jueves, 19 de julio de 2012

Historia de los judíos en al-Ándalus. Los excluidos de la edad moderna: Judíos, protestantes y moriscos




JUDÍOS, PROTESTANTES Y MORISCOS










LA ENTRADA DE ESPAÑA EN LA EDAD MODERNA ESTUVO MARCADA POR UNA POLÍTICA UNIFICADORA, CUYAS VÍCTIMAS FUERON LOS JUDÍOS QUE NO SE QUISIERON CONVERTIR, LOS CÍRCULOS PROTESTANTES Y LA MINORÍA MORISCA. RAPHAEL CARRASCO* SIGUE A LOS TRES GRUPOSHASTA LOS LUGARES QUE ELIGIERON PARA SU NUEVA VIDA.

Para la historiografía clásica, el final de la Edad Media se anuncia a bombo y platillo con las grandes hazañas de los Reyes Católicos en 1492, entre las cuales una por lo menos, la expulsión de los judíos, no deja de parecer hoy harto problemática, como si la modernidad española tuviera que quedar marcada, desde su origen, por el estigma del fanatismo y de la exclusión. Por muy de su época que parezca la medida, no deja de ser para nuestra sensibilidad del siglo XXI altamente chocante la drástica decisión de extirpar del suelo nacional a toda una comunidad, bajo el pretexto de que sus miembros no comparten el mismo credo ni tienen los mismos hábitos que los "cristianos viejos", amén de la codicia que excitaba la supuesta riqueza de los judíos.

Más allá de la cuestión del judaísmo, lo fundamental es el marcado sabor a contienda religiosa y a revancha social que cobra este primer destierro. Los siguientes presentarían matices importantes. Porque el siglo XVI no conoció un solo exilio, sino al menos tres. El primero abre el período con relentes de apocalipsis y hogueras de Inquisición al fondo. El tercero lo cierra, en 1609-1611, con la expulsión de los moriscos, el residuo malparado del temido enemigo musulmán. Entre ambos, otra marcha forzosa acaecida a mediados de siglo, la de los protestantes españoles, se presenta más discreta, tal vez por haber interesado menos a unos investigadores poco proclives a aceptar la realidad de un arraigo protestante en España que revistió cierta importancia.

LA DIÁSPORA SEFARDI. La expulsión de los judíos, firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, no significó el fin del judaísmo hispano, pues fueron numerosos los que prefirieron cambiar de religión y permanecer en la Península, amén del muy nutrido contingente de judeoconversos, ya existente por lo menos desde las dramáticas coacciones de 1391. Esta importante comunidad, cristiana de nombre pero no siempre en la intimidad de su conciencia, mantenía estrechas relaciones con los judíos y las sinagogas, motivo de escándalo para una mayoría de cristianos viejos, cuyo sentir sólo abogaba por la verdadera Iglesia de Roma.

Así es como uno de los motivos más fuertemente expresados en el real decreto para justificar la medida, era evitar los contactos entre conversos y judíos, trato en el que se veía un importante obstáculo para la integración de los neófitos. Desarraigando de cuajo el judaísmo peninsular, se lograría la definitiva conversión de los antiguos hijos de Israel. Porque el decreto de expulsión español, pertenece a ese largo linaje de medidas de conversión forzada, que atraviesa todo el Medievo europeo y de las cuales representa el último avatar en el umbral mismo de la modernidad: aunque la letra del texto real no deje a los judíos la opción de la conversión o de la partida, se sobreentiende que, si se convienen, no tienen por qué salir.

Si el discutido decreto originó una nueva y definitiva diáspora sefardí, también generó un movimiento de conversión nada despreciable desde el punto de vista cuantitativo, que fue a engrosar notablemente el contingente ya existente de neocristianos de origen judío y, por ende, a redundar en el tan manoseado "problema converso" de la España de los Austrias.

CIFRAS Y DESTINOS. El decreto de expulsión se hizo público a finales de abril de 1492 y daba hasta fines de julio a los judíos para abandonar la Península tras vender sus bienes -no podían llevarse oro ni plata ni moneda acuñada, pero sí letras de cambio y mercaderías ¿Cuántos salieron? En el momento de la expulsión podía haber en España unos 200.000 judíos -alrededor del cuatro por ciento de la población-, de los cuales, unos 50.000 residirían en la Corona de Aragón. Cerca de la mitad prefirió convertirse al cristianismo y quedarse en España. Por otra parte, durante los meses que siguieron a la expulsión, un número indeterminado de hebreos regresó, tras aceptar el cambio de religión -por ejemplo, los que se habían marchado a Fez y fueron muy mal tratados-. Tomando todo en cuenta, las pérdidas humanas definitivas se pueden cifrar entre 50.000 y 100.000, siendo lo más plausible unos 80.000, muy por debajo de las cifras astronómicas presentadas por no pocos especialistas -algunos han propuesto la de 350.000 expulsados.

Las metas del exilio fueron principalmente Portugal, África del norte y el Imperio Otomano. Pero también los hubo que se quedaron en Francia, en Italia, en Grecia, aunque en menor número. El importante escritor del exilio Yosef Ha-Kohen, que tantos datos acerca de la diáspora hispana en Italia proporciona en su crónica El valle del Llanto, informa sobre el paso de su familia por el sur de Francia: "En el año 5257, que es el de 1496, nací yo, Yosef ben Yehosu´a, de los Kohen, que fueron desterrados de España, el día 20 de diciembre, que es el décimo mes, en la región de Provenza, en Aviñón, que está a orillas del río Ródano. Me sacó mi padre de allí cuando tenía cinco años de edad y habitamos en los confines de Génova, la soberbia, hasta hoy" (traducción del hebreo de P. León Tello).

El reino lusitano fue el que más exiliados recibió: unos 50.000 probablemente. Pero allí los hebreos iban a gozar poco tiempo de la libertad de culto, ya que cinco años más tarde, el 30 de junio de 1497, el rey Manuel I proclamó la llamada Conversión General de todos los judíos, a quienes se denegó la posibilidad de emigración, pero se otorgó un plazo de veinte años para la su aculturación. Sin embargo, la cambiante política del soberano, que permitió que se desarrollase un peligroso clima antisemita, desembocó en las graves matanzas de judíos de la primavera de 1506. Testigo en Lisboa de la masacre, Selomoh Ibn Verga, venido en exilio en 1492, cuenta lo siguiente en La vara de Yéhudad (traducido del hebreo por María José Cano): “Alzóse entonces el pueblo, espada en mano y mataron en tres días a tres mil personas, los robaron, los arrastraron a la plaza y los quemaron. A algunas preñadas las arrojaban desde las ventanas y las recibían con las dagas desde abajo, saltando el feto muchos codos. Y del mismo modo otras crueldades e infamias que no es conveniente narrar.

La integración religiosa de estos judíos no tuvo lugar nunca. La "Nación de los cristianos nuevos portugueses" o "marranos" seguiría su andadura original para culminar, en el siglo XVII, escribiendo una importante página del incipiente capitalismo mundial.

El poder otomano autorizó el asentamiento de los expulsos en sus dominios, hacia los que no sólo marchó un nutrido grupo de exiliados en 1492 -unos 20 o 30.000, probablemente ­ sino que seguirían acudiendo numerosos a lo largo de los siglos XVI y XVII, transformándose así el espacio otomano en una verdadera zona refugio -como lo fue Ámsterdam en Europa del norte a partir de 1579- para los sefardíes. En oleadas sucesivas, se fueron creando importantes comunidades en Estambul, Andrinopla, Esmirna y Salónica; en Bucarest y Sofía;" en El Cairo; en Rodas y Creta; en Corfú y Zante.

Los sefardíes ibéricos protagonizaron un importante papel en aquellas regiones, al menos en dos ámbitos. Por un lado, aquellas comunidades lograron perpetuar una cultura, una memoria, un ritual y una "identidad" como solemos decir hoy, en particular lingüística, que han perdurado hasta nuestros días. En segundo lugar, generaron un notable desarrollo económico, institucional y cultural, al introducir innovaciones tecnológicas, comerciales y culturales, por ejemplo, la imprenta y el teatro.

También desempeñaron un papel motor en el comercio marítimo y permitieron la aparición de actividades manufactureras, así como el desarrollo de los oficios artísticos y de lujo. El mayor centro "español" fue Salónica, donde los sefardíes eran mayoritarios. En el momento de apogeo del Imperio Otomano, los exiliados y sus descendientes están presentes en los centros de poder y ostentan una envidiable influencia política como letrados, médicos, diplomáticos o "judíos de Corte" y también espías. En Estambul, ciertos consejeros intervienen directamente en las decisiones del Diwan, particularmente en lo relativo a la política española de la Sublime Puerta.

EL EXILIO PROTESTANTE. Resulta difícil hablar de un "exilio protestante", pues la expatriación de los reformados españoles no se ha estudiado aún como fenómeno colectivo. Sólo conocemos el itinerario de tal o cual figura de una diáspora bastante selectiva y que afectó principalmente a las élites intelectuales y clericales.

En la España del siglo XVI, el protestantismo no conoció la difusión que se hubiera podido esperar, si comparamos con lo ocurrido en Francia e incluso en Italia. Pero también es cierto que, en el momento en que la nueva espiritualidad hubiera podido arraigar en los ambientes populares, o sea en la época de Carlos V y de Felipe II, la Inquisición logró establecer un verdadero "cordón sanitario" muy eficaz.

No obstante, la realidad es más compleja. Hacia el final de los años 1520, cuando Juan de Valdés termina su Diálogo de la doctrina cristiana y decide exiliarse en Nápoles para huir de la Inquisición, los textos de Lutero se conocen en la Península. Pero con Juan de Valdés nos situamos lejos del pueblo. Estamos en el mundo de los erasmistas, de la élite universitaria de AIcalá, el impresor Miguel de Eguía y el grupo de Escalona, protegido por el duque del Infantado. Individuos que han viajado por el extranjero y han estado en contacto, en Flandes, Alemania o Italia, con la espiritualidad reformada.

Dentro de España, estas ideas se difunden por la vía de los libros importados, pero sobre todo merced al trato con los numerosos extranjeros que pasan por las ciudades españolas o se afincan en ellas. Sin embargo, nada permitía augurar el formidable estallido de los años 1550, que iba a desencadenar el exilio protestante.

La represión contra los reformados españoles culmina el 8 de octubre de 1559, cuando Felipe II asiste con su hijo y heredero, el príncipe don Carlos, al multitudinario auto de fe organizado por la Inquisición en Valladolid, en el que desfilan cerca de un centenar de "luteranos", como se les llama entonces en España. Pocos meses antes -el 21 de mayo, exactamente- había tenido lugar un primer auto inquisitorial antiprotestante. En total, ambas ceremonias arrojan el balance de 25 quemados en persona, uno en efigie y 25 reconciliados, además de muchos condenados a penas más leves.

Paralelamente, en Sevilla se lleva a cabo una persecución más sangrienta todavía, ya que en otros dos autos de fe -el 24 de septiembre de 1559 y en 22 de diciembre de 1560- se condena a muerte a 32 desgraciados y se reconcilia a otros 22 más.

La brutalidad de la represión lanzó al exilio a los simpatizantes de la Reforma aún libres y generó una ola de pánico en los medios espirituales afines a los ideales erasmistas. Empezaba a reinar por el terror la política de uniformidad.

En realidad, las huidas al extranjero habían empezado antes, pues la Inquisición había comenzado a indagar ya a finales de los años 1540, arrestando a los primeros sospechosos y provocando la fuga de los más expuestos o más clarividentes. El principal foco de emigración fue Sevilla y su centro, el Convento de San Isidoro del Campo, verdadero cuartel general de la Reforma peninsular. En 1557, ya han huido por lo menos trece frailes, entre los cuales se hallan espíritus eminentes como Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera y Antonio del Corro.

Se iban primero a Ginebra y luego a otras partes de Suiza, a Estrasburgo y de ahí a Alemania, Flandes, Italia y también a Francia. París se transformó en un importante centro semiclandestino de encuentro entre exiliados, ya que eran vigilados de cerca por los agentes de la Inquisición. Algunos se trasladaron a Inglaterra, pues, al subir al trono la reina Isabel I en 1558, este país optó por una política de favor hacia los protestantes extranjeros.

Así lo hicieron Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina, poco a gusto en el opresivo ambiente de Ginebra. En 1560, Casiodoro obtuvo permiso para abrir una iglesia española en Londres: será la de Santa María Axe, a la que a su vez pertenece Valera. La gran obra de Casiodoro de Reina es la traducción de la Biblia -la famosa Biblia del Oso publicada en Basilea en 1569-, la primera versión completa en castellano y la única traducción protestante que existe. Murió en Francfort, en 1594, con más de 70 años.

Desde el extranjero, los reformados desarrollaron una importante actividad editorial y polémica dirigida a fomentar -postura totalmente utópica- el triunfo de la Reforma en España. Juan Pérez, por ejemplo, salido hacia 1550, y bien acogido en Ginebra, fundó allí, en el templo de San Germán, la iglesia de los refugiados españoles y organizó un sistema de infiltración de textos heterodoxos en España bastante eficiente. Su Carta dirigida a Felipe II (15 de marzo de 1567) es una fervorosa defensa de la tolerancia.

EL DESTIERRO MORISCO. El destierro de los moriscos fue masivo, contundente, espectacular. Tanto, que no todos los cristianos lo entendieron. El caso de Cervantes es bastante representativo de las dudas que pudo generar lo inhumano de la expulsión general en la conciencia de no pocos españoles que, por otra parte, estaban convencidos de lo mal encaminados que iban los moriscos. El discurso antimorisco del padre del Quijote se matiza notablemente tras la deportación de los descendientes de los mudéjares. De hecho, una veintena de escritos salieron entonces a luz, en los que la expulsión se presentaba como un gran triunfo de la causa católica y una justa sanción contra la pertinacia de unos infieles mal avenidos.

La expulsión no fue sino el último episodio de un movimiento empezado en la Edad Media y que se había incrementado tras la toma de Granada. La diferencia estribaba en que, antes, eran los moriscos quienes huían a tierras de moros, mientras que, en 1609, fue la monarquía católica la que decidió separarse de sus súbditos neocristianos.

Hasta entonces, la sangría humana había sido continua. El reino de Granada fue el que más perdió, antes de la dispersión general de sus moriscos por Castilla a raíz de la Guerra de las Alpujarras de 1569-15. Entre 1492 y 1568, desaparecen más de 200.000, pasados a África o a Oriente Medio, cruzando los mares, o el sur de Francia, la península italiana y los Balcanes. En Valencia, también eran frecuentes las partidas de familias enteras hacia Argel o Marruecos.

Los procesos inquisitoriales contienen no pocas descripciones de estas huidas nocturnas en una barcaza. Se conocen historias muy bonitas de amantes separados, de familias reunidas, de dobles vidas a ambos lados del Mediterráneo. También huían personajes notables, como el enigmático doctor Jábar, casado en el valenciano barrio de Ruzafa con una señora de allí y que, de repente, abandona su hogar cristiano y, con otros cinco compañeros de exilio, huye en 1593 a Argel, donde perdemos su rastro.

Otros iban y venían a sacar moriscos de la costa levantina para instalarlos en tierras del Islam. Esta actividad, muy perseguida, podía acabar muy mal para los más atrevidos. Así le fue a Alicaxet, morisco de Oliva, quemado vivo en Valencia en noviembre de 1576. Había emigrado a Argel hacía veinte años y en una ocasión, en 1571, se llevó a veinte familias de su pueblo en cuatro galeotas. Su heroica profesión de fe musulmana in articulo mortis hizo de él una de las grandes figuras del martirologio morisco.

Argel estaba repleta de estos moriscos valencianos o aragoneses que se casaban allí, abrían una tienda y no desdeñaban el corso contra los cristianos. En Marruecos también eran bastante numerosos y, en lo que hoy es Libia, existía una pequeña colonia, como las de Egipto y Estambul.

Resulta imposible evaluar esta diáspora de goteo, pero no cabe duda de que las pérdidas en el reino de Valencia fueron cuantiosas a lo largo del siglo. Los años de mayores salidas son los posteriores a la conversión de 1526. Tras el desarme general de los moriscos de 1563 y la Guerra de las Alpujarras, se intensifica la vigilancia de las costas y las salidas clandestinas se vuelven más difíciles, pero no cesan. Tenemos noticia de la expatriación de linajes enteros, o sea cuatro, cinco o seis familias a la vez.

Incluso en 1576, según nos informa un padre jesuita que había viajado a Argel para ciertos rescates, se pactó allá con un profesional oriundo de Gandía que, por 25.000 ducados, se viniera con siete galeotas gruesas para que se pasara a Argel todo el Arrabal de Gandía. El trato no se hizo finalmente por cuestiones de coste.

IMPOSIBLE ACULTURACIÓN. Este movimiento acabó generando "allende los mares" una verdadera comunidad morisca del exilio, cuya existencia se veía con malísimos ojos por las autoridades religiosas y civiles españolas, por parecerles, no sin razón, la principal base estratégica de la resistencia morisca. A ello se alude en los albores del siglo XVII, para hacer hincapié en la imposibilidad de lograr la aculturación de los moriscos, y acabó transformándose en argumento suplementario en pro de la expulsión.

Ésta acaeció en 1609 y se prolongó hasta 1612. El número de desterrados ascendió a unos 300.000, tal vez un poco menos, de los cuales el grupo más nutrido corresponde a los nacidos en el reino de Valencia: más de 120.000. Salieron sobre todo por mar, pero también, hasta 30.000 probablemente, por tierra, hacia Francia, donde hallaron al principio una buena acogida y algunos decidieron quedarse. Pero la mayoría salió por los puertos del Mediterráneo y por Sevilla.

Los valencianos fueron conducidos hasta seis puntos de embarque: El Grao, Alicante, Denia y su vecina Jávea, Vinaroz y Moncofa. Las condiciones de la expulsión fueron atroces. Los desterrados tuvieron que pagarse el pasaje, fueron a menudo violentamente despojados de las joyas y dinero que llevaban, vendidos a intermediarios sin escrúpulos. Los moriscos que se sublevaron contra la medida de expulsión en la sierra de Muela de Cortes y en la de Laguar fueron cruelmente reprimidos. Unos 1.500 de los del Val de Laguar perecieron a orillas del mar, mientras se esperaban embarcaciones para echarlos. Los aragoneses salieron por los Alfaques y por Agde. En cuanto a los castellanos, murcianos y andaluces, se concentraron en Sevilla, Cartagena y Málaga. Los que pasaron por esta última localidad fueron los peor tratados.

Llegados al final, ¿qué balance se puede proponer del largo siglo XVI de los exilios? La impresión de conjunto no puede ser sino negativa, no tanto por tratarse de expulsiones que marcan con fuerza el rechazo de la alteridad y el apego a la intolerancia de Estado -conceptos extraños para una mentalidad de la época y, por tanto, anacrónicos- como por quiénes fueron los condenados al destierro y por ser éste de la magnitud que fue. Al final, la monarquía católica no vaciló en desprenderse de sectores importantes del mundo productivo o de representantes relevantes del debate religioso de la modernidad.

RAFAËL CARRASCO. PROFESOR DE HISTORIA MODERNA, UNIVERSIDAD PAUL VALÉRI, MONTPELLIER

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