ABD AL-RAHMÂN II
‘Abd al-Raḥmān II: ‘Abd al-Raḥmān b. al-Ḥakam b. Hišām b. ‘Abd al-Raḥmān, Abū
l-Mutarrif. Toledo, XI-XII.792 – Córdoba, 22.IX.852. Cuarto emir omeya de
Córdoba (independiente).
Nacido
en Toledo, donde su padre, el que más tarde sería emir al-Ḥakam, era
gobernador, ‘Abd al-Rahmān b. al-Ḥakam fue el segundo de los tres ‘Abd
al-Raḥmān omeyas de al-Ándalus. Si bien desde un punto de vista puramente
político su reinado no tuvo la trascendencia del de su bisabuelo al-Dājil, el
instaurador de la dinastía, o del de su bisnieto al-Nāṣir, el primer califa
andalusí, su gobierno representó un cambio radical en otros muchos aspectos:
consolidación de las estructuras administrativas, apertura cultural a Oriente,
enriquecimiento financiero del estado, sustancial fomento de las obras
públicas. Todos los cronistas árabes coinciden en afirmar que sus días fueron
los más felices de toda la época omeya, hasta el punto de que alguno de ellos
llegó a denominar su reinado como “La luna de miel”. Por otra parte, a su
afortunado destino histórico se une un dichoso avatar historiográfico: se trata
del único gobernante omeya de al-Ándalus del que se ha conservado íntegro el
capítulo correspondiente del Muqtabis,
la más importante crónica escrita en la península ibérica musulmana, lo cual
implica que el reinado de ‘Abd al-Raḥmān II es, con diferencia, el mejor
documentado de toda la historia omeya de al-Ándalus.
La
prosperidad económica, la relativa paz interna, el florecimiento cultural, la
creciente actividad diplomática, todos estos factores convierten el gobierno de
‘Abd al-Raḥmān II en un período venturoso y feliz, pero sería injusto
considerar al emir responsable de este clima de bienestar, puesto que de la
descripción que de su actividad hacen las fuentes se desprende más bien que el
soberano, más que esforzarse en alcanzar esa prosperidad en todos los campos,
lo que hizo fue disfrutar de ella sin restricciones, dejando para otros la
tarea de conducir la nave del estado. ‘Abd al-Raḥmān II no fue en absoluto un
emir incapaz o inoperante: poseedor de una amplísima cultura y una inteligencia
no desdeñable, en determinados momentos podía dar muestras de resolución y
firmeza y llegó a dirigir personalmente varias campañas militares. Pero no es
menos cierto que, sin que fuera merecedor del calificativo de disoluto, su
principal objetivo en la vida fue siempre disfrutar de todo tipo de placeres,
placeres entre los que, evidentemente, no estaba la dedicación a las tareas de
gobierno. De manera ciertamente asombrosa, entre las noticias que los anales
del Muqtabis refieren en su
primer año de reinado, junto a revueltas, embajadas y nombramientos, se
mencionan dos cacerías del emir, dato que corrobora otras informaciones
indirectas que hablan de la afición de ‘Abd al-Raḥmān II por la caza, lo cual
llevó al pueblo cordobés a llamarlo “el de las grullas” y a esta ave, la
preferida por el emir, “la ‘Abd al-raḥmāna” (que pasó al castellano con la
forma ‘abdarramía’). También disfrutaba grandemente de la compañía de poetas,
músicos y cantores, que formaron una corte cultural a su alrededor bastante
alocada e irreverente, en la que el género que se cultivaba con mayor afán era
el de la sátira, en sus manifestaciones más crueles y obscenas. Como se ha
mencionado antes, el emir dirigió en persona muchas campañas militares, más que
la mayoría de sus antecesores y de sus descendientes, pero no fueron escasas
las ocasiones en las que a mitad del camino regresó a Córdoba dejando las tropas
en manos de sus lugartenientes (años 838 y 844) o que, cuando el ejército
estaba a punto de partir, decidió enviarlo a las órdenes de otro, mientras él
permanecía en su alcázar (año 841); según algunos relatos, al menos en un caso
el abandono de sus obligaciones como comandante del ejército se debió a un
sueño erótico del que despertó con el deseo irrefrenable de estar cerca de una
de sus mujeres, deseo que no vaciló en satisfacer sin más dilación que la
impuesta por el largo camino que debía recorrer hasta alcanzar el objeto de su
pasión. Porque fue ése y no otro el placer al que con más entusiasmo y
dedicación se entregó ‘Abd al-Raḥmān; de su inclinación hacia las mujeres es
una buena muestra su desmesurada prole: cien hijos. Pero la intensidad y amplitud
de su empeño en esta tarea no le impedía ser exquisitamente selectivo, pues
sólo compraba o aceptaba como regalo esclavas de especial hermosura y, sobre
todo, vírgenes, llegando su cuidado en este punto a tenerlas en una especie de
cuarentena antes de acceder por primera vez a ellas, para que en ese plazo se
revelara cualquier posible vicio oculto.
A
la vista del carácter y de las aficiones de ‘Abd al-Raḥmān II no es de extrañar
que delegara en otros las tareas fastidiosas o laboriosas. Tres fueron las
personas que libraron al emir de esas responsabilidades: Naṣr, uno de sus
servidores de palacio, se adueñó de la gestión del poder político, Yaḥyà b.
Yaḥyà, prestigioso alfaquí, manejaba a su antojo la judicatura y Ṭarūb, su
esclava favorita, reinaba en el alcázar y en el corazón del soberano. ‘Abd
al-Raḥmān era perfectamente consciente de que era dominado por estos tres
personajes y de que en ocasiones no se comportaban con la justicia y la
honradez deseables, pero les dejaba hacer por dejadez y comodidad hasta que uno
de ellos, Naṣr, intentó librarle definitivamente de toda preocupación terrenal
y el emir tuvo que reaccionar y prescindir de tan eficaz y desleal colaborador.
Ṭarūb, que con toda probabilidad habría participado también en la conjura, salvó
sin embargo la vida.
Hijo
de una esclava de nombre Ḥalāwa, las fuentes lo describen como persona de
elevada estatura, cabello y ojos negros, nariz aguileña y poblada barba.
Cuando
su padre al-Ḥakam presintió que se acercaba su final, hizo que ‘Abd al-Raḥmān
se instalara en el alcázar, dejando en sus manos los asuntos del reino.
Asimismo, hizo que se le prestara juramento de fidelidad por parte de sus
súbditos para garantizar una sucesión en el trono sin problemas. También se
prestó juramente a otro de sus hijos, al-Mugīra, como sucesor del sucesor, pero
más tarde, cuando ‘Abd al-Raḥmān ya reinaba, lo convenció —probablemente con
argumentos irrechazables— para que renunciara a sus derechos sucesorios. Esta
jura tuvo lugar a finales de abril del 822 y pocos días más tarde, el 22 de
mayo, fallecía al-Ḥakam y ocupaba su lugar ‘Abd al-Raḥmān. Una de sus primeras
medidas —según algunas fuentes, todavía en vida de su padre— fue el
ajusticiamiento del comes Rabī‘,
mano derecha de al-Ḥakam en los últimos años de su gobierno, al que el pueblo
acusaba de todas las desgracias que habían acaecido en Córdoba en ese período,
en especial de la dura represión del levantamiento del Arrabal. Con ello
pretendía congraciarse con la población y, al mismo tiempo, descargar de responsabilidades
la figura de su padre, señalando al crucificado Rabī‘ como culpable de los
desmanes cometidos por el gobierno. Las mismas motivaciones populistas habría
que ver en otra decisión tomada inmediatamente después de su asunción de las
funciones de emir: la destrucción de las tabernas en las que se vendía vino.
Entre
los actos que acompañaban la subida al trono de un emir omeya en al-Ándalus
había uno que se había convertido casi en un ritual: la sublevación del
pretendiente ‘Abd Allāh, hijo de ‘Abd al-Raḥmān I, que se había alzado en armas
para reclamar sus derechos tanto contra su hermano Hišām como contra su sobrino
al-Ḥakam, al principio en compañía de su hermano Sulaymān y, tras la muerte de
éste, en solitario. Enterado este ‘Abd Allāh, llamado “el Valenciano” por
haberse instalado en esa región, de la muerte de al-Hakam y de la entronización
de ‘Abd al-Raḥmān, su reacción fue automática: declararse en rebeldía, ocupar
la vecina provincia de Murcia y reclutar una mesnada. Pero ésta sería la última
vez que el ritual se cumpliría. Cuando ‘Abd Allāh se hallaba pronunciando el
sermón del viernes en la mezquita, sufrió una embolia que lo dejó paralizado.
Trasladado a Valencia, falleció al año siguiente sin haber recuperado la
movilidad.
Los
cronistas destacan la paz que reinó dentro de las fronteras de al-Ándalus
durante los treinta años de gobierno de ‘Abd al-Raḥmān II y subrayan que
únicamente los problemas en la Marca Superior con uno de los Banū Qasī, Mūsà b.
Mūsà, y en la Marca Inferior, con los rebeldes de Mérida, alteraron la
tranquilidad de su reinado. Esto no es del todo exacto, pues parecen olvidar
que Toledo no se sometió hasta el año 937 y que en las zonas no fronterizas
hubo también algunos disturbios, como sucedió en Murcia, en las sierras de
Ronda y Algeciras, en el Algarve o en Baleares. Sin embargo, no es menos cierto
que esos disturbios fueron de muy escasa entidad y que Toledo, tras su
conquista, no volvió a causar el menor trastorno en vida de ‘Abd al-Raḥmān II;
fueron quince años de tranquilidad, algo inusitado en la historia de las
relaciones entre la antigua capital visigoda y el emirato omeya.
Al
comienzo del reinado las tres marcas seguían en el estado de permanente
resistencia al poder central que caracterizó toda su historia hasta que ‘Abd
al-Raḥmān III consiguió dominarlas ya bien entrado el siglo X. Cada una de
estas regiones presentaba unas características sociales muy distintas, lo cual
se veía reflejado en la forma en la que se manifestaba el rechazo al poder
cordobés. La Marca Superior estaba dominada por una serie de grupos familiares
tanto indígenas (muladíes) cómo árabes que se disputaban el dominio de la zona
con la participación, casi siempre secundaria, de otros dos protagonistas, los
señores cristianos de Pamplona y los gobernadores enviados por los omeyas. En
la época de ‘Abd al-Raḥmān II la familia dominante en la Marca era la de los
Banū Qasī, a cuyo frente se hallaba la figura más destacada de ese linaje en
toda su historia, Mūsà b. Mūsà, que se hacía llamar “tertium regem in Spania”.
Este personaje, hermano por parte de madre del señor de Pamplona, Íñigo Arista,
permaneció en un primer momento fiel al emir, participando en las campañas del
839, contra Álava y los Castillos, y del 842, contra Pamplona. Pero en esta última,
en la que no es seguro que acudiera él personalmente, se enturbiaron sus
relaciones con los gobernadores omeyas, declarándose en rebeldía. El emir envió
inmediatamente a un hombre de confianza, al-Ḥāriṯ b. Bazī‘ para que se ocupara
de acabar con el problema, pero, a pesar de que inicialmente consiguió expulsar
a los Banū Qasī de Borja y de Tudela, Mūsà, aliado con García Íñiguez, le
tendió una celada y lo hizo prisionero en la batalla de Palma, cerca de
Calahorra. ‘Abd al-Raḥmān no estaba dispuesto a consentir esa afrenta y en los
años siguientes dirigió tres expediciones contra Mūsà y sus aliados de
Pamplona, en las que causó grandes destrucciones en territorio enemigo. La
última de estas campañas, culminada por el infante Muḥammad, ya que el emir decidió
regresar a Córdoba cuando se hallaban en Toledo, consiguió en el año 844 que
Mūsà se sometiera y que, al año siguiente, aceptara un pacto, pacto que no tuvo
una vigencia muy larga, puesto que en dos ocasiones más, en el 846/847 y en el
849/850 volvió momentáneamente a la rebelión, si bien depuso las armas en
cuanto el ejército del emir apareció por las cercanías. Poco antes de la muerte
de ‘Abd al-Raḥmān II, Mūsà protagonizaría la batalla de Albelda, cerca de
Viguera, en la que, después de pasar por muchas dificultades y de resultar él
mismo herido, logró la victoria sobre las fuerzas vasconas.
En
la Marca Media el foco de rebeldía estaba situado en una única ciudad, Toledo,
que sufrió una represión muy violenta en repetidas ocasiones, en contraste con
los continuos intentos de apaciguamiento que los omeyas aplicaron a los
sediciosos de la Marca Superior. Los habitantes de la ciudad, en su mayoría
muladíes, vieron cómo una y otra vez las tropas del emir asolaban sus casas,
pero eso no los amilanaba y, a la primera ocasión, retornaban a su pertinaz
desobediencia. En tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II Toledo aparece en las crónicas
por dos motivos: el primero de ellos es la insurgencia de Hāšim al-Ḍarrāb (‘el
Herrero’), toledano emigrado a Córdoba después de que su ciudad fuese arrasada
en época de al-Ḥakam I y que en el año 829 regresó a su patria para reunir una
partida de sediciosos con la que comenzó a saquear la zona del Alto Tajo,
atacando indistintamente asentamientos árabes y bereberes hasta que el emir dio
órdenes a su gobernador Ibn Rustum para que pusiese fin a los desmanes. Hāšim,
cuyas andanzas lo habían llevado hasta la Laguna de Gallocanta, se topó con las
tropas omeyas en Daroca y fue derrotado y muerto (831). Esta revuelta no puede
ser considerada en puridad una manifestación más de la tradicional disidencia
toledana porque, aunque protagonizada por habitantes de la ciudad, no se
desarrolló en ella sino en comarcas bastante alejadas de allí. Más se ajustan
al patrón habitual los acontecimientos de los años 834 a 837. En el primero de
esos años el emir envió un ejército, al mando de su hermano Umayya, para
someter una Toledo nuevamente sublevada, en esta ocasión siguiendo a Ayman b.
Muhāŷir. La ciudad resistió el ataque, por lo que Umayya decidió regresar a
Córdoba, dejando una guarnición en Calatrava para hostigarla. Los toledanos,
confiados en la debilidad del destacamento de Calatrava, se lanzaron muy pronto
contra ella, pero sufrieron un muy duro revés. El año siguiente la aceifa
dirigida por ‘Abd al-Raḥmān II contra Mérida pasó por Toledo, aunque no se
entretuvo en demasía allí. También dirigió personalmente la del año posterior,
desarrollada entre los meses de junio y julio del 836, sin conseguir conquistar
la ciudad, pero disensiones internas entre los toledanos hicieron que el
cabecilla de la revuelta, Ayman b. Muhāŷir, se pasara al bando omeya y se
presentara ante el gobernador, establecido en Calatrava, para ponerse a sus
órdenes. Reforzado con tropas del ejército emiral, Ayman no dejó de acosar a
sus antiguos correligionarios durante todo el año, de modo que, cuando se
presentó ante sus murallas la aceifa siguiente, la situación de Toledo era ya
insostenible. Enterado de ello ‘Abd al-Raḥmāan, quiso estar personalmente en la
toma de la ciudad y se unió al cerco en julio del 837, consiguiendo la
rendición de la plaza. En la quincena de años que transcurrió hasta la muerte
del emir, Toledo permaneció bajo control de Córdoba, sin que las crónicas
recojan el menor disturbio en ese período, algo insólito en la historia de la
capital de la Marca Media.
La
tercera zona de frontera de al-Ándalus era la Marca Inferior, llamada también
por las fuentes árabes al-Ŷawf (‘el interior’). Su poblamiento era
mayoritariamente rural, con importantes asentamientos bereberes que convivían
con grupos muladíes y cristianos. La presencia del estado omeya en esta zona
era casi testimonial, lo que provocó que las pocas incursiones que los
ejércitos asturleoneses hicieron en territorio musulmán antes de la caída del
califato cordobés entrasen por estas comarcas. Sus habitantes, por otra parte,
nunca dieron muestras de poseer un espíritu de unidad étnica o política que los
aglutinase en contra del poder central. Por todo ello esta región vivió casi
siempre en un estado de marginalidad en el que no se sentía la necesidad ni la
utilidad de romper los tenues vínculos de dependencia con Córdoba. Los rebeldes
de esta zona no son ni miembros de dinastías señoriales, como en la Marca
Superior, ni habitantes de una ciudad histórica y políticamente importante,
como los toledanos; son casi siempre cabecillas de una partida de aventureros a
medio camino entre la insurrección y el bandolerismo que viven principalmente
de sus rapiñas y que, cuando la situación les es adversa, no dudan en cambiar
de aires, lo que les puede llevar incluso a pasar a territorio cristiano y
ponerse al servicio del rey asturleonés de turno. Esta descripción le cuadraría
bien al toledano Hāšim al-Ḍarrāb del que acabamos de hablar, pero los ejemplos
más cumplidos de este tipo de personajes los encontramos en la Marca Inferior:
un bereber en tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II, Maḥmūd b. ‘Abd al-Ŷabbār, y un
muladí en los de Muḥammad, ‘Abd al-Raḥmān b. Marwān al-Ŷilliqī.
Ya
en el año 826 se habían producido los primeros enfrentamientos en la región,
cuando un grupo de bereberes atacó y derrotó a una hueste enviada por el emir.
Entre la treintena de hombres de esa tropa que cayeron en combate estaba el
gobernador de Mérida Marwān al-Ŷilliqī, antiguo rebelde pasado al servicio de
los omeyas y padre de ‘Abd al-Raḥmān al-Ŷilliqī. El vacío de poder en Mérida
fue aprovechado por dos cabecillas locales, Maḥmūd b. ‘Abd al-Ŷabbār y Sulaymān
b. Martīn, que se pusieron al frente de la sedición de la ciudad. Atacados en
el 829 y en el 830, acabaron por someterse temporalmente, para volver a la
rebeldía en cuanto las tropas se alejaron. Pero con el paso de los meses su
situación empeoró, ya que otros grupos bereberes de la zona tomaban el relevo
del ejército emiral y los hostigaban incesantemente. De esta forma se vieron
obligados a abandonar Mérida e instalarse en Badajoz, de donde también acabaron
saliendo con sus seguidores y sus familias para iniciar un peregrinaje por las
regiones occidentales de al-Ándalus, huyendo del emir y de los habitantes de
esas comarcas, que no deseaban tenerlos por vecinos. En el transcurso de ese
nomadeo surgieron diferencias entre los dos jefes, que se separaron; Sulaymān
b. Martīn se encastilló en Santa Cruz (a quince kilómetros al sur de Trujillo),
donde fue cercado por ‘Abd al-Raḥmān II. Amparado por la oscuridad de la noche,
el rebelde intentó huir por una brecha de la muralla, pero la poca visibilidad
y lo escabroso del terreno hicieron que se despeñara. Los compañeros que
lograron sobrevivir se unieron a Maḥmūd, que se había refugiado en Badajoz. De
allí partieron todos hacia el Algarve, encontrándose con una fuerte resistencia
por parte de sus habitantes quienes, a pesar de su superioridad numérica sobre
los setecientos jinetes de Maḥmūd, fueron derrotados. Tras saquear a su antojo
esas tierras, Maḥmūd se acogió a la Sierra de Monchique, de donde intentó
desalojarlo sin éxito ‘Abd al-Raḥmān II en el año 835, fracaso debido en parte
a las dificultades del terreno y en parte a que las tropas comenzaron a quejarse
de la dureza de la campaña, prevista inicialmente sólo contra Badajoz. A pesar
de este traspié, el emir no cejó en su empeño de acabar con el rebelde, para lo
que ordenó a sus gobernadores en la zona combatirlo sin tregua. No le quedó a
Maḥmūd más salida que iniciar el camino hacia el norte con los restos de su
mesnada, pues apenas le quedaban cien jinetes; en el recorrido le salió al paso
un caudillo bereber en Lisboa con fuerzas muy superiores, pero, una vez más,
Maḥmūd y los suyos consiguieron vencer; por fin llegaron a territorio
cristiano, donde el rey Alfonso II les dio cobijo, instalándolos en una
fortaleza que, desde entonces, tomó el nombre de su poblador, tal vez, cerca de
Oporto. Allí vivió durante algún tiempo hasta que, deseoso de volver a su
patria entró en tratos secretos con el Emir, que accedió a perdonarlo y
recibirlo de nuevo en sus tierras. Pero los tratos no fueron lo suficientemente
discretos y el Rey asturiano tuvo conocimiento de ellos, por lo que decidió
acudir al castillo de Maḥmūd para castigarlo. Fiel a su conducta de toda la
vida, el bereber se resistió con valor, pero lo que no habían conseguido sus
múltiples rivales lo consiguió el destino: de regreso de una salida contra los
sitiadores, su caballo se encabritó y lo descabalgó, con la mala fortuna de que
cayó sobre un árbol y murió en el acto. Su muerte acaeció en el 840. Sus
seguidores, salvo unos pocos que lograron huir, fueron muertos o cautivados,
entre estos últimos su hermana Ŷamīla, célebre tanto por su belleza como por su
valor, que cayó en manos de un noble cristiano, quien la convirtió a su
religión y la desposó. Entre los hijos habidos de ese matrimonio hubo uno que
llegó a ser obispo de Santiago.
El
enorme empeño puesto por ‘Abd al-Raḥmān II para acabar con celeridad con todas
las disensiones internas no le impidió continuar la política de campañas de
castigo contra los reinos cristianos. Sus contactos con Pamplona estuvieron
siempre intermediados, en un sentido u otro, por las relaciones con el qasí
Mūsà b. Mūsà, mientras que el reino franco no fue objeto de atención por parte
del emir en la medida en la que lo había sido en reinados anteriores: apenas un
par de campañas, la del 827 contra Barcelona y Gerona y la del 841 contra Vic y
Taradell, además de la ayuda prestada al conde tolosano Guillermo II, rebelde
contra Carlos el Calvo, que acudió a Córdoba en el 846/847 a pedir apoyo para
enfrentarse al carolingio. Con el concurso del gobernador de la Marca Superior,
el conde Guillermo hostigó durante algún tiempo a los francos, llegando a
asediar Barcelona y Gerona en el 848/849, hasta que fue capturado y ejecutado
poco después.
Pero
el objetivo principal de la actividad militar de ‘Abd al-Raḥmān II fue el reino
de Asturias, que sufrió durante esos años la continua amenaza de las aceifas
musulmanas, tanto en su sector oriental, la “Álava y los Castillos” de las
crónicas árabes (en los años 823, 825, 826, 838, 839, 849), como en el
occidental (Viseu y Coimbra en el invierno del 825/826, Viseu en el 838, una de
objetivo desconocido en el 840, León en el 846, en la que conquista la ciudad,
la arrasa, pero no puede derribar las fuertes murallas). Estas campañas, como
ocurrió a lo largo de la historia de los omeyas de al-Ándalus, únicamente
perseguían el castigo del territorio enemigo y la obtención de botín, pero no
reconquistar las tierras de las que poco a poco se iban apoderando los
cristianos; es probable que tras esta política de no aprovechamiento de la
habitual superioridad militar musulmana se esconda un sensible déficit
demográfico andalusí. Por otra parte, el interés primordial del emir se centró
en las acechanzas internas, de modo que, cuando surgen problemas en Mérida y
Toledo, los ataques a territorio cristiano se suspenden (entre el 827 y el 838).
Las
ciudades y comarcas del sur de al-Ándalus, alejadas de las fronteras con los
cristianos —y de los no menos peligrosos musulmanes fronterizos—, llevaban una
existencia apacible, libres de temor a un ataque exterior, pues ningún enemigo
acechaba las costas meridionales de la Península. Por ello, ciudades como
Sevilla no estaban protegidas por murallas, que, a juicio de los emires omeyas,
sólo podían servir para que sus habitantes tuvieran tentaciones de protegerse
tras ellas y alzarse contra Córdoba. Pero en el año 844 el país alegre y
confiado despertó a la realidad de una manera inopinada y brutal: tras algunas
escaramuzas en Lisboa, Cádiz y Sidonia, una cincuentena de navíos normandos
fondearon en Isla Menor, en el Guadalquivir y desde allí fueron remontando el
río arrasando a su paso Coria hasta llegar a Sevilla. Sus habitantes,
abandonados por su gobernador, que huyó a Carmona, intentaron resistir, pero su
débil oposición terminó el 1 de octubre. Los normandos entraron en la ciudad a
sangre y fuego, matando a todo ser viviente, hombres y bestias, que hallaban a
su paso, y allí permanecieron todo ese día, para luego regresar a sus naves a
la mañana siguiente. El emir ‘Abd al-Raḥmān, que ya tenía noticias de su
presencia en las costas andalusíes por mensajes enviados desde Lisboa, envió
inmediatamente tropas hacia Sevilla, sin esperar a que el ejército estuviese
reunido, de forma que iban llegando pequeños destacamentos en días sucesivos.
Estas tropas consiguieron parar a los invasores, causarles algunas bajas y
apoderarse de cuatro navíos, que fueron quemados después de sacar de ellos el
valioso botín que transportaban. Aunque las crónicas árabes hablen de
resonantes victorias sobre los normandos, lo cierto es que no sólo no fueron
aniquilados, sino que, con bajas más o menos apreciables, pudieron abandonar
sin dificultad el Guadalquivir y continuar sus andanzas por el Atlántico. La
rápida reacción del emir sirvió, sin embargo, para que los normandos no
avanzaran más hacia el interior y para demostrarles que al-Ándalus no era presa
fácil. Quince años más tarde, reinando ya el emir Muhammad, volverían a
aparecer en las costas meridionales de al-Ándalus, pero en esa ocasión la
marina omeya estaba bien preparada. Escarmentado por el grave descalabro de
Sevilla, ‘Abd al-Raḥmān II tomó medidas para que sucesos como éste no se
repitieran, una de las cuales fue la construcción de las murallas de esa ciudad.
En
tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II se inició el conflicto de los mártires voluntarios
cristianos, que buscaban la muerte injuriando públicamente al profeta musulmán.
A pesar de la repercusión que en la historiografía contemporánea ha tenido este
movimiento —que las crónicas árabes ignoran totalmente—, lo cierto es que su
trascendencia en la sociedad cordobesa debió de ser mínima. Apenas diez años,
el decenio del 850, en los que grupos minoritarios de la comunidad cristiana
luchaban desesperadamente por detener la imparable asimilación, primero
cultural y más tarde religiosa, de la población indígena. Un Concilio convocado
al efecto declaró ilícito el sacrificio voluntario y poco a poco la pérdida de
entusiasmo de los cristianos exaltados y la muerte de sus cabecillas Eulogio y
Álvaro pusieron punto final al movimiento de los mártires.
‘Abd
al-Raḥmān II fue un monarca preocupado sobre todo por convertir un al-Ándalus
provinciano, apartado del resto del mundo islámico y subdesarrollado
culturalmente en un estado dotado de una administración amplia y eficaz, una
Corte espléndida y ceremoniosa, unas obras públicas sólidas y útiles y en una
sociedad inmersa en las tendencias culturales que predominan en la otrora casi
innombrable Bagdad, capital de los odiados ‘Abbasíes. Consciente de las
limitaciones del estado Omeya de al-Ándalus, el holgachón y culto Emir no
aspira a ampliar sus fronteras con grandes conquistas ni a proyectar su
influencia política sobre países vecinos, sino que prefiere emplear los
abundantes ingresos fiscales que la prosperidad económica de al-Ándalus le
proporciona en embellecer Córdoba (ampliación de la mezquita mayor, edificación
de otras en los barrios, construcción de acueductos, engrandecimiento del
alcázar) y, en menor medida, otras ciudades, en crear una compleja y eficaz
administración, posiblemente imitada de la ‘Abbasí (magistraturas, ceca, taller
de ropa suntuaria y tapices, tesorería), en adquirir a cualquier precio las
joyas de oriente que le traían sus enviados o los mercaderes que encontraban en
al-Ándalus el destino más provechoso para sus mercancías, joyas tanto de la
cultura (libros religiosos y profanos, en especial de astronomía, música,
medicina) como de la artesanía de lujo, muchas de las cuales habían salido al
mercado a resultas de los saqueos que vivió Bagdad por la guerra civil entre
al-Amīn y al-Ma’mūn. Venido de oriente fue también un personaje que modificó
sustancialmente las costumbres cotidianas de la sociedad cordobesa: Ziryāb (Abū
l-Ḥasan ‘Alī b. Nāfi‘), un músico iraquí que se vio obligado a salir de Bagdad
por oscuros motivos y que tuvo la fortuna de encontrar en Córdoba el ambiente
ideal para medrar: una Corte ansiosa por asimilar todo lo que, por venir de
oriente, les parecía elegante, sofisticado y merecedor de ser imitado. Ziryāb
tuvo la habilidad de aprovechar la corriente y el músico desconocido en Bagdad
se convirtió en occidente en árbitro de la elegancia, innovador de costumbres y
formador del gusto.
Teniendo
en cuenta el carácter y las ambiciones de ‘Abd al-Raḥmān II, uno de los
momentos de mayor euforia en su reinado debió de ser sin duda el intercambio de
embajadas con el emperador de Bizancio, Teófilo, de quien había partido la
iniciativa al enviar a Córdoba a un legado con una misiva y ricos presentes. El
bizantino, agobiado por sus enfrentamientos con los ‘Abbasíes en oriente, con
los aglabíes en Sicilia y con los andalusíes exiliados que se habían adueñado
de Creta, buscaba en el omeya andalusí una ayuda contra todos esos enemigos
comunes. El embajador bizantino regresó acompañado de dos emisarios andalusíes,
uno de ellos el célebre poeta y astrólogo al-Gazāl; de esta embajada nos ha
llegado una poco creíble pero muy entretenida descripción en el Muqtabis de Ibn Ḥayyān. Los resultados
prácticos de esos contactos fueron nulos, pero la satisfacción del emir debió
de ser inmensa.
‘Abd al-Raḥmān II falleció el 22 de septiembre del 852 tras una enfermedad que se le había manifestado tres años antes y que mermó mucho sus capacidades en esos últimos años de su vida. Murió sin haber nombrado oficialmente heredero, aunque siempre había demostrado su predilección por su hijo Muḥammad. La conjura que había puesto en peligro su vida en el año 851 y que le costó la vida al eunuco Naṣr tenía justamente como objetivo impedir el ascenso al Trono de Muhammad y colocar en su lugar al hijo de su favorita Ṭarūb, aliada de Naṣr. Finalmente fue Muḥammad quien, sin aparentes problemas, recibió el juramento de fidelidad de sus súbditos inmediatamente después de la muerte de su padre.
Bibl.:
Ibn al-Athīr, Annales du Maghreb et de
l’Espagne; traduites et annotées par E. Fagnan, Argel, Typographie adolphe
Jourdan, 1898, págs. 195-231; E. Fagnan, Histoire de l’Afrique et de l’Espagne intitulée
al-Bayano ‘l-Mogrib, vol. II, Argel, Imprimerie Orientale, 1901-04, págs. 130-152;
F. de la Granja, La marca superior en la
obra de al-‘Uḏrī, Zaragoza, Impr. “Heraldo de Aragón”, 1966; C. Sánchez
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Luis
Molina Martínez
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