. AL-WAZZANI,
un maldito entre malditos
04/10/2016 - Autor: Antonio
de Diego Gonzalez - Fuente: Malditos:
Secreto del Olivo, edición en papel nº2, 2016
."Los términos sustitutos de África del Sur o al
norte del Sahara no logran disimular ese racismo latente. Aquí se afirma que el
África Blanca tiene una tradición cultural milenaria, que es mediterránea, que
prolonga a Europa, que participa de la cultura grecolatina. Se concibe al África
Negra como una región inerte, brutal, no civilizada... salvaje. Allá se
escuchan todo el día reflexiones odiosas sobre violaciones de mujeres, sobre la
poligamia, sobre el supuesto desprecio de los árabes por el sexo femenino.
Todas estas reflexiones recuerdan por su agresividad las que se han descrito
tan frecuentemente como propias del colono. La burguesía nacional de cada una
de esas dos grandes regiones, que ha asimilado hasta las raíces más podridas
del pensamiento colonialista, sustituye a los europeos y establece en el
Continente una filosofía racista terriblemente perjudicial para el futuro de
África" (Frantz Fanon, Los Condenados de la Tierra).
África es una realidad
polisémica. Los signos culturales se entrelazan creando realidades complejas y,
en muchos casos, alejadas para el occidental, que siente el deseo de acercarse
a ellas. Etnias diversas, fronteras borrosas, historias míticas o la oralidad
dificultan la comprensión de cualquiera que intente analizar esos signos desde
los que se construye la imagen de África. Por eso, la tentación del
orientalismo fue reducir estos signos a la categoría de subalternos, primitivos
o exóticos.
A finales del siglo
XIX, el colonialismo —impulsado por razones fundamentalmente económicas—
fomentó estas visiones desde un ámbito académico. Los profesores de
prestigiosas universidades europeas, legitimados por una visión positivista de
la antropología y la historia, pontificaban sobre relatos de exploradores,
manuscritos robados y algún otro paraíso perdido que tendrían que civilizar.
Este tipo de discursos se fundamentaba en otros anteriores como, por ejemplo,
los de Hegel, quien en sus Lecciones de Filosofía de la Historia dice: «Lo que
entendemos como África es lo segregado y carente de historia, o sea lo que se
halla envuelto todavía en formas sumamente primitivas que hemos analizado como
un peldaño previo antes de incursionar en la historia universal».
La opinión de Hegel es
un síntoma de lo que se avecinaba, aunque él mismo no tuviese en mente cómo sus
palabras transformarían África. Para los etnólogos y científicos de la época,
la realidad era lo que se daba en los datos y eso, en una mentalidad sin
hermenéutica, convertía en realidad aquello que argumentaba el emisor del
discurso. Las primeras décadas del siglo XX no fueron mucho mejores. África
acabó siendo controlada por los alumnos de esos profesores que, traicionando la
idea de que la ciencia debe ayudar al progreso, la usaron al servicio de las
autoridades para dominar a las poblaciones indígenas. Como explica Fanon,
muchos de ellos se esmeraron en crear unas élites europeizadas que ayudaran a
proseguir con ese mito del África negra por generaciones.
La modernidad, a partir
del siglo XVI, produjo una concepción epistémica abismal —como explica
Boaventura de Sousa Santos— con la que se absolutizó la propuesta intelectual
occidental científica, metafísica y mecanicista como la única posible. Esta
estaba fundada tanto en una estructura que cartografiaba la realidad como en la
necesidad de excluir al «otro», es decir, en la reafirmación de la idea de la
existencia de una sola estructura de realidad respecto al poder y a la verdad.
El poder absoluto de las monarquías occidentales también adoptó esta
epistemología de la razón y de la anulación de lo diferente para justificar su
expansión colonial. Con ello generó una serie de subalternos, objetos de
conocimiento que no llegaban a sujetos para este paradigma moderno. De entre
estos subalternos destacan los negros, quienes fueron malditos por su color de
piel y por vivir en un paralelo diferente.
Tan malditos quedaron,
que dieron con sus huesos en los ingenios de caña de azúcar de Cuba y en los
cafetales de Colombia. Para aquellas mercedes, los doctos licenciados de la
modernidad, los negros no valían nada, no tenían alma, no tenían existencia.
Filósofos como Hume, Kant o Hegel lo dejaron claro años después en textos
referenciales para la historia del pensamiento Occidental. Los negros poco
valían entonces, y esta maldición se prolonga hasta nuestros días. Los episodios
de la valla en la “triste frontera” lo atestiguan y el racismo institucional
cotidiano lo remarca. De poco vale mencionar los manuscritos de Tombuctú o las
historias del rey Son-Jara Keïta, el mítico Rey León quien sometió a los
reyes-brujos del Sahel.
«El otro» se separaba
por un tremendo abismo de ignorancia. Sin embargo, hubo un tiempo que no fue
tan así. En el mundo andalusí África siempre estuvo muy presente, para África
—llamada Bilad al-Sudan en árabe— Al-Ándalus también fue siempre una referencia.
Aún hoy a la jurisprudencia se la llama andalusí y cientos de manuscritos
guardan colofón con mención a Al-Ándalus. La cultura mauritana es en sí una
mezcla suntuosa de la presencia andalusí, la fiereza bereber y el encanto de
más allá del rio Senegal.
Pero quizás de entre
todos los andalusíes que viajaron a África pocos —a excepción del fascinante
arquitecto y sabio andalusí al-Saheli— llegaron a conocerla tan bien como
Hassan Ibn Muhammad al-Wazzani, a quien el Papa de Roma le impuso el nombre de
Juan León el Africano.
***
Autor de la Della
descrittione dell’Africa et delle cose notabili che iui sono, al-Wazzani (por
respeto a su memoria utilizaremos su verdadero nombre) fue un maldito entre
malditos. Curiosamente ser maldito suele ir acompañado de sabiduría, algo que
no le faltaba a este granadino universal. Nacido como mudéjar (un musulmán
nacido bajo dominio cristiano), su familia se vio obligada a partir al exilio
tras la toma de Granada. Estudió en la prestigiosa Universidad de al-Qarawiyyin
(Fez, Marruecos) y muy joven participó en una delegación diplomática al Songhay
(actual Mali) desde donde realizó la ruta hacia la Meca a través de la
tradicional ruta africana visitando diversos países del mundo islámico.
Años después, en 1518,
sería capturado por piratas cristianos y vendido como esclavo. Al darse cuenta
de su inteligencia y cultura fue llevado a Roma donde fue liberado por el Papa
León X y bautizado a la fuerza, a fin de cuentas había que darle un «alma» y
cierta «existencia ontológica» al pobre infiel. Sirvió en el Vaticano hasta la
muerte del Papa 1521, a partir de entonces sobrevivió como traductor por
Italia, volviendo posteriormente a Túnez donde se re-convertiría al Islam y
moriría allí. Su obra fue publicada por Giovanni Ramusio en 1550 y se convirtió
en uno de los libros más fascinantes publicados en el renacimiento europeo.
Su obra es una de las
fuentes principales para comprender que era África y justificar su importancia
en la historia. La descripción que hace al-Wazzani en su libro es calmada,
detallista y asombrada. A diferencia de Ibn Battuta, no suele juzgar moralmente
y se deja cautivar por la belleza del lugar. Es un libro pre-moderno, es decir,
ni es científico ni lo pretende. Es un relato, una narración de como se viaja y
que se ve.
Della descrittione le
dedica su libro séptimo al Bilad al-Sudan, la tierra de los negros. Hassan
al-Wazzani se permite el lujo de introducir detalles históricos típicos de las
crónicas árabes. Genealogías, líneas reales y las trazas del poder son los
objetos de deseo histórico de nuestro autor, que se entremezclan con datos
geográficos. Mención especial merecen las descripciones de las ciudades de
Tombuctú y Gao. Como detalle se cita a Ishaq al-Saheli al-Garnati bajo la
imagen de «un arquitecto de la Bética», quien construyó la mítica mezquita para
el emperador Kankan Musa. De la mítica ciudad de Gao queda fascinado por su
arquitectura también del arquitecto granadino. El texto prosigue hasta llegar a
la mítica Agadez —ciudad de los reyes tuaregs—, a cinco de las siete ciudades
hausa: Kano, Katsina, Zaria, Zanfara y Gobir. También habla al-Wazzani de
la mítica Borno, el reino islámico más antiguo de África, terminando con la
mítica Nubia al sur de Egipto. Una joya para todo aquel que guste de
narraciones de otros tiempos.
Algunos autores señalan
que al-Wazzani, probablemente, no visitó estos lugares porque el itinerario no
es real. Pero el historiador finlandés Pekka Massonen indica que este tipo de
libros no hay que verlos en clave científica, sino como relato puesto en orden
años después. El valor de la obra, y si nos atrevemos de la figura incluso, de
al-Wazzani es otro, más allá que la pretensión moderna de verdad y empirismo.
Se trata de la experiencia de la convivencia en un entorno distinto, extraño y
complejo, y el no extrañarse más allá de lo normal. Esto es algo típico de las
maldiciones de la modernidad, excluirte o desprestigiarte si no juegas con su
método.
Aunque suene obvio
esto, no lo es. Al-Wazzani transmite, a lo largo de su monumental obra, una
realidad muy extraña con normalidad. Por otra parte, no debe sorprendernos
porque en la época los musulmanes se preocuparon mucho de articular las
diferentes realidades a través del comercio o la cultura como ocurría en
Tombuctú. De hecho, el caso de Tombuctú no es algo raro porque comercio y
conocimiento iban unidos, al igual que en Meca. Los lugares que atraían
extranjeros para comerciar tenían siempre un exceso de sabiduría porque había
intercambio, bibliotecas y adquisición de nuevas habilidades y de otras
culturas. Hoy en día no son pocos especialistas los que mencionan que la mayor
parte de la herencia esotérica africana se la debe al Islam. Curiosamente este
universo africano de los songhay o de los hausas es diferente a otras partes
del mundo islámico y sin embargo se unen por la sed de conocimiento
fundamental. Recordemos que así se salvó a Platón, Aristóteles y a Hipócrates
de perecer en el olvido.
La obra de al-Wazzani
requiere en castellano una revisión urgente. La edición castellana de Serafín
Fanjul —conocido por su pública aversión al-Ándalus y marcada islamofobia—
publicada por El Legado Andalusí no satisface todos los puntos que requeriría
una magna obra como la del granadino, siendo una crepuscular imitación de la
magna edición francesa de Alexis Epaulard. De los episodios del Sudán hay una
excelente traducción y edición del Profesor John Hunwick en su libro Timbuktu
and the Songhay Empire.
La figura de Hassan
al-Wazzani representa a un maldito en sí mismo. Hijo de malditos que huyeron de
la persecución y el genocidio de la triunfante modernidad. Que fue maldecido
nuevamente tras violentar su conciencia, acabando cuestionada su obra por no
plegarse a los oscuros deseos de «objetividad» de la ciencia. Sin embargo, este
texto fue la fuente principal para todos los geógrafos de la modernidad, porque
este maldito estuvo en Tombuctú con otros malditos y alimentaron el mito de
aquella ciudad donde rebosaba el oro. Una conjunción de malditos que aún hoy
alimenta la imaginación de los que hemos decidido vivir en la frontera.
Publicado en MALDITOS.
Secreto del Olivo, edición en papel, nº 2, Córdoba, 2016
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