HISAM III. ULTIMO CALIFA DE CÓRDOBA.
Hisam III al-Mu'tadd
Hisham ben Muhammad o Hisham III, (en árabe: . (Córdoba, 975 – Lérida, 1036).
Duodécimo y último califa del Califato de Córdoba, desde 1027 a 1031.
Hermano mayor del malogrado califa Abd al-Rahman IV al-Murtada.
Exiliado de Córdoba y refugiado en la corte del reyezuelo de la ciudad,
Sulayman ben Hud.
Su reinado coincidió con el final de la institución Califal en al-Andalus, que
dio paso al período conocido como el de los reyes de taifas (muluk al-tawaif).
Tras la expulsión de Córdoba del último califa hammudí, Yahya ben Ali ben
Hammud, gracias a la colaboración de los reyezuelos de Almería y Denia, Jayran
y Muchahid, respectivamente, la nobleza cordobesa, liderada por un miembro de
la vieja familia de los Banu Abda, Abu al-Hazam Yahwar, intentó por última vez
restaurar el Califato en la persona de un miembro de la dinastía Omeya.
Los notables cordobeses acordaron como requisito para entronizar al candidato
que éste fuera reconocido por los numerosos jefes y señores eslavos y
andalusíes independientes que pululaban por todo al-Andalus, con el fin de
presentarlo como una especie de aglutinador o campeón nacional en la lucha
contra el enemigo común, los beréberes, considerados como la única fuente de
todos los males que venía sufriendo al-Andalus desde la caída de los amiríes .
El candidato, que vivía desde los primeros tiempos de la fitna (guerra civil) en el castillo de Alpuente, al noroeste de Valencia, hospedado por el señor de la fortaleza, Abd Allah ben Qasim al-Fihri, no manifestó ninguna prisa por tomar posesión de un trono tan peligroso y problemático como era el cordobés.
Córdoba había dejado de ser una presa codiciable para cualquier príncipe, Omeya o no, que aspirase a un trono vacante.
Todo aquel que se instalaba en el Alcázar de los descendientes del Inmigrado,
sabía de sobra que exponía su propia vida por un título despojado de toda su
gloria y esplendor del pasado, así como un territorio sobre el que reinar que
se extendía un poco más allá de la urde de Córdoba, ya que todas las provincias
califales (Sevilla, Granada, Jaén, Elvira, etc), hacía ya mucho tiempo que se
habían desentendido de la autoridad Califal, gobernadas por sus respectivas
dinastías locales.
De todos modos, Hisham III accedió al requerimiento que se le hacía y fue proclamado Califa con el título o laqab de al-Mutadd bi-llah (El que confía en Alá), aunque continuó viviendo en Alpuente, mientras esperaba que se desvanecieran por completo las susceptibilidades que su nombramiento había suscitado en Córdoba.
Al cabo de dos años y medio de su proclamación, Hisham III hizo su aparición en Córdoba, a la cabeza de un pequeño y anodino séquito, y se instaló en el imponente Alcázar heredado de sus mayores. La impresión que causó a sus nuevos súbditos, que no pudo ser más decepcionante, preludiaba lo que habría de ser su reinado.
Tal como sospecharon todos los cordobeses, el nuevo Califa no se quedó atrás, en cuanto a mediocridad e incapacidad para gobernar, respecto de sus inmediatos predecesores.
Hisham III, recordando los tiempos del califato de Hisham II, delegó el gobierno en su primer ministro, Hakam ben Said, un advenedizo intrigante y antiguo tejedor, al que confirió plenos poderes, mientras que él se preocupaba únicamente de disfrutar con todos los lujos posibles la dorada existencia que le habían procurado los cordobeses.
Hakam asumió el verdadero mando de la nave del Estado, con una actitud arrogante que desembocó en una sucesión interminable de abusos de todo tipo, sobre todo económicos, hasta el punto de que el Tesoro Público fue sangrado hasta su último dinar...
Hakam despidió a casi todos los funcionarios de la Corte, cuyos puestos cubrió con jóvenes libertinos menos escrupulosos si cabe que el visir y el califa, atentos sólo a su medro personal. Para paliar la ausencia del dinero en las arcas públicas, Hakam impuso una serie de impuestos contrarios a la ley coránica con los que pudo recabar el dinero suficiente para cubrir los gastos derrochadores de una Corte abandonada por completo a la lujuria constante y a la deriva administrativa y política.
Ante las lógicas protestas de los juristas coránicos, Hisham III y Hakam amenazaron a éstos con iniciar una represión sangrienta en contra de todo aquel que osara enfrentarse al poder del Califa y al de su visir.
Semejante episodio colmó la paciencia de la aristocracia cordobesa y selló el
principio del fin, tanto del reinado de Hisham III como de la propia
institución del Califato en al-Andalus.
La aristocracia cordobesa resolvió deshacerse de semejante pelele. Para ello
provocaron un levantamiento de la población, liderado por otro familiar de la
dinastía Omeya, Umayya ben Abd al-Rahman ben Hisham ben Sulayman, al que la
aristocracia cordobesa prometió el trono si asesinaba al odiado visir Hakam.
La promesa como tal no era cierta, ya que los notables cordobeses, con Abu
al-Hazam a la cabeza, habían decidido de antemano prescindir definitivamente
del Califato como forma de gobierno, dignidad ficticia que ya no correspondía a
ninguna realidad, ni temporal ni espiritual, y sustituirlo por un Consejo de
Notables que se encargaría de administrar la ciudad y el poco territorio que
dependía de ella.
Umayya cumplió con su palabra... Reunió a un nutrido grupo de partidarios
descontentos y se apostó con ellos en la calle por la que de ordinario pasaba
el visir para ir a palacio. Hakam fue literalmente despedazado, mientras que su
cabeza era paseada por la ciudad en el extremo de una pica ante la general alegría
de todos los cordobeses.
Una vez calmados los ánimos, el infeliz Umayya fue "invitado" a
abandonar la ciudad lo antes posibles, bajo pena de muerte.
Hisham III, al darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, se refugió,
muerto de miedo, en una dependencia de la Mezquita, aprovechando un pasadizo
que unía ésta con el Alcázar.
Reunido el Consejo de Notables, el veredicto de la asamblea fue la pena del
destierro para el califa destronado. Aunque Hisham III se atrevió todavía a
protestar dicha decisión, en el fondo se felicitó por haber podido salvar la
vida, cuando la tónica general ante semejante situación no era otra que la pena
de muerte o la ejecución inmediata.
Hisham III se exilió en Lérida, donde encontró asilo político bajo la
protección de su reyezuelo, Sulayman ben Hud. Muriendo en aquellas tierras, de
manera oscura y sin aclarar.
Con este lejano y poco glorioso descendiente de Abd al-Rahman I el Inmigrado,
finalizó para siempre la larga nómina de príncipes andalusíes que reinaron en
al-Andalus.
Sin duda alguna, el antaño esplendoroso Emirato y Califato cordobés no merecía
un final tan triste y patético como el que tuvo, proceso iniciado desde el
reinado del cautivo Hisham II y que, en tan sólo un cuarto de siglo, se
derrumbó como si de un castillo de naipes se tratase.
Desaparecida la institución Califal, hizo su aparición el período de los reyes
de taifas.
Publicado por al-Andalus



No hay comentarios:
Publicar un comentario