EL
HAMMAN
El
hamman, más que una necesidad higiénica o una imposición religiosa, fue, en la
España medieval, una costumbre social, un privilegio para la época al que todos
tuvieron acceso: mujeres y hombres, mayores y pequeños, ricos y pobres,
musulmanes, judíos y cristianos.
Desde
tiempos remotos ha sido conocido y reconocido el valor del agua y su relación
inseparable con la subsistencia de la vida; pero, y también desde el principio,
todos los pueblos le supusieron otras utilidades y ventajas. En los Libros
Sagrados de las distintas religiones, reglamentado a través de ritos o
prescripciones, la recomendación del baño con el preciado líquido es indicado
en ocasiones tan convenientes para la higiene como tras el uso del matrimonio o
cuando la mujer vive los días del periodo menstrual. El bautismo cristiano no
es más que un ritual espiritual que simboliza la limpieza del cuerpo como
reflejo de la purificación del alma. Las abluciones de los musulmanes
representan el mismo papel purificador previo a la comunicación con Dios. Sin
olvidar la importancia purificadora que, aún en nuestros días, tienen las aguas
del río Jordán para palestinos e israelitas, o las del Ganges para los hindúes.
Fue
el griego Galeno quien dedujo que no habría nada más purificador que un baño
combinando lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo y lo esencial del Cosmos:
tierra, agua, aire y fuego.
Para
los griegos, el baño tenía un fin medicinal, reparador del cuerpo y, por
consecuencia, de la mente y espíritu. Para comprobarlo sólo tendremos que
seguir el esquema que para tal fin ideo Galeno: “Un inicial baño en seco, de
vapor, tendrá como misión calentar y fundir las materias nocivas del cuerpo y
limpiar la piel de impurezas y desigualdades que serán expulsadas con el fuerte
sudor provocado”. Como se observa, era ya conocida la propiedad que tenía la
sudoración provocada para eliminar las toxinas del cuerpo. Continua diciendo
Galeno: “el baño de agua muy caliente limpiará los resquicios de la epidermis,
entrando por los poros limpios y devolviendo una humedad pura a las partes
sólidas del cuerpo (carne y huesos) en sustitución del humor sudado”. Y termina
su prescripción indicando: “Un baño posterior con agua fría, refrescará el
cuerpo contrayendo la piel y cerrando los poros ya limpios”. Este baño frío
tenía como fin, también, provocar una vasoconstricción compensatoria de la
vasodilatación de las fases cálidas del baño.
Pero
fueron los romanos, con sus conocimientos en ingeniería y la construcción de
los acueductos, los que acercaron el agua allí donde era necesaria, dando forma
y estructura definitiva a los baños o termas romanas, convirtiéndolas en
lugares de esparcimiento y centro de la vida social de la época (el emperador
Agripa mando construir en roma ciento setenta termas), legando estos
conocimientos a todas las culturas que tuvieron relación con ellos: de árabes y
turcos, a rusos y finlandeses.
Los
árabes, acostumbrados a vivir en mares de arena, eran conscientes del valor
fundamental que tenía el agua. Seguramente fue por esta razón que, cuando
llegaron al sur de Hispania y descubrieron los acueductos y las acequias, los
patios con surtidores de agua y las termas, hicieron suyos estos elementos que
también contenían y sintetizaban aquel bien preciado para ellos, desarrollando
y ampliando el estudio de las técnicas relacionadas con el agua.
Los
árabes españoles difundieron el uso del baño y lo llevaron a todos los rincones
del país, popularizándolo y haciéndolo accesible a toda la sociedad: reyes y
labriegos, comerciantes y militares, monjes y religiosas; tanto llego a
extenderse que para todos formaba parte de su vida cotidiana. Los musulmanes no
concebían ciudad sin baño. Este concepto de llevar el baño al pueblo, allí
donde estuviera, llevó aparejado un cambio en las dimensiones y estructuras de
las monumentales termas, dando paso a los denominados “baños árabes”.
De
la misma manera que les ocurrió a los romanos, los árabes españoles también
“exportaron” la costumbre de bañarse y la tipología del “baño árabe” a las vecinas
tierras de África. Hoy día, en Marruecos, Argelia y Túnez, se sigue practicando
y utilizando como si los siglos no hubieran transcurrido.
Ubicación
Si
el agua era escasa o la población reducida, un solo baño servía, forzosamente,
a todos: cristianos, musulmanes y judíos, hombres y mujeres, ricos y pobres,
habiendo de ser regulado su uso con horarios semanales que trataban de impedir
relaciones perniciosas, siendo muy normal el siguiente régimen: lunes y
miércoles, día de mujeres; martes, jueves y sábados, días de hombres; viernes y
domingos, días disponibles para los judíos. Fue el rey Alfonso, el sabio,
quien, por ley, prohibió el baño conjunto de cristianos y judíos, (“que ningunt
judío non sea osado bañarse en baño, en uno con los cristianos”). Si, por el
contrario, el agua era abundante, caso de Granada, el número de baños se
multiplicaba con el de barrios, comunidades o grupos sociales. Tantos como
hiciera falta, buscando la comodidad y la cercanía para el cliente, ya que el
baño requería un ambiente de vecindad. Hay que tener en cuenta que con
mezquitas, sinagogas o iglesias, eran el único centro de reunión social.
Régimen
económico
Los
había de muy diferente precio y categoría social, y no hay que olvidar que en
el medievo español había una gran demanda, habiéndose convertido en un servicio
de primera necesidad.
Así
lo demuestra el hecho que desde antiguo se le aplicase el mismo régimen de
monopolio que a molinos y hornos, como fuente de seguros y fáciles ingresos
para el fisco real o señorial. Los baños, como otros bienes reales, podían ser
cedidos, mediante privilegio, a una minoría racial o a algún noble o persona a
quien se quería compensar. Tal es el caso de don Hernando de Zafra, secretario
de los Reyes Católicos y artífice de las capitulaciones de Granada, buen
conocedor de los beneficios de esa merced y de los sustanciosos emolumentos que
ésta generaba, llegó a tener la mayoría de los baños de Granada. Estas rentas
podían ser cobradas en especia, como por ejemplo ocurría con los baños de Jerez
o los de Ferreira, por los que los Señores del Marquesado del Zenete recibían
de los moriscos 550 y 200 fanegas de cebada, respectivamente.
El
edificio
El
baño árabe se edificaba con gran solidez, habida cuenta de las enormes
diferencias de temperaturas que tenía que soportar entre su interior y su
exterior, así como unos elevadísimos índices de humedad. Para su construcción
se empleó la mezcla de cal y arena (también heredada de los ingenieros romanos)
con la que obtenían una argamasa dura como la piedra y el tiempo. Su planta era
un rectángulo casi cuadrado, dividido en tres naves: sala vestidor, sala
templada (la mayor), y sala caliente, comunicadas entre si por arcos abiertos;
anejas se encontraban las dependencias auxiliares que albergaban la caldera con
el horno que la alimentaba, la leñera y el almacén. El edificio carecía de
ventanas por las que pudiera escaparse el calor, salvo en los techos, por lo
general abovedados, en los que se practicaban pequeñas claraboyas de forma
octogonal o de estrellas de ocho puntas, cerradas con vidrios de color rojo que
podían retirarse desde el exterior en caso de necesidad. El color rojo de los
cristales y las decoraciones de los techos con pinturas del mismo color,
contribuían, psicológicamente, a aumentar el ambiente cálido.
Uso
del baño
El
establecimiento se abría hacia las dos de la tarde, permaneciendo abierto hasta
muy entrada la noche. Cuando el visitante acudía el baño se encontraba
escrupulosamente limpio y deliciosamente perfumado con el aroma del tomillo o
romero que se quemaba en los hornos. El bañista pasaba a la primera sala
destinada a vestidor, que era la más fría del baño, donde se desvestía y se le
entregaban dos paños blancos: uno para cubrirse las partes vergonzosas,
ciñéndoselo a la cintura, y el otro para la cabeza a modo de turbante, y unas
sandalias altas de madera o corcho llamadas chapines, que les protegía del
calor que el pavimento desprendía al estar sobre una cámara de aire que recibía
el calor de las calderas. De esta guisa, con las pantuflas, un paño en el
hombro (ya que pocos eran los que se avergonzaban de exhibir sus vergüenzas), y
otro sobre la cabeza, pasaban a la sala central y principal del
establecimiento, muy caliente y saturada de vapor. Allí se tendían en una tarima
especial en donde comenzaban a sudar en reposo, y los bañeros, que en los
palacios podían ser sustituidos por esclavas especializadas, favorecían la
sudoración mediante fricciones enérgicas. Al fin de esta operación el bañista
pasaba a la tercera sala y más caliente, por estar junto y casi encima de la
caldera de cobre y el horno.
Siempre
en cuclillas, era enjabonado de pies a cabeza, con abundante espuma, que se
hacía desaparecer lazándole gran cantidad de agua muy caliente, con recipientes
de madera resistentes a la transmisión de calor, levantando esta lluvia gran
cantidad de vapor al caer al suelo caliente. Tras esta fase, muy importante en
el ritual del baño, era necesario volver a la sala templada para reposar y
reponerse, a lo cual los empleados ayudaban con expertos masajes. Esta
transición era obligada antes de volver de nuevo a la sala caliente a tomar una
nueva ducha, esta vez de agua bien fría, para después regresar nuevo a la sala
central a reposar y tomar nuevos masajes reactivos acompañados de aceites y
perfumes, dependiendo su calidad de la posibilidad económica del cliente. Ya
reconfortado, el bañista se envolvía en una especie de albornoz de algodón,
quedando en reposo en la sala central, con una sensación de ligereza, charlando
con los amigos de religión, de política o sobre los chascarrillos de la
vecindad. En este maravilloso ambiente era frecuente que algunos comieran o
cenaran.
Como
se ha visto, el baño árabe, era más un baño de vapor, no existiendo la
inmersión como en las termas romanas, donde el agua, caliente o fría, era
tomada en piscinas en las que era posible nadar, ejercicio éste considerado
innoble por los árabes.
Restos
arqueológicos
Muchos
son los restos existentes de los denominados baños árabes. Mas, especial mención
merece, por el notable interés, el llamado “Bañuelo”, sito en la Carrera del
Darro de la ciudad de Granada. Se trata de los más antiguos baños árabes
conservados completos en España. Los mando construir el visir judío Samuel
Ha-Levy ibn-Negrela en la época zirí (siglo XI). Fue expropiado a su anterior
propietario D. Gonzalo Enríquez de Luna, quien, en un gesto de generosidad que
le honra, se conformó con quince mil pesetas de las diecisiete mil en que fue
tasado por la Administración en mayo de 1928. Restaurado ejemplarmente por D.
Leopoldo Torres Balbás, se trata del edificio más venerable de Granada, no
pudiéndose resistir uno a pensar en la cantidad de historia que encierran sus
muros: conjuras políticas, disconformidades religiosas, inconfesables intrigas
sociales, culto a la amistad, amores encontrados...
Su interior conserva capiteles procedente del derribo de Medinat al-Zara, en Córdoba. Pero no son estos capiteles la mayor riqueza que tiene este monumento, conocido en su tiempo como “baños del nogal”, ni ninguno de sus demás restos arqueológicos, sino que su gran tesoro es Dª. Concha, la guardesa y portera del edificio. Su padre, asignado por el propio Torres Balbás, fue el primer portero que tuvo el Bañuelo, y Dª. Concha nació en él, se crió jugando en su patio, se casó, tuvo tres hijos, enviudó y perdió en él al benjamín de sus hijos. Una historia más de alegrías y tristezas para sus veteranos muros. Todos los días limpia Dª. Concha amorosamente “su” Bañuelo, y lo perfuma con incienso para que los visitantes se sientan como en otro mundo que transgrede las leyes del tiempo. Dos reliquias.
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