jueves, 4 de abril de 2013

Historia de los musulmanes en al-Ándalus. Los moros y los judíos en la cultura española

LOS MOROS Y LOS JUDIOS EN LA CULTURA ESPAÑOLA

 
expulsion-moriscos
Andrés Sopeña Monsalve

La mentalidad etnicida cristiano-católica se ha plasmado en diferentes ámbitos culturales. La asociación intrínseca establecida entre los conceptos de catolicismo y de españolidad se expresa en el hecho de que «hablar en cristiano» significa lo mismo que hablar en castellano o con un vocabulario inteligible para el interlocutor receptor. En este contexto, los musulmanes y los judíos han pasado a ser vistos dentro de España desde dos ópticas aparentemente contradictorias: por un lado, se ha creado una imagen folclórica de ellos que los percibe como gente portadora de fabulosos tesoros y creadora de antiguas civilizaciones; por otro, se ha gestado un cliché de ellos que los concibe como traidores, herejes e invasores foráneos. En la literatura se aprecia la imagen exótica y tópica de ambas colectividades así como una reexaltación del orgullo de estirpe cristiano.

La posesión de “limpieza de sangre” o de un título nobiliario tenía más valor a ojos del pueblo llano que la tenencia de riquezas. Este hecho queda reflejado por numerosos autores de la Edad Moderna. Así, Miguel de Cervantes lo expresa en el capítulo XXVIII (“QUE TRATA DE LA NUEVA Y AGRADABLE AVENTURA QUE AL CURA Y AL BARBERO SUCEDIÓ EN LA MESMA SIERRA”) de la primera parte del Quijote, cuando el cura y el barbero –quienes buscan al hidalgo para llevarlo a su pueblo– encuentran a una muchacha harapienta en la sierra andaluza, la cual les describe su condición social:

«–En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de los que llaman grandes en España; éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su estado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor no sé yo de que sea heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos que si los bienes de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres; bien es verdad que no son tan bajos, que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos, que a mí me quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante y, como suele decirse, cristianos viejos ranciosos: pero tan ricos, que su riqueza y magnífico trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros». (MIGUEL DE CERVANTES. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1986, Pág. 169).

Desde finales del Medioevo hasta el período actual se ha repetido una imagen configurada de moros y de judíos. En España, especialmente en el Sur, ha existido una relación ambivalente hacia lo musulmán. Por una parte, el islamismo se convirtió en una religión proscrita y perseguida, pasando sus antiguos profesantes, los moriscos, a ocupar la categoría de gente de condición inferior. Por otra, desde la óptica cristiana –y musulmana– se percibía el pasado islámico como algo respetable e incluso esplendoroso. El «moro» de épocas remotas era concebido según los escritores de los siglos XVI y XVII como: 1º un historiador excelente; 2º un astrólogo o «estrellero» experimentado; 3º un arquitecto sabio; 4º un guerrero esforzado; 5º un caballero galante. De este modo, Cervantes atribuyó la creación del Quijote a Cidi Hamete Ben-Engeli con la intención de caricaturizar a ciertos autores de libros de caballerías que también atribuyeron sus obras a autores musulmanes. A posteriori se repetirá esta dicotomía basada en admirar o reivindicar la etapa hispano-musulmana a la par que se denigra a los «moros» coetáneos.

Los judíos también han sido percibidos de manera dicotómica en el ámbito cultural hispano-católico. Así, mientras que por un lado se aceptan como validos por norma de fe el Antiguo y el Nuevo Testamento (obras histórico-religiosas escritas por judíos) y la creencia en la divinidad de Jesús (un hebreo de religión mosaica), por otro, se acusa a los israelitas –vanagloriados cuando se trata del Viejo Testamento– posteriores al nazareno de deicidio y otros males de tipo conspirativo. Los hebreos coetáneos y sus descendientes neo-cristianos eran denigrados pero, igualmente, tanto los monarcas como la nobleza recurrían a ellos cuando necesitaban de comercio, asistencia médica o administración financiera. Los principales tópicos antihebraicos ya estaban prefigurados a finales de la Edad Media. Los judíos eran odiados a causa de cuatro clases de argumentos:

I.-Argumentos de carácter religioso: Deicidio.

II.-Argumentos de carácter económico: Usura y avaricia.

III.-Argumentos de carácter fisonómico: Diferencia anatómica y aspecto ingrato.

IV.-Argumentos de carácter psicológico: Inteligencia particular (normalmente concebida como superior) y soberbia.

A la acusación de deicidio los “padres” de la Iglesia no tardaron en añadir argumentos antisemitas de tipo económico. Durante la Antigüedad existía una relación intrínseca entre la religión y el dinero. El desarrollo de la protobanca aparece unido al de los grandes templos en Oriente Medio: 3400 años antes de la era cristiana los sacerdotes de Uruk, como administradores de los bienes que ofrecían a los dioses el rey y el pueblo, ya prestaban con interés a todos aquellos que querían iniciar un negocio, comprar un artículo o solventar una deuda. La banca y los templos siguieron relacionados a lo largo de toda la historia mesopotámica, extendiéndose esta práctica posteriormente a Grecia y a Roma. Lo romanos idearon nuevos perfeccionamientos: letras de cambio, acciones, operaciones de interés general, etc. En la época imperial surgió la clase de los negociadores, medio traficantes y medio prestamistas, quienes ejercieron su acción comercial hasta China e India. Muchos de estos negociantes eran judíos y sirios. Dicha práctica fue criticada por los moralistas greco-latinos y por los profetas hebreos.

La implantación del cristianismo como religión oficial dio pie a una nueva concepción del dinero. Ello estableció una dicotomía económica entre cristianos y judíos. Durante el Medioevo europeo la usura fue considerada como un pecado que producía la condenación irremisible del que la practicaba. La Iglesia prohibía a los cristianos realizar operaciones de puro interés, o sea, fijando de antemano un pago por un préstamo en el que el prestamista no corre ningún riesgo. Para los judíos la usura tenía otro significado, sobretodo a partir de la diáspora. A partir de entonces se dio cierta libertad en asuntos económicos al creyente mosaico con respecto al gentil. Lo importante era obtener capital para fines piadosos. La usura no estaba reñida con la devoción religiosa. El dinero es valorado por el destino que se le dé, no por su origen, como en el caso cristiano. Los hebreos mantuvieron la concepción antigua del dinero mientras que los hispanos católicos asumieron la idea eclesiástica del mismo.

La caracterización religioso-moral de los mosaicos fue completada con una definición psicosomática a lo largo del Medioevo. El concepto de consanguinidad y heredabilidad del pecado de deicidio atribuido por los primeros teóricos cristianos derivó en la creación de unos perfiles anatómicos y comportamentales intrínsecamente judíos. La representación plástica de los hebreos frecuentemente hace referencia a la nariz convexa. La caricaturización de los hebreos se aprecia ya en algunas pinturas medievales y modernas. En Las Cantigas de Alfonso X el Sabio aparecen prestamistas judíos, distinguidos de sus clientes cristianos por la forma de la nariz. Algunos pintores exageraron la imagen de los hebreos atribuyéndoles unos rasgos físicos canónicos. Este hecho se aprecia en ciertas obras de Juan de Juanes, como las del retablo de la vida de San Esteban, que representan a “San Esteban en la sinagoga” (núm. 838), “San Esteban acusado de blasfemo” (núm. 839), “San Esteban conducido al martirio (núm. 840) y lapidado” (núm. 841). En la misma línea se hallan el mural del trascoro de la catedral de Tarragona, pintado en el siglo XIV, y “La Flagelación” de Alejo Fernández, (núm. 1925 del Museo del Prado). Las representaciones sacras suelen distinguir a los hebreos Jesús, María, José, Juan el Bautista y los apóstoles del resto de sus correligionarios étnicos, quienes al contrario de los primeros, portan unas narices corvas o unos dientes largos. Otros autores pictóricos se atuvieron más a la realidad, tal como los representantes de la escuela flamenca o Arnau Bassa son su “Bautizo de judeo-conversos” (retablo de San Marcos de la catedral de Manresa) y “Predicación a un grupo de judeo–conversos” (retablo de San Marcos del Museo Episcopal de Vic). En estas últimas obras se percibe la existencia de tipos raciales comunes en la península, incluido el dinámico-armenoide.

Las descripciones fisonómicas(79) conservadas en los archivos inquisitoriales o en las obras autobiográficas no muestran unos caracteres anatómicos diferentes de los hebreos con respecto a los cristianos. Los retratados suelen denotar unos rasgos comunes en la Península Ibérica, caracterizándose en su mayoría por tener un aspecto mediterránido, como se ve actualmente entre los sefarditas. En el proceso llevado a cabo en la década de 1670 contra el asentista judaizante Diego Gómez de Salazar se describe a varios miembros de su familia implicados en el delito de desviación religiosa. Doña Leonor de Espinosa, su esposa, aparece dibujada como una mujer pequeña, delgada, arrugada, morena y con algunas canas en el pelo. Su sobrino y yerno Gabriel de Salazar, arrendador del “Mariscal de Agramonte” (Gramont), es presentado como un hombre lúcido, blanco y colorado de cara y tan afrancesado que se había cortado su larga cabellera negra para llevar una peluca postiza de color castaño oscuro, como los nobles y los burgueses franceses del siglo XVII. De una hija se dice que: «Flora Raphaela de Salaçár natural y vez de Madrid de catorçe años de hedad hija de Diego Gómez de Salaçar, pequeña de cuerpo, corcovada, blanca de cara, roma, ojos grandes, cabello castaño, doncella…» (Libro de autos de fe grâles y particulares, fols. 91, r.–94 vto). En Portugal era creencia común que los judíos portaban una pigmentación blanca y rubia, elemento este que no ha sido comprobado pese a que en dicho país, al igual que en España, aparecen con frecuencia procesados pelirrubios entre una mayoría morena y castaña. A veces hacen acto de presencia individuos con el pelo de la barba de distinto color que el de la cabeza. Así, en la biografía de Fray Antonio de San Pedro, que de judío penitenciado pasó a ser fraile místico, se lee la siguiente descripción de su fisonomía y su heterocromía: «el qual fue de mediana estatura, el pelo de la cabeza negro, el de la barba rubio i espeso; el nacimiento de él en la frente baxo, que en ella le hacía una punta, y luego unas entradas hacia la cabeza, como de calva, pero no la tenía, era la frente ancha, i espaciosa, indicio de su gran talento, sus ojos eran azules, i pequeños; pero mui vivos».

La concepción hispano-cristiana de los hebreos coincide con la que existe en otros países europeos. Los tópicos antisemitas se repiten igualmente a la hora de atribuir a los judíos una serie de rasgos psicológicos y morales. El refranero castellano contiene toda una cosmovisión sobre este aspecto. El punto más importante insiste en la desconfianza hacia los individuos mosaicos o con ascendencia hebraica: «no hay que fiar de judío romo (nariz romana) ni de hidalgo narigudo», «no te fíes del judío converso, ni de su hijo, ni de su nieto», dicen dos refranes. Las sentencias más repetidas, sin embargo, aluden a la avaricia de la «raza»: «El gato y el judío a cuanto ven dicen mío», «echaba el judío pan al pato y tentábale el culo de rato en rato». El carácter avaricioso va unido a una mención de los hábitos usurarios («Duerme don Sem Tob, pero su dinero no»), del espíritu engañador («Fiéme del judío y échome al río») y de su frialdad en el trato humano («En judío no hay amigo»). Otros refranes hacen referencia a su falta de valor y a su talante vengativo, equiparado al de mujeres y clérigos: «Que para mujer, judío nin abad non debe hombre mostrar rostro, nin esfuerzo, nin cometer, nin ferir, nin sacar armas, que son cosas vençidas e de poco esfuerço» (Arcipreste de Talavera, “Reprobación del amor mundano”) y «el judío y la mujer, vengativos suelen ser». Asimismo, se les tiene por vagos y listos, especialmente para los negocios: «Judíos y gitanos no son para el trabajo», «ni judío necio ni liebre perezosa» y «judío para la mercadería y fraile para la hipocresía». Por último, el prejuicio popular castellano critica su desviación de la ortodoxia cristiano–católica: «Ni músico en sermón ni judío en procesión» y «con misa ni tocino convides al judío».

A lo largo de las edades Moderna y Contemporánea diferentes teóricos (teólogos y juristas) y literatos han tratado el problema de la convivencia etnorreligiosa. Durante el período inquisitorial la mayoría de los autores cristianos mostraban una evidente tendencia antisemita. El antisemitismo hispano hacía hincapié en la ridiculización de los usos y costumbres de las minorías. Pedro Aznar Cardona (Expulsión justificada de los moriscos españoles, Huesca, 1612) da la siguiente visión de los musulmanes peninsulares:

«Dicha su naturaleza, su ley, y tiempo della, y su secta, réstanos dezir aora, quienes fuessen por condicion y trato. En este particular eran una gente vilissima, descuydada, enemiga de las letras y ciencias ilustres, compañeras de la virtud, y por consiguiente agena a todo trato urbano, cortés y político. Criavan sus hijos cerriles como bestias, sin enseñança racional y doctrina de salud, excepto la forçosa, que por razón de ser baptizados eran compellidos por los superiores a que acudiessen a ella.

Eran torpes en sus razones, bestiales en su discurso, bárbaros en su lenguaje, ridículos en su traje, yendo vestidos por la mayor parte, con gregüesquillos ligeros de lienço, o de otra cosa valadí, al modo de marineros, y con ropillas de poco valor, y mal compuestos adrede, y las mugeres de la misma suerte, con un corpezito de color, y una saya sola, de forraje amarillo, verde, o azul, andando en todos tiempos ligeras y desembaraçadas, con poca ropa, casi en camissa, pero muy peynadas las jóvenes, lavadas y limpias. Eran brutos en sus comidas, comiendo siempre en tierra (como quienes eran) sin mesa, sin otro aparejo que oliesse a personas, durmiendo de la misma manera, en el suelo, en transpontines, almadravas que ellos dezían, en los escaños de sus cozinas, o aposentillos cerca de ellas, para estar más promptos a sus torpezas, y a levantar a çahorar y refocilarse todas las oras que se despertavan. Comían cosas viles (que hasta en esto han padecido en esta vida por juizio del cielo) como son fresas de diversas harinas de legumbres, lentejas, panizo, habas, mijo, y pan de lo mismo. Con este pan los que podían, juntavan, pasas, higos, miel, arrope, leche y frutas a su tiempo, como son melones, aunque fuesen verdes y no mayores que el puño, pepinos, duraznos y otras qualesquiera, por mal sazonadas que estuviesen, solo fuesse fruta, tras la cual bebian los ayres y no dexavan barda de huerto a vida: y como se mantenian todo el año de diversidad de frutas, verdes y secas, guardadas hasta casi podridas, y de pan y de agua sola, porque ni bebian vino ni compraban carne ni cosa de caças muertas de perros, o en lazos, o con escopetas o redes, ni las comian, sino que ellos las matassen segun el rito de su Mahoma, por eso gastavan poco, assi en el comer como en el vestir, aunque tenían harto que pagar, de tributos a los Señores. A las dichas caças y carnes, muertas no segun su rito, las llamavan en arábigo halgharaham, esto es, malditas o prohibidas. Si se les arguyen, que porque no bebian vino ni comían tocino? Respondían, que no todas las condiciones gustavan de un mismo comer, ni todos los estómagos llevaban bien una misma comida, y con esto disimulavan la observancia de su secta por la qual lo hazían, como se lo dixe a Iuan de Iuana Morisco, tenido por alfaquí de Epila, el qual como dando pelillo, y señalando que los echavan sin causa, me dixo, no nos echen de España, que ya comeremos tocino y beberemos vino: A quien correspondí: el no beber vino, ni comer tocino, no os echa de España, sino el no comello por observancia de vuestra maldita secta. Esto es heregia y os condena y soys un gran perro, pero si lo hizierades por amor de la virtud de la abstinencia fuera loable; como se alaba en algunos Santos, pero hazeyslo por vuestro Mahoma, como lo sabemos, y os vemos maltratar por extremo a vuestros propios hijos, de menor edad, quando os consta que en alguna casa de christianos viejos, les dieron algun bocadillo de tocino y lo comieron por no ser aun capaces de vuestra malicia. Pregunto, lo que el niño comió, daos pena a vos en el estómago? No. Pues por que hazeys tan extraños sentimientos publicos, si un niño de cuatro hasta cinco años de los vuestros, come un bocado de tocino?

Creedme, que se cubre mal la mona con la cola. Eran muy amigos de burlerías, cuentos, berlandinas y sobre todo amicissimos (y assi tenian comunmente gaytas, sanajas, adufes) de baylas, danças, solazes, cantarzillos, alvadas, passeos de huertas y fuentes.

Eran entregadíssimos sobremanera al vicio de la carne, de modo que sus platicas assi dellos como dellas y sus conversaciones y pensamientos y todas sus intelligencias, y dilligencias, eran tratar desso, no guardándose lealtad unos a otros, ni respetando parientes a parientes, sino llevándolo todo tan a rienda suelta y tan sin miramiento a la ley natural y divina, que no avia remedio con ellos como dicho queda en el capítulo de la pluralidad de las mugeres. De aquí nacieron muchos males y perseverancias largas de pecados en christianos viejos, y muchos dolores de cabeça y pesadumbres para sus mugeres, por ver a sus maridos o hermanos, o deudos ciegamente amigados con moriscas desalmadas que lo tenían por lícito, y assi no las inquietava el gusano de la conciencia gruñidora.

Casavan a sus hijos de muy tierna edad, pareciéndoles que era sobrado tener la hembra onze años y el varón doze, para casarse. Entre ellos no se fatigavan mucho de la dote, porque comunmente (excepto los ricos) con una cama de ropa, y diez libras de dinero se tenían por muy contentos y prósperos. Su intento era crecer y multiplicarse en número como las malas hierbas, y verdaderamente, que se avian dado tan buena maña en España que ya no cabian en sus barrios ni lugares, antes ocupavan lo restante y lo contaminavan todo, deseosos de ver cumplido un romance suyo que les oy cantar con que pedían su multiplicación a Mahoma».

Los prejuicios más comunes sobre los moriscos aludían a su desviación de la doctrina cristiano-católica y a su negativa a comer tocino y beber vino, al igual que los judíos, así como al hecho de negar su condición criptorreligiosa (taqiyya). Frecuentemente moros y mosaicos eran equiparados, como en este refrán: «Jarro sin vino, olla sin tocino, mesa de judío o morisco». Otros argumentos antimoriscos hacían mención al uso de la algarabía («Enigma y algaravía es cuanto hablays, señor, para nosotros», Miguel de Cervantes), a la suciedad («Una inmensidad de heces y abominaciones de herejías… Pestilencial y herética doctrina», Jaime Bleda), a la promiscuidad, al afán por el dinero y a la fealdad, identificada ésta con la negritud. Lope de Vega ofrece en El nido inocente una crítica metafórica a la hibridación de linajes:

-Iñigo: “Mezclándose uno con otro ¿Qué importa la hidalga madre?

- Isabel la Católica: “Sea por esto o por esotro. Yegua blanca y negro el padre sacan remendado el potro”.

El antisemitismo religioso fue cultivado por distintos teóricos a lo largo de los siglos XVI y XVII. Aún a comienzos de la décimo-séptima centuria se publican libros(80) que advierten del peligro judío, como el del canónigo Domingo García, Propugnacula validissima religionis christianae, contra obstinatam perfidiam Iuadaeorum, adhuc expectantium Primum Adventum Messiae (Zaragoza, 1606) o el de Baltasar Porteño, Defensa del estatuto de Limpieza que fundó en la Sancta Iglesia de Toledo el Cardenal y Arzobispo Don Juan Martínez Siliceo (1608). Un exponente de intransigencia cristiana lo muestra Francisco de Quevedo en La Vida del Buscón llamado Pablos (Ed. Akal, Madrid, 1996, Págs. 15-90). El antisemitismo se extiende por toda la novela y afecta casi con exclusividad a los hebreos, aunque también se alude a los moriscos. Quevedo hace gala de su orgullo aristocrático y cristiano viejo a lo largo de toda la novela, rechazando el dinero como elemento trastocador de las divisiones estamentales. El autor se burla constantemente de los conversos y denuncia la existencia de juderías en algunas ciudades españolas. El protagonista, Pablos, está marcado por su condición de converso, calidad denunciada por los apellidos de la madre, lo que le obliga a emprender un largo camino para hacer olvidar este origen y acceder así a un título nobiliario; así, cambia varias veces de nombre y abandona a su familia (de su tío dice que «me importa negar la sangre que tenemos». Con todo, no oculta su carácter judaico: «nuestras cartas eran como el Mesías que nunca venían y aguardábamos siempre». Pablos representa el arquetipo del converso cobarde. El pícaro desea ser caballero, pero fracasa a causa de no tener las condiciones necesarias para ingresar en una orden militar, como no descender de condenados, ser “limpio de sangre” y no pertenecer a la villanía. Sus orígenes e ineptitud picaresca frustrarán sus deseos. En el capítulo V (“De la entrada en Alcalá, patente y burlas que me hicieron por nuevo”) Quevedo caracteriza físicamente a los conversos:

«Era el dueño y el huésped de los que creen en Dios por cortesía o sobre falso; moriscos(81) los llaman en el pueblo, que hay muy grande cosecha desta gente, y de la que tiene sobradas narices y sólo les faltan para oler tocino; digo esto confesando la mucha nobleza que hay entre la gente principal, que cierto es mucha. Recibióme, pues, el huésped con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento. Ni sé si lo hizo porque le comenzásemos a tener respeto, o por ser natural suyo dellos, que no es mucho que tenga mala condición quien no tiene buena ley. Pusimos nuestro hatillo, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquella noche».

Con el paso del tiempo el antisemitismo religioso se fue cargando de una mayor caracterización fisonómica, precediendo al racismo biologicista contemporáneo. El concepto de raza aparece cada vez más unido a connotaciones de tipo anatómico, aunque sin perder su significado cultural originario. Ya en el siglo XVI se ven precedentes genetistas en la literatura antisemita hispana. Un ejemplo de racismo cristiano-biológico se encuentra en la obra de fray Prudencio de Sandoval, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V (Lib. XXIX, cap. XXXVIII, B. A. E., LXXXII, pág. 329), en donde se identifica a los judíos con el color negro durante una alusión justificadora del estatuto de limpieza de sangre de la catedral de Toledo:

«Hízose en este año de 1547 en la santa Iglesia de Toledo, por orden de su arzobispo, don Joan Martínez Siliceo, el santo y prudente estatuto de que ninguno que tuviese raza de confeso pudiese ser prebendado en ella. Que si bien escogió a algunos parece muy acertado que la Iglesia primaria de España lo sea en sus ministros, como después acá lo han sido, y vivido con más quietud en su cabildo; porque donde hay muchos de tan mala raza pocas veces la hay, que es tan maligna esta gente, que basta uno para inquietar a muchos. No condeno la piedad cristiana que abraza a todos; que erraría mortalmente, y sé que en el acatamiento divino no hay distinción del gentil al judío; porque uno solo es el Señor de todos. ¿Mas quién podrá negar que en los descendientes de judíos permanece y dura la mala inclinación de su antigua ingratitud y mal conocimiento, como en los negros el accidente inseparable de su negrura? Que si bien mil veces se juntan con mujeres blancas, los hijos nacen con el color moreno de su padre. Así, el judío no le basta ser por tres partes hidalgo, o cristiano viejo, que sola una raza lo inficiona y daña, para ser en sus hechos, de todas maneras, judíos dañosos por extremo en las comunidades».

El determinismo cristiano-genético(82) evolucionaría hacia un racismo laico y pseudocientífico. En España el concepto de linaje y los estatutos de limpieza suponen un punto de transición en el que cada vez se identifica más lo moro y lo judío con la piel oscura y la condición vil. Un tratadista guipuzcoano, el jesuita Manuel de Larramendi, hibrida conceptos anatómicos, religiosos y sociales a la hora de utilizar la palabra raza. Los musulmanes y los judíos aparecen equiparados a los negros, a los mulatos y a los miembros del tercer estado. En su Corografía de Guipúzcoa, publicada en 1754, da una visión sanguínea –ya existente en la tradición aristocrática europea– de la idea de noble:

«¿Cómo han de ser todos los nobles? –Yo se lo diré: viniendo todos de un origen noble, y de sangre limpia de toda raza de judíos, de moros y moriscos, de negros y mulatos, de villanos y de pecheros».

El racismo religioso pervive como un fenómeno más de la cultura española tras la abolición de la Inquisición y los estatutos de limpieza de sangre. A lo largo del siglo XIX se producirán tres cambios fundamentales que condicionarán su desarrollo en el futuro:

1º.- Implantación de un régimen político liberal que “anula todo” privilegio o discriminación legal en función del credo o el origen estamental.

2º.- Desarrollo de una serie de corrientes intelectuales (liberalismo, masonería, krausopositivismo, etc.) que propugnan la tolerancia ideológica y religiosa como principios de convivencia.

3º.- Delimitación del antisemitismo religioso a los sectores más integristas del catolicismo, aunque pervivirá el mismo dentro de la Iglesia y en el ámbito de la mentalidad popular. Paralelamente, en el país comienzan a surtir efecto las líneas de pensamiento racistas europeas, las cuales encubren científicamente una serie de prejuicios fisonómico-culturales.

La literatura española de finales del siglo XIX y comienzos del XX se hace eco del antisemitismo biologicista europeo. Numerosos autores españoles participan de la reelaboración de los estereotipos tradicionales en el marco de una cultura laica y pseudocientífica. Los ensayistas y novelistas hispanos reproducen lo que leen en sus coetáneos de allende los Pirineos, o lo que aprenden durante sus estancias en París o Berlín. De este modo, los hebreos(83) aparecen descritos con una fisonomía y una psicología concretas. Emilia Pardo Bazán los percibe así: «los rasgos del tipo hebreo, nariz aguileña, de presa, la boca voraz, los ojos cautelosos y ávidos». A veces se utiliza la palabra judío en su acepción figurada, como manera de ser. Un personaje de La Horda, novela de Blasco Ibáñez, describe que sus primos comerciantes «eran unos judíos, sin alegría, sin afectos, cual sí tuvieran cegada el alma por el polvo del establecimiento». El antijudaísmo económico también queda reflejado en estas obras. Pérez de Ayala caracteriza al “clásico” banquero judío: «el multimillonario de semítica traza, bandolero de asalto en guarida, que no era otra cosa que su banca». El periodista Anton de Olmet hace un retrato tópico de un personaje real: «el financiero Salama, judío, uno de aquellos Salamas, dueños de toda Europa…, y que usufructuaban los monopolios enteros de Iberia. Salama adoptó moralmente a Bujalance –el jefe del Partido Conservador (Maura)– para iniciarle en el camino del oro». La herencia semítica es denostada y se exculpan las medidas inquisitoriales. Pío Baroja da una visión negativa de la influencia semita en España: «Lo que queda de moro y de judío en el español: la tendencia al engaño, a la mentira. Es la impostura semítica. De este fermento malsano, complicado con nuestra pobreza, nuestra ignorancia y nuestra vanidad, vienen todos los males». Menéndez Pelayo justifica la expulsión de los musulmanes en su Historia de los heterodoxos españoles (cap. IV, pág. 334), obra que influiría de sobremanera en la historiografía franquista: «La raza inferior sucumbe (…) al cortar aquel miembro podrido del cuerpo de la nacionalidad española». Las transformaciones políticas e ideológicas que tienen lugar a lo largo del siglo XIX no consiguen acabar con el antisemitismo religioso heredado. Numerosos sectores de la sociedad española se aferran a la intransigencia católica tradicional. El fervor nacionalista todavía aparece identificado con la profesión de fe cristiano-romana. Las guerras de África (1909-1927) producen una reacción contramusulmana en el marco de la derecha reaccionaria española, adquiriendo éste su máxima intensidad en los años que transcurren desde el final de la Primera Guerra Mundial (1918) hasta el advenimiento de la dictadura del general Primo de Ribera, en 1923. Durante una de las batallas las tropas españolas fueron cercadas y conquistadas por el ejército de Abd-el-krim, muriendo más de 8000 soldados. Como consecuencia de ello se ensalza el acervo hispanista mediante la composición de himnos patrióticos. Eran músicas marciales en cuyas letras se apela al honor ultrajado, al coraje de los bravos soldados, a la venganza frente al “cruel agareno” y al espíritu de cruzada de los héroes medievales. Sus títulos son bastante expresivos de por sí:

“El grito de la patria”, “El asedio de Tetuán”, “Himno de la guerra”, “Melilla” etc.

En un estudio sobre la «psicología moruna» realizado por Andrés Coll, arcipreste de Málaga, se pormenorizan de forma despectiva las peculiaridades mentales y morales de los habitantes del antiguo Sahara español. El clérigo los caracteriza así en su Villa Cisneros (Madrid, 1933, Págs. 149-156):

- El moro es escamón y taimado; de todo recela, a nadie cree y es muy parco en hablar con los europeos.

– El moro y la mora y los moritos son embusteros como nadie. Y no solo el vulgo, sino hasta los distinguidos, tienen singular placer en engañar.

– El moro sólo es generoso en invitar a té. Después de tomado el té, es signo de agradecimiento eructar. Los que aborrecemos el eructo y además no conseguimos eructar pasamos grandes apuros.

– El moro es caritativo con los suyos y guardan, sobre todo las moras, un secreto impenetrable de todas sus tradiciones de raza. – El moro no tiene ninguna vergüenza para pedir. Su boca no se cierra pidiendo. Acosan, insisten, acuden a hacerse simpáticos… – El moro tiene un gran espíritu justiciero.

– El moro es alborotador cuando habla y no digamos cuando discute.

– El moro es holgazán, muy holgazán.

El racismo cristiano viejo aún pervive en el ámbito de la población hispana a comienzos del siglo XX. Durante este período hay “católicos castizos” que declaran reconocer a quienes no lo son por el olor. La teoría del «olor racial» fue expuesta por Constancio Bernaldo de Quirós en su opúsculo antisemita Yebala y bajo Lucus (Madrid, 1914, Pág, 20):

«(…) más de una vez percibimos su repugnante olor. Es un olor casi cadavérico, hijo de una miseria que los moros explican con una leyenda que revela todo un desprecio insondable. Dios, cansado de los pecados de los hebreos, decidió suprimirlos, haciendo morir a todas sus mujeres. Yacentes ellas sobre lechos sepulcrales aún, Dios misericordioso se dejó conmover por los lamentos de los hombres reclamando sus hembras siempre muertas y los nuevos nacidos trajeron del macabro ayuntamiento el olor cadavérico que aún no han agotado sus sucesores».

En esta misma línea, heredera de la doctrina de algunos “padres” de la Iglesia, se halla el opúsculo del agustino Barreiro, El olor como carácter de las razas humanas (Madrid, 1924). El religioso pretendía demostrar las relaciones existentes entre el olor y el carácter de las personas en las distintas razas humanas.

La intransigencia cristiana se reinstitucionalizó durante la dictadura franquista. El régimen de Franco devuelve el poder social y político a los sectores más reaccionarios de la sociedad, rompiendo con ello todo el marco de reformas y libertades conseguidas durante la Segunda República. La conjunción falangista–tradicionalista implanta un Estado confesional católico, dándose marcha atrás en el proceso de secularización llevado a cabo durante el período anterior. Se anulan los matrimonios y los divorcios civiles llevados a efecto en la etapa republicana; se impone la unión religiosa; se penaliza el adulterio y se reincorpora la obligatoriedad del aprendizaje del dogma católico –incluida la Universidad (decreto de 1942)– tanto en centros públicos como privados. El Estado devuelve a la Iglesia sus antiguos privilegios y la indemniza las confiscaciones –las cuales sólo afectaron a la Compañía de Jesús– practicadas por la República. El régimen financia a dicha institución a costa de las arcas públicas y la concede amplias prerrogativas en materia de educación y moral pública. La legislación se adecua a la doctrina integrista del catolicismo, sobretodo durante las dos primeras décadas, cuando los gobiernos caen en manos de elementos tradicionalistas, monárquicos y falangistas. El acercamiento diplomático acaecido entre el Estado español y El Vaticano (que por entonces está bajo el pontificado de Pío XII) se concreta en el Concordato del 25 de agosto de 1953, según el cual se confirma el carácter confeso del aparato político franquista, que ya había prohibido los actos exteriores de culto de otras confesiones religiosas. En el artículo primero de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (1947) se dispone que: «España, como unidad política es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino».

El talante nacionalista y católico del régimen queda plasmado en la propaganda oficial, en las actividades culturales y en los contenidos del sistema educativo. En este último se hace evidente el deseo del poder de crear una mentalidad homogénea y afín al estado caudillista. Para ello se busca un fin misionero al franquismo. En los libros de texto de la etapa nacional-católica (años 40 y 50) se presenta una visión providencialista de la historia, concebida como una confrontación entre fuerzas benévolas y malévolas en la que siempre triunfan las primeras, elegidas por Dios para hacer su voluntad. La educación histórica y religiosa busca justificar un estado de cosas mediante fábulas o hazañas reales del pasado. Se establece una identificación entre Estado y los períodos tenidos por más gloriosos dentro de la historia española (por ejemplo período visigodo o reinado de los Reyes Católicos), a la vez que se hace borrón o escaso eco de la etapa decimonónica y del siglo XX hasta 1936.

El sistema educativo franquista resucita los viejos tópicos patrióticos y religiosos, especialmente los de “Reconquista” e “Imperio”. La idea de Reconquista cristiana estaba presente en todos los tratados y manuales de historia de España. La historiografía liberal, iniciada por Modesto Lafuente durante la primera mitad del siglo XIX, mantiene la imagen tradicional de la confrontación cristiano-semítica. En este punto no existen grandes diferencias entre los autores constitucionalistas y antiliberales. El régimen de Franco no hace más que recoger la herencia anterior. El antisemitismo se implanta como contenido corriente en las asignaturas de historia y religión. Los libros de texto infantiles –como El Florido Pensil– de esta época muestran la siguiente imagen de los judíos:

«Los judíos se dedicaban especialmente al comercio y a la usura, y en secreto trataban de propagar su falsa religión. En varias ocasiones habían martirizado a niños cristianos con horrendos suplicios. Por todo esto, el pueblo cristiano los odiaba».

«…los judíos eran en España verdaderos espías y conspiradores políticos(84) que vivían en la secreta amistad con los moros y en la callada esperanza de los turcos… Los judíos estaban organizados en verdaderas sociedades secretas de intrigas y conspiración. En esas sociedades se habían preparado crímenes horribles, como el asesinato de un Santo Obispo de Zaragoza, y el martirio, en La Guardia, de un niño en el que se había reproducido la pasión de Cristo…».

«La prudencia de esta determinación real (edicto de expulsión de 1492) no la comprenderá quien desconozca el carácter judío, su actuación hipócrita y sus tendencias sociales que tantas veces han llevado a España a la ruina. El mundo nos da ahora por fin la razón, y, después de cuatro siglos, los mayores políticos adoptan el consejo de nuestros Católicos Soberanos, expulsando de sus territorios a esta raza peligrosísima».

En la escuela franquista los judíos son presentados como asesinos, traidores y usureros para después justificar su expulsión. El antisemitismo del régimen tiene un carácter religioso, no biológico, aunque muchos miembros de la derecha reaccionaria se hacen acopio de la doctrina nazi (por ejemplo Ramón Serrano Suñer). Con todo, el prejuicio cristiano muestra en sus imágenes la clásica caracterización del hebreo con nariz aguileña. Los moros, por su parte, son descritos de manera similar a los judíos:

«Los moros, como los niños o los salvajes, no veían más que lo que tenían delante de los ojos y no sabían ponerlo en relación con otras cosas lejanas para formar la idea de unidad».

«Los moros no querían a Nuestro Señor Jesucristo ni a la Virgen. Los moros creían en un hombre que se llamó Mahoma. Mahoma decía:

«Matad a nuestros enemigos donde los encontréis» y un rey moro les mandó que devoraran a los cristianos hasta que no quedara uno».

La idea de nación traicionada y de civilización católica se vuelve a repetir. Los judíos y los moros son responsabilizados del final del “esplendor” gótico:

«.. se puede decir con plena razón, que a principios del siglo VII era España la nación más católica, más culta y más civilizada de Europa».

Había entonces en España muchos judíos. Y los judíos, que tampoco querían a los españoles, dijeron a los moros por donde tenían que entrar para apoderarse de España».

La visión que se tiene de los moros varía en función del autor y del libro de texto. Lo mismo se les representa como unos “salvajes” que como un grupo étnico tolerante y civilizado. Tal hecho es apreciable incluso en la terminología utilizada: el concepto de «moro» se aplica a la hora de resaltar alguna cualidad negativa de los islámicos o de los pueblos del Norte de África; en cambio, cuando se busca una relación de afinidad se utilizan los vocablos «árabe» o «musulmán». No obstante, a pesar de dicha ambigüedad, se trasluce un ultranacionalismo españolista ya que las obras de la etapa islámica son siempre atribuidas a los españoles –en la línea de historiadores como Claudio Sánchez Albornoz– y a su supuesta influencia civilizadora sobre los árabes. La propaganda historiográfica franquista mantiene una posición antitética en la que, por un lado, se denosta a los moros como gentes salvajes y foráneas mientras que por otro, se reclama el patrimonio hispano-árabe para ensalzar el orgullo patrio:

«El comportamiento con los cristianos: En general, los árabes fueron tolerantes con los cristianos, pues colaboraron en muchas ocasiones con ellos en obras culturales y se respetaron mutuamente».

«Aunque los árabes, al venir a España eran simples y feroces guerreros del desierto, el contacto con los españoles, con las flores de nuestro suelo y las claras luces de nuestro sol, despertó en ellos ilusiones de arte y saber».

«–¿Y eso es obra de los árabes? –No, es obra de los españoles, porque aquellos musulmanes eran españoles casi todos, y empezando por los mismos califas, no tenían apenas unas gotas de sangre oriental. Toda aquella civilización maravillosa es española; españoles sus libros, sus sabios, sus guerreros, sus artistas, sus poetas».

El ideario cultural franquista cultiva la idea de “Imperio”. España tiene una “misión civilizadora y evangelizadora” que cumplir allende los mares. El espíritu anacrónico del cristiano viejo, hidalgo, inquisidor y conquistador queda plasmado en los textos al ensalzarse las epopeyas de cruzada:

«Este es el Imperio que queremos restaurar, llevando otra vez a lejanas tierras el nombre de la Patria y llevando de nuevo el nombre de Cristo a quienes aún no le conocen. El mar nos brinda caminos. Y África nos ofrece el tesoro de sus hombres salvajes y de sus selvas vírgenes».

«No convenía la proximidad de moros incultos, y nos comprometimos ante las demás naciones a llevar a este territorio carreteras, ferrocarriles, escuelas, etc., para levantar la cultura de sus habitantes ».

(Andrés Sopeña Monsalve. El Florido Pensil: Memoria de la escuela nacional católica, Ed. Crítica, Barcelona, 1994, págs. 152-218.).

(79) Según el grabado que ilustra la Ortografía Castellana publicado por Mateo Alemán en México, este autor de descendencia hebraica tenía los rasgos armenoides de nariz convexa, ojos almendrados y cara ancha.

80 Algunos autores, como el Padre Mariana o Pedro Ponce de León estaban en contra de la expulsión de judíos y de moriscos.

Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, siempre se mostró hostil a los estatutos de limpieza de sangre y renegó de éstos al admitir a decenas de conversos en su orden.

81 El término moriscos y a alusión a la nariz grande y a no comer tocino refiere tanto a los descendientes de musulmanes como a los de judíos.

82 Las nodrizas judías estaban excluidas de los palacios reales, ya que se creía que con su leche podrían contaminar a los vástagos

cristianos. Esto se ve en autores como Acosta, Discurso contra los iudios o Ignacio del Villar.

83 Otros autores, como Benito Pérez Galdós, adoptaron una actitud filohebrea. Algunos, como el doctor Pulido, realizaron campañas

para promover el regreso de los sefarditas a España.

84 El vocablo judío se utilizaba en la España decimonónica para denostar a los políticos de corte liberal. Hoy en día se repite este hecho en Rusia y otros países del Este europeo.

Texto extraído del libro “HISTORIA ANTROPOLÓGICA DEL RACISMO EN ESPAÑA”

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