JUDÍOS,
PROTESTANTES Y MORISCOS
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Para la historiografía clásica, el final de la Edad Media se anuncia a
bombo y platillo con las grandes hazañas de los Reyes Católicos en 1492, entre
las cuales una por lo menos, la expulsión de los judíos, no deja de parecer hoy
harto problemática, como si la modernidad española tuviera que quedar marcada,
desde su origen, por el estigma del fanatismo y de la exclusión. Por muy de su
época que parezca la medida, no deja de ser para nuestra sensibilidad del siglo
XXI altamente chocante la drástica decisión de extirpar del suelo nacional a
toda una comunidad, bajo el pretexto de que sus miembros no comparten el mismo
credo ni tienen los mismos hábitos que los "cristianos viejos", amén
de la codicia que excitaba la supuesta riqueza de los judíos.
Más allá de la cuestión del judaísmo, lo fundamental es el marcado
sabor a contienda religiosa y a revancha social que cobra este primer
destierro. Los siguientes presentarían matices importantes. Porque el siglo XVI
no conoció un solo exilio, sino al menos tres. El primero abre el período con
relentes de apocalipsis y hogueras de Inquisición al fondo. El tercero lo
cierra, en 1609-1611, con la expulsión de los moriscos, el residuo malparado
del temido enemigo musulmán. Entre ambos, otra marcha forzosa acaecida a
mediados de siglo, la de los protestantes españoles, se presenta más discreta,
tal vez por haber interesado menos a unos investigadores poco proclives a
aceptar la realidad de un arraigo protestante en España que revistió cierta
importancia.
LA DIÁSPORA SEFARDI. La expulsión
de los judíos, firmada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, no
significó el fin del judaísmo hispano, pues fueron numerosos los que
prefirieron cambiar de religión y permanecer en la Península, amén del muy
nutrido contingente de judeoconversos, ya existente por lo menos desde las
dramáticas coacciones de 1391. Esta importante comunidad, cristiana de nombre
pero no siempre en la intimidad de su conciencia, mantenía estrechas relaciones
con los judíos y las sinagogas, motivo de escándalo para una mayoría de
cristianos viejos, cuyo sentir sólo abogaba por la verdadera Iglesia de Roma.
Así es como uno de los motivos más fuertemente expresados en el real
decreto para justificar la medida, era evitar los contactos entre conversos y
judíos, trato en el que se veía un importante obstáculo para la integración de
los neófitos. Desarraigando de cuajo el judaísmo peninsular, se lograría la
definitiva conversión de los antiguos hijos de Israel. Porque el decreto de
expulsión español, pertenece a ese largo linaje de medidas de conversión
forzada, que atraviesa todo el Medievo europeo y de las cuales representa el
último avatar en el umbral mismo de la modernidad: aunque la letra del texto
real no deje a los judíos la opción de la conversión o de la partida, se
sobreentiende que, si se convienen, no tienen por qué salir.
Si el discutido decreto originó una nueva y definitiva diáspora
sefardí, también generó un movimiento de conversión nada despreciable desde el
punto de vista cuantitativo, que fue a engrosar notablemente el contingente ya
existente de neocristianos de origen judío y, por ende, a redundar en el tan
manoseado "problema converso" de la España de los Austrias.
CIFRAS Y DESTINOS. El decreto de
expulsión se hizo público a finales de abril de 1492 y daba hasta fines de
julio a los judíos para abandonar la Península tras vender sus bienes -no
podían llevarse oro ni plata ni moneda acuñada, pero sí letras de cambio y
mercaderías ¿Cuántos salieron? En el momento de la expulsión podía haber en
España unos 200.000 judíos -alrededor del cuatro por ciento de la población-,
de los cuales, unos 50.000 residirían en la Corona de Aragón. Cerca de la mitad
prefirió convertirse al cristianismo y quedarse en España. Por otra parte,
durante los meses que siguieron a la expulsión, un número indeterminado de
hebreos regresó, tras aceptar el cambio de religión -por ejemplo, los que se
habían marchado a Fez y fueron muy mal tratados-. Tomando todo en cuenta, las
pérdidas humanas definitivas se pueden cifrar entre 50.000 y 100.000, siendo lo
más plausible unos 80.000, muy por debajo de las cifras astronómicas
presentadas por no pocos especialistas -algunos han propuesto la de 350.000
expulsados.
Las metas del exilio fueron principalmente Portugal, África del norte
y el Imperio Otomano. Pero también los hubo que se quedaron en Francia, en
Italia, en Grecia, aunque en menor número. El importante escritor del exilio
Yosef Ha-Kohen, que tantos datos acerca de la diáspora hispana en Italia
proporciona en su crónica El valle del Llanto, informa sobre el paso de
su familia por el sur de Francia: "En el año 5257, que es el de 1496, nací
yo, Yosef ben Yehosu´a, de los Kohen, que fueron desterrados de España, el día
20 de diciembre, que es el décimo mes, en la región de Provenza, en Aviñón, que
está a orillas del río Ródano. Me sacó mi padre de allí cuando tenía cinco años
de edad y habitamos en los confines de Génova, la soberbia, hasta hoy"
(traducción del hebreo de P. León Tello).
El reino lusitano fue el que más exiliados recibió: unos 50.000
probablemente. Pero allí los hebreos iban a gozar poco tiempo de la libertad de
culto, ya que cinco años más tarde, el 30 de junio de 1497, el rey Manuel I
proclamó la llamada Conversión General de todos los judíos, a quienes se denegó
la posibilidad de emigración, pero se otorgó un plazo de veinte años para la su
aculturación. Sin embargo, la cambiante política del soberano, que permitió que
se desarrollase un peligroso clima antisemita, desembocó en las graves matanzas
de judíos de la primavera de 1506. Testigo en Lisboa de la masacre, Selomoh Ibn
Verga, venido en exilio en 1492, cuenta lo siguiente en La vara de Yéhudad (traducido
del hebreo por María José Cano): “Alzóse entonces el pueblo, espada en mano y
mataron en tres días a tres mil personas, los robaron, los arrastraron a la
plaza y los quemaron. A algunas preñadas las arrojaban desde las ventanas y las
recibían con las dagas desde abajo, saltando el feto muchos codos. Y del mismo
modo otras crueldades e infamias que no es conveniente narrar.
La integración religiosa de estos judíos no tuvo lugar nunca. La
"Nación de los cristianos nuevos portugueses" o "marranos"
seguiría su andadura original para culminar, en el siglo XVII, escribiendo una
importante página del incipiente capitalismo mundial.
El poder otomano autorizó el asentamiento de los expulsos en sus
dominios, hacia los que no sólo marchó un nutrido grupo de exiliados en 1492
-unos 20 o 30.000, probablemente sino que seguirían acudiendo numerosos a lo
largo de los siglos XVI y XVII, transformándose así el espacio otomano en una
verdadera zona refugio -como lo fue Ámsterdam en Europa del norte a partir de
1579- para los sefardíes. En oleadas sucesivas, se fueron creando importantes
comunidades en Estambul, Andrinopla, Esmirna y Salónica; en Bucarest y
Sofía;" en El Cairo; en Rodas y Creta; en Corfú y Zante.
Los sefardíes ibéricos protagonizaron un importante papel en aquellas
regiones, al menos en dos ámbitos. Por un lado, aquellas comunidades lograron
perpetuar una cultura, una memoria, un ritual y una "identidad" como
solemos decir hoy, en particular lingüística, que han perdurado hasta nuestros
días. En segundo lugar, generaron un notable desarrollo económico,
institucional y cultural, al introducir innovaciones tecnológicas, comerciales
y culturales, por ejemplo, la imprenta y el teatro.
También desempeñaron un papel motor en el comercio marítimo y
permitieron la aparición de actividades manufactureras, así como el desarrollo
de los oficios artísticos y de lujo. El mayor centro "español" fue
Salónica, donde los sefardíes eran mayoritarios. En el momento de apogeo del
Imperio Otomano, los exiliados y sus descendientes están presentes en los centros
de poder y ostentan una envidiable influencia política como letrados, médicos,
diplomáticos o "judíos de Corte" y también espías. En Estambul,
ciertos consejeros intervienen directamente en las decisiones del Diwan,
particularmente en lo relativo a la política española de la Sublime Puerta.
EL EXILIO PROTESTANTE. Resulta
difícil hablar de un "exilio protestante", pues la expatriación de
los reformados españoles no se ha estudiado aún como fenómeno colectivo. Sólo
conocemos el itinerario de tal o cual figura de una diáspora bastante selectiva
y que afectó principalmente a las élites intelectuales y clericales.
En la España del siglo XVI, el protestantismo no conoció la difusión
que se hubiera podido esperar, si comparamos con lo ocurrido en Francia e incluso
en Italia. Pero también es cierto que, en el momento en que la nueva
espiritualidad hubiera podido arraigar en los ambientes populares, o sea en la
época de Carlos V y de Felipe II, la Inquisición logró establecer un verdadero
"cordón sanitario" muy eficaz.
No obstante, la realidad es más compleja. Hacia el final de los años
1520, cuando Juan de Valdés termina su Diálogo de la doctrina cristiana y
decide exiliarse en Nápoles para huir de la Inquisición, los textos de Lutero
se conocen en la Península. Pero con Juan de Valdés nos situamos lejos del
pueblo. Estamos en el mundo de los erasmistas, de la élite universitaria de
AIcalá, el impresor Miguel de Eguía y el grupo de Escalona, protegido por el
duque del Infantado. Individuos que han viajado por el extranjero y han estado
en contacto, en Flandes, Alemania o Italia, con la espiritualidad reformada.
Dentro de España, estas ideas se difunden por la vía de los libros
importados, pero sobre todo merced al trato con los numerosos extranjeros que
pasan por las ciudades españolas o se afincan en ellas. Sin embargo, nada
permitía augurar el formidable estallido de los años 1550, que iba a
desencadenar el exilio protestante.
La represión contra los reformados españoles culmina el 8 de octubre
de 1559, cuando Felipe II asiste con su hijo y heredero, el príncipe don
Carlos, al multitudinario auto de fe organizado por la Inquisición en
Valladolid, en el que desfilan cerca de un centenar de "luteranos",
como se les llama entonces en España. Pocos meses antes -el 21 de mayo,
exactamente- había tenido lugar un primer auto inquisitorial antiprotestante.
En total, ambas ceremonias arrojan el balance de 25 quemados en persona, uno en
efigie y 25 reconciliados, además de muchos condenados a penas más leves.
Paralelamente, en Sevilla se lleva a cabo una persecución más
sangrienta todavía, ya que en otros dos autos de fe -el 24 de septiembre de
1559 y en 22 de diciembre de 1560- se condena a muerte a 32 desgraciados y se
reconcilia a otros 22 más.
La brutalidad de la represión lanzó al exilio a los simpatizantes de
la Reforma aún libres y generó una ola de pánico en los medios espirituales
afines a los ideales erasmistas. Empezaba a reinar por el terror la política de
uniformidad.
En realidad, las huidas al extranjero habían empezado antes, pues la
Inquisición había comenzado a indagar ya a finales de los años 1540, arrestando
a los primeros sospechosos y provocando la fuga de los más expuestos o más
clarividentes. El principal foco de emigración fue Sevilla y su centro, el
Convento de San Isidoro del Campo, verdadero cuartel general de la Reforma
peninsular. En 1557, ya han huido por lo menos trece frailes, entre los cuales
se hallan espíritus eminentes como Casiodoro de Reina, Cipriano de Valera y
Antonio del Corro.
Se iban primero a Ginebra y luego a otras partes de Suiza, a
Estrasburgo y de ahí a Alemania, Flandes, Italia y también a Francia. París se
transformó en un importante centro semiclandestino de encuentro entre
exiliados, ya que eran vigilados de cerca por los agentes de la Inquisición.
Algunos se trasladaron a Inglaterra, pues, al subir al trono la reina Isabel I
en 1558, este país optó por una política de favor hacia los protestantes
extranjeros.
Así lo hicieron Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina, poco a gusto
en el opresivo ambiente de Ginebra. En 1560, Casiodoro obtuvo permiso para
abrir una iglesia española en Londres: será la de Santa María Axe, a la que a
su vez pertenece Valera. La gran obra de Casiodoro de Reina es la traducción de
la Biblia -la famosa Biblia del Oso publicada en Basilea en 1569-, la
primera versión completa en castellano y la única traducción protestante que
existe. Murió en Francfort, en 1594, con más de 70 años.
Desde el extranjero, los reformados desarrollaron una importante
actividad editorial y polémica dirigida a fomentar -postura totalmente utópica-
el triunfo de la Reforma en España. Juan Pérez, por ejemplo, salido hacia 1550,
y bien acogido en Ginebra, fundó allí, en el templo de San Germán, la iglesia
de los refugiados españoles y organizó un sistema de infiltración de textos
heterodoxos en España bastante eficiente. Su Carta dirigida a Felipe II (15
de marzo de 1567) es una fervorosa defensa de la tolerancia.
EL DESTIERRO MORISCO. El destierro
de los moriscos fue masivo, contundente, espectacular. Tanto, que no todos los
cristianos lo entendieron. El caso de Cervantes es bastante representativo de
las dudas que pudo generar lo inhumano de la expulsión general en la conciencia
de no pocos españoles que, por otra parte, estaban convencidos de lo mal
encaminados que iban los moriscos. El discurso antimorisco del padre del Quijote
se matiza notablemente tras la deportación de los descendientes de los
mudéjares. De hecho, una veintena de escritos salieron entonces a luz, en los
que la expulsión se presentaba como un gran triunfo de la causa católica y una
justa sanción contra la pertinacia de unos infieles mal avenidos.
La expulsión no fue sino el último episodio de un movimiento empezado
en la Edad Media y que se había incrementado tras la toma de Granada. La
diferencia estribaba en que, antes, eran los moriscos quienes huían a tierras
de moros, mientras que, en 1609, fue la monarquía católica la que decidió
separarse de sus súbditos neocristianos.
Hasta entonces, la sangría humana había sido continua. El reino de
Granada fue el que más perdió, antes de la dispersión general de sus moriscos
por Castilla a raíz de la Guerra de las Alpujarras de 1569-15. Entre 1492 y
1568, desaparecen más de 200.000, pasados a África o a Oriente Medio, cruzando
los mares, o el sur de Francia, la península italiana y los Balcanes. En
Valencia, también eran frecuentes las partidas de familias enteras hacia Argel
o Marruecos.
Los procesos inquisitoriales contienen no pocas descripciones de estas
huidas nocturnas en una barcaza. Se conocen historias muy bonitas de amantes
separados, de familias reunidas, de dobles vidas a ambos lados del
Mediterráneo. También huían personajes notables, como el enigmático doctor
Jábar, casado en el valenciano barrio de Ruzafa con una señora de allí y que,
de repente, abandona su hogar cristiano y, con otros cinco compañeros de
exilio, huye en 1593 a
Argel, donde perdemos su rastro.
Otros iban y venían a sacar moriscos de la costa levantina para
instalarlos en tierras del Islam. Esta actividad, muy perseguida, podía acabar
muy mal para los más atrevidos. Así le fue a Alicaxet, morisco de Oliva,
quemado vivo en Valencia en noviembre de 1576. Había emigrado a Argel hacía
veinte años y en una ocasión, en 1571, se llevó a veinte familias de su pueblo
en cuatro galeotas. Su heroica profesión de fe musulmana in articulo mortis hizo
de él una de las grandes figuras del martirologio morisco.
Argel estaba repleta de estos moriscos valencianos o aragoneses que se
casaban allí, abrían una tienda y no desdeñaban el corso contra los cristianos.
En Marruecos también eran bastante numerosos y, en lo que hoy es Libia, existía
una pequeña colonia, como las de Egipto y Estambul.
Resulta imposible evaluar esta diáspora de goteo, pero no cabe duda de
que las pérdidas en el reino de Valencia fueron cuantiosas a lo largo del
siglo. Los años de mayores salidas son los posteriores a la conversión de 1526.
Tras el desarme general de los moriscos de 1563 y la Guerra de las Alpujarras,
se intensifica la vigilancia de las costas y las salidas clandestinas se
vuelven más difíciles, pero no cesan. Tenemos noticia de la expatriación de
linajes enteros, o sea cuatro, cinco o seis familias a la vez.
Incluso en 1576, según nos informa un padre jesuita que había viajado
a Argel para ciertos rescates, se pactó allá con un profesional oriundo de
Gandía que, por 25.000 ducados, se viniera con siete galeotas gruesas para que
se pasara a Argel todo el Arrabal de Gandía. El trato no se hizo finalmente por
cuestiones de coste.
IMPOSIBLE ACULTURACIÓN. Este movimiento acabó
generando "allende los mares" una verdadera comunidad morisca del
exilio, cuya existencia se veía con malísimos ojos por las autoridades
religiosas y civiles españolas, por parecerles, no sin razón, la principal base
estratégica de la resistencia morisca. A ello se alude en los albores del siglo
XVII, para hacer hincapié en la imposibilidad de lograr la aculturación de los
moriscos, y acabó transformándose en argumento suplementario en pro de la expulsión.
Ésta acaeció en 1609 y se prolongó hasta 1612. El número de
desterrados ascendió a unos 300.000, tal vez un poco menos, de los cuales el
grupo más nutrido corresponde a los nacidos en el reino de Valencia: más de
120.000. Salieron sobre todo por mar, pero también, hasta 30.000 probablemente,
por tierra, hacia Francia, donde hallaron al principio una buena acogida y
algunos decidieron quedarse. Pero la mayoría salió por los puertos del
Mediterráneo y por Sevilla.
Los valencianos fueron conducidos hasta seis puntos de embarque: El
Grao, Alicante, Denia y su vecina Jávea, Vinaroz y Moncofa. Las condiciones de
la expulsión fueron atroces. Los desterrados tuvieron que pagarse el pasaje,
fueron a menudo violentamente despojados de las joyas y dinero que llevaban,
vendidos a intermediarios sin escrúpulos. Los moriscos que se sublevaron contra
la medida de expulsión en la sierra de Muela de Cortes y en la de Laguar fueron
cruelmente reprimidos. Unos 1.500 de los del Val de Laguar perecieron a orillas
del mar, mientras se esperaban embarcaciones para echarlos. Los aragoneses
salieron por los Alfaques y por Agde. En cuanto a los castellanos, murcianos y
andaluces, se concentraron en Sevilla, Cartagena y Málaga. Los que pasaron por
esta última localidad fueron los peor tratados.
Llegados al final, ¿qué balance se puede proponer del largo siglo XVI
de los exilios? La impresión de conjunto no puede ser sino negativa, no tanto
por tratarse de expulsiones que marcan con fuerza el rechazo de la alteridad y
el apego a la intolerancia de Estado -conceptos extraños para una mentalidad de
la época y, por tanto, anacrónicos- como por quiénes fueron los condenados al
destierro y por ser éste de la magnitud que fue. Al final, la monarquía católica
no vaciló en desprenderse de sectores importantes del mundo productivo o de
representantes relevantes del debate religioso de la modernidad.
RAFAËL CARRASCO. PROFESOR DE HISTORIA MODERNA, UNIVERSIDAD PAUL
VALÉRI, MONTPELLIER
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