LA POESIA SUFÍ
La primera lírica española (y
occidental) va a ser la islámica de al-Ándalus y es de ella de la que se va a
beber después los trovadores
Autor:
Emilio Ballesteros – Fuente: Prometeo Digital
Sufismo, poesía y síntesis mistic.
El sufismo es una manera de vivir (din es la palabra árabe que usan los sufíes para referirse a ella) que lleva implícita una cosmovisión e implica un compromiso de por vida en todos y cada uno de los aspectos y facetas de la existencia. No cabe pues hablar de literatura, poesía, música o danza sufí como si fueran compartimentos estancos, actividades que ocurren al margen del resto y con una finalidad en sí mismas. Todo lo que hace el sufí está orientado a la conquista de la Iluminación, a la apertura espiritual que le permita “contemplar la faz de Allah”, o lo es lo mismo, aniquilar el ego para experimentar con todo el Ser (y no sólo con la mente) la Unidad de todo lo creado, la Unión mística, en la que desaparece la separación entre sujeto que observa y realidad observada.
Así pues, el
estudio racional de cualquiera de esas parcelas (en este caso, la poesía)
contará siempre con la limitación que su propia naturaleza mental le impone.
Podrá ser útil para comprender algunos aspectos intelectuales, lógicos, pero se
le escapará lo que tiene de inefable, y en este caso por doble motivo: el de
ser poesía y el de ser sufí. Vale aquí reproducir una frase que han repetido
muchos sufíes a lo largo de los siglos: “Lo que se puede expresar con palabras
no es sufismo”. Dicen Katy Mondaroo e Igor Zabaleta:
El
sufismo no es otra cosa que un camino o tariq que comienza con el
autoconocimiento. El sufí vuelve al corazón interior y lo usa como vehículo
para alcanzar un entendimiento más avanzado. No toma la mente como principio,
sino su corazón. Es decir, no usa una vía discursiva, sino sensitiva. Por ello
al tasawuuf (sendero del sufí) se le llama El Camino del Corazón.” (Sufismo, La
Enseñanza Mística, Madrid, 2005).
Cuento, sin
embargo, con una ventaja a la hora de enfocar este trabajo: quiero hablar de
poesía que, en mi opinión, es el terreno de lo inefable, lo que está más allá
de las palabras de modo que éstas sólo pueden abrir puertas que el corazón
tiene que explorar después en territorios donde es el silencio el que llena
todo con su poder tan hermoso como terrible. Y para hablar de eso, nada como el
sufismo. Tienen tanto en común ambos caminos, ambas posiciones ante la vida,
que no temo exagerar si afirmo que gran parte de la poesía que conocemos tiene
sus raíces más o menos lejanas (según se mire) en el sufismo. Y es un hecho que
este din, puesto que busca el acceso a territorios que pertenecen a la Belleza,
utiliza entre sus disciplinas artes como la danza (son de sobra conocidos los
derviches danzantes), la música, los cuentos o la poesía, siempre con una
sensibilidad singular y una belleza exquisitas debido a ese anhelo de
Trascendencia e Infinitud que los mueve.
Para hablar,
pues, de poesía sufí, tengo que hablar antes de sufismo, pero sin perder de
vista que al hablar de éste, también estoy hablando de su poesía.
Si bien se puede
encontrar literatura sufí en distintas lenguas (sobre todo árabe y persa, pero
también turco, urdú, bengalí, sindhi e incluso en la actualidad en alguna
lengua occidental como el propio español), no hay que olvidar que el lenguaje
en sí mismo es un elemento sagrado para el sufismo. Y el árabe, el idioma de la
Revelación, es La Lengua por excelencia: dinámica y, en esencia, consonántica,
se basa en verbos trilíteros que funcionan como raíces de grandes familias de
palabras que pueden llegar a expresar cosas contrarias a un mismo tiempo. El
Shaij Abdalqadir As-Sufi (escocés y vivo aún) dice que no es que el Corán
naciera del árabe: es el árabe el que nació para el Corán.
Para el sufismo,
las propias letras del árabe tienen significados y poder por sí mismas. De ahí
que su caligrafía haya adquirido tal altura estética y tanto refinamiento y
complejidad. De esta manera, la palabra árabe TASAWUUF, que designa el camino
sufí, lleva mensajes en su interior.
La primera letra, T, representa tawba, el arrepentimiento, cuyo paso exterior consiste en guardarse de las malas acciones y obedecer la palabra de Allah expresada en el Libro Revelado, el Corán, mientras que el interior lo realiza el corazón al limpiarse de todos los deseos mundanos y conflictos del nafs (algo parecido al ego, pero más dinámico y contradictorio pues representa por un lado la fortaleza de la razón, que es necesaria para el dominio del mundo fenomenológico, pero, por otro, es la fuente de apegos a lo material, que hay que aniquilar para poder Unirse al Todo y experimentar la Grandeza del Amor Divino).
La segunda, la S,
una vez que se alcanza el arrepentimiento, supone el estado de paz y alegría
(safá), la ausencia de ansiedad, el “sereno contentamiento” tan característico
de los auténticos musulmanes. Para conseguirlo hay dos pasos a seguir: el
primero hacia la pureza de corazón y el segundo hacia su centro secreto. Una de
las técnicas que los sufíes utilizan para “limpiar” el corazón es el constante
recuerdo (dhikr) de Allah mediante el salat (la oración), la repetición del la
illaha illa-Llah (no hay más Dios que Dios) y las danzas y ritos concretos de
cada tariqa (cofradía) sufí.
La tercera letra,
W, simboliza wilaya, el estado de proximidad a Allah. El que ha llegado ahí es
consciente de que eso ha ocurrido y está conectado de manera íntima con Allah.
La cuarta y
última consonante, F, simboliza a fana, la extinción del ego, (el Nirvana
budista es también la Nur Fana, la Luz de la Aniquilación). En este estado, los
velos de la realidad se deshacen, los sentidos dejan de engañar y Dios, la
Unidad de Todo lo existente, entra a formar parte íntima del propio ser. Es lo
que un hadiz (relato de la tradición musulmana, por regla general relacionado
con la vida y hechos del profeta Muhammad) muy querido por los sufíes dice con
estas palabras:
“el
que me ama no cesa de aproximarse a Mí hasta que Yo lo amo, y cuando Yo lo amo,
Yo soy el oído por el cual oye, la vista por la que ve, la mano con la que
trabaja y el pie con el que avanza.”
Dentro de este
contexto, la poesía sufí es otra más de las herramientas con las que el sufí
cuenta para su vía iniciática. Ese poder inefable que la palabra poética tiene
para conectar de forma poderosa e inexplicable con la misma esencia de las
cosas, con las emociones y los sentimientos que nos embargan y nos trasportan
con frecuencia a lugares que no pertenecen al tiempo ni al espacio que
conocemos, con el misterio que todo lo envuelve y todo lo trasciende, es lo que
la hace tan especial para el universo sufí.
La poesía es tan
querida y respetada en general en el mundo islámico, y en el árabe en
particular, que a menudo los poetas son considerados como profetas y veneradas
sus tumbas después de muertos (si bien no hay que confundir ese tipo de
veneración con la de los santos cristianos, pues “asociar a otro que Allah” es
lo más contrario que un musulmán puede hacer a su credo). Ibn Jaldûn explica en
su Muqaddima que en las guerras
hechas por los árabes, al frente de las columnas se tocaba música y se
recitaban poemas, pues así se excitan las almas de los héroes.
La primera lírica
española (y occidental) va a ser la islámica de al-Ándalus y es de ella de la
que van a beber después los trovadores (el amor cortés será una derivación del
Amor místico sufí) y la lírica europea en general, empezando por la castellana.
Primero las moaxahas (muy bien estudiadas, entre otros, por M. Hartmann, Das arabische Strophengedicht: 1, Das Muwassah;
Weimar, 1897) que según Ibn Bassâm, traducido por Julián Ribera, fueron
inventadas por Mochadme Benmoafa de Cabra (Córdoba) y de cuya estructura se van
a encontrar influencias en Guillermo IX de Aquitania (1127), en el Monje de
Montaudon (1213) y en distintas líricas europeas (para quien esté interesado en
el tema recomiendo el libro: Lo que Europa
debe al Islam de España, de Juan Vernet, Barcelona, 2001).
Sin salirnos de
los aspectos formales, tenemos después el zéjel, del que han tomarán moldes
autores como el Arcipreste de Hita, y las jarchas, cuyas influencias sería largo
y prolijo de enunciar aquí y nos desviaría del tema que nos preocupa y a las
que habría que sumar las que han llegado a obras tan fundamentales para el
pensamiento occidental como las de Sta. Teresa de Jesús y S. Juan de la Cruz o
la Divina Comedia de Dante y que autores como Asín Palacios, Roger Garaudy,
Enrico Cerulli, etc. estudian a fondo. Para quien quiera conocer más le remito
al libro antes mencionado de Juan Vernet que tiene a su vez una extensa
bibliografía sobre el particular.
Para el asunto
que aquí nos interesa de modo más directo, es preferible centrarnos en los
temas que encara gran parte de esa poesía, sufí pues el sufismo tuvo en
al-Ándalus uno de sus lugares señeros. Un autor de Badajoz, Ibn al-Sîd (444 de
la Hégira, 1052 para la cronología cristiana) escribía:
“¡Cuántas
noches has desgarrado el velo de las tinieblas
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”
con ayuda de un vino que brillaba como un astro!”
El motivo del
vino y de la copa va a ser uno de los que más se repitan en la poesía que nos
ocupa.
Eso ha dado lugar
a que lecturas literales de autores como Omar Jayyam, conocido por sus
Robaiyyat, lo hayan identificado con un bebedor empedernido en lugar del sufí
que era. En esta poesía, el vino es un símbolo que permite acceder a la
“embriaguez” de la experiencia mística; es obvio que se trata de un vino que no
emborracha ni se bebe en copa. El recipiente es otro símbolo que en Layla y
Majnún, de Nizâmî, aparece mencionado con su verdadero significado de una forma
bastante evidente, cuando un sabio anciano habla sobre su amada a Majnún, el
loco de amor: “una copa milagrosa cuyo
cristal refleja el secreto del mundo”. Autores como Paulette Duval,
Martín de Riquet, Pierre Ponsoye, etc. polemizan sobre la influencia que este
símbolo ejerció sobre el mito del Graal (más conocido como Santo Grial), copa
alquímica de la sabiduría. Dice Omar en uno de sus Robaiyyat:
“Ahora
que me toca vivir la juventud,
beberé vino porque me complace beberlo;
no me lo echéis en cara; aunque es amargo, es bueno;
tiene que ser amargo, porque amarga es la vida”.
beberé vino porque me complace beberlo;
no me lo echéis en cara; aunque es amargo, es bueno;
tiene que ser amargo, porque amarga es la vida”.
El poeta nos está
hablando del mismo dolor que permite a Majnún en su historia de Amor el acceso
a la Iluminación, del mismo que es “Viva llama” en los versos de S. Juan de la
Cruz y que puede librarle de la cárcel de los sentidos y de las limitaciones
del mundo sensorial, engañoso. Es un vino “amargo” que complace beberlo y que
puede permitir la “muerte en vida”, el “vivo sin vivir en mí”.
“Aunque
sea tu vida feliz junto a tu amada
y disfrutes de todos los placeres del mundo,
lo cierto es que al final te tendrás que marchar:
todo habrá sido un sueño, duró toda la vida”
(Omar Jaiyyam).
y disfrutes de todos los placeres del mundo,
lo cierto es que al final te tendrás que marchar:
todo habrá sido un sueño, duró toda la vida”
(Omar Jaiyyam).
El motivo de la
vida como sueño (el mismo que volverá a aparecer en Calderón de la Barca), es
otro de los temas recurrentes de la poesía sufí. Y la muerte como despertar.
“Tienes
la muerte, amigo, posada
en tu cabeza.
¡Despierta de una vez!
¿Cómo puedes dormir de modo
tan profundo
estando situada
tu casa en una calle tan ruidosa?”
en tu cabeza.
¡Despierta de una vez!
¿Cómo puedes dormir de modo
tan profundo
estando situada
tu casa en una calle tan ruidosa?”
Esta vez es Kabir
el que habla, otro de los grandes del sufismo.
Rumi, el gran
sufí que fue rector de una Universidad en Kenya, capital de Anatolia (en la
actual Turquía) y que dejó cientos de discípulos (entre ellos su hijo Walad)
escribió:
“¿Creéis
que sé lo que hago,
que por un segundo o incluso medio segundo,
sé que versos saldrán de mi boca?”
que por un segundo o incluso medio segundo,
sé que versos saldrán de mi boca?”
Es la poesía como
rapto; el poeta está tomado por la inspiración divina y habla cosas que su
cabeza a menudo no entiende porque quien habla es el corazón. Dice el proverbio
árabe:
“El
corazón habla con razones que la razón no entiende”.
Y los sufíes
traducen eso a versos. Podrían ser argumentos que hicieran suyos movimientos
como el surrealismo o tantos ismos que creen descubrir caminos inéditos desde
su “modernidad”. Pero eso ya lo hacían los sufíes hace más de diez siglos,
aunque con la diferencia de que ellos se sentían unidos a una tradición que
comienza en el Corán y bebe directamente de la Palabra Divina. La suprema
visión del sufismo es ver a Dios en todas partes, en cada átomo de la Creación
y considerar cada parte como un reflejo de Su Gloria.
“Cada
rama, cada hoja y cada fruta revela algún aspecto de la perfección de Dios: el
ciprés deja entrever Su majestad; la rosa evoca Su belleza” (Rumi).
Y en esa Belleza
y esa Majestad de la Creación, la mujer ocupa un lugar destacado como excelsa
teofanía. Por eso en la poesía sufí aparece tantas veces como figura espiritual
que se convierte en símbolo de la divinidad y en la Amada que podrá salvarlo
del mundo y elevar al poeta hasta la divinidad con el Amor como motor.
También se conoce
al sufismo como el Camino del Amor y obras tan representativas como la ya
mencionada Layla y Majnún dejan constancia de ello y serán seguidas por
multitud de otras en las que, unas veces con el nombre de Beatriz (Dante),
otras con el de Laura (Petrarca), Ligeia o Leonor (Allan Poe), Dulcinea (El
Quijote, Cervantes), vuelve a aparecer, como aparece en el canto de los
trovadores a partir del Renacimiento, en óperas de Wagner o en el Fausto de
Goethe en el romanticismo…, tomando siempre la misma visión que anticipó el
sufismo: la mujer elevada por encima de todos los mortales y como vía hacia la
perfección y la salvación. Habrá incluso destacadas mujeres sufíes que escriban
poesía, la más conocida de todas tal vez Rabi´a, que dice en uno de sus poemas:
“La
fuente de mi soledad y sufrimiento está en lo profundo de mi corazón.
Es una enfermedad que ningún médico puede curar.
Sólo la Unión con el Amigo la puede curar”.
Es una enfermedad que ningún médico puede curar.
Sólo la Unión con el Amigo la puede curar”.
En el sufismo,
como en gran parte del Islam, se va a anticipar también lo que será el
prototipo del hombre renacentista, que occidente muestra tan orgulloso en
genios de la talla de Leonardo, capaces de ser buenos en varias disciplinas a
la vez. Sólo que eso mismo ocurría desde varios siglos antes en la cultura
islámica con nombres como Avicena, Ibn Jaldúm, Ibn al Jatib, Ibn ´Arabí, sufíes
muchos de ellos, que podían ser a la vez buenos médicos, matemáticos,
historiadores, filósofos, poetas…
Ibn ´Arabí,
murciano (de al- Andalus), fue uno de los que mejor supieron sistematizar y
acercarse con palabras al misterio insondable del sufismo. Gran parte de la
tradición sufí es oral y no está recogida en libros; pero los hay también
numerosos y buenos, algunos de ellos recopilaciones de tradiciones orales, como
los que protagoniza Nasrudín, personaje que rezuma a la vez humor y
profundidad, y que pueden leerse como mero entretenimiento, como honda
reflexión, o como camino hacia el silencio interior (que es la meta del sufí).
Libros como El tratado de la Unidad de Ibn ´Arabí,
escritos hace casi mil años, todavía pueden leerse y parecer incluso más
modernos que mucho de lo se escribe en la actualidad. Es Ibn ´Arabí quien dice
en uno de sus poemas:
Y
entre las cosas más maravillosas hay una gacela con velo, que avisa con dedos
rojos de alheña y parpadea. Una gacela cuyo pasto está entre las costillas y
entre las entrañas; ¡oh maravilla!, ¡un jardín en medio de fuegos!
Y también es este
mismo autor el que nos dice en su Tratado
de la Unidad:
Si
alguien pregunta: “Afirmas la existencia de Allah y niegas la existencia de
todo (fuera de Él); ¿qué son, pues, esas cosas que vemos?”, la respuesta es:
estas discusiones se dirigen a aquel que no ve nada fuera de Allah. En cuanto a
aquel que ve algo fuera de Allah, no tenemos nada con él, ni pregunta ni
respuesta, pues no ve más que lo que ve; mientras que el que conoce su
“proprium” no ve nada más que Allah (en todo lo que ve). El que no conoce su
“proprium” no ve a Allah pues todo recipiente no deja filtrar más que lo que
contiene.
Es cierto que
nadie puede hacerse sufí sólo con libros. Como en cualquier sendero espiritual
(y en este caso más, si cabe) hace falta la guía de un maestro; si bien los
maestros sufíes abren camino pero dejan que sus discípulos los continúen por su
cuenta. Cuenta Walad, el hijo de Rumi, que su padre, tras conocer a Sahms (el
que sería su Maestro), danzó todo el día y cantó toda la noche. Había sido un
erudito y se convirtió en un poeta y se embriagó de amor. Había encontrado por
fin al Amado, se le había mostrado por fin la gloria de su propia alma.
No obstante, sí que
cualquier ser humano puede aprender mucho de la vasta producción literaria
sufí, que se extiende a lo largo de muchos pueblos y épocas, y es a la vez
actual siempre porque sus temas, desde los comienzos, son universales y
atemporales. Por eso al leerlos siglos después, recobran su valor de
actualidad, se convierten en creaciones nuevas adaptadas a las distintas
culturas y tiempos a que se dirigen y ofrecen siempre una visión fresca de la
realidad espiritual. Desde su fuente original, el Corán, hasta el más actual de
los poetas sufíes que pueda haber en estos tiempos, cada verso, cada palabra
está en la búsqueda de la Inocencia Primigenia, en la indagación de la
Transparencia Suprema que pueda llevar con la energía del Amor hasta la
disolución en la Luz de la Totalidad, la Unión con el Amado.
Y puesto que el
Corán es la fuente primera de todo sufismo (y tiene también varios niveles de
lectura; algunos estudiosos hablan hasta de nueve, aunque a un sufí le basta
con la exterior –a la luz de la razón- y con la interior, del Corazón), quiero
cerrar este artículo con dos de las aleyas pertenecientes a la Sura de la Luz,
una de las más queridas por los sufíes, y que es también un hermoso poema:
Allah es la luz
de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una
lámpara; la lámpara está dentro de un vidrio y el vidrio es como un astro
radiante. Se enciende gracias a un árbol bendito, un olivo que no es ni
oriental ni occidental, cuyo vértice casi alumbra sin que lo toque el fuego.
Luz sobre luz. Allah guía hacia su Luz a quien quiere. Allah llama la atención
de los hombres con ejemplos y Allah conoce todas las cosas. De Allah es la
soberanía de los cielos y la tierra, hacia Él hay que volver.
*Emilio BALLESTEROS, poeta y ensayista granadino, dirige la revista Alhucema. Es Miembro Corresponsal de la Asociación Prometeo de Poesía.
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