EL LEGADO ANDALUSI: UNA PERSPECTIVA
OCCIDENTAL
La cultura española se distingue de las
restantes culturas de la actual Europa Comunitaria por su occidentalidad
matizada. Si su pertenencia al conjunto no ofrece dudas, brinda no obstante
una serie de componentes y rasgos, fruto de su pasado histórico, singulares y
únicos. La presencia musulmana en nuestro suelo a lo largo de diez siglos
-desde la invasión árabo-beréber del año
Las fastuosas conmemoraciones del Quinto
Centenario, esto es, de la fecha clave de 1492 -que abarca no sólo el
"descubrimiento" de América sino también la caída del reino nazarí
de Granada y destierro de los judíos-, incluían en su programa -a modo de
tardía y modesta reparación- un homenaje a Al Andalus y a Sefarad, a la
España de las castas vencidas, víctimas del fanatismo inquisitorial y las
absurdas mitologías de nuestros antepasados (¡los hidalgos españoles del
Siglo de Oro se consideraban herederos del reino visigodo abatido en el siglo
Vlll por Tarik y Muza!). Pero la celebración de estas dos entidades
abstractas, desvinculadas de la realidad que las engendró y de la que ellas a
su vez engendraron, a fin de rehabilitar un pasado trunco y exorcizar nuestra
conciencia culpable, se llevó a cabo con propósitos muy distintos: mientras
se ensalzaba el esplendor de Sefarad como presencia viva y el rey de España
pedía solemnemente perdón a los descendientes de los sefardíes expulsados, Al
Andalus era enhestado como ideal luminoso y bello pero muerto, y ninguna voz
se elevó a entonar un mea culpa, por el bárbaro decreto del Tercer Filipo y
su valido el duque de Lerma. Con la misma tesitura que algunos arabistas de
ayer -para quienes la civilización árabe se detenía en el siglo XIV y su
aproximación a ella seguía las pautas de los latinistas respecto al latín-,
se proclamaba el reconocimiento y admiración a un patrimonio que, no obstante
el hecho de ser nuestro, no mantendría ninguna conexión con el arte, cultura
y sociedad de la España contemporánea.
Los tiempos han cambiado, desde luego, y lo que
antes se percibía como ultraje, luego como curiosidad y por fin como valor
-un valor perturbador, eso sí, a causa de su naturaleza anómala-, se exhibe
hoy en los tratados arquitectónicos, guías artísticas y folletos destinados
al turismo como una de "las glorias imperecederas del viejo solar
hispano". Aun así, la ocultación continúa pues, como sabemos, la llamada
Reconquista se acompañó con una destrucción sistemática de los monumentos
musulmanes, tanto civiles como religiosos, como la llevada a cabo en fechas
recientes por los griegos en Chipre y los serbios en Bosnia. Según muestra
por ejemplo Miguel Barceló, la Isla de Mallorca sufrió las consecuencias de
dicho etnocidio purificador y sólo la intervención de Alfonso X salvó a la
Giralda de la demolición exigida por el clero (léase el libro de Ballesteros
Beretta sobre el rey Sabio). La hermosura y magnificencia de algunos
monumentos célebres hoy en el mundo entero, desde la mezquita Omeya de
Córdoba al palacio nazarí de la Alhambra, les preservó felizmente de la
piqueta y, aunque afectados una y otro por la construcción en el siglo XIV de
una capilla real de estilo granadino y la erección del incongruente y severo
palacio de Carlos V, siguen brindando a sus visitantes la insólita perfección
de su arte. Pero todos los conquistadores incurren en ese género de
asimilaciones y afeites y los monarcas aragoneses y castellanos no fueron una
excepción.
El influjo de la mirada ajena fue decisivo en
el cambio de nuestra percepción del legado arquitectónico andalusí. Una
antología de los escritos de los viajeros europeos por España desde el siglo
XVII hasta comienzos del actual con respecto al tema reflejaría su asombro y
maravilla en abrupto contraste con la apatía e indiferencia de los indígenas.
Varias anécdotas recogidas por Borrow y Ford sobre esas cosillas de los moros
arrojan una luz cruda sobre la hondura del desinterés e ignorancia casi
generales del propio pasado, producto de la beligerancia antislámica de la
Iglesia y del castizo desdén de los campesinos e hidalgos.
Si la mirada de los demás forma parte del
conocimiento integral de nosotros mismos, la de los visitantes franceses,
anglosajones y alemanes contribuyó a rectificar poco a poco la visión de las
obras de arte islámicas y la escasa atención que merecían. Basta con comparar
las increíbles opiniones de un arabista como Simonet referente a la Alhambra
con las de Washington Irwing, para captar de inmediato el abismo de
prejuicios que 1as separaba. Muy significativamente, las primeras
apreciaciones positivas de la España musulmana vinieron de la pluma de los
afrancesados y liberales exiliados en Londres. Siglos de hostilidad expresa o
sorda condenaron a los monumentos conservados a la incuria y vejámenes del
tiempo como a los millares de manuscritos arábigos de El Escorial y otras
bibliotecas a acumular polvo. El arabismo español no surgiría sino en la
segunda mitad del XIX.
Ello tiene una explicación plausible. La
decadencia militar, social, económica y cultural de España con el ocaso de
los Habsburgo originó una reacción en los espíritus más lúcidos, imbuidos de
las ideas regeneradoras de la Ilustración, contra la opresión y oscurantismo
religioso culpables de nuestro atraso. La frasecilla de "Africa empieza
en los Pirineos" fue vivida a la vez en la Península como realidad
dolorosa e insulto. Había que deshacerse del peso inerte de la historia, asumir
las doctrinas del progreso, ser europeos como los demás. Para los autores de
ese proyecto bienintencionado y saludable, cualquier alusión a elementos de
nuestro pasado que no se compaginaran con el abstracto ideal europeizador,
resultaba incómoda e incluso molesta. El entusiasmo de los viajeros por los
tesoros omeyas, almorávides, almohades y nazaríes caía en un terreno yermo y
tardaría en calar en él.
Digámoslo bien alto: el complejo de
inferioridad acerca del retraso histórico y nuestro pasado árabe ha perdido
su razón de ser. En la Europa Comunitaria a la que nos hemos incorporado,
nuestra diferencia no ha de ser ya un recordatorio penoso ni causa de
frustración: la huella musulmana en nuestro suelo, visible en todos sus
ámbitos, es expresión al contrario de una riqueza y originalidad únicas.
Ningún país europeo cuenta con un patrimonio como el legado por Al Andalus y
ello no redunda en mengua de nuestro europeísmo. Somos europeos distintos,
europeos en más.
La historia nos enseña en efecto que no existen
esencias nacionales ni culturas intrínsecamente puras como sostenían los
cristianos viejos y sostienen los extremistas serbios de hoy. El mosaico de
países que componen el espacio común europeo se ha configurado a lo largo de
los siglos con el choque seminal de influencias opuestas, mediante fenómenos
de hibridación, permeabilidad, contraste y emulación. La irrupción de lo
heterogéneo es a la vez la del espejo en el que nos vemos reflejados y un
incentivo imprescindible. Cuanto más viva sea una cultura, mayores serán su
apertura y avidez respecto a las demás. Toda cultura es a fin de cuentas la
suma total de las influencias que ha recibido.
La experiencia de España -como la del mundo
árabe- revela que sus periodos de buena salud y expansión coinciden con los
de su receptividad y multiplicación de contactos con lo exterior mientras que
los de descaecimiento y postración se caracterizan por la busca baldía de
unas "esencias" que constituirían el núcleo de su alma primitiva y
sin mezclas: ortodoxia nacional y religiosa, autosuficiencia, rechazo de lo
extraño, repliegue a valores identificatorios petrificados, miedo obsesivo a
la contaminación del vecino.
Cuando se abolió la convivencia medieval y los
Reyes Católicos y sus sucesores impusieron una homogeneidad sin grietas,
nuestra cultura se transformó en erial: España se desenganchó paulatinamente
del tren de la historia y se privó hasta fecha reciente del acceso a la
modernidad.
Este desdichado ejemplo cifra una amarga
lección y advertencia. La Europa Comunitaria no debe adoptar en ningún caso,
como propugnan sus ultras, una actitud conservadora fundada en un ámbito
cultural estricta y reductivamente europeo por muy rico y deslumbrador que a
primera vista aparezca. Un proyecto cerrado a la movilidad y mestizaje
concomitantes a lo moderno nos convertiría en gestores prudentes del pasado,
despojándonos de esa curiosidad por lo ajeno que es el rasgo más destacado de
los mejores escritores, arquitectos y pintores de nuestro siglo. El
extraordinario patrimonio artístico y cultural de Al Andalus formó parte
durante centurias del mundo occidental antes de ser desalojado de él por la
nueva idea de Europa, devuelta a sus raíces helénicas sin intermediario de
los árabes, forjada en el Renacimiento. Esa Europa inventada a finales del siglo
XV separó brutalmente las dos orillas del Mediterráneo y repudió como ajena
la realidad cultural que la alimentó durante la Edad Media. Es hora ya,
próximos a entrar en el nuevo milenio, de que reincorporemos dicho patrimonio
al lugar que le corresponde: como expresión de una occidentalidad distinta,
representada por Al Andalus en el terreno de la arquitectura, filosofía,
ciencia y literatura.
Las grandes creaciones omeyas, almorávides,
almohedas y nazaríes -fruto de los trasvases y corrientes migratorias entre
la Península y el actual reino de Marruecos-, así como sus ramificaciones
magrebíes, sursahariamas y mudéjares, han de ser vistas hoy como paradigma de
una visión ecuménica que incluya las nociones de diferencia, anomalía,
mescolanza y fecundación. Aprendamos la lección magistral de Gaudí y de
Picasso y compartamos su apetito voraz por el arte de todos los continentes y
épocas.
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Dpto. de Estudios Arabes e Islámicos
Facultad de Filosofía y Letras
28049 Canto Blanco- Madrid
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