoyado por un grupo de árabes de la familia Banū Salāma, se apoderó de Huesca, pero pronto fue desalojado de allí por otro rebelde, Buhlūl b. Abī l-Haŷŷāŷ. Todos los Banū Salāma murieron en este combate, pero ‘Abd Allāh, una vez más, sobrevivió y regresó a Valencia, donde consiguió en el año 803 el perdón del emir, que le asignó una generosa pensión, aunque en contrapartida le prohibió salir de la región. Dos hijos de ‘Abd Allāh fueron acogidos por el emir en Córdoba y casados con dos de sus hermanas; uno de ellos, ‘Ubayd Allāh, acabaría convirtiéndose en uno de los generales más victoriosos de los ejércitos omeyas, hasta el punto de que llegó a ser conocido como “el de las aceifas”.

Para complicar más aún las cosas, los dos generales más destacados del ejército omeya, los hermanos Ibn Mugīt, se apartaron de la obediencia debida al emir. Habiendo sido nombrado ‘Abd al-Karīm b. Mugīt gobernador de Toledo al regreso de la aceifa del 796, su gestión provocó el alzamiento de los toledanos, que se apoderaron de la ciudadela y enviaron sus quejas al emir. Éste, en un rasgo de debilidad que no volvió a mostrar en el resto de su reinado, dio la razón a los sublevados y destituyó a Ibn Mugīt; con ello consiguió que éste y su hermano se retiraran a la Marca Superior y rompieran sus lazos con él, mientras que, en contrapartida, no logró que los toledanos depusiesen definitivamente su actitud levantisca, como se verá a continuación. Los dos hermanos desnaturalizados estuvieron vagando por la Marca durante unos años, estableciendo efímeras alianzas unas veces y peleando otras con distintos rebeldes, entre ellos el tío del emir, ‘Abd Allāh, hasta que, a comienzos del 802, consiguieron el perdón del emir, regresaron a Córdoba y reanudaron sin resquemores ni resentimientos sus carreras militar y política.

Pero las querellas familiares y los enojos de cortesanos descontentos no fueron ni las únicas ni las más peligrosas amenazas a las que tuvo que hacer frente al-Ḥakam: en el interior las Marcas seguían manifestando una irrefrenable tendencia a ignorar al Estado cordobés, mientras que los reinos cristianos del Norte no cejaban en su propósito de crecer a costa de arrebatar territorios a al-Andalus. Lo cierto es que estos problemas estuvieron vigentes, con mayor o menor virulencia, a lo largo de toda la historia de la dinastía omeya de la Península Ibérica, de forma que el reinado de al-Ḥakam no se hubiera distinguido especialmente de los demás si no hubiera sido por una circunstancia insólita en la historia del al-Andalus omeya: el alzamiento de Córdoba contra su emir, algo que no se había conocido antes ni se produciría después hasta la caída del califato, momento en el que los cordobeses, hastiados por el vertiginoso sucederse de califas inoperantes y por los disturbios que la ciudad padecía a resultas de ello, deciden poner punto final al califato omeya; hasta entonces la identificación entre los omeyas y Córdoba había sido total, pues sin duda la ciudad se beneficiaría enormemente de las ventajas que representaba el ser capital de un estado tributario centralista, mientras que los omeyas encontraron siempre en su capital el apoyo necesario, incluso en los momentos más difíciles, como fue el reinado de ‘Abd Allāh, cuyo dominio efectivo no se extendía mucho más allá de las murallas de Córdoba. Por razones que se nos escapan, la simbiosis omeyas-Córdoba se quebró durante el reinado de al-Ḥakam y puso en gravísimo peligro a la dinastía, como se verá en su momento.

Mientras al-Ḥakam estuvo ocupado con sus tíos Sulaymān y ‘Abd Allāh, evidentemente no pudo dedicar mucha atención al mantenimiento de la guerra contra los reinos norteños. Sin embargo, dentro de sus fronteras encontró tiempo y fuerzas para reprimir con decisión y dureza las aspiraciones secesionistas de ciudades y regiones. La más famosa de estas intervenciones fue el castigo infligido a los toledanos en la “Jornada del Foso”. Los diversos relatos sobre este suceso presentan muchas diferencias, algunas de gran calado como puede ser la fecha en que se produjo la matanza, que unos cronistas sitúan en el año 797 y otros en el 807. Para suscitar aún más dudas sobre la autenticidad de las narraciones, parece demostrado que algunos detalles de las mismas derivan claramente de relatos folclóricos o literarios y que, por tanto, son añadidos espurios a la historia original. Lo más probable es que estas leyendas sobre la Jornada del Foso sean el reflejo de varios enfrentamientos reales entre los habitantes de Toledo y los gobernadores omeyas, el más importante de los cuales acontecería en el año 797 y tendría como protagonista a un personaje que gozó de la confianza del emir a lo largo de todo su reinado, el muladí ‘Amrūs b. Yūsuf, quien fue durante muchos años gobernador de la Marca Superior, donde hizo y deshizo a su antojo, siempre fiel, salvo un breve período de tiempo en el que rompió sus vínculos con Córdoba. Pronto reconquistó el favor del emir, quien, tras instalarlo en Córdoba durante un tiempo prudencial para estar seguro de sus intenciones, lo envió de nuevo a la Marca, donde vivió entre honores los últimos años de su vida.

Narración verídica, patraña total o simple exageración retórica, lo cierto es que la Jornada del Foso, en la que se habría producido una gran matanza entre los notables toledanos, no tuvo la menor influencia en el comportamiento rebelde e indomable de la antigua capital visigoda. Las crónicas reseñan año tras año repetidas rebeliones, asedios por parte de las tropas omeyas, treguas, traiciones, desde el primer momento del reinado de al-Ḥakam hasta el mismo año de su muerte, 822, en el que envió contra Toledo una expedición al mando de su hijo ‘Uṯmān y del general ‘Abd al-Karīm b. Mugīt para expulsar al cabecilla rebelde Muhāŷir b. al-Qatīl. Ni los castigos más terribles ni las maniobras apaciguadores lograron que Toledo olvidase un solo instante su vocación levantisca.

Muy semejante fue el panorama en lo que respecta a las otras dos Marcas. La Superior, que siempre gozó de una considerable autonomía durante el emirato omeya, fue sin embargo la que menos trastornos causó en época de al-Ḥakam, sobre todo porque durante una decena de años estuvo regida por la mano firmísima del muladí ‘Amrūs. Eso no quiere decir que no asistamos en la Marca Superior a la habitual sucesión de conflictos y alianzas entre las distintas familias de caudillos locales, árabes y muladíes —la más conocida, la de los Banū Qasī— que pugnan entre sí, con Córdoba, con Pamplona y con los francos en un continuo y cambiante baile de alianzas.

Menos compleja era la situación en Mérida, capital de la Marca Inferior. En principio los problemas surgen del levantamiento de un beréber, miembro de una de las más importantes familias de la región, Aṣbag b. Wānsūs, a quien antes veíamos capturando a Sulaymān, el tío del emir que le disputaba el trono. Este Ibn Wānsūs, a quien las fuentes nos presentan como indisputable amo y señor de la región, se declaró en rebeldía en el año 806. El emir en persona se dirigió contra él inmediatamente, pero tuvo que regresar de forma precipitada a Córdoba ante las noticias de un nuevo levantamiento popular en la capital. Al año siguiente, libre ya de otros compromisos, el emir pudo regresar a Mérida y, si bien no pudo entrar en ella, su acoso sirvió para que meses más tarde, en el año 808 Ibn Wānsūs se sometiese y reconociese la autoridad del emir, conservando, sin embargo, el mando de la ciudad. Esta situación duró muy poco, pues Ibn Wānsūs murió en ese mismo año, momento el que al-Ḥakam aprovechó para llevarse a Córdoba al hijo del rebelde y establecer allí a un gobernador nombrado directamente desde la capital. Dos años después la ciudad vuelve a la rebeldía, y de nuevo acude el emir en persona a asediarla; las fuentes no mencionan el resultado de esa expedición, lo que inclina a suponer que no consiguió recuperar el dominio de la ciudad. Sin embargo en el año 816 u 817 habitaba en ella un gobernador omeya, que fue asesinado en el transcurso de una sublevación dirigida por Marwān al-Ŷilliqī, padre de un personaje que adquiría gran renombre décadas más tarde: ‘Abd al-Raḥmān al-Ŷilliqī. Una vez más al-Ḥakam reaccionó con presteza y envió un ejército al mando de su hijo y futuro sucesor ‘Abd al-Raḥmān, pero no logró los objetivos pretendidos y la ciudad continuó durante muchos años, hasta bien entrado el reinado siguiente, asentada en la insumisión.

Pero el problema interno que diferencia nítidamente el reinado de al-Ḥakam del de los restantes emires omeyas, que siempre tuvieron que lidiar con las tendencias segregacionistas de las Marcas, fue el surgido en la propia capital del Estado, Córdoba. A lo largo de toda la historia de los omeyas andalusíes la sede del poder fue en todo momento fidelísima a los omeyas, incluso en los instantes más delicados como fue el reinado de ‘Abd Allāh. Al-Ḥakam fue el único soberano omeya que tuvo en su contra a la población cordobesa y no se trató de un estallido aislado e inesperado cuando se produjo el alzamiento del Arrabal: desde los primeros años de su reinado el descontento era palpable y los intentos por sofocarlo fueron crueles y, probablemente, contraproducentes. La secuencia de acontecimientos se inicia en mayo del 805, cuando, descubierta una amplia conjura para derrocarlo y colocar en el trono a otro omeya, ordena crucificar a setenta y dos notables entre los que se hallaban algunos de los más prestigiosos alfaquíes de la ciudad y funcionarios de palacio, como el eunuco Masrūr. A primera vista podría suponerse que era una conspiración palaciega más, pero la numerosa e importante participación de destacadas figuras de la vida cultural y social de la ciudad no permite pensar en una mera disputa dinástica. Si a esto se une que, al año siguiente, una nueva revuelta, ésta de marcado carácter popular, estalla en la ciudad, obligando al emir a abandonar el asedio de Mérida para regresar a marchas forzadas a reprimirla, se comprobará que el descontento entre todas las capas de la sociedad cordobesa era patente. La dura represión de las dos asonadas enfrió los ánimos, pero ni mucho menos puso punto final a la efervescencia: el 24 de marzo del 818, fecha confirmada por la circular que se envió a los gobernadores provinciales para dar cuenta de los acontecimientos y que se nos ha conservado, el pueblo de Córdoba se alzó en armas contra el emir. La revuelta no constituyó ninguna sorpresa para nadie, pues los ánimos estaban cada vez más exaltados, hasta el punto de que la plebe no tenía ya reparos en insultar y mofarse de al-Ḥakam cuando aparecía en público. Por ello la guardia del emir, formada por esclavos extranjeros, se hallaba permanentemente en estado de alerta en sus cuarteles situados a la puerta del alcázar. Al comenzar los disturbios, la muchedumbre se agrupó en el arrabal que se hallaba al otro lado del río Guadalquivir, frente al alcázar, y desde allí lanzaron su ataque. La situación llegó a ser casi desesperada para las fuerzas fieles al emir, pero una maniobra de un destacamento del ejército, que salió por la parte oriental de la medina y, rodeando la ciudad, cayó sobre la retaguardia de los sublevados, provocó la desbandada de éstos. Durante tres días los soldados gozaron de licencia para arrasar el arrabal y dar muerte a sus habitantes; al cuarto día se ordenó detener la matanza, pero se publicó un edicto por el que se conminaba a los supervivientes a abandonar la ciudad. Un grupo de los desterrados se dirigió a Toledo, donde sabían que serían bien acogidos, y otros cruzaron allende el Estrecho para instalarse en la recientemente fundada Fez, creando el barrio que todavía hoy en día es conocido por “Ribera de los andalusíes”. Por esas fechas un grupo de andalusíes exiliados acabarían apoderándose de la isla de Creta, aunque algunas inconsecuencias cronológicas obligan a sospechar que esta partida de cordobeses pudo no ser expulsada a resultas de los hechos del Arrabal, sino en alguna revuelta anterior.

La descripción que hacen las crónicas de la revuelta del Arrabal subraya el carácter popular de la sublevación, pero no se puede olvidar el hecho de que, a resultas de ella, un buen número de los más renombrados alfaquíes de la ciudad tuvieron que huir de las iras del emir, lo que demuestra que los descontentos con la actuación del al-Ḥakam no se hallaban únicamente entre los estratos inferiores de la sociedad.

Se ha repetido con frecuencia, siguiendo una noticia que aparece reproducida en numerosas fuentes árabes, que durante el reinado de al-Ḥakam —algunos lo adelantan al de su padre, Hišām I— se produjo la introducción en al-Andalus de la doctrina malikí, que se convirtió en la escuela jurídica mayoritariamente seguida por los alfaquíes andalusíes. Esta afirmación es cierta en líneas generales —aunque es preciso matizarla mucho—, pero no debe ser entendida en el sentido de que fuera al-Ḥakam I quien decidiera adoptar esa doctrina como la oficial, y ello por dos razones: porque la oficialidad del malikismo no se materializó hasta la época de ‘Abd al-Raḥmān III y porque las relaciones de al-Ḥakam con los introductores de la doctrina malikí no demuestran el menor apoyo por parte del emir, sino más bien lo contrario: entre los perseguidos a resultas de la revuelta del Arrabal se hallaban las dos personalidades más importantes del protomalikismo andalusí, Yaḥyà b. Yaḥyà e ‘Īsà b. Dīnār.

Ante el cúmulo de querellas internas que marcaron el reinado de al-Ḥakam no es de extrañar que la actividad militar contra el enemigo cristiano se resintiera notablemente. El año 801 fue particularmente desastroso para los andalusíes, pues en él los francos se apoderaron de Barcelona y la campaña militar enviada contra el reino de Asturias —la primera después de la que tuvo lugar en el año de su subida al trono— se saldó con una dura derrota en Conchas de Arganzón (Álava). En años siguientes las tropas omeyas realizaron alguna campaña más de escasa relevancia contra los asturianos, 803, 808 y 813 y contra Velasco, señor de Pamplona en el 816, que fue la única en la que se obtuvo una victoria —por lo demás, incompleta— en el río Orón, cerca de Miranda de Ebro. En cuanto a los esfuerzos para detener el avance de los francos en lo que acabaría por ser la Marca Hispánica, se produjeron tres expediciones: la del 808, dirigida por el infante ‘Abd al-Raḥmān, futuro emir, detuvo el avance de Luis de Aquitania (que más tarde sería el emperador Luis el Piadoso o Ludovico Pío), que había conquistado Tarragona y pretendía alcanzar Tortosa; la del 809 volvió a tener los mismos protagonistas, que en esta ocasión se enfrentaron a las puertas de Tortosa, siendo rechazados los francos; finalmente, en el 813, el general ‘Ubayd Allāh, hijo del tío de al-Ḥakam que le disputó el trono, ‘Abd Allāh, se plantó con sus tropas ante Barcelona, donde se entabló con los francos un duro combate del que salió victorioso, pero, aunque las pérdidas de las fuerzas cristianas fueron muy elevadas, la ciudad quedó definitivamente en manos del enemigo.

El 22 de mayo del 822 fallecía al-Ḥakam en el alcázar de Córdoba. Días antes había nombrado heredero a su hijo ‘Abd al-Raḥmān, quien se hizo cargo del gobierno desde ese momento, todavía en vida de su padre. Sus primeras medidas, claramente encaminadas a ganarse el afecto de la población, fueron destruir las tiendas en las que se vendía vino y ajusticiar a la persona a la que todos responsabilizaban del estallido y la posterior represión de la revuelta del Arrabal. Se trataba del comes Rabī‘, un cristiano que había adquirido un poder enorme a la sombra del emir.


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Luis Molina Martínez

 

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