lunes, 22 de julio de 2024

ABD AL-RAHMÂN II

 

ABD AL-RAHMÂN  II

‘Abd al-Raḥmān II: ‘Abd al-Raḥmān b. al-Ḥakam b. Hišām b. ‘Abd al-Raḥmān, Abū l-Mutarrif. Toledo, XI-XII.792 – Córdoba, 22.IX.852. Cuarto emir omeya de Córdoba (independiente).

Nacido en Toledo, donde su padre, el que más tarde sería emir al-Ḥakam, era gobernador, ‘Abd al-Rahmān b. al-Ḥakam fue el segundo de los tres ‘Abd al-Raḥmān omeyas de al-Ándalus. Si bien desde un punto de vista puramente político su reinado no tuvo la trascendencia del de su bisabuelo al-Dājil, el instaurador de la dinastía, o del de su bisnieto al-Nāṣir, el primer califa andalusí, su gobierno representó un cambio radical en otros muchos aspectos: consolidación de las estructuras administrativas, apertura cultural a Oriente, enriquecimiento financiero del estado, sustancial fomento de las obras públicas. Todos los cronistas árabes coinciden en afirmar que sus días fueron los más felices de toda la época omeya, hasta el punto de que alguno de ellos llegó a denominar su reinado como “La luna de miel”. Por otra parte, a su afortunado destino histórico se une un dichoso avatar historiográfico: se trata del único gobernante omeya de al-Ándalus del que se ha conservado íntegro el capítulo correspondiente del Muqtabis, la más importante crónica escrita en la península ibérica musulmana, lo cual implica que el reinado de ‘Abd al-Raḥmān II es, con diferencia, el mejor documentado de toda la historia omeya de al-Ándalus.

La prosperidad económica, la relativa paz interna, el florecimiento cultural, la creciente actividad diplomática, todos estos factores convierten el gobierno de ‘Abd al-Raḥmān II en un período venturoso y feliz, pero sería injusto considerar al emir responsable de este clima de bienestar, puesto que de la descripción que de su actividad hacen las fuentes se desprende más bien que el soberano, más que esforzarse en alcanzar esa prosperidad en todos los campos, lo que hizo fue disfrutar de ella sin restricciones, dejando para otros la tarea de conducir la nave del estado. ‘Abd al-Raḥmān II no fue en absoluto un emir incapaz o inoperante: poseedor de una amplísima cultura y una inteligencia no desdeñable, en determinados momentos podía dar muestras de resolución y firmeza y llegó a dirigir personalmente varias campañas militares. Pero no es menos cierto que, sin que fuera merecedor del calificativo de disoluto, su principal objetivo en la vida fue siempre disfrutar de todo tipo de placeres, placeres entre los que, evidentemente, no estaba la dedicación a las tareas de gobierno. De manera ciertamente asombrosa, entre las noticias que los anales del Muqtabis refieren en su primer año de reinado, junto a revueltas, embajadas y nombramientos, se mencionan dos cacerías del emir, dato que corrobora otras informaciones indirectas que hablan de la afición de ‘Abd al-Raḥmān II por la caza, lo cual llevó al pueblo cordobés a llamarlo “el de las grullas” y a esta ave, la preferida por el emir, “la ‘Abd al-raḥmāna” (que pasó al castellano con la forma ‘abdarramía’). También disfrutaba grandemente de la compañía de poetas, músicos y cantores, que formaron una corte cultural a su alrededor bastante alocada e irreverente, en la que el género que se cultivaba con mayor afán era el de la sátira, en sus manifestaciones más crueles y obscenas. Como se ha mencionado antes, el emir dirigió en persona muchas campañas militares, más que la mayoría de sus antecesores y de sus descendientes, pero no fueron escasas las ocasiones en las que a mitad del camino regresó a Córdoba dejando las tropas en manos de sus lugartenientes (años 838 y 844) o que, cuando el ejército estaba a punto de partir, decidió enviarlo a las órdenes de otro, mientras él permanecía en su alcázar (año 841); según algunos relatos, al menos en un caso el abandono de sus obligaciones como comandante del ejército se debió a un sueño erótico del que despertó con el deseo irrefrenable de estar cerca de una de sus mujeres, deseo que no vaciló en satisfacer sin más dilación que la impuesta por el largo camino que debía recorrer hasta alcanzar el objeto de su pasión. Porque fue ése y no otro el placer al que con más entusiasmo y dedicación se entregó ‘Abd al-Raḥmān; de su inclinación hacia las mujeres es una buena muestra su desmesurada prole: cien hijos. Pero la intensidad y amplitud de su empeño en esta tarea no le impedía ser exquisitamente selectivo, pues sólo compraba o aceptaba como regalo esclavas de especial hermosura y, sobre todo, vírgenes, llegando su cuidado en este punto a tenerlas en una especie de cuarentena antes de acceder por primera vez a ellas, para que en ese plazo se revelara cualquier posible vicio oculto.

A la vista del carácter y de las aficiones de ‘Abd al-Raḥmān II no es de extrañar que delegara en otros las tareas fastidiosas o laboriosas. Tres fueron las personas que libraron al emir de esas responsabilidades: Naṣr, uno de sus servidores de palacio, se adueñó de la gestión del poder político, Yaḥyà b. Yaḥyà, prestigioso alfaquí, manejaba a su antojo la judicatura y Ṭarūb, su esclava favorita, reinaba en el alcázar y en el corazón del soberano. ‘Abd al-Raḥmān era perfectamente consciente de que era dominado por estos tres personajes y de que en ocasiones no se comportaban con la justicia y la honradez deseables, pero les dejaba hacer por dejadez y comodidad hasta que uno de ellos, Naṣr, intentó librarle definitivamente de toda preocupación terrenal y el emir tuvo que reaccionar y prescindir de tan eficaz y desleal colaborador. Ṭarūb, que con toda probabilidad habría participado también en la conjura, salvó sin embargo la vida.

Hijo de una esclava de nombre Ḥalāwa, las fuentes lo describen como persona de elevada estatura, cabello y ojos negros, nariz aguileña y poblada barba.

Cuando su padre al-Ḥakam presintió que se acercaba su final, hizo que ‘Abd al-Raḥmān se instalara en el alcázar, dejando en sus manos los asuntos del reino. Asimismo, hizo que se le prestara juramento de fidelidad por parte de sus súbditos para garantizar una sucesión en el trono sin problemas. También se prestó juramente a otro de sus hijos, al-Mugīra, como sucesor del sucesor, pero más tarde, cuando ‘Abd al-Raḥmān ya reinaba, lo convenció —probablemente con argumentos irrechazables— para que renunciara a sus derechos sucesorios. Esta jura tuvo lugar a finales de abril del 822 y pocos días más tarde, el 22 de mayo, fallecía al-Ḥakam y ocupaba su lugar ‘Abd al-Raḥmān. Una de sus primeras medidas —según algunas fuentes, todavía en vida de su padre— fue el ajusticiamiento del comes Rabī‘, mano derecha de al-Ḥakam en los últimos años de su gobierno, al que el pueblo acusaba de todas las desgracias que habían acaecido en Córdoba en ese período, en especial de la dura represión del levantamiento del Arrabal. Con ello pretendía congraciarse con la población y, al mismo tiempo, descargar de responsabilidades la figura de su padre, señalando al crucificado Rabī‘ como culpable de los desmanes cometidos por el gobierno. Las mismas motivaciones populistas habría que ver en otra decisión tomada inmediatamente después de su asunción de las funciones de emir: la destrucción de las tabernas en las que se vendía vino.

Entre los actos que acompañaban la subida al trono de un emir omeya en al-Ándalus había uno que se había convertido casi en un ritual: la sublevación del pretendiente ‘Abd Allāh, hijo de ‘Abd al-Raḥmān I, que se había alzado en armas para reclamar sus derechos tanto contra su hermano Hišām como contra su sobrino al-Ḥakam, al principio en compañía de su hermano Sulaymān y, tras la muerte de éste, en solitario. Enterado este ‘Abd Allāh, llamado “el Valenciano” por haberse instalado en esa región, de la muerte de al-Hakam y de la entronización de ‘Abd al-Raḥmān, su reacción fue automática: declararse en rebeldía, ocupar la vecina provincia de Murcia y reclutar una mesnada. Pero ésta sería la última vez que el ritual se cumpliría. Cuando ‘Abd Allāh se hallaba pronunciando el sermón del viernes en la mezquita, sufrió una embolia que lo dejó paralizado. Trasladado a Valencia, falleció al año siguiente sin haber recuperado la movilidad.

Los cronistas destacan la paz que reinó dentro de las fronteras de al-Ándalus durante los treinta años de gobierno de ‘Abd al-Raḥmān II y subrayan que únicamente los problemas en la Marca Superior con uno de los Banū Qasī, Mūsà b. Mūsà, y en la Marca Inferior, con los rebeldes de Mérida, alteraron la tranquilidad de su reinado. Esto no es del todo exacto, pues parecen olvidar que Toledo no se sometió hasta el año 937 y que en las zonas no fronterizas hubo también algunos disturbios, como sucedió en Murcia, en las sierras de Ronda y Algeciras, en el Algarve o en Baleares. Sin embargo, no es menos cierto que esos disturbios fueron de muy escasa entidad y que Toledo, tras su conquista, no volvió a causar el menor trastorno en vida de ‘Abd al-Raḥmān II; fueron quince años de tranquilidad, algo inusitado en la historia de las relaciones entre la antigua capital visigoda y el emirato omeya.

Al comienzo del reinado las tres marcas seguían en el estado de permanente resistencia al poder central que caracterizó toda su historia hasta que ‘Abd al-Raḥmān III consiguió dominarlas ya bien entrado el siglo X. Cada una de estas regiones presentaba unas características sociales muy distintas, lo cual se veía reflejado en la forma en la que se manifestaba el rechazo al poder cordobés. La Marca Superior estaba dominada por una serie de grupos familiares tanto indígenas (muladíes) cómo árabes que se disputaban el dominio de la zona con la participación, casi siempre secundaria, de otros dos protagonistas, los señores cristianos de Pamplona y los gobernadores enviados por los omeyas. En la época de ‘Abd al-Raḥmān II la familia dominante en la Marca era la de los Banū Qasī, a cuyo frente se hallaba la figura más destacada de ese linaje en toda su historia, Mūsà b. Mūsà, que se hacía llamar “tertium regem in Spania”. Este personaje, hermano por parte de madre del señor de Pamplona, Íñigo Arista, permaneció en un primer momento fiel al emir, participando en las campañas del 839, contra Álava y los Castillos, y del 842, contra Pamplona. Pero en esta última, en la que no es seguro que acudiera él personalmente, se enturbiaron sus relaciones con los gobernadores omeyas, declarándose en rebeldía. El emir envió inmediatamente a un hombre de confianza, al-Ḥāriṯ b. Bazī‘ para que se ocupara de acabar con el problema, pero, a pesar de que inicialmente consiguió expulsar a los Banū Qasī de Borja y de Tudela, Mūsà, aliado con García Íñiguez, le tendió una celada y lo hizo prisionero en la batalla de Palma, cerca de Calahorra. ‘Abd al-Raḥmān no estaba dispuesto a consentir esa afrenta y en los años siguientes dirigió tres expediciones contra Mūsà y sus aliados de Pamplona, en las que causó grandes destrucciones en territorio enemigo. La última de estas campañas, culminada por el infante Muḥammad, ya que el emir decidió regresar a Córdoba cuando se hallaban en Toledo, consiguió en el año 844 que Mūsà se sometiera y que, al año siguiente, aceptara un pacto, pacto que no tuvo una vigencia muy larga, puesto que en dos ocasiones más, en el 846/847 y en el 849/850 volvió momentáneamente a la rebelión, si bien depuso las armas en cuanto el ejército del emir apareció por las cercanías. Poco antes de la muerte de ‘Abd al-Raḥmān II, Mūsà protagonizaría la batalla de Albelda, cerca de Viguera, en la que, después de pasar por muchas dificultades y de resultar él mismo herido, logró la victoria sobre las fuerzas vasconas.

En la Marca Media el foco de rebeldía estaba situado en una única ciudad, Toledo, que sufrió una represión muy violenta en repetidas ocasiones, en contraste con los continuos intentos de apaciguamiento que los omeyas aplicaron a los sediciosos de la Marca Superior. Los habitantes de la ciudad, en su mayoría muladíes, vieron cómo una y otra vez las tropas del emir asolaban sus casas, pero eso no los amilanaba y, a la primera ocasión, retornaban a su pertinaz desobediencia. En tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II Toledo aparece en las crónicas por dos motivos: el primero de ellos es la insurgencia de Hāšim al-Ḍarrāb (‘el Herrero’), toledano emigrado a Córdoba después de que su ciudad fuese arrasada en época de al-Ḥakam I y que en el año 829 regresó a su patria para reunir una partida de sediciosos con la que comenzó a saquear la zona del Alto Tajo, atacando indistintamente asentamientos árabes y bereberes hasta que el emir dio órdenes a su gobernador Ibn Rustum para que pusiese fin a los desmanes. Hāšim, cuyas andanzas lo habían llevado hasta la Laguna de Gallocanta, se topó con las tropas omeyas en Daroca y fue derrotado y muerto (831). Esta revuelta no puede ser considerada en puridad una manifestación más de la tradicional disidencia toledana porque, aunque protagonizada por habitantes de la ciudad, no se desarrolló en ella sino en comarcas bastante alejadas de allí. Más se ajustan al patrón habitual los acontecimientos de los años 834 a 837. En el primero de esos años el emir envió un ejército, al mando de su hermano Umayya, para someter una Toledo nuevamente sublevada, en esta ocasión siguiendo a Ayman b. Muhāŷir. La ciudad resistió el ataque, por lo que Umayya decidió regresar a Córdoba, dejando una guarnición en Calatrava para hostigarla. Los toledanos, confiados en la debilidad del destacamento de Calatrava, se lanzaron muy pronto contra ella, pero sufrieron un muy duro revés. El año siguiente la aceifa dirigida por ‘Abd al-Raḥmān II contra Mérida pasó por Toledo, aunque no se entretuvo en demasía allí. También dirigió personalmente la del año posterior, desarrollada entre los meses de junio y julio del 836, sin conseguir conquistar la ciudad, pero disensiones internas entre los toledanos hicieron que el cabecilla de la revuelta, Ayman b. Muhāŷir, se pasara al bando omeya y se presentara ante el gobernador, establecido en Calatrava, para ponerse a sus órdenes. Reforzado con tropas del ejército emiral, Ayman no dejó de acosar a sus antiguos correligionarios durante todo el año, de modo que, cuando se presentó ante sus murallas la aceifa siguiente, la situación de Toledo era ya insostenible. Enterado de ello ‘Abd al-Raḥmāan, quiso estar personalmente en la toma de la ciudad y se unió al cerco en julio del 837, consiguiendo la rendición de la plaza. En la quincena de años que transcurrió hasta la muerte del emir, Toledo permaneció bajo control de Córdoba, sin que las crónicas recojan el menor disturbio en ese período, algo insólito en la historia de la capital de la Marca Media.

La tercera zona de frontera de al-Ándalus era la Marca Inferior, llamada también por las fuentes árabes al-Ŷawf (‘el interior’). Su poblamiento era mayoritariamente rural, con importantes asentamientos bereberes que convivían con grupos muladíes y cristianos. La presencia del estado omeya en esta zona era casi testimonial, lo que provocó que las pocas incursiones que los ejércitos asturleoneses hicieron en territorio musulmán antes de la caída del califato cordobés entrasen por estas comarcas. Sus habitantes, por otra parte, nunca dieron muestras de poseer un espíritu de unidad étnica o política que los aglutinase en contra del poder central. Por todo ello esta región vivió casi siempre en un estado de marginalidad en el que no se sentía la necesidad ni la utilidad de romper los tenues vínculos de dependencia con Córdoba. Los rebeldes de esta zona no son ni miembros de dinastías señoriales, como en la Marca Superior, ni habitantes de una ciudad histórica y políticamente importante, como los toledanos; son casi siempre cabecillas de una partida de aventureros a medio camino entre la insurrección y el bandolerismo que viven principalmente de sus rapiñas y que, cuando la situación les es adversa, no dudan en cambiar de aires, lo que les puede llevar incluso a pasar a territorio cristiano y ponerse al servicio del rey asturleonés de turno. Esta descripción le cuadraría bien al toledano Hāšim al-Ḍarrāb del que acabamos de hablar, pero los ejemplos más cumplidos de este tipo de personajes los encontramos en la Marca Inferior: un bereber en tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II, Maḥmūd b. ‘Abd al-Ŷabbār, y un muladí en los de Muḥammad, ‘Abd al-Raḥmān b. Marwān al-Ŷilliqī.

Ya en el año 826 se habían producido los primeros enfrentamientos en la región, cuando un grupo de bereberes atacó y derrotó a una hueste enviada por el emir. Entre la treintena de hombres de esa tropa que cayeron en combate estaba el gobernador de Mérida Marwān al-Ŷilliqī, antiguo rebelde pasado al servicio de los omeyas y padre de ‘Abd al-Raḥmān al-Ŷilliqī. El vacío de poder en Mérida fue aprovechado por dos cabecillas locales, Maḥmūd b. ‘Abd al-Ŷabbār y Sulaymān b. Martīn, que se pusieron al frente de la sedición de la ciudad. Atacados en el 829 y en el 830, acabaron por someterse temporalmente, para volver a la rebeldía en cuanto las tropas se alejaron. Pero con el paso de los meses su situación empeoró, ya que otros grupos bereberes de la zona tomaban el relevo del ejército emiral y los hostigaban incesantemente. De esta forma se vieron obligados a abandonar Mérida e instalarse en Badajoz, de donde también acabaron saliendo con sus seguidores y sus familias para iniciar un peregrinaje por las regiones occidentales de al-Ándalus, huyendo del emir y de los habitantes de esas comarcas, que no deseaban tenerlos por vecinos. En el transcurso de ese nomadeo surgieron diferencias entre los dos jefes, que se separaron; Sulaymān b. Martīn se encastilló en Santa Cruz (a quince kilómetros al sur de Trujillo), donde fue cercado por ‘Abd al-Raḥmān II. Amparado por la oscuridad de la noche, el rebelde intentó huir por una brecha de la muralla, pero la poca visibilidad y lo escabroso del terreno hicieron que se despeñara. Los compañeros que lograron sobrevivir se unieron a Maḥmūd, que se había refugiado en Badajoz. De allí partieron todos hacia el Algarve, encontrándose con una fuerte resistencia por parte de sus habitantes quienes, a pesar de su superioridad numérica sobre los setecientos jinetes de Maḥmūd, fueron derrotados. Tras saquear a su antojo esas tierras, Maḥmūd se acogió a la Sierra de Monchique, de donde intentó desalojarlo sin éxito ‘Abd al-Raḥmān II en el año 835, fracaso debido en parte a las dificultades del terreno y en parte a que las tropas comenzaron a quejarse de la dureza de la campaña, prevista inicialmente sólo contra Badajoz. A pesar de este traspié, el emir no cejó en su empeño de acabar con el rebelde, para lo que ordenó a sus gobernadores en la zona combatirlo sin tregua. No le quedó a Maḥmūd más salida que iniciar el camino hacia el norte con los restos de su mesnada, pues apenas le quedaban cien jinetes; en el recorrido le salió al paso un caudillo bereber en Lisboa con fuerzas muy superiores, pero, una vez más, Maḥmūd y los suyos consiguieron vencer; por fin llegaron a territorio cristiano, donde el rey Alfonso II les dio cobijo, instalándolos en una fortaleza que, desde entonces, tomó el nombre de su poblador, tal vez, cerca de Oporto. Allí vivió durante algún tiempo hasta que, deseoso de volver a su patria entró en tratos secretos con el Emir, que accedió a perdonarlo y recibirlo de nuevo en sus tierras. Pero los tratos no fueron lo suficientemente discretos y el Rey asturiano tuvo conocimiento de ellos, por lo que decidió acudir al castillo de Maḥmūd para castigarlo. Fiel a su conducta de toda la vida, el bereber se resistió con valor, pero lo que no habían conseguido sus múltiples rivales lo consiguió el destino: de regreso de una salida contra los sitiadores, su caballo se encabritó y lo descabalgó, con la mala fortuna de que cayó sobre un árbol y murió en el acto. Su muerte acaeció en el 840. Sus seguidores, salvo unos pocos que lograron huir, fueron muertos o cautivados, entre estos últimos su hermana Ŷamīla, célebre tanto por su belleza como por su valor, que cayó en manos de un noble cristiano, quien la convirtió a su religión y la desposó. Entre los hijos habidos de ese matrimonio hubo uno que llegó a ser obispo de Santiago.

El enorme empeño puesto por ‘Abd al-Raḥmān II para acabar con celeridad con todas las disensiones internas no le impidió continuar la política de campañas de castigo contra los reinos cristianos. Sus contactos con Pamplona estuvieron siempre intermediados, en un sentido u otro, por las relaciones con el qasí Mūsà b. Mūsà, mientras que el reino franco no fue objeto de atención por parte del emir en la medida en la que lo había sido en reinados anteriores: apenas un par de campañas, la del 827 contra Barcelona y Gerona y la del 841 contra Vic y Taradell, además de la ayuda prestada al conde tolosano Guillermo II, rebelde contra Carlos el Calvo, que acudió a Córdoba en el 846/847 a pedir apoyo para enfrentarse al carolingio. Con el concurso del gobernador de la Marca Superior, el conde Guillermo hostigó durante algún tiempo a los francos, llegando a asediar Barcelona y Gerona en el 848/849, hasta que fue capturado y ejecutado poco después.

Pero el objetivo principal de la actividad militar de ‘Abd al-Raḥmān II fue el reino de Asturias, que sufrió durante esos años la continua amenaza de las aceifas musulmanas, tanto en su sector oriental, la “Álava y los Castillos” de las crónicas árabes (en los años 823, 825, 826, 838, 839, 849), como en el occidental (Viseu y Coimbra en el invierno del 825/826, Viseu en el 838, una de objetivo desconocido en el 840, León en el 846, en la que conquista la ciudad, la arrasa, pero no puede derribar las fuertes murallas). Estas campañas, como ocurrió a lo largo de la historia de los omeyas de al-Ándalus, únicamente perseguían el castigo del territorio enemigo y la obtención de botín, pero no reconquistar las tierras de las que poco a poco se iban apoderando los cristianos; es probable que tras esta política de no aprovechamiento de la habitual superioridad militar musulmana se esconda un sensible déficit demográfico andalusí. Por otra parte, el interés primordial del emir se centró en las acechanzas internas, de modo que, cuando surgen problemas en Mérida y Toledo, los ataques a territorio cristiano se suspenden (entre el 827 y el 838).

Las ciudades y comarcas del sur de al-Ándalus, alejadas de las fronteras con los cristianos —y de los no menos peligrosos musulmanes fronterizos—, llevaban una existencia apacible, libres de temor a un ataque exterior, pues ningún enemigo acechaba las costas meridionales de la Península. Por ello, ciudades como Sevilla no estaban protegidas por murallas, que, a juicio de los emires omeyas, sólo podían servir para que sus habitantes tuvieran tentaciones de protegerse tras ellas y alzarse contra Córdoba. Pero en el año 844 el país alegre y confiado despertó a la realidad de una manera inopinada y brutal: tras algunas escaramuzas en Lisboa, Cádiz y Sidonia, una cincuentena de navíos normandos fondearon en Isla Menor, en el Guadalquivir y desde allí fueron remontando el río arrasando a su paso Coria hasta llegar a Sevilla. Sus habitantes, abandonados por su gobernador, que huyó a Carmona, intentaron resistir, pero su débil oposición terminó el 1 de octubre. Los normandos entraron en la ciudad a sangre y fuego, matando a todo ser viviente, hombres y bestias, que hallaban a su paso, y allí permanecieron todo ese día, para luego regresar a sus naves a la mañana siguiente. El emir ‘Abd al-Raḥmān, que ya tenía noticias de su presencia en las costas andalusíes por mensajes enviados desde Lisboa, envió inmediatamente tropas hacia Sevilla, sin esperar a que el ejército estuviese reunido, de forma que iban llegando pequeños destacamentos en días sucesivos. Estas tropas consiguieron parar a los invasores, causarles algunas bajas y apoderarse de cuatro navíos, que fueron quemados después de sacar de ellos el valioso botín que transportaban. Aunque las crónicas árabes hablen de resonantes victorias sobre los normandos, lo cierto es que no sólo no fueron aniquilados, sino que, con bajas más o menos apreciables, pudieron abandonar sin dificultad el Guadalquivir y continuar sus andanzas por el Atlántico. La rápida reacción del emir sirvió, sin embargo, para que los normandos no avanzaran más hacia el interior y para demostrarles que al-Ándalus no era presa fácil. Quince años más tarde, reinando ya el emir Muhammad, volverían a aparecer en las costas meridionales de al-Ándalus, pero en esa ocasión la marina omeya estaba bien preparada. Escarmentado por el grave descalabro de Sevilla, ‘Abd al-Raḥmān II tomó medidas para que sucesos como éste no se repitieran, una de las cuales fue la construcción de las murallas de esa ciudad.

En tiempos de ‘Abd al-Raḥmān II se inició el conflicto de los mártires voluntarios cristianos, que buscaban la muerte injuriando públicamente al profeta musulmán. A pesar de la repercusión que en la historiografía contemporánea ha tenido este movimiento —que las crónicas árabes ignoran totalmente—, lo cierto es que su trascendencia en la sociedad cordobesa debió de ser mínima. Apenas diez años, el decenio del 850, en los que grupos minoritarios de la comunidad cristiana luchaban desesperadamente por detener la imparable asimilación, primero cultural y más tarde religiosa, de la población indígena. Un Concilio convocado al efecto declaró ilícito el sacrificio voluntario y poco a poco la pérdida de entusiasmo de los cristianos exaltados y la muerte de sus cabecillas Eulogio y Álvaro pusieron punto final al movimiento de los mártires.

‘Abd al-Raḥmān II fue un monarca preocupado sobre todo por convertir un al-Ándalus provinciano, apartado del resto del mundo islámico y subdesarrollado culturalmente en un estado dotado de una administración amplia y eficaz, una Corte espléndida y ceremoniosa, unas obras públicas sólidas y útiles y en una sociedad inmersa en las tendencias culturales que predominan en la otrora casi innombrable Bagdad, capital de los odiados ‘Abbasíes. Consciente de las limitaciones del estado Omeya de al-Ándalus, el holgachón y culto Emir no aspira a ampliar sus fronteras con grandes conquistas ni a proyectar su influencia política sobre países vecinos, sino que prefiere emplear los abundantes ingresos fiscales que la prosperidad económica de al-Ándalus le proporciona en embellecer Córdoba (ampliación de la mezquita mayor, edificación de otras en los barrios, construcción de acueductos, engrandecimiento del alcázar) y, en menor medida, otras ciudades, en crear una compleja y eficaz administración, posiblemente imitada de la ‘Abbasí (magistraturas, ceca, taller de ropa suntuaria y tapices, tesorería), en adquirir a cualquier precio las joyas de oriente que le traían sus enviados o los mercaderes que encontraban en al-Ándalus el destino más provechoso para sus mercancías, joyas tanto de la cultura (libros religiosos y profanos, en especial de astronomía, música, medicina) como de la artesanía de lujo, muchas de las cuales habían salido al mercado a resultas de los saqueos que vivió Bagdad por la guerra civil entre al-Amīn y al-Ma’mūn. Venido de oriente fue también un personaje que modificó sustancialmente las costumbres cotidianas de la sociedad cordobesa: Ziryāb (Abū l-Ḥasan ‘Alī b. Nāfi‘), un músico iraquí que se vio obligado a salir de Bagdad por oscuros motivos y que tuvo la fortuna de encontrar en Córdoba el ambiente ideal para medrar: una Corte ansiosa por asimilar todo lo que, por venir de oriente, les parecía elegante, sofisticado y merecedor de ser imitado. Ziryāb tuvo la habilidad de aprovechar la corriente y el músico desconocido en Bagdad se convirtió en occidente en árbitro de la elegancia, innovador de costumbres y formador del gusto.

Teniendo en cuenta el carácter y las ambiciones de ‘Abd al-Raḥmān II, uno de los momentos de mayor euforia en su reinado debió de ser sin duda el intercambio de embajadas con el emperador de Bizancio, Teófilo, de quien había partido la iniciativa al enviar a Córdoba a un legado con una misiva y ricos presentes. El bizantino, agobiado por sus enfrentamientos con los ‘Abbasíes en oriente, con los aglabíes en Sicilia y con los andalusíes exiliados que se habían adueñado de Creta, buscaba en el omeya andalusí una ayuda contra todos esos enemigos comunes. El embajador bizantino regresó acompañado de dos emisarios andalusíes, uno de ellos el célebre poeta y astrólogo al-Gazāl; de esta embajada nos ha llegado una poco creíble pero muy entretenida descripción en el Muqtabis de Ibn Ḥayyān. Los resultados prácticos de esos contactos fueron nulos, pero la satisfacción del emir debió de ser inmensa.

‘Abd al-Raḥmān II falleció el 22 de septiembre del 852 tras una enfermedad que se le había manifestado tres años antes y que mermó mucho sus capacidades en esos últimos años de su vida. Murió sin haber nombrado oficialmente heredero, aunque siempre había demostrado su predilección por su hijo Muḥammad. La conjura que había puesto en peligro su vida en el año 851 y que le costó la vida al eunuco Naṣr tenía justamente como objetivo impedir el ascenso al Trono de Muhammad y colocar en su lugar al hijo de su favorita Ṭarūb, aliada de Naṣr. Finalmente fue Muḥammad quien, sin aparentes problemas, recibió el juramento de fidelidad de sus súbditos inmediatamente después de la muerte de su padre.

Bibl.: Ibn al-Athīr, Annales du Maghreb et de l’Espagne; traduites et annotées par E. Fagnan, Argel, Typographie adolphe Jourdan, 1898, págs. 195-231; E. Fagnan, Histoire de l’Afrique et de l’Espagne intitulée al-Bayano ‘l-Mogrib, vol. II, Argel, Imprimerie Orientale, 1901-04, págs. 130-152; F. de la Granja, La marca superior en la obra de al-‘Uḏrī, Zaragoza, Impr. “Heraldo de Aragón”, 1966; C. Sánchez Albornoz, “Zarpazos del sensual ‘Abd al-Raḥmān de Córdoba contra el casto Alfonso de Oviedo”, en Cuadernos de Historia de España, 45-46 (1967), págs. 5-78; E. Lévi-Provençal, España musulmana hasta la caída del Califato de Córdoba (711-1031 de J.C.), en R. Menéndez Pidal (dir.), Historia de España, vol. IV, Madrid, Espasa-Calpe, 1976, págs. 129-181; M.ª J. Viguera, Aragón musulmán, Zaragoza, Librería General, 1981, págs. 61-69; Anónimo, Una descripción anónima de al-Ándalus = Ḏikr bilād al-Andalus, t. II, ed. y trad. de L. Molina, Madrid, Instituto “Miguel Asín”, 1983, págs. 145-154; C. Álvarez de Morales, “La muerte del emir ‘Abd al-Rahman II según el relato del ‘Muqtabis’ de Ibn Hayyan”, en Toletum, XIV (1983), págs. 95-104; J. Vallvé, “Naṣr, el valido de ‘Abd al-Raḥmān II”, en Al-Qantara, VI (1985), págs. 179-198E. Manzano Moreno, La frontera de al-Ándalus en época de los Omeyas, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1991; J. Vallvé, “Biografía de ‘Abd-Ar-Raḥmān II, Emir de Al-Ándalus”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, CLXXXVIII, 2 (1991), págs. 209-250; J. Samsó, Las ciencias de los antiguos en al-Ándalus, Madrid, Editorial Mapfre, 1992, págs.45-123; D. Bramón, “841: Una algarada fins ara mal coneguda contra la plana de Vic”, en Ausa, XIX (2000), págs. 133-135; Ibn Ḥayyān, Crónica de los emires Alhakam I y ‘Abdarrahman II entre los años 796 y 847 [Almuqtabis II-1], trad., notas e índices de Mahmud ‘Ali Makki y F. Corriente, Zaragoza, Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo, 2001; P. Sénac, Les Carolingiens et al-Ándalus (VIIIe-IXe siècles), Paris, Maisonneuve et Larose, 2002, págs. 91-118.


Luis Molina Martínez

 

 

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