Abd al-Rahman o Abderramán III, Califa de al-Andalus
(891-961).
Octavo emir de la
dinastía Omeya independiente de Córdoba (912-929) y primer califa de Córdoba
(929-961), nacido el 7 de enero del año 891 en Córdoba y muerto el 15 de
octubre del año 961 en el palacio de Medina Azahara (Córdoba), en pleno apogeo
de su fama y poderío, a la edad de setenta años y cuarenta y nueve de reinado.
Se le conoció también como al-Nasir li-Din Allah ('el vencedor por la religión
de Alá').
Sucedió a su abuelo Abd
Allah (888-912) en uno de los momentos más críticos para el emirato. Afrontó
con éxito las pretensiones independentistas de la levantisca nobleza andalusí,
desarmó la amenaza externa proveniente del califato fatimí y frenó el avance
territorial de los diferentes reinos cristianos del norte. Autoproclamado
califa (929), favoreció la cohesión y la prosperidad de sus territorios con una
prudente política administrativa. En materia religiosa, fue el gobernante
cordobés más tolerante con la comunidad judía y cristiana y protegió el cultivo
de todas las artes.
Abd al-Rahman III era
hijo del príncipe heredero Muhammad y de la princesa Íñiga, hija de Fortún el
Tuerto, y nieto, por tanto, del rey navarro Iñigo Arista (820-852).
El emir Abd Allah nombró
a su hijo Muhammad heredero al trono, pero éste fue brutalmente asesinado por
su hermano al-Mutarrif, el cual a su vez fue muerto por el propio Abd Allah
como represalia por tan execrable acto. El trágico fin del heredero obligó al
emir a designar como sucesor a su nieto Abd al-Rahman, lo que postergaba a sus
otros hijos a un papel secundario. El príncipe creció desde muy joven rodeado
de los mejores maestros, además de ser instruido en los secretos de la política
de Estado. Su abuelo le fue confiriendo paulatinamente cargos y asuntos de gran
responsabilidad, hasta que, a la muerte de éste, Abd al-Rahman III heredó el
trono del emirato sin oposición alguna, cuando ya contaba con una valiosa
experiencia. El 16 de octubre del año 912, Abd al-Rahman III recibió la
acostumbrada obediencia jurada por parte de sus tíos y otros miembros de la
familia Omeya.
Nada más subir al trono,
Abd al-Rahman III se encontró con la ingente tarea de unificar un Estado con
tremendas divisiones internas, amenazado desde el exterior por poderosos
adversarios, situación que se agravaba por el continuo estado de conmoción en
el que se hallaban todas las provincias del reino. Aunque Abd al-Rahman III
heredó un puesto que nadie parecía querer, su primer objetivo fue emprender,
lenta pero firmemente, la tarea de pacificar y unificar nuevamente todo
al-Andalus bajo el poder de la dinastía Omeya.
Lo primero que hizo el
joven emir fue determinar con qué alianzas y fidelidades contaba, para lo cual
envió emisarios a todos los gobernadores pidiéndoles sus respectivos juramentos
de lealtad, obteniendo pocas adhesiones y sí muchas negaciones. En vista de que
la diplomacia no surtió efecto, Abd al-Rahman III utilizó la fuerza contra
todos sus súbditos rebeldes; así, marchó en primer lugar hacia el sur,
concretamente contra Sevilla, ciudad que se había independizado bajo la familia
de los Banu Hachchach, y que fue rápidamente reconquistada, sin gran derramamiento
de sangre a finales del año 915, así como un buen número de fortalezas de los
alrededores.
El segundo objetivo Abd
al-Rahman III, y el que más le costó sin duda alguna, fue detener las continuas
correrías del muladí Omar Ibn Hafsun, el cual se había aprovechado de los
caóticos años de gobierno de Abd Allah para sublevarse y gobernar como soberano
efectivo gran parte de la Andalucía oriental desde su inexpugnable cuartel
general de Bobastro. Abd al-Rahman III dirigió todos sus efectivos contra Ibn
Hafsun, gracias a lo cual conquistó, en el año 913, primero Écija y después más
de setenta plazas gracias a la campaña de Monteleón, todas ellas comprendidas
en las provincias de Jaén, Granada y Málaga y la serranía de Ronda, con lo que
limitó considerablemente el margen de acción del rebelde, el cual se vio
obligado a permanecer en Bobastro sin posibilidad de moverse y privado de
acceso al mar. Ibn Hafsun continuó su obstinada oposición contra Córdoba hasta
su muerte en el año 917, circunstancia que favoreció los designios de Abd
al-Rahman III. Sus cuatro hijos siguieron las tácticas de su padre, es decir,
firmar un día la paz para romperla al día siguiente, pero todos ellos se
mostraron incapaces de mantener la sublevación con la misma fortuna que su padre,
lo que no evitó que lograsen sobrevivir doce años largos a los asedios
constantes por parte de las tropas de Abd al-Rahman III. Por fin, en el año
928, el último hijo de Ibn Hafsun, Hafs, fue obligado a rendir Bobastro, último
refugio seguro de la familia. Abd al-Rahman III visitó la fortaleza de Bobastro
y destruyó todos los edificios emblemáticos del lugar, además de lo cual ordenó
desenterrar los restos de Ibn Hafsun para exponerlos públicamente en Córdoba
clavados en cruces.
La rendición de Bobastro
proporcionó a Abd al-Rahman III un gran prestigio ante los ojos de sus
enemigos, contra los que inmediatamente se lanzó con todas las fuerzas de que
pudo disponer. Asegurada Sevilla y terminada la amenaza de los Hafsun, el emir
cordobés se dirigió al primero de los focos independentistas que aún quedaban,
Badajoz, ciudad que había gozado de una total independencia bajo el reinado de
su abuelo por medio de la familia de los Banu Marwan, los cuales al ver el
poderoso ejército con el que se presentó Abd al-Rahman III a las puertas de la
ciudad no tuvieron más remedio que someterse a su autoridad y jurándole
fidelidad en el año 930.
Un año antes, Abd
al-Rahman III tomó la decisión política más significativa de su carrera:
ordenar a todos los gobernadores que el título de amir al-muminin('príncipe
de los creyentes') fuese empleado en todos los escritos oficiales dirigidos a
él y que se le invocase en todas las oraciones como califa rasul-Allah ('sucesor
del enviado de Alá'). También tomó el sobrenombre o apodo (laqah) de
al-Nasir li-Din Allah. Las intenciones de semejante medida estaban bien claras:
la institución califal abassí de Bagdad había entrado en franco declive,
mientras que los fatimíes del norte de África empezaban a dar muestras de
respetabilidad y poderío, debido a la institución califal. Abd al-Rahman III,
con el propósito de contrarrestar la ambición fatimí y de reivindicar su papel
de ortodoxo en el mundo islámico, decidió adoptar el título de califa.
Antes de poder dirigir
su atención a los problemas fronterizos surgidos en la Marca Superior y el
norte de África, Abd al-Rahman III sofocó los dos últimos focos
independentistas de importancia en el interior: Toledo y Zaragoza. En la
primera plaza, los métodos diplomáticos desplegados por el califa fracasaron,
por lo que tuvo que organizar un largo asedio de más de dos años hasta que,
faltos de alimentos, los toledanos acabaron por rendirse el 2 de agosto del año
932. En cuanto a Zaragoza, Abd al-Rahman III se tuvo que contentar con mantener
una especie de semiprotectorado con el gobernador Muhammad el Tuerto, de la
poderosa dinastía de los Tuyibí, acuerdo del todo punto necesario para ambas
partes: mientras que el gobernador seguía manteniendo una posición de
privilegio a la hora de gobernar la ciudad, con libertad absoluta, éste, a su
vez, se comprometía ante el califa a parar todos los ataques cristianos al
califato que provenieran desde sus fronteras y, sobre todo, a vigilar
constantemente los movimientos de la familia muladí de los Banu Qasi, cada vez
más debilitada pero todavía muy peligrosa por los intrincados lazos de
consanguineidad que tenía con la alta nobleza navarra y catalana.
De regreso a Córdoba,
Abd al-Rahman III logró hacerse con el control de las últimas ciudades y poblaciones
reacias a su poder, tales como Beja y Ocosnoba, a la par que otro contingente
de sus tropas hacía lo mismo con Sagunto y Játiva en el Levante peninsular.
A partir de ese momento,
Abd al-Rahman III reintegró al dominio de Córdoba todos los territorios de la
antigua al-Andalus, a excepción de algunos núcleos rebeldes de poca importancia
en la Marca Superior, todos los cuales pagaban sus tributos con toda normalidad
al Estado califal, el cual se convirtió en el más rico y poderoso de toda
Europa occidental.
Ocupado en la
reconstrucción interna, los primeros años de su reinado se saldaron con
resultados negativos en la guerra que sostuvo con los cristianos. El rey
astur Ordoño II (914-924) conquistó en el año 913
la plaza de Évora, a la que literalmente arrasó, repitiendo un año después la
misma operación contra el castillo de Alanje en Mérida. El monarca astur sembró
el terror en toda la región del Algarve, ante lo cual bien poco pudo hacer Abd
al-Rahman III. En el año 917, el emir cordobés mandó a su general Ibn Abi Abba
a tierras leonesas para apoderarse de San Esteban de Gormaz, en el valle del
Duero, con un pésimo resultado, pues la inmensa mayoría de sus soldados
perecieron en el curso de una sangrienta batalla contra las huestes de Ordoño
II el 4 de septiembre.
A partir del año 920,
Abd al-Rahman III estuvo en mejor disposición para afrontar los ataques
cristianos. Así pues, ese mismo año preparó a conciencia la famosa
"campaña de Muez", que dirigió en persona para enfrentarse a una
peligrosa alianza astur-navarra. La aceifa duró tres meses largos, y en ella
conquistó Osma, San Esteban de Gormaz, las fortalezas de Carcar y Calahorra,
aparte de vencer con contundencia a la alianza en la batalla de Valdejunquera
el 26 de julio, gracias a la cual las tropas del emir penetraron en el corazón
de las tierras navarras para saquear Pamplona. Años más tarde, como represalia
a la ferocidad de los ataques navarros contra los últimos reductos de los Banu
Qasi, Abd al-Rahman III volvió a saquear la misma ciudad, después de vencer en
una batalla de ubicación incierta al rey navarro Sancho Garcés I (905-926), quien no tuvo más
remedio que huir precipitadamente.
Tras un período de
relativa calma en las fronteras, coincidente con los años de crisis sucesoria y
política en el reino astur-leonés, la subida al trono del rey Ramiro II(930-950) trajo consigo la reanudación
de las hostilidades entre ambos reinos. En el año 932, Ramiro II se apoderó de
la ciudad fronteriza de Magerit (Madrid), apresamiento al que siguió una
campaña triunfal en la que derrotó a las tropas cordobesas ante los muros de
Osma. En el año 937, Ramiro II concertó una importante alianza con el rey
navarro y con el gobernador musulmán de Zaragoza, Muhammad Ibn Hashim, nieto de
el Tuerto. Al enterarse de la traición de su gobernador, Abd al-Rahman III se
dirigió a toda prisa a Zaragoza. Tras pasarla por las armas, la ciudad acabó
rindiéndose a Córdoba. Dos años después, el 1 de agosto del año 939, el califa
sufrió el mayor descalabro militar en la desastrosa batalla de Simancas, donde
los contingentes astur-leoneses de Ramiro II, los castellanos del conde Fernán González (930-970) y los
navarros García Sánchez I (926-970) se cubrieron de
gloria. Abd al-Rahman III salvó la vida de milagro al huir a uña de caballo,
experiencia que hizo que ya nunca más dirigiera personalmente una aceifa. La
estruendosa victoria fue aprovechada por leoneses y castellanos para repoblar
la ribera del Tormes (Salamanca, Alba, Ledesma) y Sepúlveda.
La muerte de Ramiro II
en el año 950 posibilitó a Abd al-Rahman III recuperar el papel hegemónico en
la Península. Su sucesor, Ordoño III (950-956), fue vencido por una
coalición de oficiales musulmanes en el año 956 y perdió más de diez mil
hombres. El califa cordobés firmó con el monarca astur-leonés una paz ventajosa
para Córdoba y bastante onerosa para León que su sucesor, Sancho el Craso (956-966) no reconoció, lo
que obligó al califa a reanudar las luchas en el norte.
En el año 957, Sancho el
Craso sufrió una severa derrota que le supuso la pérdida del trono en favor
de Ordoño IV (957-960), yerno y hechura del
poderoso conde castellano Fernán González. El destronamiento provocó una
profunda escisión entre los partidarios de uno y otro bando que Abd al-Rahman
III se apresuró a aprovechar en su favor para convertirse en el árbitro de las
disputas. Sancho el Craso se refugió en Pamplona bajo la protección directa de
su abuela, la reina Toda, y, ésta a su vez, pidió ayuda a
Córdoba para reponer en el trono a su nieto. Ambas partes llegaron pronto a un
acuerdo por el que el califa se comprometía a ayudar al destronado rey a
recuperar su trono a cambio de varias plazas fronterizas de importante valor
estratégico. En el año 960, el monarca astur-leonés recuperó el trono tras
conquistar Zamora con la ayuda de las tropas cordobesas, mientras que los
navarros apresaron al molesto conde castellano. El reino leonés pasó a
convertirse en tributario del califato cordobés.
Abd al-Rahman III no
tuvo más remedio que desarrollar una gran actividad política por todo el norte
de África para asegurar la estabilidad y seguridad de al-Andalus, amenazada
seriamente por la presencia en Marruecos del califato fatimí. Abd al-Rahman III
utilizó una táctica tan atinada como audaz para atraerse hacia la órbita omeya
a un buen número de partidarios con bastante antelación al único intento serio
de los fatimíes contra al-Andalus, el saqueo de Almería, en el año 955, por las
tropas del califa fatimí al-Muizz. Abd al-Rahman III ejerció sobre los
príncipes idrisíes y tribus beréberes un protectorado conseguido y basado más
en el empleo de dinero que en la intervención militar, lo que hizo posible que
se apoderase de Cuta (927) y Tánger (951), las plazas marítimas más importante
del litoral africano en el Estrecho. Finalmente, el califa fatimí inició, en el
año 958, una gran ofensiva terrestre que arrebató todo el norte de África,
excepto las dos plazas antes citadas, a la soberanía omeya, todo lo cual vino a
amargar los últimos años del califa.
Abd al-Rahman III
designó como sucesor al trono a su hijo mayor, el príncipe al-Hakam II (961-976)
cuando éste contaba sólo con ocho años de edad; éste recibió desde su más
tierna infancia la mejor educación que entonces era posible dar a un príncipe
de su categoría, y desde muy joven acompañó a su padre en varias expediciones
de castigo contra los cristianos y a ocuparse de importantes asuntos del
Estado, lo que le proporcionó una enorme experiencia y madurez cuando alcanzó
el trono.
El segundo hijo de Abd
al-Rahman III, el príncipe Abd Allah, nunca aceptó de buen grado el
nombramiento de su hermano como sucesor, habida cuenta de las manifiestas
inclinaciones de al-Hakam al mundo de la cultura y su poca inclinación a la
política, mientras que él sí se encontraba a gusto guerreando en las continuas
aceifas. Inducido por su preceptor, el ambicioso Ahmed Ibn Muhammad, Abd Allah
montó una conjura palaciega para derribar a su padre y proclamarse califa, pero
la conjura fue descubierta por los servicios de espionaje de Abd al-Rahman III,
antes de que ésta se llevara a la práctica. Abd al-Rahman III, ante la
evidencia de la trama, tomó la trágica decisión de mandar decapitar a su propio
hijo, en junio del año 949, para proteger al Estado y la candidatura de
al-Hakam.
Doce años después de los
trágicos sucesos, imbuido por una profunda melancolía, falleció Abd al-Rahman
III en su espléndida residencia palaciega de Medina Zahara, tras un dilatado
reinado en el que, según sus propias palabras, tan sólo gozó de catorce días de
descanso y felicidad.
Una de las
características principales de la administración del reinado de Abd al-Rahman
III fue su gran movilidad. Los numerosos visires, supervisados en un principio
por el hayib o chambelán (cargo introducido por Abd al-Rahman II) y sometidos
en última instancia al control directo del califa, llevaban a cabo misiones muy
parecidas a la de una especie de jefes de oficina, es decir, de secretarios
superiores encargados de una función gubernativa muy concreta. Todos ellos eran
renovados constantemente para evitar la concentración del poder y el
establecimiento de molestas y peligrosas clientelas. En cuanto a la
administración provincial, también mostraba el mismo dinamismo, con constantes
nombramientos, traslados y revocaciones de los cargos.
Aún así, el
funcionariado califal no dejó de estar en manos del casi monopolio constituido
por el núcleo duro de poder omeya-qaisí, que acabó constituyendo la única baza
de poder desde los primeros años de la constitución del emirato cordobés sobre
los distintos gobernadores. Por otro lado, también es interesante observar la
creciente importancia de la posición de los beréberes y el papel paulatinamente
restringido de los muladíes.
La política africana,
las continuas expediciones contra los cristianos y las operaciones militares
encaminadas al mantenimiento del orden interno que Abd al-Rahman III desplegó
para mantener su autoridad necesitaban de un ejército eficaz cuyo coste, por
fuerza, debía ser bastante elevado.
El soldado andalusí,
financiado a partir de las pensiones recabadas del propio Tesoro Real o de los
impuestos procedentes de las provincias, vio su papel progresivamente
disminuido a causa del reclutamiento masivo de mercenarios y soldados
provenientes del centro y norte de Europa. Éstos, dóciles al principio, llegaron
a tener un importante papel en la corte y en los asuntos políticos posteriores
de al-Andalus.
La garantía dada en
varias ocasiones a los rebeldes que aceptaban la sumisión, por la que se les
permitía sólo el pago de los impuestos coránicos, induce a pensar que la
fiscalidad califal buscaba, como es lógico en todo Estado musulmán, paliar la
insuficiencia crónica de ingresos imponiendo unos impuestos suplementarios mal
aceptados por la población para hacer frente a la ingente maquinaria del Estado
y al mantenimiento de los efectivos militares. Teniendo en cuenta que bajo el
reinado de Abd al-Rahman III el fisco llegó a recaudar en concepto de impuestos
la cantidad de 5 millones y medio de dinares (moneda musulmana de oro), es
lógico pensar que el número de impuestos que pesaba sobre la población debía de
ser bastante considerable. Por otro lado, las acuñaciones de moneda mantuvieron
un ritmo constante durante gran parte de su reinado, sólo ralentizadas en los
últimos años.
Hombre de grandes dotes
intelectuales, Abd al-Rahman III se comportó en materia religiosa como el más
tolerante de todos los príncipes omeyas cordobeses. Tanto los cristianos como
los judíos gozaron de una vida tranquila y próspera. Poseyó a imprimió mejor
que nadie el sentido exacto de la majestad califal, e impuso una rígida
etiqueta protocolaria que le impedía presentarse muy a menudo ante el pueblo,
lo cual hacía solamente en ocasiones muy especiales y siempre rodeado de un
gran fasto y ostentación de poder, según un protocolo que se hacía más pomposo
y teatral a medida que crecían las posibilidades económicas del Estado, lo que
también trajo consigo un aumento en el gasto de construcciones públicas,
civiles y religiosas, como lo atestiguan las creaciones y reconstrucciones de
edificios: Dar al-Sikka (la ceca de Córdoba), el Dar al-Rawda (la casa del
jardín florido dentro del Alcázar), la construcción de su soberbia residencia
palaciega de Medina al-Zahara, la ampliación de la Mezquita Aljama de Córdoba,
la construcción del arsenal de Tortosa y, por último, la puesta en marcha de
una magnífica red de canales de riego que mejoró considerablemente la
agricultura del califato. La corte de Abd al-Rahman III, servida por cerca de
diez mil esclavos, sólo comparable a la del emperador bizantino, superó en
magnificencia a todas las europeas.
Abd al-Rahman III puede
ser perfectamente comparado con Abd al-Rahman I en tanto que, como él, partió
de una situación caótica, estableció un reino sólido y firme que se ganó el
respeto de cristianos, rebeldes, norteafricanos y bizantinos; forzó a los
fatimíes a retirarse hacia el este hasta Egipto al fracasar éstos en su intento
por dominar al-Magrib y, aún más, al-Andalus. Alabado por los poetas, la
tradición musulmana le considera como uno de los más insignes gobernantes de la
historia del Islam.
- CHEJNE, Anwar G. Historia de España
musulmana. (Madrid: Ed. Cátedra. 1980).
- GLICK, Thomas F. Cristianos y musulmanes
en la España medieval (711-1250). (Madrid: Ed. Alianza Editorial.
1991).
- GREUS, Jesús. Así vivían en al-Andalus:
vida cotidiana. (Madrid: Ed. Anaya. 1991).
- GUICHARD, Pierre. La España musulmana:
al-Andalus omeya (siglos VIII-XI). (Madrid: Ed. Grupo 16. 1995).
- ------------------------ al-Andalus:
estructura antropológica de una sociedad islámica en occidente. (Granada:
Ed. Universidad de Granada. 1985).
- LEVI-PROVENÇAL, E. España musulmana hasta
la caída del califato de Córdoba (711-1031). Volumen nº4 de Historia
de España de Ramón Menéndez Pidal. (Madrid: Ed. Espasa-Calpe.
1982).
- MARTÍN, José Luis. La Edad Media en
España: el predominio musulmán. (Madrid: Ed. Anaya. 1989).
Autor
- Carlos Herraiz García
FUENTE. Texto extraido de www.mcnbiografias.com
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