AL-HAKAM I
Al-Ḥakam I: Abū l-‘Asī, al-Ḥakam b. Hišām
b. ‘Abd al-Raḥmān, al-Rabaḍī (el del Arrabal). Córdoba, 771 – Córdoba,
22.V.822. Tercer emir omeya de Córdoba (independiente).
Nacido en el alcázar de Córdoba durante el
reinado de su abuelo, el fundador de la dinastía omeya de al-Andalus ‘Abd
al-Raḥmān I, las fuentes lo describen como hombre de elevada estatura y
complexión delgada, nariz recta y tez morena. Su madre Zujruf era una esclava
regalada por Carlomagno a ‘Abd al-Raḥmān I cuando acordaron un pacto, aunque,
de acuerdo con la cronología y de ser cierta la noticia, el presente debió de
ser realizado con motivo de la subida al trono del futuro emperador (768) o
inmediatamente después, ya que el nacimiento de al-Ḥakam se produjo en el 771.
En su juventud al-Ḥakam había desempeñado el
gobierno de Toledo, ciudad en la que nació su hijo y sucesor ‘Abd al-Raḥmān a
finales del año 792. Su padre, Hišām I, lo designó para ocupar el trono a su
muerte, prefiriéndolo a su hermano mayor ‘Abd al-Malik, a quien había
encarcelado por motivos que desconocemos y que falleció en prisión en época de
su hermano al-Ḥakam.
Tras el fallecimiento de Hišām, al-Ḥakam fue
proclamado emir el 29 de abril del 796. Heredaba un reino aparentemente
pacificado, dado que su padre había sabido acabar con las revueltas internas,
resolver los problemas sucesorios y castigar a los cristianos del norte, tanto
asturianos como francos. Al-Ḥakam intentó continuar la política de su padre y,
de hecho, pocas semanas después de su subida al trono, partía la habitual
campaña estival contra territorio cristiano al mando del general ‘Abd al-Karīm
b. Mugīt, en el transcurso de la cual conquistó Calahorra y alcanzó el Mar
Cantábrico, obteniendo en ella un rico botín.
Pero en muy poco tiempo la situación iba a dar
un giro radical: la cuestión sucesoria resurgía de nuevo y sus tíos Sulaymān y
‘Abd Allāh, que ya habían disputado el trono a su padre Hišām, regresaban a
al-Andalus desde su exilio norteafricano. El primero en retornar fue ‘Abd
Allāh, que se estableció con toda su familia en Valencia en el 797, donde
consiguió el apoyo de los bereberes de la zona y desde donde se encaminó hacia
la Marca Superior en un intento de atraerse a los sediciosos que campaban por
la región. Tras diversas vicisitudes —‘Abd Allāh llegó a presentarse ante
Carlomagno en Aquisgrán—, regresó con fuerzas suficientes para intentar
derrocar al emir. Entre tanto Sulaymān, que había quedado en la costa norteafricana
esperando noticias de su hermano, había cruzado el Estrecho en el año 798 y,
una vez reunidos, se dirigen con sus tropas hacia Córdoba. Al-Ḥakam sale a su
encuentro y derrota a Sulaymān —‘Abd Allāh sospechosamente se había rezagado y
no participó en las batallas— en una serie de combates que tienen lugar entre
noviembre del 798 y junio del 800 en la región de Écija. El último de esos
encuentros significó la derrota definitiva de Sulaymān, que tuvo que huir hacia
Mérida, donde esperaba hallar refugio entre la población beréber. Al-Ḥakam
envió en su persecución a un destacamento de su ejército, pero no fueron los
soldados omeyas quienes lo capturaron, sino los bereberes del caudillo de
Mérida, Ibn Wansūs, que se lo entregaron a los hombres del emir. Sulaymān fue
decapitado allí mismo y su cabeza, enviada a Córdoba. ‘Abd Allāh buscó entonces
refugio en la Marca Superior donde, apoyado por un grupo de árabes de la
familia Banū Salāma, se apoderó de Huesca, pero pronto fue desalojado de
allí por otro rebelde, Buhlūl b. Abī l-Haŷŷāŷ. Todos los Banū Salāma
murieron en este combate, pero ‘Abd Allāh, una vez más, sobrevivió y regresó a
Valencia, donde consiguió en el año 803 el perdón del emir, que le asignó una
generosa pensión, aunque en contrapartida le prohibió salir de la región. Dos
hijos de ‘Abd Allāh fueron acogidos por el emir en Córdoba y casados con dos de
sus hermanas; uno de ellos, ‘Ubayd Allāh, acabaría convirtiéndose en uno
de los generales más victoriosos de los ejércitos omeyas, hasta el punto de que
llegó a ser conocido como “el de las aceifas”.
Para complicar más aún las cosas, los dos
generales más destacados del ejército omeya, los hermanos Ibn Mugīt, se
apartaron de la obediencia debida al emir. Habiendo sido nombrado ‘Abd al-Karīm
b. Mugīt gobernador de Toledo al regreso de la aceifa del 796, su gestión
provocó el alzamiento de los toledanos, que se apoderaron de la ciudadela y
enviaron sus quejas al emir. Éste, en un rasgo de debilidad que no volvió a
mostrar en el resto de su reinado, dio la razón a los sublevados y destituyó a
Ibn Mugīt; con ello consiguió que éste y su hermano se retiraran a la Marca
Superior y rompieran sus lazos con él, mientras que, en contrapartida, no logró
que los toledanos depusiesen definitivamente su actitud levantisca, como se
verá a continuación. Los dos hermanos desnaturalizados estuvieron vagando por
la Marca durante unos años, estableciendo efímeras alianzas unas veces y
peleando otras con distintos rebeldes, entre ellos el tío del emir, ‘Abd Allāh,
hasta que, a comienzos del 802, consiguieron el perdón del emir, regresaron a
Córdoba y reanudaron sin resquemores ni resentimientos sus carreras militar y
política.
Pero las querellas familiares y los enojos de
cortesanos descontentos no fueron ni las únicas ni las más peligrosas amenazas
a las que tuvo que hacer frente al-Ḥakam: en el interior las Marcas seguían
manifestando una irrefrenable tendencia a ignorar al Estado cordobés, mientras
que los reinos cristianos del Norte no cejaban en su propósito de crecer a costa
de arrebatar territorios a al-Andalus. Lo cierto es que estos problemas
estuvieron vigentes, con mayor o menor virulencia, a lo largo de toda la
historia de la dinastía omeya de la Península Ibérica, de forma que el reinado
de al-Ḥakam no se hubiera distinguido especialmente de los demás si no hubiera
sido por una circunstancia insólita en la historia del al-Andalus omeya: el
alzamiento de Córdoba contra su emir, algo que no se había conocido antes ni se
produciría después hasta la caída del califato, momento en el que los
cordobeses, hastiados por el vertiginoso sucederse de califas inoperantes y por
los disturbios que la ciudad padecía a resultas de ello, deciden poner punto
final al califato omeya; hasta entonces la identificación entre los omeyas y Córdoba
había sido total, pues sin duda la ciudad se beneficiaría enormemente de las
ventajas que representaba el ser capital de un estado tributario centralista,
mientras que los omeyas encontraron siempre en su capital el apoyo necesario,
incluso en los momentos más difíciles, como fue el reinado de ‘Abd Allāh, cuyo
dominio efectivo no se extendía mucho más allá de las murallas de Córdoba. Por
razones que se nos escapan, la simbiosis omeyas-Córdoba se quebró durante el
reinado de al-Ḥakam y puso en gravísimo peligro a la dinastía, como se verá en
su momento.
Mientras al-Ḥakam estuvo ocupado con sus tíos
Sulaymān y ‘Abd Allāh, evidentemente no pudo dedicar mucha atención al
mantenimiento de la guerra contra los reinos norteños. Sin embargo, dentro de
sus fronteras encontró tiempo y fuerzas para reprimir con decisión y dureza las
aspiraciones secesionistas de ciudades y regiones. La más famosa de estas
intervenciones fue el castigo infligido a los toledanos en la “Jornada del
Foso”. Los diversos relatos sobre este suceso presentan muchas diferencias,
algunas de gran calado como puede ser la fecha en que se produjo la matanza,
que unos cronistas sitúan en el año 797 y otros en el 807. Para suscitar aún
más dudas sobre la autenticidad de las narraciones, parece demostrado que
algunos detalles de las mismas derivan claramente de relatos folclóricos o
literarios y que, por tanto, son añadidos espurios a la historia original. Lo
más probable es que estas leyendas sobre la Jornada del Foso sean el reflejo de
varios enfrentamientos reales entre los habitantes de Toledo y los gobernadores
omeyas, el más importante de los cuales acontecería en el año 797 y tendría
como protagonista a un personaje que gozó de la confianza del emir a lo largo
de todo su reinado, el muladí ‘Amrūs b. Yūsuf, quien fue durante muchos años
gobernador de la Marca Superior, donde hizo y deshizo a su antojo, siempre
fiel, salvo un breve período de tiempo en el que rompió sus vínculos con
Córdoba. Pronto reconquistó el favor del emir, quien, tras instalarlo en
Córdoba durante un tiempo prudencial para estar seguro de sus intenciones, lo
envió de nuevo a la Marca, donde vivió entre honores los últimos años de su
vida.
Narración verídica, patraña total o simple
exageración retórica, lo cierto es que la Jornada del Foso, en la que se habría
producido una gran matanza entre los notables toledanos, no tuvo la menor
influencia en el comportamiento rebelde e indomable de la antigua capital
visigoda. Las crónicas reseñan año tras año repetidas rebeliones, asedios por
parte de las tropas omeyas, treguas, traiciones, desde el primer momento del
reinado de al-Ḥakam hasta el mismo año de su muerte, 822, en el que envió
contra Toledo una expedición al mando de su hijo ‘Uṯmān y del general ‘Abd
al-Karīm b. Mugīt para expulsar al cabecilla rebelde Muhāŷir b. al-Qatīl.
Ni los castigos más terribles ni las maniobras apaciguadores lograron que
Toledo olvidase un solo instante su vocación levantisca.
Muy semejante fue el panorama en lo que respecta
a las otras dos Marcas. La Superior, que siempre gozó de una considerable
autonomía durante el emirato omeya, fue sin embargo la que menos trastornos
causó en época de al-Ḥakam, sobre todo porque durante una decena de años estuvo
regida por la mano firmísima del muladí ‘Amrūs. Eso no quiere decir que no
asistamos en la Marca Superior a la habitual sucesión de conflictos y alianzas
entre las distintas familias de caudillos locales, árabes y muladíes —la más
conocida, la de los Banū Qasī— que pugnan entre sí, con Córdoba, con Pamplona
y con los francos en un continuo y cambiante baile de alianzas.
Menos compleja era la situación en Mérida,
capital de la Marca Inferior. En principio los problemas surgen del
levantamiento de un beréber, miembro de una de las más importantes familias de
la región, Aṣbag b. Wānsūs, a quien antes veíamos capturando a Sulaymān, el tío
del emir que le disputaba el trono. Este Ibn Wānsūs, a quien las fuentes nos
presentan como indisputable amo y señor de la región, se declaró en rebeldía en
el año 806. El emir en persona se dirigió contra él inmediatamente, pero tuvo
que regresar de forma precipitada a Córdoba ante las noticias de un nuevo
levantamiento popular en la capital. Al año siguiente, libre ya de otros
compromisos, el emir pudo regresar a Mérida y, si bien no pudo entrar en ella,
su acoso sirvió para que meses más tarde, en el año 808 Ibn Wānsūs se sometiese
y reconociese la autoridad del emir, conservando, sin embargo, el mando de la
ciudad. Esta situación duró muy poco, pues Ibn Wānsūs murió en ese mismo año,
momento el que al-Ḥakam aprovechó para llevarse a Córdoba al hijo del rebelde y
establecer allí a un gobernador nombrado directamente desde la capital. Dos
años después la ciudad vuelve a la rebeldía, y de nuevo acude el emir en
persona a asediarla; las fuentes no mencionan el resultado de esa expedición,
lo que inclina a suponer que no consiguió recuperar el dominio de la ciudad.
Sin embargo en el año 816 u 817 habitaba en ella un gobernador omeya, que fue
asesinado en el transcurso de una sublevación dirigida por Marwān al-Ŷilliqī,
padre de un personaje que adquiría gran renombre décadas más tarde: ‘Abd
al-Raḥmān al-Ŷilliqī. Una vez más al-Ḥakam reaccionó con presteza y envió un
ejército al mando de su hijo y futuro sucesor ‘Abd al-Raḥmān, pero no logró los
objetivos pretendidos y la ciudad continuó durante muchos años, hasta bien
entrado el reinado siguiente, asentada en la insumisión.
Pero el problema interno que diferencia
nítidamente el reinado de al-Ḥakam del de los restantes emires omeyas, que siempre
tuvieron que lidiar con las tendencias segregacionistas de las Marcas, fue el
surgido en la propia capital del Estado, Córdoba. A lo largo de toda la
historia de los omeyas andalusíes la sede del poder fue en todo momento
fidelísima a los omeyas, incluso en los instantes más delicados como fue el
reinado de ‘Abd Allāh. Al-Ḥakam fue el único soberano omeya que tuvo en su
contra a la población cordobesa y no se trató de un estallido aislado e
inesperado cuando se produjo el alzamiento del Arrabal: desde los primeros años
de su reinado el descontento era palpable y los intentos por sofocarlo fueron
crueles y, probablemente, contraproducentes. La secuencia de acontecimientos se
inicia en mayo del 805, cuando, descubierta una amplia conjura para derrocarlo
y colocar en el trono a otro omeya, ordena crucificar a setenta y dos notables
entre los que se hallaban algunos de los más prestigiosos alfaquíes de la
ciudad y funcionarios de palacio, como el eunuco Masrūr. A primera vista podría
suponerse que era una conspiración palaciega más, pero la numerosa e importante
participación de destacadas figuras de la vida cultural y social de la ciudad
no permite pensar en una mera disputa dinástica. Si a esto se une que, al año
siguiente, una nueva revuelta, ésta de marcado carácter popular, estalla en la
ciudad, obligando al emir a abandonar el asedio de Mérida para regresar a
marchas forzadas a reprimirla, se comprobará que el descontento entre todas las
capas de la sociedad cordobesa era patente. La dura represión de las dos
asonadas enfrió los ánimos, pero ni mucho menos puso punto final a la
efervescencia: el 24 de marzo del 818, fecha confirmada por la circular que se
envió a los gobernadores provinciales para dar cuenta de los acontecimientos y
que se nos ha conservado, el pueblo de Córdoba se alzó en armas contra el emir.
La revuelta no constituyó ninguna sorpresa para nadie, pues los ánimos estaban
cada vez más exaltados, hasta el punto de que la plebe no tenía ya reparos en
insultar y mofarse de al-Ḥakam cuando aparecía en público. Por ello la guardia
del emir, formada por esclavos extranjeros, se hallaba permanentemente en
estado de alerta en sus cuarteles situados a la puerta del alcázar. Al comenzar
los disturbios, la muchedumbre se agrupó en el arrabal que se hallaba al otro
lado del río Guadalquivir, frente al alcázar, y desde allí lanzaron su ataque.
La situación llegó a ser casi desesperada para las fuerzas fieles al emir, pero
una maniobra de un destacamento del ejército, que salió por la parte oriental de
la medina y, rodeando la ciudad, cayó sobre la retaguardia de los sublevados,
provocó la desbandada de éstos. Durante tres días los soldados gozaron de
licencia para arrasar el arrabal y dar muerte a sus habitantes; al cuarto día
se ordenó detener la matanza, pero se publicó un edicto por el que se conminaba
a los supervivientes a abandonar la ciudad. Un grupo de los desterrados se
dirigió a Toledo, donde sabían que serían bien acogidos, y otros cruzaron
allende el Estrecho para instalarse en la recientemente fundada Fez, creando el
barrio que todavía hoy en día es conocido por “Ribera de los andalusíes”. Por
esas fechas un grupo de andalusíes exiliados acabarían apoderándose de la isla
de Creta, aunque algunas inconsecuencias cronológicas obligan a sospechar que
esta partida de cordobeses pudo no ser expulsada a resultas de los hechos del
Arrabal, sino en alguna revuelta anterior.
La descripción que hacen las crónicas de la
revuelta del Arrabal subraya el carácter popular de la sublevación, pero no se
puede olvidar el hecho de que, a resultas de ella, un buen número de los más
renombrados alfaquíes de la ciudad tuvieron que huir de las iras del emir, lo
que demuestra que los descontentos con la actuación del al-Ḥakam no se hallaban
únicamente entre los estratos inferiores de la sociedad.
Se ha repetido con frecuencia, siguiendo una
noticia que aparece reproducida en numerosas fuentes árabes, que durante el
reinado de al-Ḥakam —algunos lo adelantan al de su padre, Hišām I— se produjo
la introducción en al-Andalus de la doctrina malikí, que se convirtió en la
escuela jurídica mayoritariamente seguida por los alfaquíes andalusíes. Esta
afirmación es cierta en líneas generales —aunque es preciso matizarla mucho—,
pero no debe ser entendida en el sentido de que fuera al-Ḥakam I quien
decidiera adoptar esa doctrina como la oficial, y ello por dos razones: porque
la oficialidad del malikismo no se materializó hasta la época de ‘Abd al-Raḥmān
III y porque las relaciones de al-Ḥakam con los introductores de la doctrina malikí
no demuestran el menor apoyo por parte del emir, sino más bien lo contrario:
entre los perseguidos a resultas de la revuelta del Arrabal se hallaban las dos
personalidades más importantes del protomalikismo andalusí, Yaḥyà b. Yaḥyà
e ‘Īsà b. Dīnār.
Ante el cúmulo de querellas internas que
marcaron el reinado de al-Ḥakam no es de extrañar que la actividad militar
contra el enemigo cristiano se resintiera notablemente. El año 801 fue
particularmente desastroso para los andalusíes, pues en él los francos se
apoderaron de Barcelona y la campaña militar enviada contra el reino de
Asturias —la primera después de la que tuvo lugar en el año de su subida al
trono— se saldó con una dura derrota en Conchas de Arganzón (Álava). En años
siguientes las tropas omeyas realizaron alguna campaña más de escasa relevancia
contra los asturianos, 803, 808 y 813 y contra Velasco, señor de Pamplona en el
816, que fue la única en la que se obtuvo una victoria —por lo demás,
incompleta— en el río Orón, cerca de Miranda de Ebro. En cuanto a los esfuerzos
para detener el avance de los francos en lo que acabaría por ser la Marca
Hispánica, se produjeron tres expediciones: la del 808, dirigida por el infante
‘Abd al-Raḥmān, futuro emir, detuvo el avance de Luis de Aquitania (que más
tarde sería el emperador Luis el Piadoso o Ludovico Pío), que había conquistado
Tarragona y pretendía alcanzar Tortosa; la del 809 volvió a tener los mismos
protagonistas, que en esta ocasión se enfrentaron a las puertas de Tortosa,
siendo rechazados los francos; finalmente, en el 813, el general ‘Ubayd
Allāh, hijo del tío de al-Ḥakam que le disputó el trono, ‘Abd Allāh, se plantó
con sus tropas ante Barcelona, donde se entabló con los francos un duro combate
del que salió victorioso, pero, aunque las pérdidas de las fuerzas cristianas
fueron muy elevadas, la ciudad quedó definitivamente en manos del enemigo.
El 22 de mayo del 822 fallecía al-Ḥakam en el
alcázar de Córdoba. Días antes había nombrado heredero a su hijo ‘Abd
al-Raḥmān, quien se hizo cargo del gobierno desde ese momento, todavía en vida
de su padre. Sus primeras medidas, claramente encaminadas a ganarse el afecto
de la población, fueron destruir las tiendas en las que se vendía vino y
ajusticiar a la persona a la que todos responsabilizaban del estallido y la
posterior represión de la revuelta del Arrabal. Se trataba del comes Rabī‘, un cristiano que
había adquirido un poder enorme a la sombra del emir.
Bibl.: Ibn el-Athir, Annales
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Law. Evolution, Devolution and Progress, Cambridge, Harvard University
Press, 2005, págs. 57-76.
Luis Molina Martínez
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