LOS MOROS Y LOS JUDIOS EN LA CULTURA ESPAÑOLA
Andrés Sopeña Monsalve
La mentalidad
etnicida cristiano-católica se ha plasmado en diferentes ámbitos culturales. La
asociación intrínseca establecida entre los conceptos de catolicismo y de
españolidad se expresa en el hecho de que «hablar en cristiano» significa lo
mismo que hablar en castellano o con un vocabulario inteligible para el
interlocutor receptor. En este contexto, los musulmanes y los judíos han pasado
a ser vistos dentro de España desde dos ópticas aparentemente contradictorias:
por un lado, se ha creado una imagen folclórica de ellos que los percibe como
gente portadora de fabulosos tesoros y creadora de antiguas civilizaciones; por
otro, se ha gestado un cliché de ellos que los concibe como traidores, herejes
e invasores foráneos. En la literatura se aprecia la imagen exótica y tópica de
ambas colectividades así como una reexaltación del orgullo de estirpe
cristiano.
La posesión de
“limpieza de sangre” o de un título nobiliario tenía más valor a ojos del
pueblo llano que la tenencia de riquezas. Este hecho queda reflejado por
numerosos autores de la
Edad Moderna. Así, Miguel de Cervantes lo expresa en el
capítulo XXVIII (“QUE TRATA DE LA
NUEVA Y AGRADABLE AVENTURA QUE AL CURA Y AL BARBERO SUCEDIÓ
EN LA MESMA SIERRA ”)
de la primera parte del Quijote, cuando el cura y el barbero –quienes buscan al
hidalgo para llevarlo a su pueblo– encuentran a una muchacha harapienta en la
sierra andaluza, la cual les describe su condición social:
«–En esta
Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los
que llaman grandes en España; éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su
estado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor no sé yo de que sea
heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. Deste
señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los
bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más
que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo; porque quizá nace
mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres; bien
es verdad que no son tan bajos, que puedan afrentarse de su estado, ni tan
altos, que a mí me quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene
mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna
raza mal sonante y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos: pero tan
ricos, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre
de hidalgos, y aun de caballeros». (MIGUEL DE CERVANTES. El Ingenioso
Hidalgo Don Quijote de la
Mancha. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1986, Pág. 169).
Desde finales
del Medioevo hasta el período actual se ha repetido una imagen configurada de
moros y de judíos. En España, especialmente en el Sur, ha existido una relación
ambivalente hacia lo musulmán. Por una parte, el islamismo se convirtió en una
religión proscrita y perseguida, pasando sus antiguos profesantes, los
moriscos, a ocupar la categoría de gente de condición inferior. Por otra, desde
la óptica cristiana –y musulmana– se percibía el pasado islámico como algo
respetable e incluso esplendoroso. El «moro» de épocas remotas era concebido
según los escritores de los siglos XVI y XVII como: 1º un historiador
excelente; 2º un astrólogo o «estrellero» experimentado; 3º un arquitecto
sabio; 4º un guerrero esforzado; 5º un caballero galante. De este modo,
Cervantes atribuyó la creación del Quijote a Cidi Hamete Ben-Engeli con la
intención de caricaturizar a ciertos autores de libros de caballerías que
también atribuyeron sus obras a autores musulmanes. A posteriori se repetirá
esta dicotomía basada en admirar o reivindicar la etapa hispano-musulmana a la
par que se denigra a los «moros» coetáneos.
Los judíos
también han sido percibidos de manera dicotómica en el ámbito cultural
hispano-católico. Así, mientras que por un lado se aceptan como validos por
norma de fe el Antiguo y el Nuevo Testamento (obras histórico-religiosas
escritas por judíos) y la creencia en la divinidad de Jesús (un hebreo de
religión mosaica), por otro, se acusa a los israelitas –vanagloriados cuando se
trata del Viejo Testamento– posteriores al nazareno de deicidio y otros males
de tipo conspirativo. Los hebreos coetáneos y sus descendientes neo-cristianos
eran denigrados pero, igualmente, tanto los monarcas como la nobleza recurrían
a ellos cuando necesitaban de comercio, asistencia médica o administración
financiera. Los principales tópicos antihebraicos ya estaban prefigurados a
finales de la Edad Media.
Los judíos eran odiados a causa de cuatro clases de argumentos:
I.-Argumentos
de carácter religioso: Deicidio.
II.-Argumentos
de carácter económico: Usura y avaricia.
III.-Argumentos
de carácter fisonómico: Diferencia anatómica y aspecto ingrato.
IV.-Argumentos
de carácter psicológico: Inteligencia particular (normalmente concebida como
superior) y soberbia.
A la acusación
de deicidio los “padres” de la
Iglesia no tardaron en añadir argumentos antisemitas de tipo
económico. Durante la
Antigüedad existía una relación intrínseca entre la religión
y el dinero. El desarrollo de la protobanca aparece unido al de los grandes
templos en Oriente Medio: 3400 años antes de la era cristiana los sacerdotes de
Uruk, como administradores de los bienes que ofrecían a los dioses el rey y el
pueblo, ya prestaban con interés a todos aquellos que querían iniciar un
negocio, comprar un artículo o solventar una deuda. La banca y los templos
siguieron relacionados a lo largo de toda la historia mesopotámica,
extendiéndose esta práctica posteriormente a Grecia y a Roma. Lo romanos
idearon nuevos perfeccionamientos: letras de cambio, acciones, operaciones de
interés general, etc. En la época imperial surgió la clase de los negociadores,
medio traficantes y medio prestamistas, quienes ejercieron su acción comercial
hasta China e India. Muchos de estos negociantes eran judíos y sirios. Dicha
práctica fue criticada por los moralistas greco-latinos y por los profetas
hebreos.
La
implantación del cristianismo como religión oficial dio pie a una nueva
concepción del dinero. Ello estableció una dicotomía económica entre cristianos
y judíos. Durante el Medioevo europeo la usura fue considerada como un pecado
que producía la condenación irremisible del que la practicaba. La Iglesia prohibía a los
cristianos realizar operaciones de puro interés, o sea, fijando de antemano un
pago por un préstamo en el que el prestamista no corre ningún riesgo. Para los
judíos la usura tenía otro significado, sobretodo a partir de la diáspora. A
partir de entonces se dio cierta libertad en asuntos económicos al creyente
mosaico con respecto al gentil. Lo importante era obtener capital para fines
piadosos. La usura no estaba reñida con la devoción religiosa. El dinero es
valorado por el destino que se le dé, no por su origen, como en el caso
cristiano. Los hebreos mantuvieron la concepción antigua del dinero mientras
que los hispanos católicos asumieron la idea eclesiástica del mismo.
La
caracterización religioso-moral de los mosaicos fue completada con una
definición psicosomática a lo largo del Medioevo. El concepto de consanguinidad
y heredabilidad del pecado de deicidio atribuido por los primeros teóricos
cristianos derivó en la creación de unos perfiles anatómicos y comportamentales
intrínsecamente judíos. La representación plástica de los hebreos
frecuentemente hace referencia a la nariz convexa. La caricaturización de los
hebreos se aprecia ya en algunas pinturas medievales y modernas. En Las
Cantigas de Alfonso X el Sabio aparecen prestamistas judíos, distinguidos de
sus clientes cristianos por la forma de la nariz. Algunos pintores exageraron
la imagen de los hebreos atribuyéndoles unos rasgos físicos canónicos. Este
hecho se aprecia en ciertas obras de Juan de Juanes, como las del retablo de la
vida de San Esteban, que representan a “San Esteban en la sinagoga” (núm. 838),
“San Esteban acusado de blasfemo” (núm. 839), “San Esteban conducido al
martirio (núm. 840) y lapidado” (núm. 841). En la misma línea se hallan el
mural del trascoro de la catedral de Tarragona, pintado en el siglo XIV, y “La Flagelación ” de Alejo
Fernández, (núm. 1925 del Museo del Prado). Las representaciones sacras suelen
distinguir a los hebreos Jesús, María, José, Juan el Bautista y los apóstoles
del resto de sus correligionarios étnicos, quienes al contrario de los
primeros, portan unas narices corvas o unos dientes largos. Otros autores
pictóricos se atuvieron más a la realidad, tal como los representantes de la
escuela flamenca o Arnau Bassa son su “Bautizo de judeo-conversos” (retablo de
San Marcos de la catedral de Manresa) y “Predicación a un grupo de
judeo–conversos” (retablo de San Marcos del Museo Episcopal de Vic). En estas
últimas obras se percibe la existencia de tipos raciales comunes en la
península, incluido el dinámico-armenoide.
Las
descripciones fisonómicas(79) conservadas en los archivos inquisitoriales o en
las obras autobiográficas no muestran unos caracteres anatómicos diferentes de
los hebreos con respecto a los cristianos. Los retratados suelen denotar unos
rasgos comunes en la
Península Ibérica , caracterizándose en su mayoría por tener
un aspecto mediterránido, como se ve actualmente entre los sefarditas. En el
proceso llevado a cabo en la década de 1670 contra el asentista judaizante
Diego Gómez de Salazar se describe a varios miembros de su familia implicados
en el delito de desviación religiosa. Doña Leonor de Espinosa, su esposa,
aparece dibujada como una mujer pequeña, delgada, arrugada, morena y con
algunas canas en el pelo. Su sobrino y yerno Gabriel de Salazar, arrendador del
“Mariscal de Agramonte” (Gramont), es presentado como un hombre lúcido, blanco
y colorado de cara y tan afrancesado que se había cortado su larga cabellera
negra para llevar una peluca postiza de color castaño oscuro, como los nobles y
los burgueses franceses del siglo XVII. De una hija se dice que: «Flora
Raphaela de Salaçár natural y vez de Madrid de catorçe años de hedad hija de
Diego Gómez de Salaçar, pequeña de cuerpo, corcovada, blanca de cara, roma,
ojos grandes, cabello castaño, doncella…» (Libro de autos de fe grâles y
particulares, fols. 91, r.–94 vto). En Portugal era creencia común que los
judíos portaban una pigmentación blanca y rubia, elemento este que no ha sido
comprobado pese a que en dicho país, al igual que en España, aparecen con
frecuencia procesados pelirrubios entre una mayoría morena y castaña. A veces
hacen acto de presencia individuos con el pelo de la barba de distinto color
que el de la cabeza. Así, en la biografía de Fray Antonio de San Pedro, que de
judío penitenciado pasó a ser fraile místico, se lee la siguiente descripción
de su fisonomía y su heterocromía: «el qual fue de mediana estatura, el pelo de
la cabeza negro, el de la barba rubio i espeso; el nacimiento de él en la
frente baxo, que en ella le hacía una punta, y luego unas entradas hacia la
cabeza, como de calva, pero no la tenía, era la frente ancha, i espaciosa,
indicio de su gran talento, sus ojos eran azules, i pequeños; pero mui vivos».
La concepción
hispano-cristiana de los hebreos coincide con la que existe en otros países
europeos. Los tópicos antisemitas se repiten igualmente a la hora de atribuir a
los judíos una serie de rasgos psicológicos y morales. El refranero castellano
contiene toda una cosmovisión sobre este aspecto. El punto más importante
insiste en la desconfianza hacia los individuos mosaicos o con ascendencia
hebraica: «no hay que fiar de judío romo (nariz romana) ni de hidalgo
narigudo», «no te fíes del judío converso, ni de su hijo, ni de su nieto»,
dicen dos refranes. Las sentencias más repetidas, sin embargo, aluden a la
avaricia de la «raza»: «El gato y el judío a cuanto ven dicen mío», «echaba el
judío pan al pato y tentábale el culo de rato en rato». El carácter avaricioso
va unido a una mención de los hábitos usurarios («Duerme don Sem Tob, pero su
dinero no»), del espíritu engañador («Fiéme del judío y échome al río») y de su
frialdad en el trato humano («En judío no hay amigo»). Otros refranes hacen
referencia a su falta de valor y a su talante vengativo, equiparado al de
mujeres y clérigos: «Que para mujer, judío nin abad non debe hombre mostrar
rostro, nin esfuerzo, nin cometer, nin ferir, nin sacar armas, que son cosas
vençidas e de poco esfuerço» (Arcipreste de Talavera, “Reprobación del amor
mundano”) y «el judío y la mujer, vengativos suelen ser». Asimismo, se les
tiene por vagos y listos, especialmente para los negocios: «Judíos y gitanos no
son para el trabajo», «ni judío necio ni liebre perezosa» y «judío para la
mercadería y fraile para la hipocresía». Por último, el prejuicio popular
castellano critica su desviación de la ortodoxia cristiano–católica: «Ni músico
en sermón ni judío en procesión» y «con misa ni tocino convides al judío».
A lo largo de
las edades Moderna y Contemporánea diferentes teóricos (teólogos y juristas) y
literatos han tratado el problema de la convivencia etnorreligiosa. Durante el
período inquisitorial la mayoría de los autores cristianos mostraban una
evidente tendencia antisemita. El antisemitismo hispano hacía hincapié en la
ridiculización de los usos y costumbres de las minorías. Pedro Aznar Cardona
(Expulsión justificada de los moriscos españoles, Huesca, 1612) da la siguiente
visión de los musulmanes peninsulares:
«Dicha su
naturaleza, su ley, y tiempo della, y su secta, réstanos dezir aora, quienes
fuessen por condicion y trato. En este particular eran una gente vilissima,
descuydada, enemiga de las letras y ciencias ilustres, compañeras de la virtud,
y por consiguiente agena a todo trato urbano, cortés y político. Criavan sus
hijos cerriles como bestias, sin enseñança racional y doctrina de salud,
excepto la forçosa, que por razón de ser baptizados eran compellidos por los
superiores a que acudiessen a ella.
Eran torpes en
sus razones, bestiales en su discurso, bárbaros en su lenguaje, ridículos en su
traje, yendo vestidos por la mayor parte, con gregüesquillos ligeros de lienço,
o de otra cosa valadí, al modo de marineros, y con ropillas de poco valor, y mal
compuestos adrede, y las mugeres de la misma suerte, con un corpezito de color,
y una saya sola, de forraje amarillo, verde, o azul, andando en todos tiempos
ligeras y desembaraçadas, con poca ropa, casi en camissa, pero muy peynadas las
jóvenes, lavadas y limpias. Eran brutos en sus comidas, comiendo siempre en
tierra (como quienes eran) sin mesa, sin otro aparejo que oliesse a personas,
durmiendo de la misma manera, en el suelo, en transpontines, almadravas que
ellos dezían, en los escaños de sus cozinas, o aposentillos cerca de ellas,
para estar más promptos a sus torpezas, y a levantar a çahorar y refocilarse
todas las oras que se despertavan. Comían cosas viles (que hasta en esto han
padecido en esta vida por juizio del cielo) como son fresas de diversas harinas
de legumbres, lentejas, panizo, habas, mijo, y pan de lo mismo. Con este pan
los que podían, juntavan, pasas, higos, miel, arrope, leche y frutas a su
tiempo, como son melones, aunque fuesen verdes y no mayores que el puño,
pepinos, duraznos y otras qualesquiera, por mal sazonadas que estuviesen, solo
fuesse fruta, tras la cual bebian los ayres y no dexavan barda de huerto a
vida: y como se mantenian todo el año de diversidad de frutas, verdes y secas,
guardadas hasta casi podridas, y de pan y de agua sola, porque ni bebian vino
ni compraban carne ni cosa de caças muertas de perros, o en lazos, o con
escopetas o redes, ni las comian, sino que ellos las matassen segun el rito de
su Mahoma, por eso gastavan poco, assi en el comer como en el vestir, aunque
tenían harto que pagar, de tributos a los Señores. A las dichas caças y carnes,
muertas no segun su rito, las llamavan en arábigo halgharaham, esto es,
malditas o prohibidas. Si se les arguyen, que porque no bebian vino ni comían
tocino? Respondían, que no todas las condiciones gustavan de un mismo comer, ni
todos los estómagos llevaban bien una misma comida, y con esto disimulavan la
observancia de su secta por la qual lo hazían, como se lo dixe a Iuan de Iuana
Morisco, tenido por alfaquí de Epila, el qual como dando pelillo, y señalando
que los echavan sin causa, me dixo, no nos echen de España, que ya comeremos
tocino y beberemos vino: A quien correspondí: el no beber vino, ni comer
tocino, no os echa de España, sino el no comello por observancia de vuestra
maldita secta. Esto es heregia y os condena y soys un gran perro, pero si lo
hizierades por amor de la virtud de la abstinencia fuera loable; como se alaba
en algunos Santos, pero hazeyslo por vuestro Mahoma, como lo sabemos, y os
vemos maltratar por extremo a vuestros propios hijos, de menor edad, quando os
consta que en alguna casa de christianos viejos, les dieron algun bocadillo de
tocino y lo comieron por no ser aun capaces de vuestra malicia. Pregunto, lo
que el niño comió, daos pena a vos en el estómago? No. Pues por que hazeys tan
extraños sentimientos publicos, si un niño de cuatro hasta cinco años de los
vuestros, come un bocado de tocino?
Creedme, que
se cubre mal la mona con la cola. Eran muy amigos de burlerías, cuentos,
berlandinas y sobre todo amicissimos (y assi tenian comunmente gaytas, sanajas,
adufes) de baylas, danças, solazes, cantarzillos, alvadas, passeos de huertas y
fuentes.
Eran
entregadíssimos sobremanera al vicio de la carne, de modo que sus platicas assi
dellos como dellas y sus conversaciones y pensamientos y todas sus
intelligencias, y dilligencias, eran tratar desso, no guardándose lealtad unos
a otros, ni respetando parientes a parientes, sino llevándolo todo tan a rienda
suelta y tan sin miramiento a la ley natural y divina, que no avia remedio con
ellos como dicho queda en el capítulo de la pluralidad de las mugeres. De aquí
nacieron muchos males y perseverancias largas de pecados en christianos viejos,
y muchos dolores de cabeça y pesadumbres para sus mugeres, por ver a sus
maridos o hermanos, o deudos ciegamente amigados con moriscas desalmadas que lo
tenían por lícito, y assi no las inquietava el gusano de la conciencia
gruñidora.
Casavan a sus
hijos de muy tierna edad, pareciéndoles que era sobrado tener la hembra onze
años y el varón doze, para casarse. Entre ellos no se fatigavan mucho de la
dote, porque comunmente (excepto los ricos) con una cama de ropa, y diez libras
de dinero se tenían por muy contentos y prósperos. Su intento era crecer y
multiplicarse en número como las malas hierbas, y verdaderamente, que se avian
dado tan buena maña en España que ya no cabian en sus barrios ni lugares, antes
ocupavan lo restante y lo contaminavan todo, deseosos de ver cumplido un
romance suyo que les oy cantar con que pedían su multiplicación a Mahoma».
Los prejuicios
más comunes sobre los moriscos aludían a su desviación de la doctrina
cristiano-católica y a su negativa a comer tocino y beber vino, al igual que
los judíos, así como al hecho de negar su condición criptorreligiosa (taqiyya).
Frecuentemente moros y mosaicos eran equiparados, como en este refrán: «Jarro
sin vino, olla sin tocino, mesa de judío o morisco». Otros argumentos
antimoriscos hacían mención al uso de la algarabía («Enigma y algaravía es
cuanto hablays, señor, para nosotros», Miguel de Cervantes), a la suciedad
(«Una inmensidad de heces y abominaciones de herejías… Pestilencial y herética
doctrina», Jaime Bleda), a la promiscuidad, al afán por el dinero y a la
fealdad, identificada ésta con la negritud. Lope de Vega ofrece en El nido
inocente una crítica metafórica a la hibridación de linajes:
-Iñigo:
“Mezclándose uno con otro ¿Qué importa la hidalga madre?
- Isabel la Católica : “Sea por esto o
por esotro. Yegua blanca y negro el padre sacan remendado el potro”.
El
antisemitismo religioso fue cultivado por distintos teóricos a lo largo de los
siglos XVI y XVII. Aún a comienzos de la décimo-séptima centuria se publican
libros(80) que advierten del peligro judío, como el del canónigo Domingo
García, Propugnacula validissima religionis christianae, contra obstinatam
perfidiam Iuadaeorum, adhuc expectantium Primum Adventum Messiae (Zaragoza,
1606) o el de Baltasar Porteño, Defensa del estatuto de Limpieza que fundó en la Sancta Iglesia de
Toledo el Cardenal y Arzobispo Don Juan Martínez Siliceo (1608). Un exponente
de intransigencia cristiana lo muestra Francisco de Quevedo en La Vida del Buscón llamado
Pablos (Ed. Akal, Madrid, 1996, Págs. 15-90). El antisemitismo se extiende por
toda la novela y afecta casi con exclusividad a los hebreos, aunque también se
alude a los moriscos. Quevedo hace gala de su orgullo aristocrático y cristiano
viejo a lo largo de toda la novela, rechazando el dinero como elemento
trastocador de las divisiones estamentales. El autor se burla constantemente de
los conversos y denuncia la existencia de juderías en algunas ciudades
españolas. El protagonista, Pablos, está marcado por su condición de converso,
calidad denunciada por los apellidos de la madre, lo que le obliga a emprender
un largo camino para hacer olvidar este origen y acceder así a un título
nobiliario; así, cambia varias veces de nombre y abandona a su familia (de su
tío dice que «me importa negar la sangre que tenemos». Con todo, no oculta su
carácter judaico: «nuestras cartas eran como el Mesías que nunca venían y
aguardábamos siempre». Pablos representa el arquetipo del converso cobarde. El
pícaro desea ser caballero, pero fracasa a causa de no tener las condiciones
necesarias para ingresar en una orden militar, como no descender de condenados,
ser “limpio de sangre” y no pertenecer a la villanía. Sus orígenes e ineptitud
picaresca frustrarán sus deseos. En el capítulo V (“De la entrada en Alcalá,
patente y burlas que me hicieron por nuevo”) Quevedo caracteriza físicamente a
los conversos:
«Era el dueño
y el huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso; moriscos(81)
los llaman en el pueblo, que hay muy grande cosecha desta gente, y de la que
tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino; digo esto confesando
la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que cierto es mucha. Recibióme,
pues, el huésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. Ni sé
si lo hizo porque le comenzásemos a tener respeto, o por ser natural suyo
dellos, que no es mucho que tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos
nuestro hatillo, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquella noche».
Con el paso
del tiempo el antisemitismo religioso se fue cargando de una mayor
caracterización fisonómica, precediendo al racismo biologicista contemporáneo. El
concepto de raza aparece cada vez más unido a connotaciones de tipo anatómico,
aunque sin perder su significado cultural originario. Ya en el siglo XVI se ven
precedentes genetistas en la literatura antisemita hispana. Un ejemplo de
racismo cristiano-biológico se encuentra en la obra de fray Prudencio de
Sandoval, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V (Lib. XXIX, cap.
XXXVIII, B. A. E., LXXXII, pág. 329), en donde se identifica a los judíos con
el color negro durante una alusión justificadora del estatuto de limpieza de
sangre de la catedral de Toledo:
«Hízose en
este año de 1547 en la santa Iglesia de Toledo, por orden de su arzobispo, don
Joan Martínez Siliceo, el santo y prudente estatuto de que ninguno que tuviese
raza de confeso pudiese ser prebendado en ella. Que si bien escogió a algunos
parece muy acertado que la
Iglesia primaria de España lo sea en sus ministros, como
después acá lo han sido, y vivido con más quietud en su cabildo; porque donde
hay muchos de tan mala raza pocas veces la hay, que es tan maligna esta gente,
que basta uno para inquietar a muchos. No condeno la piedad cristiana que
abraza a todos; que erraría mortalmente, y sé que en el acatamiento divino no
hay distinción del gentil al judío; porque uno solo es el Señor de todos. ¿Mas
quién podrá negar que en los descendientes de judíos permanece y dura la mala
inclinación de su antigua ingratitud y mal conocimiento, como en los negros el
accidente inseparable de su negrura? Que si bien mil veces se juntan con
mujeres blancas, los hijos nacen con el color moreno de su padre. Así, el judío
no le basta ser por tres partes hidalgo, o cristiano viejo, que sola una raza
lo inficiona y daña, para ser en sus hechos, de todas maneras, judíos dañosos
por extremo en las comunidades».
El
determinismo cristiano-genético(82) evolucionaría hacia un racismo laico y
pseudocientífico. En España el concepto de linaje y los estatutos de limpieza
suponen un punto de transición en el que cada vez se identifica más lo moro y
lo judío con la piel oscura y la condición vil. Un tratadista guipuzcoano, el
jesuita Manuel de Larramendi, hibrida conceptos anatómicos, religiosos y
sociales a la hora de utilizar la palabra raza. Los musulmanes y los judíos
aparecen equiparados a los negros, a los mulatos y a los miembros del tercer
estado. En su Corografía de Guipúzcoa, publicada en 1754, da una visión
sanguínea –ya existente en la tradición aristocrática europea– de la idea de
noble:
«¿Cómo han
de ser todos los nobles? –Yo se lo diré: viniendo todos de un origen noble, y
de sangre limpia de toda raza de judíos, de moros y moriscos, de negros y
mulatos, de villanos y de pecheros».
El racismo
religioso pervive como un fenómeno más de la cultura española tras la abolición
de la Inquisición
y los estatutos de limpieza de sangre. A lo largo del siglo XIX se producirán
tres cambios fundamentales que condicionarán su desarrollo en el futuro:
1º.-
Implantación de un régimen político liberal que “anula todo” privilegio o
discriminación legal en función del credo o el origen estamental.
2º.-
Desarrollo de una serie de corrientes intelectuales (liberalismo, masonería,
krausopositivismo, etc.) que propugnan la tolerancia ideológica y religiosa
como principios de convivencia.
3º.-
Delimitación del antisemitismo religioso a los sectores más integristas del
catolicismo, aunque pervivirá el mismo dentro de la Iglesia y en el ámbito de
la mentalidad popular. Paralelamente, en el país comienzan a surtir efecto las
líneas de pensamiento racistas europeas, las cuales encubren científicamente
una serie de prejuicios fisonómico-culturales.
La literatura
española de finales del siglo XIX y comienzos del XX se hace eco del
antisemitismo biologicista europeo. Numerosos autores españoles participan de
la reelaboración de los estereotipos tradicionales en el marco de una cultura
laica y pseudocientífica. Los ensayistas y novelistas hispanos reproducen lo
que leen en sus coetáneos de allende los Pirineos, o lo que aprenden durante
sus estancias en París o Berlín. De este modo, los hebreos(83) aparecen
descritos con una fisonomía y una psicología concretas. Emilia Pardo Bazán los
percibe así: «los rasgos del tipo hebreo, nariz aguileña, de presa, la boca
voraz, los ojos cautelosos y ávidos». A veces se utiliza la palabra judío en su
acepción figurada, como manera de ser. Un personaje de La Horda , novela de Blasco
Ibáñez, describe que sus primos comerciantes «eran unos judíos, sin alegría,
sin afectos, cual sí tuvieran cegada el alma por el polvo del establecimiento».
El antijudaísmo económico también queda reflejado en estas obras. Pérez de
Ayala caracteriza al “clásico” banquero judío: «el multimillonario de semítica
traza, bandolero de asalto en guarida, que no era otra cosa que su banca». El
periodista Anton de Olmet hace un retrato tópico de un personaje real: «el
financiero Salama, judío, uno de aquellos Salamas, dueños de toda Europa…, y
que usufructuaban los monopolios enteros de Iberia. Salama adoptó moralmente a
Bujalance –el jefe del Partido Conservador (Maura)– para iniciarle en el camino
del oro». La herencia semítica es denostada y se exculpan las medidas
inquisitoriales. Pío Baroja da una visión negativa de la influencia semita en
España: «Lo que queda de moro y de judío en el español: la tendencia al engaño,
a la mentira. Es la impostura semítica. De este fermento malsano, complicado
con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra vanidad, vienen todos los
males». Menéndez Pelayo justifica la expulsión de los musulmanes en su Historia
de los heterodoxos españoles (cap. IV, pág. 334), obra que influiría de
sobremanera en la historiografía franquista: «La raza inferior sucumbe (…) al
cortar aquel miembro podrido del cuerpo de la nacionalidad española». Las
transformaciones políticas e ideológicas que tienen lugar a lo largo del siglo
XIX no consiguen acabar con el antisemitismo religioso heredado. Numerosos
sectores de la sociedad española se aferran a la intransigencia católica
tradicional. El fervor nacionalista todavía aparece identificado con la
profesión de fe cristiano-romana. Las guerras de África (1909-1927) producen
una reacción contramusulmana en el marco de la derecha reaccionaria española,
adquiriendo éste su máxima intensidad en los años que transcurren desde el
final de la Primera
Guerra Mundial (1918) hasta el advenimiento de la dictadura
del general Primo de Ribera, en 1923. Durante una de las batallas las tropas
españolas fueron cercadas y conquistadas por el ejército de Abd-el-krim,
muriendo más de 8000 soldados. Como consecuencia de ello se ensalza el acervo
hispanista mediante la composición de himnos patrióticos. Eran músicas
marciales en cuyas letras se apela al honor ultrajado, al coraje de los bravos
soldados, a la venganza frente al “cruel agareno” y al espíritu de cruzada de
los héroes medievales. Sus títulos son bastante expresivos de por sí:
“El grito de
la patria”, “El asedio de Tetuán”, “Himno de la guerra”, “Melilla” etc.
En un estudio
sobre la «psicología moruna» realizado por Andrés Coll, arcipreste de Málaga,
se pormenorizan de forma despectiva las peculiaridades mentales y morales de
los habitantes del antiguo Sahara español. El clérigo los caracteriza así en su
Villa Cisneros (Madrid, 1933, Págs. 149-156):
- El moro es
escamón y taimado; de todo recela, a nadie cree y es muy parco en hablar con
los europeos.
– El moro y la
mora y los moritos son embusteros como nadie. Y no solo el vulgo, sino hasta
los distinguidos, tienen singular placer en engañar.
– El moro sólo
es generoso en invitar a té. Después de tomado el té, es signo de
agradecimiento eructar. Los que aborrecemos el eructo y además no conseguimos
eructar pasamos grandes apuros.
– El moro es
caritativo con los suyos y guardan, sobre todo las moras, un secreto
impenetrable de todas sus tradiciones de raza. – El moro no tiene ninguna
vergüenza para pedir. Su boca no se cierra pidiendo. Acosan, insisten, acuden a
hacerse simpáticos… – El moro tiene un gran espíritu justiciero.
– El moro es
alborotador cuando habla y no digamos cuando discute.
– El moro es
holgazán, muy holgazán.
El racismo
cristiano viejo aún pervive en el ámbito de la población hispana a comienzos
del siglo XX. Durante este período hay “católicos castizos” que declaran
reconocer a quienes no lo son por el olor. La teoría del «olor racial» fue
expuesta por Constancio Bernaldo de Quirós en su opúsculo antisemita Yebala y
bajo Lucus (Madrid, 1914, Pág, 20):
«(…) más de
una vez percibimos su repugnante olor. Es un olor casi cadavérico, hijo de una
miseria que los moros explican con una leyenda que revela todo un desprecio
insondable. Dios, cansado de los pecados de los hebreos, decidió suprimirlos,
haciendo morir a todas sus mujeres. Yacentes ellas sobre lechos sepulcrales
aún, Dios misericordioso se dejó conmover por los lamentos de los hombres
reclamando sus hembras siempre muertas y los nuevos nacidos trajeron del
macabro ayuntamiento el olor cadavérico que aún no han agotado sus sucesores».
En esta misma
línea, heredera de la doctrina de algunos “padres” de la Iglesia , se halla el
opúsculo del agustino Barreiro, El olor como carácter de las razas humanas
(Madrid, 1924). El religioso pretendía demostrar las relaciones existentes
entre el olor y el carácter de las personas en las distintas razas humanas.
La
intransigencia cristiana se reinstitucionalizó durante la dictadura franquista.
El régimen de Franco devuelve el poder social y político a los sectores más reaccionarios
de la sociedad, rompiendo con ello todo el marco de reformas y libertades
conseguidas durante la
Segunda República. La conjunción falangista–tradicionalista
implanta un Estado confesional católico, dándose marcha atrás en el proceso de
secularización llevado a cabo durante el período anterior. Se anulan los
matrimonios y los divorcios civiles llevados a efecto en la etapa republicana;
se impone la unión religiosa; se penaliza el adulterio y se reincorpora la
obligatoriedad del aprendizaje del dogma católico –incluida la Universidad (decreto
de 1942)– tanto en centros públicos como privados. El Estado devuelve a la Iglesia sus antiguos
privilegios y la indemniza las confiscaciones –las cuales sólo afectaron a la Compañía de Jesús–
practicadas por la
República. El régimen financia a dicha institución a costa de
las arcas públicas y la concede amplias prerrogativas en materia de educación y
moral pública. La legislación se adecua a la doctrina integrista del
catolicismo, sobretodo durante las dos primeras décadas, cuando los gobiernos
caen en manos de elementos tradicionalistas, monárquicos y falangistas. El
acercamiento diplomático acaecido entre el Estado español y El Vaticano (que
por entonces está bajo el pontificado de Pío XII) se concreta en el Concordato
del 25 de agosto de 1953, según el cual se confirma el carácter confeso del
aparato político franquista, que ya había prohibido los actos exteriores de
culto de otras confesiones religiosas. En el artículo primero de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado
(1947) se dispone que: «España, como unidad política es un Estado católico,
social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara
constituido en Reino».
El talante
nacionalista y católico del régimen queda plasmado en la propaganda oficial, en
las actividades culturales y en los contenidos del sistema educativo. En este
último se hace evidente el deseo del poder de crear una mentalidad homogénea y
afín al estado caudillista. Para ello se busca un fin misionero al franquismo.
En los libros de texto de la etapa nacional-católica (años 40 y 50) se presenta
una visión providencialista de la historia, concebida como una confrontación
entre fuerzas benévolas y malévolas en la que siempre triunfan las primeras,
elegidas por Dios para hacer su voluntad. La educación histórica y religiosa
busca justificar un estado de cosas mediante fábulas o hazañas reales del
pasado. Se establece una identificación entre Estado y los períodos tenidos por
más gloriosos dentro de la historia española (por ejemplo período visigodo o
reinado de los Reyes Católicos), a la vez que se hace borrón o escaso eco de la
etapa decimonónica y del siglo XX hasta 1936.
El sistema
educativo franquista resucita los viejos tópicos patrióticos y religiosos,
especialmente los de “Reconquista” e “Imperio”. La idea de Reconquista
cristiana estaba presente en todos los tratados y manuales de historia de
España. La historiografía liberal, iniciada por Modesto Lafuente durante la
primera mitad del siglo XIX, mantiene la imagen tradicional de la confrontación
cristiano-semítica. En este punto no existen grandes diferencias entre los
autores constitucionalistas y antiliberales. El régimen de Franco no hace más
que recoger la herencia anterior. El antisemitismo se implanta como contenido
corriente en las asignaturas de historia y religión. Los libros de texto
infantiles –como El Florido Pensil– de esta época muestran la siguiente imagen
de los judíos:
«Los judíos se
dedicaban especialmente al comercio y a la usura, y en secreto trataban de
propagar su falsa religión. En varias ocasiones habían martirizado a niños
cristianos con horrendos suplicios. Por todo esto, el pueblo cristiano los
odiaba».
«…los judíos
eran en España verdaderos espías y conspiradores políticos(84) que vivían en la
secreta amistad con los moros y en la callada esperanza de los turcos… Los
judíos estaban organizados en verdaderas sociedades secretas de intrigas y
conspiración. En esas sociedades se habían preparado crímenes horribles, como
el asesinato de un Santo Obispo de Zaragoza, y el martirio, en La Guardia , de un niño en el
que se había reproducido la pasión de Cristo…».
«La prudencia
de esta determinación real (edicto de expulsión de 1492) no la comprenderá
quien desconozca el carácter judío, su actuación hipócrita y sus tendencias
sociales que tantas veces han llevado a España a la ruina. El mundo nos da
ahora por fin la razón, y, después de cuatro siglos, los mayores políticos
adoptan el consejo de nuestros Católicos Soberanos, expulsando de sus territorios
a esta raza peligrosísima».
En la escuela
franquista los judíos son presentados como asesinos, traidores y usureros para
después justificar su expulsión. El antisemitismo del régimen tiene un carácter
religioso, no biológico, aunque muchos miembros de la derecha reaccionaria se
hacen acopio de la doctrina nazi (por ejemplo Ramón Serrano Suñer). Con todo,
el prejuicio cristiano muestra en sus imágenes la clásica caracterización del
hebreo con nariz aguileña. Los moros, por su parte, son descritos de manera
similar a los judíos:
«Los moros,
como los niños o los salvajes, no veían más que lo que tenían delante de los
ojos y no sabían ponerlo en relación con otras cosas lejanas para formar la
idea de unidad».
«Los moros no
querían a Nuestro Señor Jesucristo ni a la Virgen. Los moros
creían en un hombre que se llamó Mahoma. Mahoma decía:
«Matad a
nuestros enemigos donde los encontréis» y un rey moro les mandó que devoraran a
los cristianos hasta que no quedara uno».
La idea de
nación traicionada y de civilización católica se vuelve a repetir. Los judíos y
los moros son responsabilizados del final del “esplendor” gótico:
«.. se puede
decir con plena razón, que a principios del siglo VII era España la nación más
católica, más culta y más civilizada de Europa».
Había entonces
en España muchos judíos. Y los judíos, que tampoco querían a los españoles,
dijeron a los moros por donde tenían que entrar para apoderarse de España».
La visión que
se tiene de los moros varía en función del autor y del libro de texto. Lo mismo
se les representa como unos “salvajes” que como un grupo étnico tolerante y
civilizado. Tal hecho es apreciable incluso en la terminología utilizada: el
concepto de «moro» se aplica a la hora de resaltar alguna cualidad negativa de
los islámicos o de los pueblos del Norte de África; en cambio, cuando se busca
una relación de afinidad se utilizan los vocablos «árabe» o «musulmán». No
obstante, a pesar de dicha ambigüedad, se trasluce un ultranacionalismo
españolista ya que las obras de la etapa islámica son siempre atribuidas a los
españoles –en la línea de historiadores como Claudio Sánchez Albornoz– y a su
supuesta influencia civilizadora sobre los árabes. La propaganda
historiográfica franquista mantiene una posición antitética en la que, por un
lado, se denosta a los moros como gentes salvajes y foráneas mientras que por
otro, se reclama el patrimonio hispano-árabe para ensalzar el orgullo patrio:
«El
comportamiento con los cristianos: En general, los árabes fueron tolerantes con
los cristianos, pues colaboraron en muchas ocasiones con ellos en obras
culturales y se respetaron mutuamente».
«Aunque los
árabes, al venir a España eran simples y feroces guerreros del desierto, el
contacto con los españoles, con las flores de nuestro suelo y las claras luces
de nuestro sol, despertó en ellos ilusiones de arte y saber».
«–¿Y eso es
obra de los árabes? –No, es obra de los españoles, porque aquellos musulmanes
eran españoles casi todos, y empezando por los mismos califas, no tenían apenas
unas gotas de sangre oriental. Toda aquella civilización maravillosa es
española; españoles sus libros, sus sabios, sus guerreros, sus artistas, sus
poetas».
El ideario
cultural franquista cultiva la idea de “Imperio”. España tiene una “misión
civilizadora y evangelizadora” que cumplir allende los mares. El espíritu
anacrónico del cristiano viejo, hidalgo, inquisidor y conquistador queda
plasmado en los textos al ensalzarse las epopeyas de cruzada:
«Este es el
Imperio que queremos restaurar, llevando otra vez a lejanas tierras el nombre
de la Patria y
llevando de nuevo el nombre de Cristo a quienes aún no le conocen. El mar nos
brinda caminos. Y África nos ofrece el tesoro de sus hombres salvajes y de sus
selvas vírgenes».
«No convenía
la proximidad de moros incultos, y nos comprometimos ante las demás naciones a
llevar a este territorio carreteras, ferrocarriles, escuelas, etc., para
levantar la cultura de sus habitantes ».
(Andrés Sopeña
Monsalve. El Florido Pensil: Memoria de la escuela nacional católica, Ed. Crítica,
Barcelona, 1994, págs. 152-218.).
(79) Según el
grabado que ilustra la
Ortografía Castellana publicado por Mateo Alemán en México,
este autor de descendencia hebraica tenía los rasgos armenoides de nariz
convexa, ojos almendrados y cara ancha.
80 Algunos
autores, como el Padre Mariana o Pedro Ponce de León estaban en contra de la
expulsión de judíos y de moriscos.
Ignacio de
Loyola, fundador de la
Compañía de Jesús, siempre se mostró hostil a los estatutos
de limpieza de sangre y renegó de éstos al admitir a decenas de conversos en su
orden.
81 El término
moriscos y a alusión a la nariz grande y a no comer tocino refiere tanto a los
descendientes de musulmanes como a los de judíos.
82 Las
nodrizas judías estaban excluidas de los palacios reales, ya que se creía que
con su leche podrían contaminar a los vástagos
cristianos.
Esto se ve en autores como Acosta, Discurso contra los iudios o Ignacio del
Villar.
83 Otros
autores, como Benito Pérez Galdós, adoptaron una actitud filohebrea. Algunos,
como el doctor Pulido, realizaron campañas
para promover
el regreso de los sefarditas a España.
84 El vocablo
judío se utilizaba en la España
decimonónica para denostar a los políticos de corte liberal. Hoy en día se
repite este hecho en Rusia y otros países del Este europeo.
Texto extraído del libro “HISTORIA
ANTROPOLÓGICA DEL RACISMO EN ESPAÑA”
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