Los judíos en la Edad Media española
A lo largo de los siglos VIII y XV los judíos se encontraron sometidos,
primero a autoridades musulmanas y, más tarde, a reyes cristianos.
Unas y otros compartían la misma actitud: los judíos no habían
conseguido superar “todavía” su vieja ley mosaica, lo cual constituía un error,
las consecuencias que de esta afirmación se derivaban dependían luego de las
características personales del gobernante o de las circunstancias de la época concreta.
Las Cortes castellanas estaban dispuestas a aceptar la legitimidad de la Torah,
pero su actitud respecta al Talmud y a la Qabbalah variaba.
En la práctica, sin embargo, estaba ocurriendo el hecho de que ni el
cristianismo ni el judaísmo, concebidos ambos en el respeto a la tradición
respectiva, permanecían estáticos; en su crecimiento recíprocamente se
influían, aun sin advertirlo.
Desde su asentamiento en la Península, los judíos se organizaron en forma
de comunidades locales autónomas, semejantes a los municipios, llamadas aljamas.
La aljama fue la agrupación de personas que, a veces, no
vivían en la misma ciudad sin en aldeas o villas circundantes. En Castilla, y
desde el siglo XIII, existió una especie de organismo representativo supremo
formado por los procuradores de todas o de las principales aljamas.
Recogieron una tradición que pretendía afirmar la presencia de judíos en la
península desde la época de la destrucción del Primer Templo, el 587 a. C.,
tratando de demostrar que los judías ibéricos no habían tomado parte en el
proceso y muerte de Jesús.
Nada de esto es verdad, según el profesor Suárez. El judaísmo español es
posterior a la destrucción del Segundo Templo, y su cultura fue rabínica, es
decir, escolástica y no sacerdotal. Los rabinos nada tenían que ver con el
sacerdocio, eran los conocedores e intérpretes de la Ley, a los que largos años
de estudios capacitaban para ejercer la dirección moral de su pueblo. En la
Diáspora se constituyeron en eje fundamental porque la adhesión a la Ley era la
verdadera razón de la existencia de Israel, su reino de predilección, su vida
misma. El gran instrumento de la cultura rabínica es el Talmud. Sea
como fuere, los hebreos fueron perseguidos en época romana-visigoda, entre
otras cosas, por considerarlos el pueblo deicida, sin que su empeño renovado
por demostrar la antigüedad de su permanencia en España diera ningún fruto en
este sentido.
Lo cierto es que los judíos tuvieron problemas los últimos tiempos,
hasta la invasión musulmana de la Península en el año 711. No es de
extrañar que los árabes fueran contemplados como auténticos liberadores. Estos
no solo toleraban las prácticas mosaicas, sino que confiaron totalmente en la
capacidad política de los judíos puesto que en ocasiones les encomendaron la
defensa de las plazas recién conquistadas a los cristianos. Entre los mozárabes
se conservó viva la tradición de la participación israelita en la “pérdida de
España”.
El establecimiento de un gobierno musulmán en la Península representó un
alivio para la situación jurídica y económica de los judíos, aunque no un
estatuto de completa libertad. Cesaron las persecuciones que he expuesto en el
artículo “Asentamiento de las poblaciones judías en la península”, y el pueblo
de Israel fue reconocido como uno de los portadores del Libro Revelado, lo cual
convertía a su religión en lícita; nuevos contingentes de judíos vinieron a
instalarse en España y los conversos forzosos que habían producido las
persecuciones visigodas, volvieron a su antigua fe. Sin embargo,
para las nuevas autoridades, la actitud de los judíos, que se negaban a abrazar
el Islam, como antes habían rechazado el Cristianismo, pronto pareció incomprensible.
Los israelitas no podían aspirar a otra cosa que a una generosa tolerancia.
La legislación musulmana recogió algunas previsiones restrictivas: los
judíos tenían que usar traes que les identificaran; no podían utilizar caballos
e monta; recitaban sus oraciones en voz baja; nunca sus casas o sus sinagogas
podrían superar una determinada altura. Tales disposiciones reaparecerán en la
legislación de los reinos cristianos posteriores.
La legislación musulmana reconoció a los judías completa libertad de
movimiento, de propiedades e incluso de culto en el interior de las sinagogas
las cuales poseían un peculio, wafq, para asegurar su
sostenimiento. No cabe la menos duda de que en Al-Andalus ,
como en los demás países islámicos contemporáneos, los judíos contaban con
representantes propios, para entenderse con las autoridades califales. Pero
los nasis (príncipes) que se mencionan eran, al parecer, de
nombramiento real.
La posición del Islam frente a los judíos en los primeros momentos de su
historia en suelo ibérico, fue, pues, de cierta tolerancia. Durante el período
del Califato se les concedió el mismo estatuto que a los cristianos, lo que
implicaba que se les prohibió la construcción de nuevas sinagogas y el
ejercicio de cargos públicos, discriminándoles socialmente al obligarles a
llevar una vestimenta que les distinguiera. Pero todas estas disposiciones, que
además variaron mucho a lo largo de este período, suponían una contrariedad
mínima, comparada con las penalidades que habían pasado los judíos en época visigoda.
La posterior etapa de los reinos de Taifas contemplará ya algunas
persecuciones, como la de Granada del año 1066 en que murieron más de cuatro
mil judíos.
El status de protegido, dimmí es el de “la gente del libro”, es decir,
aquellos que tienen una Escritura revelada, que viven permanentemente en
territorio musulmán. En el caso andalusí se aplicará a dos grupos
confesionales, a dos comunidades: la cristiana y la judía. Implica
que a cambio del pago de un impuesto especial de capitación, estos grupos gozan
de la protección y hospitalidad de la comunidad musulmana, conservando sus
normas y usos internos bajo la jurisdicción de sus propios jefes. La condición
de dimmí, de todas formas, no es equiparable a la del musulmán, sino
ligeramente inferior.
Es imposible, siquiera aproximadamente, llegar a saber el número de judíos
que había en la primera época de dominio musulmán, ya que no aparecen
contabilizados sus tributos. Sabemos, por el testimonio de los Ahbar
Magmu´a y de al Maqqari, que el ejército de
Tariq, como señalábamos antes, “reunió todos los judíos de una comarca en la
capital, dejando con ellos un destacamento de musulmanes,
mientras continuaba su marcha el grueso de las tropas”. Esto nos
consta expresamente para Elvira, Córdoba, Toledo y Sevilla. Después hay una
laguna historiográfica, pero parece que pasaron bastantes
a Al-Andalus, huyendo de los ataques del primer idrisi contra
la zona de Tadla. Se sabe que tenían un arrabal, Madinat al-Yahud
en las afueras de Toledo, en el año 820, y un barrio en la Córdoba del siglo
IX. Tanto en tiempos del emir Abd Allah como de los ziries, Lucena era la
“ciudad de los judíos”, fueron capaces de repeler un ataque hafsuní y
la autoridad granadina no parece muy efectiva en su recinto.
En esta época, fueron judíos personas importantes en las cortes califales,
como médicos, banqueros, embajadores o mandatarios. Pero, en
términos generales, durante el emirato y el califato, la importancia tanto
fiscal como administrativa del elemento judío parece haber sido infinitamente
menor que la de los cristianos.
En cambio, tras la fitna, el período de las Taifas, se caracteriza por la
desaparición del elemento cristino indígena, que parece totalmente desplazado
por judíos, quienes copan los altos puestos de al administración y hacienda.
Durante esta época tienen visires judíos en Badajoz, Valencia y Zaragoza. En el
estado zirí granadino aparecen Abul Rabi como tesorero general de los Banu
al-Qarabi, y válidos granadinos, hasta los pogrom de
1066.
Cuando el Califato se derrumbó a causa de las guerras civiles, siguió
habiendo judíos poderosos en los reinos de Taifas, pero y en este tiempo las
cosas empezaron a cambiar para ellos, desencadenándose en Granada la primera
persecución y matanza de judíos. Se trató de un estallido hasta cierto punto
aislado, pero muy poco después con los integristas almorávides y almohades
comenzó una persecución sistemática que provocaría salidas en mas hacia los
Reinos Cristianos.
Los monarcas de éstos facilitaron asentamientos de judíos, concediéndoles a
las aljamas muchos privilegios, aunque a partir del siglo XIII la hostilidad
popular contra los hebreos iría creciendo hasta culminar en las tremendas
matanzas de finales del siglo XIV, que volvieron a propiciar el éxodo masivo hacia
el Reino Nazarí de Granada y el norte de África, principalmente.
Las invasiones de los almorávides y almohades, en los siglos XI y XII,
respectivamente, fueron en general, nefastas para los hispanojudíos del
territorio musulmán, que se vieron obligados a emigrar a los estados
cristianos. Bien recibidos por Alfonso VII de Castilla y León, el centro de su
actividad se desplaza hacia la España cristiana; de Toledo hicieron unas de sus
principales ciudades, en la que eran considerados tan libres como los demás
vecinos, e intervinieron brillantemente en la llamada Escuela de Traductores de
Toledo, guante el reinado de Alfonso X (1252-84), en cuya época se edificó la
famosa sinagoga de Santa María la Blanca. Pero vamos a ver que sucede con
aquellos judíos que deciden permanecer en suelo musulmán.
La situación de los judíos mejor abajo los almorávides. Estos, aunque en
principio tampoco se puede decir que fueran precisamente “blandos”, pronto se
dan cuenta de que la capacidad intelectual hebrea les puede ser de gran
utilidad y admiten rápidamente, por tanto, la sagaz cooperación de los judíos
en el cobro y administración de las rentas públicas. Poco después empezarían
también con algunas otras ocupaciones que, a la larga, se convertirían en
tradicionales de este pueblo: hacendistas, físico, diplomáticos, etc… Con los
almorávides llegaron a ser incluso gobernadores y consejeros de los monarcas.
Granada fue teatro de un día de la triste fortuna hebrea, contempló ahora unos
tiempos de plenitud, desconocidos casi, en la historia de este pueblo.
El imperio almorávide será abatido en estos momentos bajo el empuje de las
tribus del desierto, los almohades que, bien pertrechados de fanatismo y con la
pretensión clara de restaurar la primitiva ley de Mahoma, se instalaron en
suelo hispánico.
Los efectos de este fanatismo se llevaron en la implacable persecución del
pueblo hebreo que llevaron los almohades, y se prolongó durante diez años y en
ella se les despojó de sus casas y se les acosó sin tregua, forzándoles a la emigración.
En esta difícil coyuntura, el nombre de Alfonso VII ofrecía a los
perseguidos israelitas de Al-Andalus un refugio seguro
contra las hordas almohades. La suerte de los judíos españoles quedaba, pues,
desde aquel instante exclusivamente sometida al dominio del cristianismo y al
arbitrio de sus reyes. Toledo, como había hecho sucesivamente Córdoba, Granada,
Sevilla y Lucena, se erigía en centro principal, si no único, de la actividad y
de la ciencia del pueblo judío. Por otra parte los hebreos que se habían
convertido a la religión de Mahoma para así salvar sus vidas y
permanecer en sus hogares, esperaban con impaciencia la más mínima posibilidad
para romper el lazo que los oprimía. Esta se les presentó cuando los nazaritas
aceptaron capitanear los muchos descontentos que había en Granada,
entre los que contaban, los judíos.
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