RAÍCES MORISCAS DE LA COCINA ANDALUZA
Antonio
Gallego Morel*
Siempre que se
dibuja un mapa gastronómico de España, Andalucía mantiene la unidad de sus
límites coloreándose con el verde del aceite y de las olivas, ofreciéndose como
la” zona de los fritos”, epígrafe que sustituye los de las ocho provincias
andaluzas en contraposición a las otras geografías de los asados, los arroces,
los chilindrones, las salsas y los pescados, si bien en los últimos años,
pescados a la plancha y a la sal se prodigan en las zonas turísticas de
Andalucía completando la tradicional hegemonía del pescado frito que sigue
manteniendo característica muy peculiares: en todas son distintos en cada
región de se aderezan de distinta manera; en ningún lugar se fríen los
chanquetes como en la zona de Málaga o se hacen la moraga de sardina como en
Motril.
Pescaditos
fritos no sólo de la zona costera andaluza ¡: eran los albures, bogas, lisas
abadejos y sollos que se alineaban tras la reina pescadilla que se mordía la
cola en la tradición Sevillana del barrio de Triana. Es que Sevilla recogía y
recoge en su mejor cocina lo que le llega desde los mares de la Andalucía de los puertos
Zambucar y la vía que sale al otro mar por Hayámoste: langostinos, camarones,
coquillas del Morcillón, almejas, lapas, mariscos, ostigones, cañailla, burgados,
caracolillos, conchas, buzanos… Siempre se dice de Madrid que es el mejor
puerto del Cantábrico en cuanto a presencia de pescados en su buena mesa, pero
lo que quiere decir dicha expresión es la bondad de la tierra adentro también
para tener acceso a las delicias del mar. Y, además, Sevilla no es propiamente
ni costa ni tierra adentro: es lo que rige el Guadalquivir. Lo que garcía Gómez
designó como un eclipse en su poesía es un “cliché” también válido para su
cocina. Pero los andaluces no son gastronómicamente chauvisnistas, incluso
exageran en su beatería ante la cocina del norte español y la francesa, lo que
explica el éxito d e los restaurantes franceses y vascos en la región.
Dentro de la
diversidad de la cocina del sur español destaca la tradición arábigo-andaluza
viva en la España
cristiana y mantenida por los moriscos que representan unas costumbres en
cuanto a comer y beber muy distintas de las de los musulmanes españoles en su
época de hegemonía política… Estos antiguos musulmanes bebían vino y Emilio
García Gómez ha podido recoger textos poéticos de aquella época que atestiguan
estas afirmaciones. Un secretario de Mutanid de Sevilla escribía en el siglo
XI:
“El reflejo
del vino atravesado por la luz colorea de rojo los dedos del copero como el
enebro deja teñido el hocico del antílope”.
Otros poetas
como Ben Sirach, Ben Jafacha o al-Rusafi nos ofrecen escenas báquicas dentro de
los Poemas arabigoandaluces. En cambio, los moriscos no bebían vino aunque los
andaluces también fuesen en esto los menos rígidos. Fray Pedro de Alcalá da
nombres de los lagares y otros vocablos relacionados con la fabricación del
vino porque se refiere a la zona andaluza mientras Joaquín Belda al referirse
la zona valenciana, pese a la riqueza allí de viñas, resalta que no se
encuentra ni una sola prensa de vino. Prueba de esta falta de rigidez en cuanto
a la prohibición entre los moriscos andaluces estarían diversos textos del 1500
por lo que el Ayuntamiento de Granada tomaba el cuerdo de no vender “cueros de
vinos ni botas para se juntar en los cármenes y heredades a se emborrachar” y
medidas más severas tuvieron que adoptarse en la zona de Guadix y Baza donde en
los días de fiesta y sobre todo de fiestas cristianas tomaban “desorden de
beber vino… e había muchos de ellos borrachos e se mataban a cuchilladas”. La
reina Doña Juana tuvo que dictar una provisión ordenando, en 1505, al
corregidor de Guadix la represión de excesos de esta clase y en 1514 en las
ordenanzas dictadas por el duque de Alba para el adoctrinamiento de los
moriscos de Huéscar se establece la prohibición de la venta de vino en las
tabernas por ser muchos los que “pierden el sentido e se emborrachan” y porque
hay mucho desorden en el beber. Una Real Célula de 1515 condena a la pena de
cárcel si se encontraba borrachos a los moriscos y, en 1521, el ayuntamiento de
Baza prohíbe también la venta de vino en los bodegones. Esta situación es
similar en toda la zona de Andalucía oriental durante esta época. Pese a ello,
era frecuente entre los moriscos beber una especie de narcótico producido del
polvo de las hojas del cáñamo y que producía cierta excitación nerviosa, que
denominaban “alharxix”, mucho más barato que el vino y con el que también se
emborrachaban.
En cuanto al
comer no comían cerdo y con esta coincidieron musulmanes de la época de
esplendor y moriscos, extendiendo esta rigurosa prohibición al tocino y a
cunato consideraban relacionado con los cerdos: rábanos, nabos,
zanahorias…Tampoco comían carnes sin sangrar, nada que contuviese sangre coagulada
y animales ahogados o mordidos por otros: eran para ellos “carnes malditas”.
Estas
prohibiciones repercutían en el mundo social de los moriscos ya que llevaba a
la imposición de tener carnicerías especiales para los moriscos y matarifes
especiales para los mismos. Todo esto, pues, condicionaba una especial
gastronomía morisca.
No existen
muchos libros que nos permitan conocer cómo era realmente la cocina arábigo
andaluza y por los pocos datos que tenemos proceden de escritos magribíes. Y,
naturalmente la más importante fuente de información nos la suministran los
platos y ejemplos culinarios que han llegado hasta nosotros. Ambrosio Huici
Miranda publicó la
Traducción española de un manuscrito anónimo del siglo XII
sobre la cocina hispano-magribí, único texto amplio para el estudio de la
cocina musulmana de occidente, que completa el de al-Bagdadi para oriente. Son
piezas capitales los diez manuscritos de la Wusla ila I-Habib, algunos de ellos ya estudiados
por M. Rodinson en sus Recherches sur les documento árabes relatifs a la
cusine, así como la tesis de profesor Fernando de la Granja sobre la cocina
arábigo-andaluza: texto árabe, traducción y comentario de dos documentos
manuscritos de la
Colección Gringos de la Academia de la Historia y otro de la Universidad de
Tubingen, la Fadalat
al-jiwan. Muchas de las recetas contenidas en tos tratados vienen a ilustrar
aquellas palabras de La
Lozana Andaluza cuando hilvana en su discurso el alcurcuz y
las alhondiguillas, pestiños, ojuelas, rosquillas de alfajor, textones de
cañamones y ajonjolí, négados, jopaipas y hojaldres junto a su “cazuela con
ajico y comino, y saborcito de vinagre”
En el citado
libro Faddalar al-jiwan, estudiado por Fernando de la Granja , se ofrece la receta
de un guiso de habas que es pieza capital de la gastronomía granadina. Y las
múltiples aportaciones culinarias de la alcachofa hacen pervivir el recuerdo de
platos moriscos: esas alcachofas que en la provincia de Cádiz son denominadas
alcanciles y que se mantienen en menús actuales bajo el epígrafe de “alcanciles
rellenos” por ejemplo. Esta tradición condiciona el nacimiento de la “Peña el
alcancil” que aglutina a los aficionados sevillanos a la buena mesa.
De tradición
morisca son el potaje de trigo, usual hasta la primera mitad de nuestro siglo,
el ajo blanco con uvas o manzanas y la sopa de almendras. El potaje de trigo
incorpora los hinojos muy frecuentes en la cocina mediterránea del siglo XVI y
tiene un majado de pan frito y pimiento. Ruperto de Nola fue un cocinero del
rey de Nápoles que ordenó sus recetas con el título de “muchos potajes y salsas
y guisados para el tiempo de carnaval y de la cuaresma; y manjares y salsas y
caldos para dolientes de muy gran sustancia, y frutas de sartén y mazapanes h
otras muy provechosas y del servicio y oficios de las casas de los Reyes y
grandes señores y caballeros”… El libro puede ser datado en 1477 si bien nos
llega como primera edición de 1525 alcanzando cinco ediciones en el siglo XVI. Nola,
en su Libro de guisados (editado por Dionisio Pérez, “Post-ThebussemE en 1929)
consigna una berenjenas a la morisca. Ya en poeta Ben Sara. Seleccionado por
García Gómez en sus Poemas arábigoandaluces acertó a cantar la berenjena:
“Es un fruto
de forma esférica, de agradable gusto, alimentado por agua abundante en todos
los jardines.
Ceñido por el
caparazón de su pecíolo, parece un corazón de cordero entre las garras de un
buitre”.
También el
poeta Ben al-Talla del siglo XI, canta la alcachofa en esta tradición poética
de al-Andaluz:
“Hija del agua
y de la tierra, su abundancias se ofrece a quien la espera encerrada en su
castillo de avaricia.
Parece por su
blancura y por lo inaccesible de su refugio, una virgen griega entre un velo de
lanzas”.
También la
cebolla tiene esa misma tradición a través preferentemente de sus dos
modalidades de cebolla albarrana y cebolla albarranilla.
Muchos platos
de distintas maneras de guisar alcachofas y berenjenas en las zonas de Almería
Málaga, Granada y Jaén, propagadas luego hacia Levante y Provenza, tienen su
origen en platos moriscos. Es curiosa la receta de Ruperto de Nola en sus
“Berenjenas a la morisca” cuando distingue ente el tocino que en el
Mediterráneo del siglo XV se incorpora a la sartén y la prohibición: “después
de picarlas con un cuchillo y vayan a la olla y sean muy bien sofreídas con
buen tocino o con aceite que sea dulce, porque los moros no comen tocino”.
Y como plato
regio de berenjenas hemos de mencionar la alboronía, guisado de berenjenas, tomate,
calabaza y pimiento, guiso que lleva el nombre de la esposa del Califa
al-Ma´mun, Buran, cuyas bodas fueron muy celebradas y quedaron recordadas en
una de los platos que en aquel festín fueron servidos.
De tradición
morisca es el salmorejo y muchos platos en cuya confección domina el majado tal
como es entendido en la cocina andaluza que excede del simple machacar, ya que
se completa batiendo hasta que todo se convierta en una especie de papilla. El
salmorejo es un majado de ajos, sal, migas de pan y aceite, vinagre y agua. Es
por lo tanto una de las múltiples variedades del gazpacho. También es de origen
morisco el remojón que se mantiene en La Alpujarra que es una especie de ensalada con
bacalao, naranja, aceitunas, cebolla, tomate frito, aceite y vinagre. La
presencia en muchos de estos platos de la naranja es frecuentemente de origen
morisco como aquellas toronjas de Játiva que son almojaranas cuya receta nos
ofrece también Ruperto de Nola y junto con las almojaranas propias, las tortas
de queso. Y morisco es el almodrote o salsa de queso, aceite y ajos
fundamentalmente conocida bien machacados o majados en ese elemento fundamental
en toda cocina morisca o musulmana que era el almirez, hoy pieza de museo,
ejemplar de anticuario y oferta viva, en cualquier bazar de un norte de
Marruecos con cercana tradición ibérica.
Y de tradición
morisca son la albóndiga en sus múltiples modalidades cuya etimología es la de
bolitas del tamaño de la avellana, esas avellanas que también cuentas tanto en
la poesía popular de la
Edad Media. Pero acaso sea al alcuscuz la más original
reminiscencia morisca que permanece en muchísimas variedades que ofrece esa
pasta de harina y miel convertida en pequeños granos redondos y guisada de las
más diversas maneras, una de ellas es el alajú con almendra, nueces, piñones,
pan rallado y miel. Sebastián de Corvarrubias en su Tesoro de la Lengua , de 1611, define al
alcuscuz como “un cierto género de hormiguillo, de más deshecha en granos
redondos”. La presencia de la miel, del ajonjolí, de la naranja en muchos
platos que no son propiamente de la tabla de los dulces denotan influencias
moriscas y crean toda esa gama de unas tortas que exhiben los títulos de “las
auténticas”, las legítimas, conocidas en nuestros supermercados actuales como
de Inés Rosales y en las que campean los nombres de Castilleja de la Cuesta , Lachar, Loja y
otros lugares andaluces.
En la zona de la Alpujarra permanecen
muchas huellas de gastronomía morisca que desconciertan con el predominio del
jamón –el de Trevélez- otros productos relacionados con la institución social
de la matanza de tan honda tradición en muchos pueblos de la comarca y que no
es posible relacionar con pervivencias moriscas. Muchos platos que mantienen su
denominación “a la andaluza”, son realmente “a la morisca”, y en esas
denominaciones están siempre al fondo el tomate y el pimiento, y es curioso y
natural históricamente que coincidan tradiciones gastronómicas en la región más
arabizada de Andalucía y en la zona de Toledo lo cual prueba la fuerza en ambas
geografías de una misma herencia: es el concepto científico de la “andalusí”
puesto con vigor en su justo lugar por Manuel Alvar, empachado ya de tanto
analfabetismo culturizante.
Por otro parte
la pura etimología y la historia nos llevaría a sacar conclusiones correctas. La
existencia entre los musulmanes de prósperas almadrabas nos podrían llevar a
establecer antecedentes moriscos a muchos platos en los que entra como elemento
principal el atún.
Pero
probablemente el plato de honor con tradición morisca sea el ajo blanco con
uvas, considerado como plato típico de Málaga, que procede de la tradición
culinaria del machacado de la almendra en almireces de cobre que tienen su
punto de irradiación desde la cordobesa Lucena. Es la tradición morisca de
machacar y majar hasta lograr la formación de una pasta que ofrece toda una
gama desde la masa compacta y sólida, hasta la creación de una auténtica leche
como acontece con el ajo blanco, establecemos esta posibilidad pese al abolengo
romano del ajo como valor culinario y como valor medicinal vivo en la Roma de Virgilio, en la Provenza y a lo largo del
Levante español.
Tradición
morisca tienen muchas modalidades de gachas que en algunos pueblos de la
provincia de Córdoba se aderezan con ajonjolí y se prodigan durante el mes de
noviembre, junto con el “picadillo” que es una ensalada semejante al remojón
–listo para remojar, para mojar- a base de rodajas de naranja, bacalao,
pimientos morrones a tiras y cebollas.
Ahora bien, es
en la dulcería donde mejor y más interesante se puede sorprender la pervivencia
hasta nuestros días de marcadas influencias moriscas. Y es curioso que esta
pervivencia se perpetúe a través de caseras industrias montadas en los
conventos de clausura. Y más aún que esta tradición cruce el Atlántico y
también surja en concretos lugares de Hispanoamérica: el contagio de la
tradición pulcra de los conventos de Granada. Y es en este campo de la dulcería
donde una vez más coinciden las costumbres gastronómicas de Andalucía y Toledo.
Esta tradición está vinculada a fiestas populares, con motivo de las ocasiones
de bodas y bautizos y preferentemente, en relación con las festividades de la Navidad y de Semana Santa.
Muy
característica de Córdoba, zona de Toledo y de la Mancha son las flores,
dulces de sartén, fritos emborrizados en miel o los hojaldres con ajonjolí, y
masas de harina perfumadas con limón como las perrunas. También es de origen
morisco la batata emborrizada en almíbar de las vegas de Málaga y muy clásicas
las torteras de Sevilla con relleno de c9idra y naranja en su centro que se
colocaban sobre rueda con varillas denominada azafates –nombre morisco- que son
canastillos hoy sustituidos por cestillas de cartón. Y en la geografía
sevillana están las tortas de aceite, frutas bañadas y garrapiñadas,
almendrados y melindros, los mantecados y polvorones, cortadillos rellenos y
piñonatas en que destaca el nombre de Estepa en dicha provincia y el de
Antequera en la divisoria andaluza de otras provincias; las alegrías, roscos y
polvorones de Morón. Uno de estos dulces es el de más tradición morisca, el
alfajor, al que dedicó el erudito Adolfo de Castro un trabajo; es muy clásico
de la zona de Jerez pero es en Antequera donde se industrializa. También los
pestiños de estas zonas así como los pestiños manchegos y las flores de sartén
de esta misma zona tiene tradición morisca, así como la clásica torta de
almendras de Chiclana. Bolados, azúcar rosada, grajeas de colorines de una
Andalucía modernista que sale de Sevilla a comer los domingos en busca del mar
y que subían monte arriba desde Málaga con las pasas que exhibían también
litografías modernistas en sus cajas a tono con las botellas de vinos de Málaga
o de los anises. Es la Málaga
de casonas, lagares y verdiales evocada en estampas de color y prosa aún más
estallante por Manolo Blanco: “Se envasan las calas de pasas en racimos y en la
prensa se aprietan los higos como la miel, en redondos ceretes. Es la dulzura y
el aroma de los montes de Málaga anteriores a la “filorexa “ o en el heroico
empeño de la repoblación de sus montes con las cepas de “siparia”. Blasco evoca
las meriendas andaluzas de su juventud: “con zoque, mojete, gazpacho picado o
el ajo blanco con uvas moscateles” algunas de cuyas recetas nos transmite
Enrique Mapelli en sus Papeles de gastronomía malagueña.
También el
arrope, cuya geografía se exiende por Málaga, Sevilla, Cádiz, Granada y la Mancha tiene ascendencia
árabe. En el tratado editado por Huici Miranda que recoge un largo centón de
recetas anteriores a las tomas de Córdoba y Sevilla por Fernando III se recogen
tres tipos de arropes: de membrillo, de granadas y de higos, así como una serie
de bebidas no alcohólicas o jarabes: de miel madera de áloe, cidra, julepe,
sándalo, mástico, menta, violetas, rosas. En algunas de estas recetas se
entrecruza lo gastronómico y recomendable para la digestión con lo erótico:
como la “yudaba” provechosa para el frío y que fortalece el coito o aquel
alabado, en primavera, para los de sangre ardiente. Surgen, a veces, junto a
recetas orientales –Burgia, Ifriquiya, Siria- otras de Niebla, Ceuta o alguna
receta siciliana, prueba de la unidad gastronómica del Mediterráneo. Y es en
Granada donde culmina esta tradición dulcera en la que se cruzan recuerdos
moriscos con el auge en la región de la riqueza del mar. Toda una reiteración
de yemas y tocinillos de cielo se enriquecen en Andalucía con el colorido de su
toponimia y culminan en las yemas encerradas en cajas de madera por las monjas
de San Leandro de Sevilla, en la plaza de San Ildefonso, que hacen pareja con
el “bien me sabe” de las monjas Clarisas de Antequera.
Y esta
geografía andaluza de mantecados, polvorones y alfajores tiene su contrapunto
en el Toledo de los mazapanes y bizcochos de claro origen árabe como son el
alajú y la alcorza, variedades de las clásicas tortas de origen morisco. En
cambio se ha perdido en Andalucía la tradición del té moro con yerbabuena y
riqueza de azúcar de pilón. Se prodigan los restaurantes cosmopolitas con
pizzerías a la cabeza u restaurante orientales, pero no así los restaurantes
árabes pese al auge de los pinchitos como tapa preferida en bares y tabernas. Es
curiosa esta historia de la pervivencia de una cocina morisca entre los
andaluces, como es curiosa la penetración del aceite como elemento principal de
una cocina y con el aceite la del ajo. Y entonces nos encontramos con unas
similitudes entre Andalucía y Provenza en correspondencia histórica con
geografías de asentamiento de los árabes. Dionisio Pérez (“Post-Thebussem”) uno
de los clásicos de la gastronomía con más talento, que redactó una guía del
buen comer español, trazó las fronteras y el crecer del “alioli” como hecho
capital de una forma culinaria y sorprendió muchas pervivencias moriscas en
nuestra cocina nacional. Recuerdos moriscos que todavía asoman a la carretera
cuando en las travesías de pueblos que conduce a la Alpujarra nos colocan,
como en los días en que viajó Pedro Antonio de Alarcón, no acertó, naranjas y
limones, tanto para postrear como para aderezar muchos platos. La Alpujarra la rica
variedad de la cocina de esta comarca. No era sólo Alarcón. Nuestros
costumbristas del siglo XIX pasan en general de largo por lo que se guisa en
las cocinas que se traducen a describir plásticamente, seducidos por lo
estrictamente folklórico de cante, el baile y la indumentaria.
Richard Ford
fue agudo observador de la cocina española pero acaso exagerase cuando afirmaba
que “la cocina nacional española –son sus palabras- ges en su mayor parte
oriental”. Se basaba en el dominio de los guisados frente a los asados y era
implacable con muchos usos culinarios. Señalaba cómo los españoles no tenían
más una sola salsa –frente a la variedad de las salsas inglesas- “de color
tostado, muy parecido al color siena que imitaba Murillo”. Ford, al acercarse a
la cocina española, traza un cuadro de la España negra centrada por el plato de la olla
podrida descubriéndose ante las ensaladas españolas que para cocinarlas –dice-
se necesitan cuatro personas: “un derrochador para el aceite, un tacaño para el
vinagre, un consejero para la sal y un loco para revolverlo todo”. Para Ford,
España es el país de lo imprevisto. No consigna en su libro tradiciones
culinarias árabes o moriscas pero resalta el modismo de la pregunta española
“¿usted gusta?” y acentúa este rasgo español de la hospitalidad como
típicamente oriental e incluso señala como oriental la manera de los españoles
de su tiempo de inclinarse sobre el plato a la hora de comer: Ford tenía
intuiciones de fotógrafo a la hora de captar la realidad. Destacó la presencia
del ajo, de los dientes de ajo en las cocinas españolas, destacó los jamones de
Trevélez, en la Alpujarra
de Granada, y consignó que cuando los españoles mojaban pan en su salsa se
comían la paleta de Murillo: no en balde Ford alienta con sus textos la españolada
como la alimentan los polvorones, los mantecados, los mazapanes y los
alfajores, dulcería de una vieja tradición, la misma que en los escritores como
Américo Castro y Camilo José Cela funden en su interpretación del pensamiento
nacional como conjunción de los elementos: judíos, moros y cristianos. Algo que
también se refleja a la hora de sentarse a comer los españoles.
*Presidente de
la Academia
Granadina de Gastronomía
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