LA CIUDAD EN AL-ANDALUS
El
núcleo urbano era la medina, de trazado apretado y denso. En general,
presentaba las siguientes características:
- Estaba amurallada.
- Las puertas eran
complejas estructuras arquitectónicas, dobles o en recodo, que se cerraban por la noche.
- Se organizaba en
dos zonas, la comercial y la vecinal.
- En el núcleo
principal, llamado Medina, se agrupaban la Mezquita Mayor (aljama), la
Madraza, Alcaicería, el zoco y las más importantes calles comerciales.
- La alcazaba se
situaba en la parte más alta de la ciudad.
- Los arrabales
aparecen al extenderse la ciudad extramuros. En ocasiones recibían el
nombre de comunidad o gremio que los habitaba. Disponían de los servicios
necesarios para su funcionamiento, independiente (mezquita, baño, zoco….).
- Calles estrechas
(lo que ayudaba a combatir el
calor) y sinuosas, con un trazado casi laberíntico. Estaban
empedradas y alumbradas de noche. Este alumbrado, al igual que el
alcantarillado, se distribuía
mediante una red perfectamente organizada.
- Frecuentes adarves
o calles sin salidas que se
cerraban de noche aislando a los vecinos a cuyas viviendas daban
acceso.
- Caserío compacto en
el que la vida privada es impenetrable para el transeúnte.
- Saledizos y
voladizos que a veces llegan a cubrir
las calles.
- Cementerios
situados extramuros, cerca de4 las principales puertas.
- Explanadas, también extramuros, que se usaban como oratorios.
Según
las crónicas musulmanas. Córdoba, en el siglo X, era una ciudad
extraordinariamente civilizada. En esa época había una población de casi un millón
de almas encerradas en un perímetro que media doce kilómetros en 21 arrabales,
con 471 mezquitas, 600 baños públicos, 213.077 casas de clase media y obrera,
60.300 residencias de oficiales y aristócratas, y 4.000 tiendas y comercios en
una superficie de 2.690 Ha .
Era famosa por sus jardines, alcantarillas, acueductos y paseos de recreo. A
ambos lados del Guadalquivir (“uadi al-kabir, el río grande) se extendían los distintos
barrios.
El plano de las
ciudades hispano‑árabes no se diferenciaba del de las demás ciudades musulmanas
de la Edad Media. Su núcleo central estaba formado generalmente por el mercado
que consistía en una densa red de callejuelas estrechas, en las cuales una
tienda lindaba con otra y un taller con otro, ya que aparte de las distintas
ramas del comercio se alojaban allí también los oficios menores, cada gremio en
su callejuela o barrio. Por lo general, el mercado estaba situado alrededor o
cerca de la mezquita mayor. Unas cuantas calles más importantes conducían de
las puertas de la ciudad al mercado. Raras veces eran más anchas que lo
estrictamente necesario para que pudieran cruzarse dos acémilas cargadas,
conducidas en sentido contrario. Los barrios residenciales se extendían desde
el mercado hasta las murallas. Estaban construidos sin un plano rígido,
conforme se iban formando y uniendo bloques de viviendas según la voluntad de
las familias o clanes, y los caminos que conducían a cada portal se reducían
frecuentemente a pasadizos estrechos y angulosos. Las casas recibían luz y aire
por sus patios interiores, que a veces se ampliaban formando jardines rodeados
de muros.
Vista de una
manera global, con las excepciones debidas a la historia particular de algún
lugar, la ciudad islámica carecía de aquellos rasgos que el urbanismo romano
había legado al cristianismo medieval es decir el cruce de las calles axiales
orientadas hacia los puntos cardinales, con una plaza pública en el centro, que
servia de mercado y lugar para celebrar actos oficiales. Lo típicamente árabe
es la presencia primaria de un mercado al abrigo de un santuario, alrededor del
cual se agrupan las viviendas con la libertad de un campamento beduino, es
decir según la voluntad de las familias y de los individuos. Esta disposición
tiene su lógica. La mezquita en el centro es el corazón de todo el cuerpo
urbano, el mercado con sus vías de acceso corresponde a los órganos de
asimilación, mientras los patios interiores y jardines de los barrios
residenciales desempeñaban el papel de los pulmones. Al mismo tiempo, en la
diferenciación de barrios mercantiles y residenciales y en la construcción
cerrada al exterior de las viviendas se manifestaba aquella forma de vida
islámica de la que hablamos anteriormente.
Siguiendo una
costumbre oriental, el soberano raras veces residía en el interior de la ciudad
residencial y mercantil; si bien es cierto que en ella existía un palacio real
—al‑qasr es la palabra árabe de la que se derivó el español alcázar— sin
embargo, el palacio donde residía el soberano, con los cuarteles, cuadras y
jardines pertenecientes a él, estaba ordinariamente fuera de las murallas de la
ciudad. Como hemos visto, Al-Mansur instaló incluso la administración pública,
en una ciudad aparte, fuera de las murallas de Córdoba. El séquito del soberano
y las tropas que estaban constantemente a su servicio, permanecían separados de
la comunidad urbana; así era más fácil hacerlos intervenir en casos de
disturbios populares.
A lo largo de las
calles principales, que conducían desde las puertas hasta el mercado, y que en
Córdoba eran excepcionalmente anchas y se iluminaban de noche con antorchas, se
movía una corriente ininterrumpida de mulas y burros cargados, jinetes y mozos
de cuerda. A los lados de estas calles estaban las alhóndigas, llamadas funduq
tanto en España como en el Magrib. En el piso bajo tenían establos para las
bestias de carga; en los pisos superiores habitaciones para los huéspedes y
también tenían almacenes para determinados géneros que eran importados o
exportados en cantidades de cierta importancia. Al‑Andalus producía en
abundancia pieles, aceites, cereales y frutas secas, como higos y uvas pasas,
seda cruda y ciertos metales como plata, plomo y hierro, que se extraían de las
minas. Entre los géneros importados del extranjero figuraban especias, tierras
y cortezas colorantes, maderas nobles, marfil y tejidos finos de algodón.
El comercio de
productos manufacturados tenía lugar en las callejuelas del mercado. Los sastres,
cintureros, zapateros, silleros, trenzadores y forjadores de cobre, plateros,
armeros y otros trabajaban y vendían en el mismo lugar; sólo aquellos oficios
que requerían instalaciones más complicadas o localizaciones especiales —por
ejemplo los alfareros con sus hornos o los curtidores con sus fosas— trabajaban
fuera del mercado en los barrios extremos de la ciudad. El recinto más interior
del mercado, que podía cerrarse por la noche, estaba reservado para el comercio
con géneros particularmente valiosos, como telas finas, vestidos, pieles, joyas
y aceites aromáticos. Esta parte era la qaysârîya.
Existía un
inspector de mercados llamado al‑muhtasib
(de donde deriva el español almotacén), el cual vigilaba los precios y la
calidad de las materias primas. Además de eso, cada gremio tenía su fiduciario
(amîn) que tenía que arbitrar
en litigios profesionales. Gracias a que cada oficio estaba reunido en una
callejuela o en un barrio, se podía evitar la competencia desleal.
Ciertos oficios
eran propiamente artes. Entre ellos figuraba el tejido de seda que en ciudades
como Córdoba y Sevilla estaba tan altamente desarrollado como en el oriente
musulmán o en Bizancio. Córdoba tenía fama por su marroquinería; no en vano la
palabra francesa cordonnier, zapatero, se deriva del nombre de esta ciudad. Las
armas con trabajo de ataujía y cincelado de Toledo siguen siendo imitadas hasta
hoy. Los moros españoles eran también maestros en la fabricación de alfarería
con esmaltes de color, que frecuentemente tenían un brillo semejante al del oro
o al cobre.
Contrastando con
la técnica moderna, que ha desarrollado sobre todo las herramientas para llegar
al extremo de que una máquina reproduce con triste monotonía una y otra vez el
mismo objeto desprovisto de alma, la artesanía hispano‑árabe tendía a refinar
el modo de trabajar para conseguir con los medios más sencillos los efectos más
nobles. Esto requiere un dominio perfecto tanto de la herramienta como del
material que se trabajaba, y de aquí se deriva un autodominio sui generis, como
si el artesano o el artista —ambas cosas no podían ser separadas una de otra—
formara simultáneamente su obra y su propia persona; la maestría profesional
era más que una habilidad externa. Recibía su trascendencia espiritual por el
hecho de que con ciertos procedimientos profesionales se transmitían a un
tiempo los puntos de partida de una sabiduría contemplativa. En efecto, la
relación entre forma y materia que es la base de todo arte —pues siempre se
trata de imprimir una forma intuida a una materia más o menos flexible,
paciente o rebelde— tiene un sentido universal: en todas las partes del cosmos
existen formas que expresan algo esencial e imperecedero justo en la medida en
que lo permita la materia de la que se vistan. La bondad de la forma reside en
su contenido esencial, y el valor de la materia en su flexibilidad. Forma y
materia: esta distinción es esencial para todo el pensamiento de la Edad Media,
y no sólo en el plano filosófico. Bajo el concepto de forma no se comprendía
simplemente el contorno, limitación en lo local o en otro sentido, sino siempre
el sello de una unidad esencial; en otras palabras, el concepto de forma era
siempre cualitativo, nunca meramente cuantitativo. A su vez, el arte no
consistía en imitar la naturaleza o dar rienda suelta a la fantasía, sino en
imprimir a cada objeto —igual daba que fuera un edificio o sólo un vaso para
beber— una forma que expresaba una unidad esencial.
El simbolismo de
un arte o de un oficio no estaba sólo en las formas que producía, sino también
en el procedimiento seguido. Veamos un ejemplo. Para el tejedor, los hilos de
la urdimbre que están fijados en el enjullo y que atraviesan todo el tejido,
representan la invariable ley divina, mientras la trama, que corre de un lado para
otro, uniendo los hilos de la urdimbre en un denso tejido, correspondía a la
tradición, por medio de la cual la ley divina es «entretejida» en la vida; o los hilos de la urdimbre son las
verdades eternas, y la trama los sucesos temporales; o bien la urdimbre
representa las sustancias invariables que se manifiestan en las «formas»,
mientras la trama es la tela de la cual está hecho el mundo.
Dejando atrás el
mercado y las callejuelas de los artesanos en dirección a los barrios
residenciales, uno se encontraba acá y allá, en los recodos de las callejuelas,
plazoletas con fuentes y sombrajos de parrales. Se abrían puertas de pequeñas
mezquitas que, en cualquier momento, ofrecían refugio donde también el pobre
podía retirarse del ajetreo de la vida diaria hacia un mundo de contemplación y
de paz. A veces estaban allí las escuelas de los niños, que eran numerosas en
la antigua Córdoba; al‑Hakarn II mantenía a sus expensas cierto número de
escuelas, en las cuales los hijos de las personas sin recursos económicos recibían
enseñanza, alimentos y vestidos.
En cada barrio,
en una de las calles que lo atravesaban, se ponían a la venta los productos
alimenticios de uso diario como carne verduras, fruta, aceite, azúcar y
especias. Además había cocineros que vendían guisos preparados, así como
vendedores de asados y confiteros. En una esquina se encontraba el horno
público, donde todo el mundo hacía cocer el pan amasado en casa. Los mozos de
cuerda esperaban ser contratados y un grupo de músicos aguardaba que se le
llamara para una fiesta.
No era fácil
averiguar si los muros grises en los que se abrían muy pocas ventanas, situadas
generalmente en la parte alta, albergaban en su interior viviendas pobres o
ricas. No se podía alcanzar con la vista el interior de las casas a través de
las puertas de entrada; siempre daban a un pasillo que, al formar un recodo, se
ocultaba ante las miradas del exterior. A lo sumo, la presencia de un vistoso
esclavo negro sentado en el umbral, o de mulas lujosamente enjaezadas que
esperaban en la entrada, permitían sacar conclusiones sobre la riqueza de los
habitantes. En esto se distinguían las casas de la España musulmana de las que
se ven todavía hoy en los barrios antiguos de Córdoba, Sevilla, Granada y
muchas ciudades andaluzas pequeñas. Se ha mantenido la disposición general de
la casa, con las cámaras orientadas rectangularmente hacia el patio interior y
las galerías apoyadas sobre pilares, pero se ha abierto el paso hacia la calle
para que se vea el patio adornado de flores, detrás de la verja de hierro
forjado. Los balcones permiten dominar con la vista la calle, donde al
atardecer pasean las familias. La casa árabe era más secreta, más «celosa».
Dicho sea de paso: para los árabes los celos son una virtud cuando se refieren
a la familia, pues la familia, a la que pertenecen particularmente las mujeres,
es un santuario; esto y nada más significa la palabra harén (haram).
Otra herencia
árabe en la Andalucía actual son las paredes encaladas, revestidas en su parte
inferior de azulejos (del árabe al‑zulayy)
multicolores, y sobre todo la fuente o el pozo en el centro del patio. Siempre
que fuera posible, cada casa disponía de abundante agua, bien se trajera por
medio de cañerías combinadas frecuentemente con mecanismos elevadores, o
existiera un pozo con garrucha o una cisterna para el agua de lluvia. La
limpieza corporal desempeña un papel importante en el Islam y se sabe que los
musulmanes españoles eran particularmente pulcros.
También por esta
razón, cada barrio residencial poseía por lo menos una casa de baños de vapor,
al estilo de las termas romanas, que se abría alternativamente para hombres o
mujeres. Estas casas de baños eran de gran importancia para la salud pública de
la población urbana, y sólo cabe asombrarnos de que los reyes cristianos de la
Reconquista mandasen destruirlas todas. Restos de tales baños se han conservado
en Granada y curiosamente, en la Gerona catalana.
No sabemos nada
de los hospitales del tiempo del califato, pero como en la misma época existían
en Bagdad hospitales ejemplarmente instalados, y como por otra parte se
conservó en Granada hasta el siglo pasado un manicomio árabe generosamente
proyectado, con su amplio patio interior y la pila de su fuente, se puede sacar
la conclusión de que no faltarían instalaciones de este tipo en la España
musulmana.
Para hacerse una
idea del aspecto que ofrecían las calles de la España mora, conviene saber que
el modo de vestir de los hombres y mujeres no se parecía al del norte de Africa
sino al de Siria y Persia. Los hombres llevaban como prenda exterior una
especie de túnica de corte rectangular con mangas amplias; en invierno estaba a
veces forrada de piel. Por debajo de ella llevaban una camisa larga y
pantalones, y calzaban, según la estación, sandalias o zapatos. Los hombres se
cubrían la cabeza con un turbante, o más frecuentemente con un gorro cónico o
un casquete bordado; existía además la costumbre de cubrirse, en la calle,
cabeza y hombros con un paño fino. Les gustaban las ropas de colores o
adornadas de listones. El blanco se consideraba como color de luto.
Las mujeres, que
también llevaban vestido amplio con mangas, se velaban cuando abandonaban la
casa. Sin embargo, parece que esta última costumbre no se observaba con
rigidez, bien porque cundió el ejemplo de las mujeres cristianas y judías que
no llevaban velo, o porque en España se conservaron por más tiempo que en
Oriente las costumbres más libres del Islam primitivo. De todos modos, los
observadores de la época nos han informado muy bien sobre la belleza y gracia
de las mujeres andaluzas.
Seguramente, un
moro distinguiría a simple vista el estado y la procedencia de un transeúnte;
por su traje y porte se diferenciaba el hombre de estudios del comerciante, el
ciudadano del campesino beréber o hispano‑romano. Ahora bien, si un europeo de
nuestros días pudiera dar un salto atrás hacia aquel tiempo y mundo, le
chocaría más que las diferencias de estado y raza, el estilo de moverse y de
conducirse que todos ellos tenían en común. Estaría sorprendido ante el ritmo
sui generis que tenían todas las manifestaciones de la vida, cuyo sosiego y
hasta lentitud no excluía la réplica rápida y cortante con palabras y hechos.
Los hombres poseían una integridad psíquica como sólo la puede proporcionar un
modo de vivir unitario en espíritu y forma. Por esa misma razón estaban tan
relajados como firmes en sus manifestaciones; y cada palabra, cada gesto, tenía
su forma fija, redondeada.
En el trato
social reinaba la cortesía. Los jefes de familia, los hombres de ciencia, y los
ancianos eran muy respetados, pero el tono no era nunca servil, y cada cual,
hasta el más pobre, tenía su dignidad —rasgo que también se ha conservado en el
pueblo español— Sólo se despreciaba a los recaudadores de impuestos y
publicanos.
En la época del
florecimiento de Córdoba, debía tenerse la impresión de que la vida apenas
podía ser distinta de lo que era. No es que no existieran la pobreza y el
crimen; bastaba salir de las puertas de la ciudad para ver una cabeza puesta en
la punta de una lanza o el cuerpo crucificado de un ladrón o rebelde. Pero, en
general, no había carencia de bienes de primera necesidad, y a nadie se le
habría ocurrido que la humanidad estaba progresando hacia un estado ideal
terrestre situado en un futuro lejano. La vida tenía su sentido en su orientación
hacia lo eterno, y precisamente esto confería al Ahora y Aquí toda su plenitud
inalterable.
Yia.L.M
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